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Miradas
Alfredo Mendoza Martínez



El escándalo de los gatos en la azotea me alteró los nervios. Dejé el libro abierto sobre la mesa, releí el ultimátum de mi arrendador en caso de no pagarle la renta a su regreso; pensé salir en busca de él y pegarle un balazo, pero no, no es lo correcto en esos casos; distraje mi atención en el graffiti pintado en una de las cuatro paredes de mi encierro, y un mal presentimiento me puso la piel de gallina. Abandoné mi asiento con la intención de ir a cerrar la puerta. Estaba a punto de azotarla, cuando vi a una mujer que atravesó el bulevar, fue a pararse en la sombra del naranjo frente a la casa. Pensé que iba a esperar taxi o camión, pero me sorprendió ver que en lugar de darme la espalda, se dirigió hacia mí. Sin pedir consentimiento entró hasta media sala. Esperé que manifestara el motivo de su comportamiento. Permaneció en silencio, peinó con su mirada la alfombra, la superficie de la mesa, las cuatro paredes, hasta detenerla en el graffiti: “Gatos”, dijo, señalando hacia la obra. En verdad, jamás intenté descifrar los trazos. Ni la opinión de ella me sedujo para hacerlo.

     Después se me quedó viendo a los ojos. Parecía leer mis pensamientos. Sostuve su mirada, seguro de que en mi mente el registro más actual era su cuerpo. Observé su hermoso rostro, traté de recordar dónde nos habíamos conocido. Ella, como adivinando mi interrogación, esbozó una sonrisa. Ese gesto me hizo recordar a una de las once mil vírgenes que me acompañó en esa pesadilla donde me vi yendo hacia el brocal del infierno, dispuesto a ofrecerle mi alma al diablo a cambio de una suerte más digerible.

     Era ella, en ese momento la reconocí. No había duda. Recuerdo que me tomó del brazo, me condujo a lo largo de la vereda, para que comparara su halo con el de la mujer custodia de ese cráter al rojo vivo, y el de otros cuerpos que salían de entre las llamas, hablando un idioma que jamás había escuchado.

     En realidad, la virgen y la guardiana del área infernal eran idénticas. ¿Qué me importaba distinguir entre el halo de una y la otra? El problema era que en ese momento yo no estaba soñando. Éramos realidades al medio día, frente a frente: “¿Es la virgen o la guardiana del infierno?”, me pregunté.

     No tuve tiempo de encontrar respuesta lógica porque, de pronto, la fuerza de su mirada dominó la mía, y sin darme oportunidad de reaccionar me agarró el brazo y de un solo golpe me acostó sobre la alfombra. Como fiera enloquecida cayó sobre mí. Abrazados, rodamos cubriéndonos de besos hasta topar con la mesa. Rasgamos nuestras ropas y, en el momento oportuno, la poseí. La corriente de bendiciones de ambos, al mismo tiempo, nos hizo gemir de satisfacción.

     Permanecimos tendidos sobre la alfombra. Ella, la mujer sin nombre, con su vista puesta en el graffiti, parecía interesada en descubrir  algo más que la mirada de un gato: “Son varias miradas. Tienen diferente brillo. ¿Te gustan mis dedos?”, preguntó. Y abrió su mano. En el recorte de las uñas había trozos de piel que arrancó de mi espalda en el momento cumbre de sus descargas. Eso intensificó mi curiosidad de preguntarle quién era pero, en lugar de pronunciar su nombre, comenzó a narrar una historia de gatos.

     Su discurso fue fortaleciéndose con el lenguaje propio de los seres que vi salir del infierno. ¿Qué importaba si era un demonio o una de las once mil vírgenes? El sexo era bueno, fuera quien fuera de las dos. En eso, volvieron a escandalizarse los gatos en la azotea. Ella y yo, con nuestras vistas puestas en el cielo recién tiroleado, fuimos dominados por el sueño. No sé cuánto tiempo estuve dormido pero, cuando desperté, ya se había marchado.

     Desde esa tarde, cada fin de semana se repitió nuestra hazaña. La esperaba con ansias de revolcarnos. Siempre venía con un “look” diferente; sobre todo en su cabellera, que a veces traía demasiado corta, después larga hasta la cintura, o recortada por encima de los hombros; como si le creciera y se recortara de acuerdo a su antojo. Lo más extraño era que su cabello siempre fue natural, lo comprobé queriéndoselo arrancar al momento del clímax.

     Pero ayer, mientras aguardaba su llegada, me dio por ver con más entusiasmo la pared pintada. Además de miradas de gatos, en el cruce de algunos brochazos adiviné una guadaña; en otros, las partes de un esqueleto humano distribuidas estratégicamente.

     ¿Será que hay relación entre la pintura y la aparición de la mujer sin nombre?, me preguntaba. En eso vi hacia la puerta y la mujer sin nombre estaba a punto de entrar, pero algo la hizo detenerse. Volteó hacia la sombra del naranjo, recorrió su mirada a lo largo del bulevar lleno de vehículos transitando a gran velocidad. Decidió cruzar la puerta, fue directo a la mesa donde estaba mi libro. Se puso a hojearlo, silenciosa leyó una página; frunció el entrecejo ¿qué de raro podía encontrar en ese libro de cuentos? Vio hacia la calle. Algo llamaba su atención. Rozó con  su mirada las cuatro paredes, se echó la cabellera hacia la espalda, se me quedó viendo, por eso le pregunté: “¿Qué pasa?” No respondió. Pregunté de nuevo “¿Qué sucede?” Su silencio me puso furioso. Mi pecho iba a reventar si no descargaba esa mala vibra, y fui hacia ella, la tomé de la melena y a la fuerza hice que me encarara. Le pregunté el motivo de haberme elegido, habiendo tantos demonios ansiosos de morir entre sus piernas. Pero no respondió. Su silencio, su mirada, su gesto sumiso, me enfurecieron más; y le apreté el cuello con ambas manos, seguro que daría una respuesta lógica de su comportamiento: ¿Era la que me llevó al brocal, o la que custodiaba ese lugar? ¡Qué importaba en ese momento! El cuerpo de la mujer sin nombre, cayó; en su mirada no había odio ni ternura, simplemente era una mirada. Se incorporó, fue hacia el graffiti, señaló las partes dispersas de la muerte, las miradas de los gatos, y emprendió la huida. No fui tras ella, había demasiada gente en la parada de autobuses. Tampoco la perdí de vista. Al llegar a la sombra del naranjo, se desmayó.

      Nadie le prestó auxilio. Lo que hice fue encerrarme y aguardar el sonido de sirenas, pero nada sucedió. Transcurrieron quince minutos. Abrí la puerta y vi el congestionamiento vehicular. La gente caminaba tranquila, como si nada hubiera pasado. Y al cerciorarme de que no había cuerpo alguno en la sombra del naranjo, comencé a escuchar el escándalo de los gatos en la azotea. Levanté piedras para aventárselas y así ahuyentarlos, pero no vi ningún gato. Busqué de nuevo en la sombra del naranjo: no encontré rastros del cuerpo desmayado.

     Entonces crucé el bulevar. Alcancé a escuchar un grito: “¡Cuidado!”. Un trailer por poco me atropella; el sonido del claxon me dejó sordo. Pude ver que el conductor, con un movimiento del brazo lanzó una mentada de madre.

     No supe más de la mujer sin nombre. Sigo sordo. Completamente sordo.

    Por el movimiento de sus labios adivino que está cobrándome la renta, pero no tengo dinero... ¿Qué?... Sí, tuve que pintar la pared de otro color para no seguir viendo ese graffiti... Sí, cuatro meses... después le pago... ¿Qué?... la suya.  

 

Nació en Huautla de Jiménez, Oaxaca, en 1962. Narrador y poeta, es integrante del taller literario de la Biblioteca Pública Central de Oaxaca. Ha publicado en Cantera Verde.
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