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Los libros de la nada: El libro vacío de Josefina Vicens y Les fruits d’or de Nathalie Sarraute [1]

Marie-Claire Figueroa

La posibilidad de escribir y la necesidad de escribir, el saber que nada se dice aunque se diga todo, y la conciencia de que sólo diciendo nada podemos vencer a la nada y afirmar el sentido de la vida, yo también, a mi manera, lo he sentido y procurado expresar...
Octavio Paz
Carta prefacio al Libro vacío

Nada es fijo ni permanece inmóvil
en el trémulo corazón del hombre
J. Vicens, El libro vacío



Cinco años separan la novela de Josefina Vicens (El libro vacío, 1958) de la de Nathalie Sarraute (Les fruits d’or, 1963). A lo largo de este capítulo, veremos como ambas representan, de modo similar, un caso muy específico de puesta en abismo. Por lo pronto, las fechas nos recuerdan que estamos en el periodo del Nouveau roman, ese rechazo de nociones juzgadas obsoletas por un pequeño número de escritores franceses: el personaje, la historia, el compromiso literario, nada de esto contaba ya. El Nouveau roman se presenta como una búsqueda: unas cuantas instantáneas se yuxtaponen, una misma escena se traduce en diversas versiones discrepantes, acción en cámara lenta o ausente, plétoras de herejías que llevan al lector a un estado inevitable de perplejidad. Sin embargo, debe entender que el autor espera una participación activa de su parte: “Lo que se le pide, escribe Alain Robbe-Grillet, no es recibir ya hecho un mundo acabado, lleno, cerrado sobre sí mismo, sino, al contrario, participar en una creación, a su vez inventar la obra —y el mundo— y aprender así a inventar su propia vida”.
    Se ha dicho que la realización literaria de Josefina Vicens pertenece más a Flaubert que al Nouveau roman (F. Bradu, Señas particulares: escritora, p. 65); sin embargo, es indudable que pertenece a ambos. En el libro que nos interesa (recordemos que sólo escribió éste y Los años falsos veinticuatro años más tarde), el tema o más bien la aparente ausencia de tema, ya había sido preconizado por Flaubert:

Lo que me parece bello, lo que quisiera hacer, es un libro sobre nada, que se sostuviera a sí mismo por la fuerza intensa de su estilo, como la tierra que, sin ser sostenida, se mantiene en el aire, un libro que casi no tuviera tema o, al menos, donde el tema estuviera casi invisible, si acaso se puede. Las obras más bellas son aquellas donde hay menos materia... (Flaubert. Correspondance T.II. Paris: Jean Bruneau, 1980. (Pléïade), p. 31.

    El protagonista de El libro vacío, José García, es una suerte de anti-héroe: “Ni monstres, ni héros”, caracterizaba el autor de Madame Bovary a sus personajes. Para considerar que la literatura de Josefina Vicens se remonta a Flaubert pero pertenece también al Nouveau roman, debemos deducir que las técnicas de este grupo de escritores se inspiran en parte del escritor decimonónico. La cita anterior sobre el tema de la nada se aplica en cierto sentido a la novela de Vicens. Nos encontramos ante un libro que el personaje tiene urgencia de escribir sin lograrlo: si bien tiene muy clara la teoría, la práctica resulta un fracaso. Humilde burócrata habituado a oscuras tareas de oficina, se revela desde el principio como un hombre vencido de antemano. Abarrotado de complejos debidos en gran parte a su condición socio-económica, inseguro, lleno de contradicciones, se muestra a la vez cabizbajo por la derrota y soberbio por su vocación de escritor: escribe para ser leído, para ser famoso.
    Como todo buen escritor, José García explica su método de trabajo. En las entrevistas realizadas para la Paris Review en los años cincuenta, Faulkner confesaba su necesidad de tabaco y whisky para escribir mejor; Steinbeck declaraba que el buen estado de sus lápices era muy importante y según Aldous Huxley, tener varios cuadernos de apuntes favorecía la escritura. Como estos grandes autores, José García no carece de las pequeñas manías que conforman los prolegómenos del acto de escribir: adornar la inicial de la primera palabra, limpiar su pipa, preparar dos cuadernos, el primero para los apuntes, el segundo para la redacción definitiva de éstos, lo que constituirá su libro. El contenido del primer cuaderno revela su afán de contradecirse y discutir la posibilidad y su derecho a escribir, su mezcla de gozo y dolor: gozo cuando las ideas salen en tropel en el primer cuaderno, dolor ante la imposibilidad de orden para consignarlas en el segundo, dolor del amante desesperado por su impotencia. Piensa mostrar un día este cuaderno al más sensible de sus hijos, Lorenzo; al hablar de ello y decidir finalmente que no lo hará, alcanza un tono desgarrador e intimista: “Nada es fijo ni permanece inmóvil en el trémulo corazón del hombre”.
    El protagonista tiene muy nítida la idea de cómo se irá elaborando la novela, la idea de su contenido virtual que expresa al describir, la fuga del tiempo, los recuerdos de infancia, cómo su padre frustró su vocación de marinero, la figura de su abuela, etc.; la subraya al establecer unas reglas: “No hablar en primera persona [...] no usar la voz íntima, sino el gran rumor”. Un poder doble de observación y de crítica lo habita: se explica a sí mismo cómo hacerlo y no lo sabe hacer; observa a la gente en la calle, en los camiones, y le resultan acartonados en el papel; discurre sobre el estilo, la originalidad de los temas, pero peca por exceso de escrúpulos y de ignorancia. Sin ninguna complacencia con sí mismo, se queda en una rigidez estéril a fuerza de honestidad: escribir sobre lo que sabe le parece un camino demasiado fácil; ignora que no hay nada nuevo bajo el sol y que la originalidad de la obra no es el tema sino su tratamiento. A pesar de todo, está convencido de una cosa importante: “El verdadero problema está en el arranque, en el punto de partida”; esto, expresado al final de la novela, lo impedirá naufragar.
    José García siente a veces que dos hombres viven en él, eterna historia del doble que persigue dos propósitos distintos: uno quiere escribir, empujado por un impulso irresistible, el otro se lo impide porque, al hacerlo, corre a su derrota. A veces, se aparta de estos dos “yo”, para desentenderse de su lucha; inevitablemente regresa y le da la razón al uno o al otro. Esta sensación del doble la menciona en varias ocasiones porque nunca se desprende de él: “me siento ajeno a mí”. Por otro lado, su estado de depresión es característico de la inhibición intelectual. El agente editorial de F. Scott Fitzgerald —el novelista norteamericano que describió magistralmente la época del jazz— le reclamaba con desesperación un manuscrito y ante la manifiesta impotencia del escritor, le sugirió escribir cualquier cosa, aunque fuera la simple repetición de “no puedo escribir, no puedo escribir”; el libro de ensayos Crack-up (El fracaso) fue el feliz resultado del intento. La relación entre la escritura y su imposibilidad es un topos de la literatura moderna; Proust lo utiliza como fundamento de su obra, vinculando la importancia creadora con la enfermedad: un sentimiento de nulidad abruma al narrador neurópata que desespera de llegar a escribir algún día. El “síndrome de Bartleby”, como lo llama con sentido del humor Enrique Vila-Matas, es “esta enfermedad, este mal endémico de las letras contemporáneas, esta pulsión negativa o atracción hacia la nada, que ocasiona que algunos creadores, a pesar —o tal vez, a causa— de un alto nivel de exigencia literaria, no logran nunca escribir o escriben uno o dos libros antes de renunciar a la escritura”[1]; silencio abisino de Rimbaud, misterioso de Rulfo o la ocurrencia de Marcel Benabou: “Por qué no he escrito ninguno de mis libros”.
    José García experimenta una crisis existencial una y otra vez a tal grado que, agotado por las innumerables preguntas que nunca deja de hacerse, prefiere poner fin a su angustia emborrachándose. De este modo se desvanece la soledad, pero al regresar a su tortura, a la tiranía de su destino, las dudas lo aprisionan de vuelta. Ante la página en blanco, lo asalta la pregunta que se hacen todos los escritores, grandes y pequeños: “¿Creo todavía en el libro?” Y como los grandes escritores, decide que la presión es demasiado fuerte para ir en contra de ella. A pesar de que su libro se asemeja a un libro-cangrejo, —“cada nueva palabra es una especie de machacante retroceso”—, José García persistirá en su proyecto hasta el final, compartiendo con nosotros la esperanza de que al día siguiente encontrará la primera frase.
    El universo de Sarraute en cambio, es un microcosmos: círculo familiar restringido, medios literarios cerrados. Su campo es el de los impulsos incontrolados, bruscos y fugaces, de las sensaciones —los “tropismos”, como las llama— que empujan a un ser a pasar en un instante del amor al odio, de la depresión a la alegría. Los personajes no son héroes sino simples soportes para la investigación sicológica. Como en Vicens, la acción está ausente; los largos monólogos de José García son sustituidos por monólogos cortos o por un diálogo situado entre conversación y subconversación, al nivel (ya explorado por la novelista inglesa Ivy Compton-Burnett [2] ) en el que, tanto las palabras como los silencios, traicionan nuestros pensamientos secretos.
    Si el ser supone un no-ser, el leer un no-leer, una tesis una antítesis, también el libro supone uno inexistente. A pesar de que la novela que sirve de tema a la obra de la francesa, sí existe (acaba de publicarse), su contenido no es revelado en ningún momento; apenas está esbozada furtivamente una escena a la orilla de un lago, pretexto para una larga discusión por algunos lectores sobre su extremoso romanticismo; fuera de esta única excepción, nada, mucho más nada que en el Libro vacío; éste, a pesar de ser un libro estéril, árido como un campo seco en donde nada brota, ya que su segundo cuaderno, el libro futuro, quedará vacío, sin embargo, en un plan virtual, contiene cierta profundidad de pensamiento. En cambio, alrededor de Les fruits d’or —Sarraute da el mismo título a la obra-tema de su novela— vive un bullicio de ideas: cada lector trae un cortejo de alabanzas, se cosechan los comentarios con profusión, pero en la realidad, la materia consta, no de lo que se percibe a través de ellos, sino de una visión inversa, antagónica. Los apuntes de José García son el reflejo de su personalidad sensible y amante; si bien no logra expresar sus ideas, éstas son pertinentes; si pudiera desarrollarlo, su estilo no carecería de poesía. En cambio los comentarios a Les fruits d’or, revestidos del oropel más ostentoso, suenan huecos porque son el producto del esnobismo intelectual que reina en el mundo artístico.
    Para denunciar de alguna manera el carácter vanidoso de una sociedad que se apretuja alrededor de los acontecimientos de moda, Sarraute inicia su novela en una exposición de las pinturas de Gustave Courbet, célebre pintor francés del siglo xix, conocido como el “Apóstol del Realismo”, que cultivó también la pintura de animales, de paisajes y la escultura. Con pluma satírica, la escritora francesa describe los elogios hiperbólicos de una multitud “balante” al descubrir el cuadro de un perrito. De igual modo, esta gente de un mismo círculo “que viste igual, piensa igual”, alabarán un libro insignificante, Les fruits d’or; en el recinto de la exposición, alguien formula una pregunta sibilina: “Dígame...¿usted ha leído...qué ha pensado del libro?”, primera reacción visible después de su publicación que, a la postre, provocará ondas, remolinos, conversaciones subliminales. Debajo del flujo banal de las palabras, de las apariencias y de los gestos cotidianos, se deslizan movimientos impalpables de la conciencia, destellos del flujo interior que la autora llama “tropismos”. La materia de la obra está hecha de diálogos y monólogos superpuestos de lectores y críticos que se sucederán la mayor parte del tiempo en un espacio borroso: nos es difícil distinguir la personalidad del que habla ¿un lector, un crítico, algún admirador? Casi ninguno de los personajes tiene nombre y los que tienen son personajes intranscendentes, lo que vuelve ardua la lectura: aparecen de repente y después de recitar su opinión acerca del libro, desaparecen como títeres en un teatro de guiñol; de vez en cuando surge un interlocutor a la primera persona, lector o lectora, indistintamente.
        Un poco como en Calvino (Si una noche de invierno un viajero), el papel del lector es muy importante: primero el de nosotros que leemos la obra de Sarraute, luego el del lector que teje la trama invisible hecha con la nada: alternativamente, lectores y críticos se turnan para aplaudir el libro de la nada y cada lector se siente mejor si le consta que los demás piensan como él: “¡Ah, que bien me siento al saber que le gusta este hermoso libro, querido Lucien!” Los elogios irán en crescendo desde el simple “Está bien” hasta “no se ha hecho nada mejor desde hace quince años” o “lo más bello escrito desde Stendhal”. En medio del concierto unísono se eleva una voz genuina, la de un provinciano recién llegado a la gran ciudad (tampoco se nos dice su nombre): al igual que el niño de El traje nuevo del Emperador —el célebre cuento de Andersen— asegura que no le ve nada extraordinario a la novela. Es el inicio entonces de un vuelco general que terminará con el veredicto implacable: “La fosa común apenas será bastante buena [...] los libracos de ese tipo no merecen más que el olvido”.
        Sin embargo, la trama —invisible por inexistente— está sostenida por un tejido de metáforas muy apretado; el libro de Sarraute es una metáfora gigantesca hecha de pequeñas y múltiples en un estilo muy especial. No se trata de comparaciones poéticas y ligeras; al contrario, se derraman largas y densas en amplias oraciones que chorrean imágenes extravagantes para condenar la vacuidad y el ruido creciente alrededor de un libro de moda: alusiones a moradas reales cerradas por altas verjas, a príncipes, a soberanos, a frutas hermosas por fuera, podridas por dentro, a pioneros y exploradores de tumbas egipcias; hablan de electrocuciones, de pantanos asfixiantes, de lobos hambrientos con ojos relucientes, etc.
      En cuanto al estilo de la mexicana, liso y tranquilo, luce pocas metáforas, pero una en particular se destaca en El libro vacío: José García compara su cuaderno a “una especie de pozo tolerante, bondadoso” en el que va dejando caer todo lo que piensa, sin aliño ni orden. Al final, retoma la imagen de un niño quien, asomado al brocal de un pozo, grita su nombre para escucharlo luego repetido con un sonido diferente, “un tono solemne, telúrico y tan distinto de aquél en que fue pronunciado, que le hace pensar no en que es un eco, sino una respuesta o un llamado sobrenatural”. Durante una entrevista en mayo 1954 con los periodistas de la Paris Review, en un café de Madrid, Hemingway ya había utilizado esta imagen: “A writer can be compared to a well. There are many kinds of wells as there are writers. The important thing is to have good water in the well and it is better to take a regular amount out than to pump the well dry and wait it for it to refill”.[3]
        Las metáforas de Sarraute constituyen la osamenta de su novela. En cuanto al contenido, la nada dijimos, es cierto: opiniones superficiales de lectores frívolos, espacios huecos, pero la autora rellena esta vacuidad de modo ingenioso con comentarios sobre los grandes temas literarios, convertidos en lugares comunes en estas conversaciones de salón: la muerte, el amor; con los eternos dogmas sobre “el escritor”, “su prestigio, su tono resuelto [...] se queda uno obnubilado [...] y piensa uno que él sí sabe, y dice uno: pero ¡qué cierto es!”. Y la escritora francesa ha de concluir que los dogmas, la fuerza de las influencias, enemigos del buen juicio, no pueden servir como parámetros para juzgar la literatura. Tampoco el academismo goza de su favor: “Necesitaría poseer el vocabulario pulido de estos sabios doctores; sí que me encontrarían ridículo si me oyeran; por fortuna, no oyen nunca”. A tanta sabiduría opone la confianza cándida de una mano infantil, el tímido perfume de la primera flor que brota de la nieve...
     El sentido común del lector se ve trastornado por la supuesta superioridad de los críticos cuya palabra es ley, trastornado también por el estilo hermético de la obra alabada cuyo propósito es el de enmascarar una gran banalidad de pensamiento, de sentimientos, una llaneza notoria. Y el portavoz de Sarraute, el mismo que al principio se atrevió en la exposición de pintura a preguntar acerca de la recién publicada novela, renueva la pregunta unos meses después, con la misma voz circunspecta: “Y... Les fruits d’or... ¿se acuerda?”. La contestación, últimas palabras de la novela, no tarda, tajante, irónica: “¡Ah, todavía usted se quedó en Les fruits d’or!”
        Sin haber tenido la necesidad de evocar la mise en abyme, ésta se hizo patente a lo largo del análisis de estas sendas obras. Todo diario, como el primer cuaderno de José García, implica una puesta en abismo; del mismo modo, la expresión de los juicios personales sugeridos por Les fruits d’or. Decidimos acercar las dos novelas porque sus puntos comunes, fuera de una puesta en abismo casi idéntica, son bastante numerosos: el escritor de Vicens es igual de impotente para escribir, como los lectores de Sarraute son incapaces de entender en lo inmediato la novela de moda. Convocadas juntas por su casi inexistencia, ambas obras están a la vez unidas por la presencia de distintas voces narrativas y por situaciones rigurosamente opuestas; el ambiente en el que cada una transcurre se refleja en su contenido: medio humilde de un mexicano perteneciente a la clase trabajadora, tenaz en su proyecto gracias al que, a partir de la nada, logrará todo: el triunfo del libro de Vicens; atmósfera superficial del público de una ciudad grande que contribuirá al destino del libro vacío de verdad presentado por Sarraute. . El tema abismado de Vicens es un libro en gestación, el de Sarraute un libro publicado; tanto la mexicana como la francesa encerraron otro libro adentro del suyo, sin importar la vacuidad de cada uno, sin importar que, al final, uno todavía no existe y el otro dejó de existir.
        Del primero no tenemos más que el reflejo de lo que pretende ser o de lo que será cuando esté empezado, pero emana de la mente de José García quien, de un libro vacío logrará hacer uno lleno, por lo menos virtualmente. A su vez, la mente del protagonista es el reflejo de la de Josefina Vicens con la diferencia subrayada por la autora en una entrevista, poco después de su publicación: “De esa ausencia de temas surgió mi libro pero no el de mi personaje”: del fracaso de José García surgió el éxito de Vicens.
     Del segundo, los reflejos son múltiples: lo que sabemos es casi inexistente, pero, al salir de la pluma de innumerables críticos y de la boca de no menos lectores, se vuelve tangible. Representa el inequívoco reflejo del público parisiense ansioso de asistir a los eventos artísticos en donde es imprescindible haber leído el último Prix Goncourt [4] para poder perorar a gusto en la próxima reunión. Estos núcleos del esnobismo francés como Le Grand Prix de Longchamp,[5] l’avant-première de una obra de teatro o el vernissage de la exposición de un pintor en boga, sirven de pretexto para disertar sobre la última novela de moda como lo vimos con Les fruits d’or.
       Estas obras aportan mucho acerca de la escritura, de la sicología humana y de la relación entre ambas; escritura exigente, ligada a los fenómenos de la conciencia y del inconsciente de las autoras. Algunos dicen que no hay escritura de un sexo determinado. A pesar de que ninguna de las dos escritoras haya sido especialmente femenina (aunque feministas las dos), Vicens trata a José García con la ternura de una madre y Sarraute, por la voz de sus protagonistas, se muestra coqueta, voluble, caprichosa. Por esto pienso que ambas imprimen a su libro el sello común de una escritura muy femenina; pero esto será tema de otro día.


  1. Magazine littéraire. Número especial sobre la angustia, 2002 .
  2. Para Compton-Burnett, el libro debe ser trampa y enigma de tal suerte que el lector lo interprete a su manera. Las innumerables novelas de la inglesa, cuyo tema implacablemente vuelve a los crueles, atroces e íntimos dramas familiares, son hechas enteramente de conversaciones y el lector, a través de los diálogos, debe adivinar las intenciones escondidas, los rencores, las vilezas [...] y de esta exigencia que le es impuesta, obtiene la sensación de penetrar en un universo en parte indescifrable.
  3. Un escritor puede compararse con un pozo. Hay muchas clases de pozos, como los hay de escritores. Lo importante es que haya buena agua en el pozo, y es mejor sacar de él una cantidad regular en lugar de dejarlo seco y esperar a que vuelva a llenarse.
  4. El más importante de los premios literarios atribuido cada año por un jurado supuestamente muy exigente.
  5. Nombre de un famoso hipódromo en París.

Marie-Claire Figueroa nació en Mulhouse, Francia. Ensayista, narradora y poeta, se licenció en Biblioteconomía y Documentación en la Universidad Católica de París y La Sorbona. Fue Profesora Investigadora de El Colegio de México. Ha publicado ensayos literarios en La Jornada y en revistas como Cantera Verde y Ensayos; además de relatos, poemas y cuentos.


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