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Carta a un amigo

Héctor Anuar Mafud


Hace algunos años tú y yo compartimos cosas muy importantes, como la oportunidad de conjugar sueños y esperanzas pero, sobre todo, el vivir en un lugar singular, de calles amplias, banquetas empedradas con guarniciones azules que circundaban bellas casas de madera; brisas en verano, vientos en invierno, cielos espesos con nubes tan cercanas a nosotros que en nuestra mente infantil sentíamos que palpaban nuestro pelo. Transitamos entre lirios verdes y mojamos los pies junto a peces que rozaban nuestra piel en un tranquilo mar, tan cercano, que parecía prolongación de nuestra casa. Y todos los días extendíamos los juegos al interior del mercado, lleno de aromas, de frutas, panes, golosinas, y de los colores que los huipiles irradiaban; ahí, en una sencilla pileta, imaginábamos una gran fuente en tanto la música de una sinfonola llenaba todo el espacio. Y en este marco las miradas dulces y los gestos amables de los que allí habitaban.

    La alegría de vivir nos hacía incansables; teníamos tiempo para subir a las copas de los almendros y cual jinetes intrépidos retábamos al viento y corríamos por las calles, entonces todas nuestras, venciendo obstáculos como las redes que los hombres de mar elaboraban. Nuestros fantásticos juguetes, alentados en forma infinita por la imaginación, nos llevaban a crear armas que hacían que pequeñas cáscaras de naranja se convirtieran de pronto en proyectiles; a ratos también jugábamos a las canicas, aquellas, las de barro. Por las empedradas calles librábamos interminables batallas cruzándolas, persiguiéndonos unos a otros, mientras escuchábamos canciones de Jorge Negrete y Pedro Infante, en tanto los domingos, obligados a ir a misa, escuchábamos la voz del padre Jorge la Liberte y, por ahí de las doce del día, participábamos en los equipos de beisbol sintiéndonos importantes jugadores. De igual manera, a la salida del cine, éramos luchadores, boxeadores o vaqueros, siempre acordes con los temas de la película en turno; no recuerdo que, a pesar de que se exhibían películas de hombres sabios, fuéramos buenos estudiantes.

    Así pasó nuestra niñez, rápida, pero intensa, en un pueblo limpio, ordenado, de gente respetuosa y fraterna. No omito el recordarte de nuestras excursiones a Las Pilas, donde la magia de una pequeña cascada hacía sentirnos valientes exploradores, valor avalado por nuestros sendos tiradores. Descalzos, cruzábamos cerros y montes hacia arriba y abajo; tuvimos la osadía de ir al Cerro de la Cruz, allá en Santa Rosa y, en ocasiones, sobre todo en invierno, convertidos en furtivos cazadores, acudimos al Portillo, donde las palomas del norte en parvadas transitan al sur. Antes de ello, o al término de la temporada, acosábamos tórtolas que, por cierto, nunca recuerdo haber matado. Llegada la Navidad, convertidos en expertos quemadores de triques y cuando teníamos dinero también de palomas; dábamos alegría a las calles con nuestros juegos, batallas y ruido. Desde luego también fuimos, por temporadas, jugadores de trompo, balero, zumbador y papalotes.

    No fuimos ajenos a la experiencia fascinante de colarnos alguna vez al cine. Me alegro de no haber sido la excepción; y de tantas cosas más que podría traerte a la memoria. Mas pasó la niñez y en nuestro pueblo, entonces, no había una línea divisoria entre la pubertad y la juventud: así que llegamos a esa edad indefinida y con ella al primer amor y al primer beso, marcados para siempre. No te puedo platicar mucho de ella porque seguramente tú lo mismo la entiendes. Creo que todos tenemos un momento igual y que cada quién recuerda diferente.

    En esa etapa la conciencia nos llevó a ser más perceptivos y, por lo mismo, todo fue más intenso: desde la amistad y todos los valores humanos hasta la sensación completa del entorno.

Así recuerdo a Salina Cruz.

Héctor Anuar Mafud Mafud nació en Salina Cruz, Oaxaca, el 8 de enero de 1945. Abogado, político, escribe, además, poemas y cuentos. Textos suyos se han publicado en páginas electrónicas, como www.festivaldelmar-salinacruz.com.


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