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Por el bien de todos
Samael Hernández
Ruiz
Aprender a leer y a escribir es
una cosa, y otra muy distinta aficionarse a la lectura. Lo primero casi
siempre da satisfacciones; en cambio, lo segundo, en ocasiones nos
llena de tribulaciones o, a veces, nos conduce a vivir experiencias que
nunca imaginamos. Al menos ese fue mi caso.
Como la mayoría de los niños,
aprendí a leer y a escribir en la escuela primaria; o eso
pensé hasta que recordé que fue mi madre quien en
realidad, con más empeño que mi maestro, se pasaba las
tardes ensayando conmigo el sonido de las letras, el significado de las
palabras hiladas penosamente sílaba a sílaba, hasta que
logré, tiempo después, pronunciar de corrido lo que
estaba escrito. Por su parte, mi maestro, encerrado en su creencia de
que aún no sabía leer, nunca me pasaba al pizarrón
como lo hacía con mis compañeros de grupo. Fue otra vez
mi madre la que llevándome del brazo hasta su presencia, le
exigió que me tomara en cuenta. Mi maestro, escéptico,
consintió en pasarme al pizarrón una vez que mi madre se
había retirado y comprobó que en efecto sabía leer.
Después de esa experiencia mis días como
lector pasaron sin pena ni gloria. Me limité a seguir las
lecciones del primer grado, del segundo y del tercero, hasta que
llegué al anhelado sexto grado de primaria. Fue mi nuevo mentor,
el maestro Daniel, quien con mayor énfasis nos hablaba de
lecturas que no tenían que ver con el programa escolar, o al
menos eso creo. De él recuerdo sus referencias a las
fábulas de Esopo; la primera vez que oí hablar del poema
del Mío Cid, de Amado Nervo, y de lo bueno que era aficionarse a
la lectura. Esto último me caía de sorpresa. Por ejemplo,
no alcanzaba a entender por qué tantas alabanzas para con
Emilio, mi amigo desde el segundo grado, sólo porque siempre
cargaba un libro con él.
No sé si algo tuvo que ver lo que el maestro
Daniel decía o si todo sucedió porque a Emilio
también le gustaban las revistas de historietas que a mí
me fascinaban: El pato Donald, Supermán, Memín
Pinguín y desde luego Kalimán. Lo cierto es que un
día, Emilio me propuso cambiar libros por historietas, a lo que
accedí sin muchos ruegos. Así comenzó un comercio
breve y extraño. Mientras él tomaba mis revistas, yo
recibía a cambio algún libro: el primero fue
“Ivanhoe”, después otros, entre ellos: “Los
Tres mosqueteros”, “Miguel Strogoff”, “Veinte
mil leguas de viaje submarino” y “La Vuelta al mundo en
ochenta días”. Creo que fue en esa época que me
aficioné a la lectura y la disfruté al grado de quedarme
a veces dormido de cansancio con el libro entre mis manos.
Para mis padres y mis abuelos esa conducta
debió ser extraña. En mi casa no había libros a la
vista, y los que existían, que eran por cierto de un tío,
estaban a buen resguardo, encerrados en unas cajas de cartón
atadas con una cuerda. Mis abuelos maternos, en cuya casa
vivíamos, eran católicos, de raza zapoteca. En mi familia
casi no se hablaba el castellano y cuando lo intentábamos, lo
hacíamos con el sesgo que provoca una lengua indígena, de
la que por cierto tengo el privilegio de ser hablante. Se
comprenderá ahora por qué dije que mi conducta
debió parecer extraña, tanto, que se me prohibía
leer demasiado, de modo que tenía que hacerlo a veces a
escondidas.
Ya en la secundaría, cursé el primer
grado con aburrimiento, en segundo, fueron las matemáticas las
que más llamaron mi atención y las estudié con
entusiasmo; pero fue en el tercer grado que la literatura me
cautivó, no a través de los textos; sino mediante las
dramatizaciones que mi maestro hacía de las obras que nos
reseñaba.
Pero volviendo al tema de mis
tribulaciones, debo decir que fue en ese grado que me enteré de
un personaje que tendría importancia en mi vida: Carlos Marx.
Fue el maestro de historia quién lo mentó por primera
vez. Decía mi profesor: “Como dijo Carlos Marx: la
revolución es la locomotora de la historia”. No sé
si en alguna de sus obras Marx haya dicho tal cosa; pero a mí me
impresionó la frase. ¿Quién era ese Carlos Marx?
¿Por qué era tan importante?
Un día fui a la biblioteca municipal
de mi pueblo y pedí “El Capital”. El viejo
bibliotecario debió sorprenderse de que un jovencito de mi edad
solicitara esa obra porque me preguntó: “¿Para
qué quieres ese libro?” No recuerdo lo que
contesté, pero al final, me prestó la obra. En vano
intenté leerla, no fui capaz de comprender su contenido,
así que desistí del deseo de conocerla y Carlos Marx
quedó en el olvido, al menos entonces.
Cuando terminé la secundaria, mi madre
quería que estudiara en el Colegio Militar, deseo que me
atemorizó, pero que no fue suficiente para desanimarla. Por
suerte, el tío militar que debía mover sus influencias
para que ingresara sin dificultades al Colegio, se retiró del
servicio antes de que pudiera hacer algo por mí. Entonces mi
suerte cambió y mi madre decidió que ingresaría a
la universidad para ser abogado. Con mucha dificultad, debido a
nuestros escasos recursos económicos, ingresé a la
escuela Preparatoria General de la universidad y comencé una
nueva vida lejos de mi pueblo, en la ciudad capital del estado de
Oaxaca.
Mis primeros días en la escuela
preparatoria fueron desalentadores. Las novatadas que me hacían
sufrir mis compañeros estuvieron a punto de hacerme desertar;
pero además, todo era diferente a lo que estaba acostumbrado.
Oaxaca me parecía fría y melancólica, y la escuela
preparatoria un desorden amurallado en medio de calles pavimentadas por
las que rugían camiones y automóviles que en nada se
parecían a mi añorada escuela secundaria, ubicada en el
cálido campo de mi tierra, lejos de todo bullicio, sin fronteras
y llena de alegría. En Oaxaca todo era distinto. Acostumbrado al
orden y a la permanente vigilancia de mis mentores, en la preparatoria
me sorprendía el que mi grupo no contara con un salón de
clases; por el contrario, me veía obligado a mantenerme al tanto
de todos los movimientos, porque no sabía a cuál de los
salones entraría el maestro en turno a darnos clases. Nadie me
obligaba a estudiar y ni siquiera a entrar a clases, qué cosa
más extraña pensaba, pero en fin, eso debía de ser
la vida de un estudiante universitario y a eso me atuve.
Cuando ingresé a la preparatoria
recién había sucedido lo del 68 y, en Oaxaca, se
sentía aún fuerte su influencia. Los alumnos de mi
universidad vivieron su propia insurrección en 1970.
Decían que había sido algo sin precedentes: los
estudiantes enarbolaron sus causas, que eran las mismas del pueblo. A
mí todo eso me tenía sin cuidado. Sin embargo, metido en
ese ambiente, poco a poco me percaté de algo que mis
condiscípulos repetían con frecuencia: si uno no era
revolucionario, no era nada. Confieso que no entendí lo que
significaba aquella aseveración, aunque me intrigaba el hecho de
que junto al ser revolucionario se le adjuntase el calificativo de
materialista dialéctico para radicalizar su expresión.
Después entendí que lo de materialista significaba
apegarse a los dictados de la ciencia, de una en especial, la de la
Historia. Y lo de dialéctico tenía que ver con la forma
de observar y de pensar las cosas. Hasta aquí, las
ínfulas que se daban mis compañeros no dejaban de
parecerme graciosas por la seriedad con la que afirmaban su calidad de
marxistas. Lo que me preocupó fue su desdén hacia lo
religioso y lo que acabó por escandalizarme fue que negaran la
existencia de Dios, en quien yo creía desde que tenía
memoria.
Frente a los desplantes de mis
compañeros y de no pocos maestros, opté por callarme y
seguirles la corriente. En secreto y sin dar motivo para que me
tacharan de ignorante o burgués, que era peor, me di a la
búsqueda de conocimientos y respuestas. ¿Qué era
todo eso de la revolución? ¿Por qué había
que unirse al pueblo, si yo desde niño me sentía parte de
él? ¿Qué de malo tenía no ser proletario,
si de todas maneras era pobre? Pero sobre todo ¿Por qué
no creer en Dios?
Una tarde, vagando por las calles de la ciudad,
decidí entrar a una librería que llamó mi
atención por su nombre: “Librería
Universitaria”. Al principio creí que pertenecía a
la universidad; pero pronto el dueño me sacó de mi error.
Era un expendio de libros como cualquier otro. La decepción no
disminuyó mi interés y, con curiosidad provinciana, me
puse a ojear algunos libros. En aquel tiempo, la editorial Grijalbo
publicaba una serie popular denominada Colección Setenta. En
ella se editaban obras de variados temas y autores, pero destacaban por
su número los dedicados al pensamiento marxista. Entre los
muchos que había en aquella librería, uno llamó mi
atención, su título era “Crítica
Religiosa”, se trataba de un breve compendio de escritos de
Voltaire, quien supuse que era marxista, de modo que con mucha pena
gasté lo poco que tenía en su compra.
Esa noche leí con fruición el libro
de Voltaire. El autor era de un pensamiento vigoroso e irónico.
Con una lógica implacable demostraba las inconsistencias de la
religión. Atacaba a Jesucristo llamándole un judío
ignorante y analfabeta. Arremetía contra la Biblia con una
erudición sorprendente mostrando sus contradicciones, en fin,
dio en el blanco de mis creencias. Terminé su lectura en la
madrugada y ya no pude conciliar el sueño. Mi estado de
ánimo oscilaba entre la satisfacción por conocer la
verdad y el temor por la posibilidad de la condena eterna. Fueron horas
fatigosas y saturadas de preocupaciones, todo alumbramiento es
así y yo había nacido a la luz.
Después de quitarme de la conciencia
el velo religioso, comprender a Marx fue casi una consecuencia.
Entonces entendí, equivocadamente, que la revolución era
poner a Dios de rodillas, explicarle que el mundo no era su obra sino
la nuestra, y terminar por derribarlo con la fuerza de nuestra
razón. Esa misma razón era la que nos distinguía
del pueblo, nos hacía ajenos a él y por eso había
que unírsele, para que por obra de nuestra fe en el demos, y de
la claridad dialéctica de nuestra mente, despertara de su
sueño de opio. Por eso ser pobre no bastaba, se tenía que
ser desposeído al grado que no tuviera nada que perder sino mis
cadenas. Me sentí un hombre nuevo, joven y con la
responsabilidad de transformar al mundo.
A partir de entonces la vida en la escuela
preparatoria fue otra, no sólo me había integrado a los
círculos marxista, también me había convertido en
uno de sus cuadros destacados. Comencé mi vida de revolucionario
al lado de mis compañeros, todos jóvenes admirables por
su pasión, honestidad e inteligencia. Muchos de ellos murieron a
manos de la policía o el ejército, en las calles o en las
cárceles del país. Otros fueron hechos prisioneros y
torturados. Cuánto perdimos con esas muertes, con ellos
México sería otro. De los que sobrevivimos a aquellos
aciagos años, algunos siguen aún en la política
activa, otros, como yo, somos simples ciudadanos que tratamos de
cumplir con nuestros compromisos cívicos, familiares y
laborales; pero estoy seguro que todos siguen con aquella vieja
afición a la lectura.
Treinta y un años más tarde, recuerdo con
ternura mis hazañas preparatorianas. No logré transformar
al mundo; pero la lectura de un pequeño libro me hizo cambiar
profundamente. Durante estos años muchas lecturas me han llenado
de alegría, otras, acrecentaron mis miedos. Ahora, en mi
adultez, reconozco que he disfrutado de mi afición por los
libros; pero confieso que a veces siento temor de que una lectura
inesperada provoque otra revolución en mi persona, porque si
sucede, el mundo no estará a salvo de que intente otra vez
transformarlo, sólo espero que sea por el bien de todos.
Nació en
Juchitán, Oaxaca, el 7 de marzo de 1955. Maestro en
Educación, es autor de diversos ensayos y textos especializados
en educación. Premio Nacional de Investigación Educativa
en 1984, ha publicado, además, cuentos y textos narrativos en
diversos suplementos y revistas culturales.
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