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La irrupción de la
violencia
Mariana Bernardéz
La irrupción de la
violencia es un fenómeno que se tiende a atenuar, como si en
ello se pudiera evitar el ser sujetados por su desmesura; no obstante
la desgarradura acusa el anonadamiento emocional que hace del rostro
humano un desfiguro, una mueca y a veces ni siquiera un gemido.
Entonces la pregunta que ronda no es la que se sustenta en el lamento o
en la impotencia, sino la que reclama el hallazgo de una
resquebrajadura fundante ¿cómo justificar lo
injustificable?
Preguntar es sin más un pedir y
dar razones de un mundo donde el sentido de lo justo es sobrepasado por
la constante de lo injusto, y la capacidad de preguntar y responder se
diluye porque la dinamicidad del pensamiento se anuda ante ese silencio
que muestra la desarticulación del lenguaje frente al exceso
¿no es acaso la viveza de tal acción la que impide
esgrimir la reflexión para salvar lo poco o mucho que quede? La
violencia arroja al delirio porque arranca al sujeto de sí y
éste desconoce su semejanza con el otro, rompiéndose la
comunidad posibilitante de significado.
El ejercicio de la violencia
señala la vertiente más dolorosa de la existencia: la
traición sólo tiene cabida en quien nos ama, ¿por
qué? Si hubiera una respuesta el sentido de lo trágico
desaparecería del hacernos humanos. La traición es sin
más acción que delata y desencarna y entre la
víctima y el victi-amante lo único que subyace es la
aceptación de la sin razón, el rapto de lo oscuro, la
obnubilación que nos vence para dejar el cuerpo aterido tratando
de acompasar el ritmo de su respiración.
Cuando se traiciona la atrocidad es la
lucidez que sobreviene ante la culpa, quien ha alzado la mano en contra
siente el filo de la daga en la garganta, y el herido se encuentra
sumido en la desesperanza, con el alma dolorida en un estar que
constata que la infracción no es a la norma que regula la
convivencia, va mucho más allá: es la trasgresión
del sujeto como centro de respeto y tal desplazamiento lo único
que genera es la rabia de haber dejado de ser eso que se era con
certeza, para encontrarse siendo otro que no es posible reconocer,
entonces el clamor no es por una justicia humana sino por un salvar la
hondura crepitante del corazón, que alguien o algo sostenga esa
inmensidad que arrolla en la fragilidad del latido, que alguien o algo
nos consuele y nos abrace para volver a habitarnos.
No se trata de abrirse a un
maniqueísmo destartalado que ponga en el horizonte binomios
semánticos: luz-oscuridad, mal-bien, justo-injusto, sino de
asumir que la dificultad de discernir estriba en la opacidad propia del
ser que somos, vivir es dejar de estar ciegos. ¿Cómo
morar desde el abrevadero de lo injusto? ¿Qué es lo
injusto? ¿Vivir de rodillas o hacer de la huida un ejercicio de
libertad? La cuestión es que ante lo fiero se atisba la
esperanza de su contrario, se necesita creer que hay la posibilidad de
erguirse en el frente de batalla. Erguirse es apropiarse de la dignidad
de quien acepta el fallo de la razón y penetra el mundo de la
conmiseración, y para traspasar el dintel, la condición
es confesarse despojado, asentirse perdido y atribulado, buscar la
transparencia de un perdón que no es otorgado dentro del pacto
social sino en la fraternidad o en la capacidad que brinda el amor de
reconocernos, a pesar de todo, en el pulso de la sangre.
Y en la sangre lo cierto es que se anuda
la pasión, quien padece se adentra en la disonancia y
sólo le resta el poder confiar, aunque no sepa en qué ni
cómo, confiar quizá en que, en este juego de sombras se
pueda, con la distancia, apreciar un camino para sí,
quizá el de volver a sentir lo primigenio del cuerpo, el latido
acompasado con la respiración que resguarda, por momentos, de la
tormenta precisa que provoca el saberse asediado por el vértigo
de haber tolerado el daño del otro, pero cómo evitarlo,
cuando el otro es el espejo donde nos miramos, el otro es mi semejante,
¿a caso no hay salida, se está condenado a la
dialéctica del desamor?
Cuando la pasión irrumpe con su
fuerza es ineludible el desamparo, ¿por qué arrolla?,
¿por qué nos acecha y gravita alrededor?, ¿es
posible en esta desnudez encontrar cobijo, lograr una altura, volver a
proferirse? Es inevitable el empezar de nuevo, la vida es un remolino
que envuelve en su gratuidad y cuando se es biendicho entonces lo
injusto es visto como la eclosión de un fondo que nos habita y
que despierta en su desproporción, la inmensidad, que penetra
sin considerar la labilidad que nos constituye. Vivir es templarse.
Desvelado el pasmo, la hondura brota por
los ojos, quizá esas aguas internas procuran deshabitar las
zonas oscuras de la desgarradura, la sensación de no ser dable
mañana, y aferrarse a que el paso de los minutos será
bálsamo ante la falta del otro, es el punto de la espera, cuando
no ha llegado la indulgencia y cuando la sordidez no permite que el
alma se aquiete. Del llanto a la impotencia, de la imposibilidad a la
rabia desbordante, y asombrarse de que tanto se arrincone dentro, la
violencia no sólo es del otro es también hacia uno, el
rostro habrá de andar para recobrar su forma y en tal discurrir
del vacío al abismo, la pregunta es cómo se sale de los
ínferos del corazón.
¿Es posible dejar de sentir el
acabamiento de la infinitud dentro de sí?; ¿es posible
volver a vivir proyectando la espera hacia algo por venir? Se
creería que si y también se pensaría que
debería existir en esta mueca del absurdo un sentido de lo
justo, más allá de una ley de retribución que
constantemente se duda, sí la certeza de una sanación
aunque los trazos de las mordeduras, no se sepa si las inflinge,
aquél que una vez se consideró como semejante o sean las
huellas de algo que nos ha sostenido para no morir. Y señalo que
no se sabe, porque la sordidez de los hechos, nos arrojan sin
más a otra desmesura: el silencio. Cada cual frente a sí,
frente a una mudez que no se sabe si escucha o si se quiere, y en la
simplicidad del acto, el doliente logra incorporarse y estar frente
a… y llamará a razones porque con la palabra hay entonces
salida alguna, y la verdad, siendo libertadora, arrojará el
grillete que alrededor de la garganta se había hecho nudo.
¿Cómo se anuda la garganta,
o por qué?, porque la apostasía sobreviene de quien se
ama, y la consecuencia irrevocable es la desemejanza de quien fue
alguna vez el par, el dolor en su impureza señala que el
perdón es algo inalcanzable en tanto que no redima y permita una
resignificación, pero cómo perdonar si lo cierto es la
ausencia de lo que en un momento fue el mundo que se habitaba, lo
cierto es lo ajeno de alrededor, ¿cómo volver a ser
semejantes?, ¿cómo reconocernos? La certeza es que si es
posible perdonar entonces se dejará de estar sujeto al absurdo
de la trasgresión, al miedo de caer en ofensa y se
recobrará la dignidad, pues en la agresión los dos polos
reconocen dentro de sí la oscuridad que sobrecoge, el espejismo
del crimen, quien ha alzado la espada en contra enseña al otro
como levantar el puño. ¿No hay salvación?
¿No hay cabida para la caridad? Y sólo ejerce la caridad
quien ha sido bienamado, es el vórtice del amor en su
benevolencia, es arriesgar el aliento y darle de nueva cuenta el
corazón al otro; la sobreabundancia del amor puede rebasar la
necesidad de justicia y lograrse así un sentido de lo justo
fundado en la misericordia como un com/partir la miseria mutua; el
perdón al igual que la violencia son gratuidades de la desmesura
y, sostenerse en uno u otro pretil, exige asumir la vergüenza de
la propia desnudez, quizá entonces se alcance la transparencia,
quizá, entonces la exoneración.
Nació en 1964. Ha publicado los
poemarios: Tiempo detenido (1987), Desvelos quiméricos (incluido
en el colectivo Labrar en la tinta, 1988), Rictus (1990), Luz derramada
(1993), Réquiem de una noche (1993), El agua del exilio
(1994),Incunable (1996), Liturgia de águilas (2000), Sombras de
fuego (2000). Es también investigadora de la ULSA.
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