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Miradas
Olaf Ramírez Robles

Para ti, Nadia Villafuerte


Yhajaira mira por la ventana. El viento revuelve su cabello mientras cobijo mis pies del viento frío. No intento hacerle notar que son las tres de la mañana y quiero dormir las muchas horas que no he podido desde que ella hizo el hábito de mirar por esa ventana. Siento no poderla acariciar, abrazarla, para después reiniciar el sueño perdido. Sólo mira sin hacer caso de mi frío, de mí.
    Necesito no hablarle para que sepa que no está consentida (entonces tendría que hacerlo muchos días so pena de no amarla).
    Se resbala por el agua la luna, susurra y miro que la luna llena escurre al fondo mientras inicia una llovizna que da contra su rostro con un viento ligero y frío.
    Nada puedo replicar. Todas las cosas tienen su etiqueta en esta habitación. Pero a ella la quiero -aún la quiero- por su salud, por su belleza. No enferma. Yhajaira, balbuceo. Alcanza mis ojos y descubro que son lágrimas las que corren por su semblante. Lloro, dice. Todavía no animo mi cuerpo para acercarme a ella. Sé que también busca el encuentro, mas no puedo doblegar las fuerzas de mi corazón para saltar a ella y decir que la quiero, que pronto volveremos a su pueblo, que la querré siempre. Sólo la miro.
    Vuelve la vista hacia la calle mientras el viento regresa con más lluvia y da sobre el rostro sin desmaquillar. Ya no le importa nada. Ni a mí, que siento el frío del suelo recorriendo la línea dorsal. La tomo en mis brazos y me da la impresión de ser muy grande; mis brazos no alcanzan a cubrir su cuerpo. Por fin circula un auto por la calle. Las luces deslumbran nuestra vista.

    Yhajaira tiene fiebre desde hace nueve horas. Ahora, cuando es un bello día después de una semana sin sol, está en cama (en días como estos suele caminar hasta la cima del cerro y dormir bajo el ocotal donde crecen hongos). Abro la ventana para que goce rayos de sol, pero no distingue nada. Es una mujer consumida por la vigilia la que se encuentra conmigo. Tomo la ropa de dormir y voy a su lado.

    Yhajaira asoma la cara bajo la sábana para luego tomar el teléfono. Algo mencionan del otro lado de la línea para que diga que se encuentra completamente desnuda, aunque se cubre con mi sudadera gris. Continúa diciendo de sus senos y su sabor de sal. Mascullo que huele a sal, que no sabe a sal. Sólo mira mis ojos un momento y continúa hablando. Yo recuerdo.
    Recuerdo a mi prima Nancy con una misma sudadera gris diez años atrás. Hace nueve era ajeno a esta ciudad a la que llegué siguiendo a Nadia. Sólo venía de paso a dormir sobre sus hombros claros de tanta sombra y a continuar con los besos postergados para nuestra primera noche juntos en su cuarto de Coyoacán. No podía cambiar por una habitación sin patio ni árboles mi casa de adobe con piedra incrustada. No podía cambiar la vista al bosque de encinos por una ventana que daba a la calle. Pero sí sustituí a Nadia por Laura, y a Laura por alguien más hasta terminar ahora con Yhajaira. A esas alturas nada importaba ya. No pude regresar a resguardarme del sol bajo los encinos. No quise.
    Soy tu puta, repite Yhajaira una y otra vez por el auricular, ahora cobijándose completamente con la sábana, despreocupada de nueva cuenta de mi frío y del contacto directo de mi cuerpo con la cobija de lana. Nada puedo objetar en este departamento.
    Mientras Nancy duerme tranquila en su casa de adobe con piedra incrustada (sobre la que instaló una recámara más donde escondió de su vida mis cosas), pienso en ella y seco de inmediato las lágrimas. Ahora me da vergüenza llorar. Pero alguna vez lloré sobre las piernas de Nancy; lloré la muerte de mi amigo José, el abandono de mi padre después de 20 años y lloré porque tenía deseos de llorar. Siempre junto a ella. La sudadera gris también ha de estar entre ese montón de cosas terminando de ser roída por la dejadez, junto con mis libros y el sombrero negro que la cubría del sol mientras abrazaba su cuerpo con rumbo al bosque de árboles viejos. Ahora sólo miro un edificio blanco y escucho camiones que van o vienen a las tres de la mañana. Nada hay más luego de la ventana.
    Soy tu puta, tu puta, continúa ella en el teléfono sin saber qué más decir. Abre los brazos a la vez que bosteza y encuentra la oscuridad. Una brisa húmeda da contra toda ella. Dice algunas cuestiones de coitos preparándose para terminar con la llamada. Yo recuerdo.
    Me encontraba solo, soportando el deseo de fumar, bajo la enramada de encino.
    El crepitar de chicharras se extendía.
    Un cangrejo, ignorando su condición de hídrico, crispó la tarde.
    Y estaba solo porque a una distancia prudente de los hombres, no existe más que soledad, miedo y desconsuelo.
   Veía a Nancy, sonriendo bajo el peso del sol, espulgando mi cabello, tronando una a una cada liendre que toma en sus manos. Una bolsa blanca que pende de su hombro acompasa la luz intensa.
    A las chicharras termina por apaciguarlas el sofoco.
    Bajo la enramada de encino estaba yo, solo. Veía a Nancy bajo el día.
    Danza una hoja seca frente a mí. Danza como pluma. Cae. Nancy se desvanece.

    Yhajaira corre las cortinas sin cerrar la ventana. Bebe agua. Vuelve el rostro. Descubriéndome de pronto, sonríe.
    Tal vez podríamos sobrellevar esta relación. Ella es elegante, inteligente. Tal vez con un poco de paciencia... Pienso. Luego, mientras me alegro, atino a decir: mañana es sábado. Sí, responde mientras me mira de nuevo, amontona las cobijas en el suelo, coloca la sábana sobre mi cuerpo, enseguida las cobijas. Y pasado domingo y luego lunes y martes, concluye. El viento permite entrever la oscuridad, yo siento pena de que Nancy tal vez sea feliz sin mí.




Nació el 28 de febrero de 1979 en la Sierra Norte de Oaxaca. Estudia en la Escuela de Escritores de la SOGEM. Es integrante del taller literario de la Biblioteca Pública Central de Oaxaca. Ha publicado en Cantera Verde.

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