P�gina del C�rculo de Lectura en Espa�ol de la Librer�a Barnes & Noble de Plantation
Un viaje corporal
Por: Mario Mendoza
Escritor Mario Mendoza.  (Fotografia de Freda Mosquera)
Conferencia del escritor colombiano Mario Mendoza. Feria Internacional del Libro de Miami, Noviembre 23 del 2002. (Se publica con autorizacion del autor) (Derechos reservados de autor para Mario Mendoza)

Es dif�cil que un escritor sepa realmente cu�les fueron sus influencias m�s relevantes durante la escritura de un libro, porque muchas de ellas son inconscientes, secretas, invisibles. Sin embargo, har� referencia a una novela que est� en la base de mi formaci�n como escritor, y que marc� desde la primera p�gina la escritura de Satan�s. Quiero recordar aqu� esta noche la novela 4 a�os a bordo de m� mismo , del colombiano Eduardo Zalamea Borda, escrita entre los a�os 1930 y 1932. La considero un texto capital que marc� mi entrada en la madurez literaria. En ning�n otro narrador he visto yo semejante claridad con respecto a la relaci�n que se presenta entre cuerpo y escritura.
En un primer vistazo, este libro parece una aventura inscrita en la tradici�n de la literatura mar�tima del siglo XIX, es decir, una aventura que se cumple hacia adentro. Sin embargo, m�s que un viaje de orden introspectivo (como lo declara abiertamente el t�tulo), la novela es un viaje que se ejecuta en el conocimiento y la apropiaci�n del cuerpo: un desplazarse para crear nuevas coordenadas desde las cuales percibir una existencia hipermat�rica. Aqu� el subt�tulo que lleva la novela se vuelve clave: diario de los 5 sentidos. "Estar en el cuerpo" es una expresi�n que presupone el cuerpo como anexo, como a�adido. La novela de Zalamea propone un "ser cuerpo" din�mico, vigilante, en perpetuo acecho de s� mismo. Por eso la expresi�n a bordo de es preciso entenderla a partir del cuerpo como un nuevo nav�o que parte de una cartograf�a in�dita. Por ejemplo, cuando el protagonista se encuentra en el desierto de la Guajira, en la costa atl�ntica colombiana, la existencia diurna-nocturna de sus sentidos traza una diferencia compleja en las percepciones. Las formas que se deshacen por exceso de luz obligan a relacionarse con el mundo ya no dese lo �ptico, sino desde otros sentidos: t�ctil, olor�ficamente. Lo mismo ocurre con la oscuridad que desdibuja el mundo: obliga a nuevos acercamientos, nuevas velocidades y nuevas lentitudes de aprehensi�n. El d�a y la noche, m�s que patrones de medida del paso del tiempo, se vuelven en la Guajira dimensiones corporales, pliegues y c�mulo de sensaciones. Luz-oscuridad con las que se inicia la novela:
La noche est� sola. Sola como la luz.
Esta aventura del cuerpo es posible gracias a un movimiento que convierte el cuerpo sedentario en cuerpo n�mada. El protagonista viaja a trav�s del mar y el desierto sin delimitar rigurosamente su objetivo, desplaz�ndose un poco al azar, gui�ndose de tanto en tanto por sus intuiciones y sus caprichos. La novela es el desplazamiento de un cuerpo en el espacio, pero al no ir de un lugar fijo a otro lugar fijo, ese cuerpo va trazando vectores abiertos y no trayectos cerrados. Y por medio de ese estar en movimiento, el protagonista no s�lo se conoce, sino que se modifica, se transforma, se inventa, se otorga una nueva identidad.
De esta manera, 4 a�os a bordo de m� mismo significa 4 a�os a bordo de mis 5 sentidos. El t�tulo de la novela debe entenderse a partir del subt�tulo, el viaje a bordo del cuerpo, que es el que se lanza a la aventura de nuevas formas de percepci�n, de nuevas realidades. Ese cuerpo que se encontraba en Bogot� tranquilo, reposado, controlado, de pronto entra en movimiento y estalla en un desorden magn�tico. Y el cuerpo afectado est� en estrecha relaci�n con una psique que entra ella tambi�n, simult�neamente, en caos, en desorden. Siguiendo la l�nea de Rimbaud y de Artaud, que entend�an el cuerpo como el origen del arte, el protagonista de Zalamea experimenta viajes sensacionistas, recorridos m�ltiples en las sensaciones de su sistema nervioso central. Por eso, al final de la novela, cuando se despide de la Guajira, el protagonista, casi en un lamento, dice: Adi�s, adi�s, compa�eros, adi�s recuerdos y vida de m�sculos y de instintos. Se despide de ese nuevo mundo, de esa nueva geograf�a descubierta en su cuerpo. Ya nunca olvidar� la descomposici�n de los matices y la subdivisi�n de los olores. El �nico legado de este viajero es el conocimiento profundo de una hipercorporeidad que al modificarse a s� misma modifica tambi�n el mundo circundante. Por eso en las �ltimas p�ginas el protagonista responde desde sus sentidos, desde su cuerpo, desde su aprendizaje. Escuchemos a Zalamea:
Y mi carne dolorida responde por la boca que mordieron el sol y la sal y las mujeres: ... He visto la tragedia, el parto, el beso, el amor y la muerte; he sentido el grito de felicidad de la mujer pose�da y el grito de dolor del hombre que se suicida; he gustado el sabor de las comidas rudas y el sabor dulce, agrio y amargo del hambre; he tocado senos de bronce, pieles de man�, manos generosas de hombre; y cabos de cuchillos y de rev�lveres, y conchas de perlas; y a mi olfato han llegado todos los olores: el de la sangre, mareante y mezclado siempre con la locura, el del amor, el del aceite de coco, el olor de la sal y del yodo del mar. He o�do, he gustado, he olido, he tocado, he visto...
- �A eso llamas haber vivido?
Y yo tembloroso, sin saber por qu�, con una voz antigua, de hace muchos d�as, llena de horas y de angustia, respondo:
- S�, he vivido 4 a�os a bordo de m� mismo.

Aclaremos que la aventura que cumple el protagonista es, en cierto sentido, una aventura sin objeto. Una corriente importante de la novela de aventuras del siglo XIX hab�a impuesto un esquema en el cual el aventurero, al final de su viaje, lograba alcanzar lo que se hab�a propuesto desde el comienzo. Del otro lado estaba la novela del mar, de viaje intimista, introspectivo, cuyo viaje se ejecuta realmente en la interioridad del personaje. Es el caso de varias novelas de Joseph Conrad, donde los objetivos iniciales nunca se alcanzan. Conrad propone un aventurero cuyo �nico legado es su propia experiencia de aventurar. En varias ocasiones, claro est�, hay interrelaciones y mezclas entre estas dos tendencias. La novela de Zalamea se inclina hacia la novela del mar, es decir, Crusoes que van hacia s�. Pero el giro efectuado es asombroso, pues no se trata ya de un viaje hacia adentro, sino de un viaje a trav�s del cuerpo, a trav�s de la percepci�n. Al final, el viajero de Zalamea no tiene nada entre sus manos, no alcanz� ning�n objetivo espec�fico, y por eso mismo es due�o de todo. Este aventurero no consigue nada, excepto la vida.
Siempre me han sorprendido los logros t�cnicos y la nueva visi�n con respecto al viaje y al cuerpo que hacen de esta novela un texto dif�cil de clasificar en su �poca. No me cansar� de subrayar, acaso con excesiva insistencia, la contemporaneidad de la propuesta zalameiana, el tratamiento novel�stico tan asombroso que dio este escritor a sus vivencias (es una novela autobiogr�fica) en la d�cada del treinta, y la influencia que ha ejercido en m� desde mi primera novela, la cual, por cierto, termina en la �ltima p�gina frente a su tumba, en el Cementerio Central de Bogot�; y mi novela se cierra tambi�n con la frase final de su novela, esa frase que dice: Alegr�a, inmensa alegr�a, �y para qu�? 
Zalamea ha sido para m� un fantasma permanente, una sombra que est� siempre vigilando mi escritura, una fuerza corporal y f�sica que exige de mis textos contundencia y velocidad narrativas. Me ha ense�ado �l a preguntarle a un escritor cuando lo estoy leyendo: �D�nde est� su propuesta est�tica? �D�nde est� lo bello aqu�? Porque al ubicar lo bello se ubica la �tica, la pol�tica, lo sublime. Una cosa es un escritor y otra cosa es un artista. El primero cuenta s�lo historias, el segundo impone ante una sociedad una forma de ver, una manera de percibir el mundo. Hay escritores que tienen un talento para contar que nunca lo he puesto en duda, tienen unas virtudes como narradores que son admirables e incuestionables. Pero en mi concepto falta ese salto en el cual el lenguaje se vuelve una �tica y una est�tica.  Hay escritores que tienen miedo, miedo de descender a su inconsciente y de enfrentarse con sus bestias interiores. Han preferido una escritura en la superficie, arriba, donde ellos puedan manejar la situaci�n con aparente calma, con razones, con argumentos. Se niegan a escribir con las tripas, a sangrar, a dejarnos su ser en cada p�gina.
Ahora, cuando yo me refiero a una visi�n determinada, a una forma de observar y de percibir el mundo, estoy hablando de un artista que introduce en la realidad una manera in�dita de aprehenderla, y que en consecuencia la modifica. Cuando leemos a Borges, a Garc�a M�rquez o a Rulfo, inmediatamente cambiamos nuestra manera de ver, de pensar y de ser. Eso nos sucede tambi�n con Picasso o con Fernando Botero. Sus ojos nos muestran un mundo que no hab�amos visto antes, nos abren nuevas posibilidades. Yo estoy en contra de tener teor�as pedantes antes de escribir, o de creer que hacia adelante ya lo tengo todo claro. Mis libros no se inscriben en un proyecto predeterminado. Yo voy pegado a la vida, a lo que mi propia intuici�n me determina durante la marcha. Pero es obvio que una l�nea cruza mis textos. Esa l�nea es para m� crucial, definitiva: se trata de mi manera de ver la sociedad y el mundo en que me toc� vivir. Cuando yo a veces hago la cr�tica de "superficialidad" a otros textos, no me refiero a que los personajes o las historias sean triviales. No. Me refiero a que en su oficio, en su trabajo, el escritor determina desde la raz�n, desde arriba, desde una franja de su mentalidad que gobierna y dirige con tranquilidad, la historia que va a escribir. Y arma la trama, los personajes y el tel�n de fondo. Y qu�. Luego armar� otra y otra, y qu�. Da igual. Nos podemos sentar y decretar: ma�ana escribiremos una novela de amor, con tragedia incluida y todo, y pasado ma�ana, si est� de moda,  hacemos una sobre temas de autoayuda. Y qu�. Ninguno de estos proyectos obedece a una verdad interior, a una fuerza de arrastre que nos doblegue y nos domine, que nos haga sudar, que nos quite el aliento, que nos haga sufrir, que nos acerque peligrosamente a esas zonas de nosotros mismos donde est�n las fronteras con la locura y la inestabilidad ps�quica. Lo que exigo de un escritor no son teor�as, sino una verdad espiritual, algo que lo avasalle, que lo haga temblar mientras escribe. Quiero oler su carne en el asadero, quiero ver sus m�sculos y sus tendones mientras escribe. No me interesa que me cuente historias (interesantes o no), quiero que sangre, quiero que grite, que salte de felicidad, quiero que sus libros no sean programas bien sustentados, sino aullidos de dolor o de dicha en medio de la noche.
Y ojo, los artistas que he citado (Picasso, Botero, Garc�a M�rquez) no son seres necesariamente atormentados ni sufridos. Lo inquietante de su obra es que nos transmiten una verdad (esta es la palabra clave), una verdad que estaba in�dita, que no hab�amos visto, y que aparece de pronto gracias a sus libros o a sus cuadros. Un artista es alguien que ilumina, que bota sobre el mundo un chorro de luz y que por lo tanto nos permite vislumbrar una parte que estaba a oscuras, cerrada, en penumbra. No es s�lo pintar un cuadro o escribir un libro m�s. Se trata de armar, de componer un universo propio. Borges o Vargas Llosa, por ejemplo, son autores que yo elegir�a para ejemplificar lo que intento decir: universos propios, visiones, toda una vida narrativa inconfundible palpitando en sus obras. En el caso de Vargas Llosa es evidente c�mo su enfoque �nico e inconfundible se nota desde La ciudad y los perros hasta La fiesta del chivo. Hay una cr�tica bestial a las estructuras de poder, a la doble moral de una peque�a burgues�a emergente, etc. Y lo incre�ble de esto es que al ir buscando un universo narrativo, uno va encontrando simult�neamente un estilo, un ritmo de prosa, una m�sica para decir las cosas, una forma. Los dos procesos se dan al tiempo.
Sin embargo, sigue existiendo ese tipo de narrador que nunca pierde la compostura, que nunca se obsesiona, que no lleva una verdad entre pecho y espalda. Eso, para m�, es grave. Esas novelas no se salen de s�, no deliran, no van m�s all� de las historias que cuentan. A eso me refiero con est�tica: una b�squeda de la belleza en la cual el artista nos transmite, mediante un ejercicio extremo, una vida que no conoc�amos, una transfusi�n de sangre que nos alienta y nos invita a vivir de otra manera. Eso es lo que me ha ense�ado Zalamea a pedirle a un escritor. Y es una ense�anza tremenda y dif�cil, porque aplicada a m� mismo no s� si yo he logrado esto o no. Lo dudo mucho. Pero me esfuerzo en ello, me abraso en mi propio cerebro, me quemo cada vez que entro en una nueva novela. Yo s� creo lo que dice Vargas Llosa: el artista debe ser un aguafiestas, una piedra en el zapato de una cultura, un deicida permanente.
Esta experiencia de sentir que el cuerpo, que la materia que soy es el origen de mi literatura, he logrado enunciarla con claridad narrativa en las dos �ltimas novelas, Relato de un asesino y Satan�s. La escritura es un ritmo, una respiraci�n, una serie de compases que se marcan con la coma, el punto y coma, el punto seguido, el punto aparte. Ese ritmo debe atrapar al lector, embrujarlo, hipnotizarlo, y hay que mantenerlo en trance hasta la p�gina final del libro. La escritura es hechicer�a pura, trabajo de encantamiento e ilusionismo. Esa m�sica, esa plasticidad de las palabras que tiene como base mis pulmones, mi caja tor�cica, mis venas y mis arterias, mi cuerpo en general, he logrado plasmarla, como digo, en los dos �ltimos libros. Al respecto dice el narrador en Relato de un asesino:
Y al final de mi estad�a comprend� que las palabras son puentes energ�ticos, enlaces, hilos invisibles, vasos comunicantes, caminos para entrar o para salir del para�so, mensajes, misivas, correspondencias, se�ales magn�ficas o intolerables. De all� en adelante supe que el arte se gestaba en el cuerpo, que nac�a de nuestros nervios y nuestros m�sculos, y busqu� a toda costa que detr�s de mi escritura el lector sintiera el incontrolable temblor de mi mano, los ataques desaforados de una corporeidad afectada, los espasmos y las convulsiones de mi inestable sistema nervioso central. Mi escritura: mol�culas y dendritas que buscan una palabra, microsismos corporales que se hacen literatura.
En Satan�s los riesgos t�cnicos son evidentes. La novela sucede siempre en presente, aqu� y ahora, en este lugar y en este instante. El presente es el tiempo de la acci�n. Y desde el principio supe que sostener ese ritmo durante trescientas p�ginas no iba a ser f�cil. Todo depend�a de la capacidad del lenguaje para transmitirle al lector olores, sabores, im�genes, sonidos, texturas. Como en una m�quina de realidad virtual, transportar al lector a trav�s de sus sensaciones, conducirlo, meterlo en la acci�n para que vea, huela, escuche y palpe lo que est� sucediendo. En la primera p�gina, la narraci�n nos presenta los hechos como si fuera una c�mara cinematogr�fica que desciende del techo y se mete entre las frutas, las cajas y las verduras de una plaza de mercado. Luego o�mos la voz de una vendedora ambulante de caf� y de aguas arom�ticas, y la c�mara gira y se pierde con ella por entre los corredores atiborrados de alimentos y personas. Y de ah� en adelante se trata de mantener a toda costa la atenci�n del espectador, de no dejarlo parar del sill�n, de hacerle pases m�gicos para que me escuche una verdad que yo tengo que contarle, una historia que puede, quiz�s, cambiarle su vida para siempre. Pero para que �l me escuche necesito llevar hasta sus �ltimas consecuencias mis capacidades t�cnicas. Se trata de convertir el libro en una m�quina de realidad virtual. Y eso, por supuesto, no es f�cil.
Otro factor que hay que tener en cuenta es que ese lenguaje r�pido, veloz, de acci�n instant�nea, tiene la pretensi�n de nombrar la ciudad, de penetrarla, de llegar hasta el fondo de sus ra�ces m�s profundas. Y otra vez lo mismo: no le podr� dar nombre a un territorio si no lo conozco corporalmente. Hablamos mucho sobre la ciudad, divagamos, pero pocas veces, en mitad de la Carrera S�ptima con la Avenida Diecinueve, por ejemplo, hemos cerrado los ojos y nos hemos concentrado en las voces que nos llegan, voces de empleados, de secretarias, de estudiantes, voces con acento del Caribe, de Cali, de los llanos orientales, voces extranjeras, voces de vagabundos atiborradas de una jerga incomprensible. Olvidamos con frecuencia que la ciudad es un c�mulo de sonidos permanentes: pitos, murmullos, ruidos de motores y de tacones contra el asfalto, m�sica que llega hasta nosotros desde los almacenes y desde los radios de los buses que se detienen en los sem�foros, gritos de vendedores ambulantes y voceadores de revistas y peri�dicos. La ciudad como sonido que no se detiene, flujo ininterrumpido de vibraciones que ataca nuestros o�dos durante las veinticuatro horas del d�a. Tampoco hemos cerrado los ojos y hemos olido el lugar en el que vivimos: el olor del aceite quemado de las frituras en la calle, el olor que despiden los exostos de los autos, el olor de las lociones, los desodorantes y los jabones perfumados de los que se cruzan con nosotros, el olor de la basura (inconfundible, agrio, amenazante), el del pan fresco, el de los bu�uelos y las empanadas; y entre esos olores, otra vez, mezcl�ndose en una receta funesta y venenosa, el violento ruido de los taladros y las herramientas de construcci�n, el de los aviones cruzando ese cielo gris y nublado y lluvioso de nuestra metr�poli desordenada y ca�tica. �C�mo nombrar la ciudad, c�mo darle a Bogot� una carta de identidad literaria, un tono que la haga �nica, que le otorgue un rostro, que la convierta en ella misma? Respuesta: desdoblando el cuerpo de quien percibe, multiplic�ndolo, aceler�ndolo vertiginosamente. Satan�s no es el mal, ni el demonio, ni la perversidad. T�cnicamente hablando, Satan�s soy yo, mi cuerpo anfibio, mi cuerpo lombriz, mi cuerpo abeja, mi cuerpo mosca que durante toda la narraci�n sufri� metamorfosis de alta velocidad para poderse transformar de p�gina en p�gina y de cap�tulo en cap�tulo. He sido tapa de alcantarilla en el barrio Egipto, poste de la luz en Bellavista, ladrillo partido en Ciudad Bol�var, puerta de iglesia en La Candelaria, cemento, bombilla, sacerdote, cobija, atardecer, lluvia, nube, he sido un cuadro de Gauguin y uno de G�ricault, he sido taxi y mujer violada, y asesino y mendigo y ladr�n y vaso de whisky y cama de motel, y he sido una canci�n de Mecano, y he sido un hombre llamado Campo El�as que ha entrado a un restaurante a sangre y fuego. He sido, en suma, una ciudad buscando desesperadamente un nombre, un adjetivo, un verbo y un predicado que la rescate del olvido.
Muchas Gracias
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