Ciencia Ficción Perú


Editorial

Sky Captain y el mundo de la piratería


 


Sky Captain y el mundo de la piratería


Acabo de ver “Sky Captain y el mundo del mañana” (creo que traducir a “Capitán del Cielo” suena huachafísimo) en día lunes.  El cine al que fuí estaba tan vacío, que junto con mi hijo, pudimos sentarnos donde se nos dio la gana. Envidié al mocoso, recordando mi infancia de colas kilométricas y cartelitos de entradas agotadas. Aunque también pensé en lo que el se había perdido: una época donde el cine era más que un espectáculo, un rito que se podía vivir en muchos lugares del país.

Tras ver las primeras escenas de “Sky Captain”, uno deduce que ésta película difícilmente podría apreciarse en otro formato que no fuera el cinematográfico. Dudo que ni el más avanzado DVD pueda reproducir esa calidad de imagen, esos claroscuros, esa sensación de totalidad que da la pantalla grande.

Sin embargo, la realidad es que, desde antes de su estreno, ya se venden copias piratas en VCD de esta película. Y más de un espectador habrá decidido que tiene suficiente con esa copia, que a lo más le habrá costado S/. 3.50. Tres soles cincuenta. Poco más de un dólar, casi un euro. No pague de más.

El cine al que fui a ver “Sky Captain” me cobró por la entrada S/. 4.00. Cuatro soles. Apenas cincuenta centavos más que una copia pirata. Con la calidad que éstas suelen tener (imágenes pixeleadas, baja calidad de sonido, colores defectuosos, etc),

¿Por qué, entonces, un consumidor puede preferir espectar una copia mal hecha a una película en óptimas condiciones de proyección? ¿Odiamos la calidad? ¿Somos parte de un boicot inconsciente contra los cines peruanos?

No. La realidad es más triste que eso. La realidad es que al espectador peruano le da lo mismo ver una proyección de calidad que una copia defectuosa. Sobre todo si es joven, no apreciará la diferencia nunca. Y es que, desde hace casi década y media, nos hemos acostumbrado a ver copias infames de películas. La calidad ha dejado de ser un requisito indispensable.

Cuando uno se pregunta ¿por qué?, suelen aparecer razones y explicaciones diversas. Que las grandes mafias de piratería. Que la crisis económica. Que el libre flujo de la información. No vamos a tocar estas respuestas, pues creo que hay personas mucho mejor preparadas que un servidor para explicitarlas. Yo me limito a dar mi opinión, espero que bien sustentada.

La culpa la tienen los grandes almacenes, los vendedores de electrodomésticos, los mercaderes.

Así de simple. Claro, tal vez no haya sido tanto por maldad como por ignorancia (y angurria, tampoco se hagan). Pero son estos señores quienes nos convirtieron en infames consumidores de copias sin calidad, de cualquier cosa.

¿Y eso cómo pasó? No de un día para otro, obviamente, pero si el lector aún no se ha aburrido de leer este artículo, bien puede continuar leyendo la historia. Una historia infame, dicho sea de paso.

Corrían los 80 (del siglo XX, por supuesto). En plena hiperinflación, apareció en el mercado el aparato reproductor de cintas de vídeo, o videocassetera. La novedad que corría boca a boca era que uno podía ver una película previamente grabada en un casette. En su televisor. En su casa. Cuantas veces quisiera. Y los aparatos eran de buena marca, ojo. Estaba el Betamax de SONY y el VHS de Panasonic. Pronto, éste último pasó a convertirse en el sistema standard de vídeo, al punto que ya nadie diría videocassetera sino simplemente VHS.

Si a eso sumamos el miedo que provocaba salir de casa por causa de los atentados terroristas que ocurrían en todo el país, tenemos a un aparato cuyo éxito (no había televisión por cable aún) estaba asegurado. No importaba el precio, el armatoste (el primer reproductor de VHS que vi en mi vida tenía una carcasa de fórmica imitación madera, teclas inmensas y se abría exactamente igual que una cassetera) se empezó a vender bien. Pronto, el VHS desplazó por completo al Beta. Tarde o temprano, todo el mundo tenía su VHS (o VH) en casa.

¿Y las películas?

Ahí está el quid del asunto. Nuestros astutos vendedores no previeron – o no les importó – el hecho de que, en el mercado peruano, no existía una oferta legal de alquiler o venta de películas en videocassete. Sólo les importó vender el aparato, y que la gente se arreglara como pudiera.

Y es que había cómo arreglárselas. Un negocio floreciente fue la aparición de puestos con la leyenda “Alquiler de películas. VHS-Beta”. Lugares donde se podía acudir y alquilar lo que había (que no era mucho, en su momento) a un precio relativamente módico. Aparentemente, salía a cuenta tener una videocassettera.

Ahora bien, el origen legal – o ilegal- de las cintas que veíamos estaba fuera de discusión. ¿Y por qué? Sencillamente, por que muchas de las grandes cadenas de tiendas estaban en el negocio de alquiler de videos piratas (palabra que recién se ha puesto de moda, pero eso es lo que eran).  La extintas tiendas Monterrey, Maxi y demás cobijaban dentro de sus locales pequeños puestos donde, previa afiliación, uno podía alquilar las películas que quisiera. Si la tienda madre era un negocio legal, serio, grande y respetable, por extensión lo eran sus dependencias. De modo que alquilar películas piratas era tan legal como comprar un cojín de cera para lustrar pisos, pues uno lo hacía al interior de una tienda que hasta salía por televisión y todo.

Por consiguiente, los espectadores peruanos asumimos que alquilar películas piratas no era una actividad ilegal. Si las ofertaban en todos lados, en tiendas grandes y pequeñas. Además, ningún organismo gubernamental sacó un spot televisivo informando a los espectadores que estaban consumiendo productos piratas. Ningún establecimiento comercial fue sancionado con el decomiso de cintas ilegales (nadie se habría salvado). Ninguna distribuidora cinematográfica protestó por el uso no autorizado de sus productos. No es que los consumidores nos hiciéramos de la vista gorda respecto al hecho de estar haciendo algo ilegal. Simplemente, no lo sabíamos. Y los mercaderes, que sí lo sabían, lo ocultaban para no ver mermadas sus ganancias. Imagínense si los anuncios de venta de videocasseteras hubieran incluido el aviso “no consuma piratería”. Nadie les habría comprado un mísero reproductor.

Los mercaderes nunca estuvieron interesados en proveer a los consumidores de cintas de procedencia legal, o lo que es lo mismo, de buena calidad. Teóricamente, podían hacerlo, pero no era negocio. Los primeros videocassettes, así como los primeros CDs o los primeros DVDs tenían precios prohibitivos. Es lógico, puesto que el costo incluye, además del material físico, el derecho de autor e impuestos. ¿Alguien en su sano juicio pagaría 35 dólares por un videocassete original? ¿Pagaría un alquiler de cinco dólares? Los mercaderes sabían que no, así que se abstuvieron de incursionar en el negocio de alquiler o venta de cintas originales. Suficiente con vender aparatos que, irónicamente, se volvían cada vez más baratos y ofrecian mejores prestaciones, inútiles en el caso de cintas piratas. El objetivo era vender el producto más rentable, sin importar el hecho que el uso de estos productos implicaba por fuerza recurrir a la piratería.

¿Y la calidad?

Nadie sabía del origen de las películas, nadie sabía que una cinta de VHS sólo puede reproducirse unas 16 veces antes de perder calidad (el cabezal del VHS hace contacto con la cinta al leerla, de modo que cada vez que vemos una película en VHS, la desgastamos). NADIE (o casi nadie) HABÍA VISTO UNA PELÍCULA ORIGINAL. Por consiguiente, nadie sabía cómo debía verse “bien” una película.

Eso es algo que poca gente recuerda. Al menos en mi experiencia, hasta el año 1993, todas las videocintas que vi mostraban una raya negra a lo largo de la pantalla (ocultando su origen, usualmente algún canal de cable del extranjero), perdían color o definición por largos intervalos de tiempo y solían terminar abruptamente. Particularmente, recuerdo la copia de  “Parque Jurásico”, que en mi televisor se vio en blanco y negro, aunque era a colores. A pesar de todo, la vi completa. Y en compañía. Nadie protestó o pensó en pedir un reembolso. Era lo normal. Mejor suerte para la próxima. Total, si la tienda donde la alquilé tenía licencia municipal...

Recién a mediados de los 90, ingresaron al Perú empresas que ofrecían películas originales. Aparecieron – en Lima, cuando menos – Blockbuster y West Coast Video. También la distribuidora Televideo y otras.  Y - qué casualidad- empezaron las campañas antipiratería. Pero el mal ya estaba hecho. Ya nos habíamos acostumbrado a ver películas en cualquier estado de exhibición. Ya nos habíamos acostumbrado a no cuestionar el origen de las copias que teníamos a la mano. La calidad era una cosa superflua, un añadido cuyo costo (por que tiene un costo, por supuesto) nadie estaba dispuesto a pagar. Eso si, recién se empezaron a propalar comerciales contra la piratería, se modificaron las leyes , empezaron los operativos policiales, consistentes en el decomiso de copias piratas. Como si antes no hubiera existido. De consumidores pasamos a convertirnos en cómplices de criminales. ¿Y los mercaderes? Ellos siempre eran “los buenos”. Los vendedores de artefactos no eran culpables. Los que guardaron silencio cuando debían hablar no se convirtieron en cómplices. Toda la carga cayó en el espectador y en quienes llenaron el hueco que los mercaderes no estuvieron interesados en llenar. Usted. Yo.

De por si es malo que una población degrade su capacidad de apreciar un producto estético como pueden serlo las películas. Dice mucho acerca de los peruanos el que les dé lo mismo ver una película en mal estado que verla con todos los detalles que los productores y realizadores pusieron en ella.

Pero es peor saber que el origen no está en los consumidores, a quienes se tilda ahora de “cómplices” y “criminales”. ¿Qué deberíamos decir entonces de quienes, irresponsablemente, contribuyeron a crear el hábito de espectar cintas piratas, vendiendo productos como los Beta o VHS, a sabiendas de que en el Perú no existían distribuidores de cintas legales? Por supuesto, los mercaderes argumentan que  ellos solo venden un artefacto, no haciéndose responsables del uso que les haya dado el usuario.

Los verdaderos operativos antipiratería debieron haberse realizado en las tiendas vendedoras de electrodomésticos. En las grandes tiendas. En las dependencias gubernamentales que no vieron que estas prácticas fomentarían la piratería. En los locales de las oportunistas distribuidoras legales, que recién protestaron cuando la piratería afectaba su negocio, no cuando perjudicaba al usuario.

Los representantes de los cinematógrafos deberían pedir una indemnización a estos comerciantes inescrupulosos, por arruinarles el negocio.

En la guerra de los mercaderes, el único que pierde es el consumidor.


Daniel Salvo © noviembre 2004



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