Ciencia Ficción Perú

La muerte de los amantes

Alexis Brito Delgado



LA MUERTE DE LOS AMANTES


Y más tarde, un Ángel, entreabriendo puertas
Vendrá a reanimar, fiel y jubiloso,
Los turbios espejos y las muertas llamas.

Baudelaire


Sin poder evitarlo, le apreté el culo, tenía las nalgas duras. Sigbritt se volvió, juguetona, con una mirada picara.
—Puedes tocarme lo que quieras —bromeó—. Tienes ese privilegio.
Su fuerte acento sueco me excitó. La Sinfonía 25 en G Menor sonaba por los altavoces y llenaba la penumbra del dormitorio con sus sones. De inmediato, le levanté el vestido negro de plástico y metí la mano bajo la ropa interior. Ella continuó inmóvil, su supuesta frigidez me hizo arder de deseo, sabía como enloquecer a un hombre. Busqué su boca. Como de costumbre, Sigbritt no me rechazó, nos besamos con ternura mientras me frotaba contra ella: aquella estratagema había dado buenos resultados en el pasado, Poco a poco, las caricias se volvieron más apasionadas: la cosa empezaba a funcionar. Le chupé los senos sobre el traje, sus pequeños pezones estaban erectos. Luego, impaciente, le desgarré el vestido y liberé su pecho izquierdo. Enfebrecido, lo tomé entre mis labios, luego pase al otro, con una devoción nacida del cariño. Le alcé el traje hasta las caderas, lamí su vientre y le pasé la lengua por el ombligo.
—Michael —susurró.
—Dime.
—Tengo novio...
—Mujer —sonreí—. ¡Menudos ánimos me das!
Le quité el traje. Su confesión me importaba un comino. Luego, sus bragas desaparecieron por un lado del colchón de espuma sintética. Nuevos besos cargados de pasión, mis dedos se hundieron en su vagina y comprobé no estaba tan húmeda como otras veces. Me afloje el pantalón de polipiel, la punta de mi pene sobresalió por el borde de la tela, nunca llevaba calzoncillos. Aquello disipó sus dudas. Sigbritt me agarró el miembro y me obligó a quitarme la ropa.
—Despacio —murmuré.
Cuando me desnudé, ella se arrodilló sobre la moqueta de poliéster y se metió mi sexo en la boca. Succionó durante unos minutos, con los ojos cerrados, disfrutando del sabor de mi pene. Sin duda, era una de las pocas mujeres que conocía le gustaba hacer gozar a un hombre: el resto ignoraba lo importante que era entregarse al cien por cien. Cuando noté que podía eyacular, le aparté la cabeza y nuestras lenguas se unieron. Sus senos me obsesionaban, sólo pensaba en correrme encima de ellos, quería desparramar mi esperma sobre aquellas preciosas montañas color café con leche. Con delicadeza, la volví y comencé a lamer su sexo, centrándome en el clítoris. Seguía estrecha.
—No puedo, Michael.
Esbocé un gesto irónico:
—Vamos a intentarlo.
La puse boca arriba y la atrapé bajo mi cuerpo.
—Me da rollo, tío.
Enarqué las cejas:
—¿El qué?
—No quiero traicionar a nadie.
Que tuviera pareja me estaba tocando las narices.
—Mujer, no te preocupes...
Sigbritt se inclinó sobre mí y puso sus pechos sobre mi boca: sus cabellos dorados me cosquillearon en la cara. Con una mano errática, se introdujo mi miembro en la vagina, el calor de su sexo me abrumó: supe que no tardaría demasiado en explotar en su interior. Lentamente, nuestros físicos se fundieron y se transformaron en uno: el universo volvía a girar en la dirección adecuada. El equipo cambió de canción y pasó a la Sinfonía 40 en G Menor. Inesperadamente, ella se arqueó hacia atrás, tensó los muslos alrededor de mis piernas y llegó al orgasmo con un chillido estremecedor. Satisfecho, mordí sus labios y le acaricié la espalda cubierta de sudor: había conseguido mi objetivo. Sus ojos azules brillaron como tizones en la oscuridad.
—Michael, córrete sobre mí...
Aumenté el ritmo de mis embestidas.
Sigbritt continuó:
—En el vientre... O en el culo...
La lujuria me hizo hablar con los dientes encajados:
—En las tetas...
—¿Cómo?
Me faltaba poco.
—Quiero correrme en tus tetas.
—Sí...
Frenético, la giré boca arriba y me coloqué a horcajadas sobre ella. Me masturbé sobre sus pechos. Su mirada expectante me hipnotizó, mi placer seria su placer, deseaba que disfrutara. Me costaba eyacular, aquello me preocupo, necesitaba dejarme ir lo antes posible, llevaba años esperando aquella oportunidad. Ella me agarró las nalgas. Gruñí al borde de la desesperación:
—Acaríciame los huevos...
Su mano rodeó mis testículos. La suavidad de sus dedos fue el punto final de la ecuación. Entrecerré los párpados, aceleré la diestra, encajé los dientes y el orgasmo me obligó a lanzar un gemido: el placer recorrió todo mi cuerpo e inundó sus pechos de semen. Abrí los ojos, Sigbritt se frotaba los pechos con mi esperma: una expresión de afecto llenaba su rostro. Feliz, rompí a reír, su carcajada acompaño a la mía. Había cumplido un viejo sueño...

EPILOGO

Exhausto, Nathan se quitó el casco orgánico de la cabeza y lo puso sobre la mesa de aluminio. La pantalla del ordenador reflejó su rostro pálido: cabellos rubio ceniza, ojos castaños, mandíbula cuadrada, perilla y labios carnosos. Después, encendió un Marlboro Light con un tubo de fósforo y lanzó una bocanada de humo: la experiencia virtual había sido increíble. Un mensaje palpitaba en el buzón del chat.

Natsumi> ¿Te ha gustado, cielo?

Nathan tecleó:

Jack> Mucho.
Natsumi > Algún día tendremos que hacerlo de verdad.

Nathan sonrió:

Jack> Cuando quieras, cómo quieras y en la postura que quieras.
Natsumi> Jajaja, te tomo la palabra.

Nathan se incorporó, cruzó la estancia y se preparó un cóctel: vodka, zumo de tomate, limón, salsa Worcestershire, limón, pimienta y tres cubitos de hielo. La Sonata para piano nº 11 en La Mayor mejoró su talante satisfecho.

Natsumi> ¿Sigues ahí?

Nathan tomó un trago de su Bloody Mary.

Jack> Disculpa. Me estaba preparando una copa.

Natsumi> ¿Qué clase de copa?
Jack> Bloody Mary.
Natsumi> Te envidio.

Nathan envió un emoticono con la lengua fuera.

Jack>
Natsumi> Jajajajaja.

Jack> A ver si quedamos la próxima semana.
Natsumi> Imposible, el curro me tiene liada hasta finales de mes.

Nathan experimentó una punzada de decepción. Los separaban demasiados kilómetros de distancia. Ella vivía en Detroit y él en Japón. Inesperadamente, ser consciente de su propia soledad y la futilidad de lo que habían compartido lo hizo atajar la conversación.

Jack> Natsumi... Tengo que dejarte.
Natsumi> De acuerdo. ¡Un besote!

La mujer se había despedido demasiado rápido, probablemente estaría chateando y haciendo el amor con otros usuarios. Nathan sólo era un peón más del inmenso tablero de ajedrez que significaban las relaciones humanas. Una sensación de amargura invadió su interior.

Jack> Lo mismo digo.

Al apagar el Sony, Nathan sólo alcanzó a experimentar asco por sí mismo.

Abandonando el canal de chat #sexo...
Desconectando...



FIN




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