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                                      De la pena capital
(Extracto del libro "Discurso sobre las penas: contra�do a las leyes criminales de Espa�a para facilitar su reforma")
                                                               Manuel de Lardiz�bal y Uribe

                                 Nulla unquam de morte hominis cunctatio longa est
                                                                          Juven. satyr. 6. v. 220

     1. En todos tiempos y naciones cultas y b�rbaras se ha usado de la pena capital para castigar algunos delitos; prueba cierta, de que los hombres por un general consentimiento la han mirado siempre como �til y necesaria al bien de la sociedad, al menos en ciertos casos. Es necesario confesar, sin embargo, que en todos tiempos y naciones se ha abusado de esta grav�sima pena, ya imponi�ndola con profusi�n, ya ejecut�ndola con crueldad. Movidos acaso de esto algunos autores modernos, han dado en el extremo contrario, esforz�ndose a producir todas las razones que les ha sugerido su ingenio, para proscribir la pena capital como in�til y perniciosa, persuadiendo a los legisladores del total exterminio de ella de sus C�digos penales.

     2. �Qu� diremos pues a la vista de dict�menes tan opuestos? Negar a las Potestades supremas la facultad de imponer la pena de muerte, ser�a arrancar temerariamente a la justicia y a la soberan�a uno de sus m�s principales atributos. Imponerla sin discernimiento y con profusi�n, ser�a crueldad y tiran�a. Abolirla enteramente en un Estado, ser�a acaso abrir la puerta a ciertos delitos m�s atroces y peligrosos, que casi no pueden expiarse sino con sangre.

     3. Drac�n castigaba indistintamente todos los delitos con pena capital. El Emperador Mauricio resolvi� no derramar jam�s la sangre de sus vasallos. El legislador Ateniense no hall� pena menor que la de muerte, y escribi� todas sus leyes con sangre. El Emperador Griego crey� que era demasiadamente cruel, y se olvid� de que no llevaba en vano la espada.

     4. Entre estos extremos hay un medio que dicta la raz�n misma y el conocimiento de los hombres, y es usar de mucha circunspecci�n y prudencia en imponer la pena capital, reserv�ndola precisamente y con toda escrupulosidad para solos aquellos casos en que sea �til y absolutamente necesaria. La pena de muerte es como un remedio de la sociedad enferma, y hay casos en que es necesario cortar un miembro para conservar el cuerpo.

     5. Las razones en que se fundan los que quieren proscribir la pena de muerte son, ciertamente, m�s ingeniosas que s�lidas. La soberan�a y las leyes, dice el Marqu�s de Beccar�a, no son otra cosa que la suma total de las peque�as porciones de libertad, que cada uno cedi� y deposit� en la sociedad. Siendo esto as� �c�mo podr� decirse, que en el sacrificio que cada uno hizo de la m�s corta porci�n de libertad que pudo ceder, comprendi� el del mayor bien, que es la vida? Adem�s de que aun cuando hubiera querido no habr�a podido hacerlo, porque no teniendo el hombre facultad para disponer de su vida �c�mo podr�a ceder a otro un derecho que �l no ten�a? Ni es f�cil conciliar esto con la prohibici�n del suicidio.

     6. Si este razonamiento es s�lido, no debe haber caso ninguno, seg�n �l, en que la sociedad o la soberan�a pueda privar de la vida a un ciudadano. Sin embargo, el mismo Marqu�s de Beccar�a dice que hay dos. El primero, cuando aun privado de la libertad un ciudadano, tenga tales relaciones y tal poder, que pueda producir una revoluci�n peligrosa en la forma de gobierno establecida. El segundo, cuando su muerte fuese el verdadero y �nico freno que contuviese a otros y los separase de cometer delitos.

     7. Ser�a bueno que nos dijera el Marqu�s de Beccar�a, c�mo siendo incre�ble, seg�n dice, que los hombres, habiendo andado tan escasos en la cesi�n de su libertad, hubiesen hecho el sacrificio del mayor bien, que es la vida, sin embargo lo hicieron en estos dos casos, y que nos mostrase donde consta, que �stos y no otros fueron exceptuados de la regla general. Ser�a menester tambi�n que nos explicase, c�mo, no teniendo los hombres facultad para quitarse la vida, cedieron en estos dos casos un derecho que no ten�an, y si en �stos pudieron cederle, por qu� no podr�an hacerlo en otros. �ltimamente es menester que concilie una contradicci�n que resulta de su sistema, cual es decir que los hombres cedieron la menor porci�n de libertad que les fue posible, y al mismo tiempo dieron facultad a la sociedad para condenarlos a una esclavitud perpetua y trabajosa, que es la pena que quiere subrogar a la de muerte. La soluci�n que diese a estas dificultades disolver�an tambi�n sus argumentos.

     8. Entretanto no es dif�cil hacer ver la debilidad de �stos y la falsedad de su sistema. Primeramente el contrato social, seg�n nos le pinta nuestro autor, es quim�rico, y si fuese cierto, ser�a inicuo por la suma desigualdad que contiene. Sup�nese en �l, que los hombres cedieron la menor porci�n que les fue posible de su libertad, al paso que se reservaron t�citamente el derecho de privar a los otros, no s�lo de su libertad, mas tambi�n de la vida, sin temor de exponerse a padecer la misma suerte, pues como dice el autor: cualquier hombre se hace el centro de todas las combinaciones del Universo, y cada uno de nosotros querr�a, si fuese posible, que no le ligasen los pactos que ligan a otros. En un contrato semejante �ad�nde est� la igualdad, que es el fundamento de toda obligaci�n? �Ad�nde est� la proporci�n que debe haber entre la pena y el delito, si uno puede privar a otro del mayor bien, que es la vida, sin exponerse a sufrir el mayor mal, que es a privaci�n de ella?

     9. El derecho y potestad de castigar, que tiene la rep�blica o el que la representa, depende, seg�n el sistema de nuestro autor, �nica y privativamente del contrato social y de las condiciones puestas en �l, de las cuales no pueden apartarse sin notoria injusticia las supremas Potestades; y como en este contrato los hombres, ni quisieron, ni pudieron hacer el sacrificio de su vida, de aqu� es, que las supremas Potestades no pueden tener derecho para imponer la pena capital. Esta doctrina, adem�s de ser absolutamente falsa, es tambi�n peligrosa, porque puede inducir a suscitar sediciones y alborotos en la rep�blica. Es verdad, que la voluntad y consentimiento de los hombres reunidos en sociedad es la primera e inmediata causa de las soberan�as. Pero supuesta la voluntad o elecci�n de los hombres, la potestad y el derecho de gobernar y la facultad de escoger los medios conducentes para ello viene de Dios, como hemos hecho ver en el cap�tulo primero de este Discurso. Tienen pues las supremas Potestades una superioridad leg�tima sobre todos los ciudadanos que componen la rep�blica, dimanada ya del consentimiento de los hombres, ya de la disposici�n divina; pero que los hombres no pueden revocar. �Y c�mo se podr�a salvar esta superioridad, si el inferior pudiese restringir y moderar las facultades del superior?

     10. No quiero decir con esto, que las supremas Potestades est�n libres de toda obligaci�n para con los s�bditos, pues aunque tienen de Dios la potestad, ti�nenla empero, precisamente, para cumplir con los fines de su instituci�n y con el objeto que se propusieron los hombres en el establecimiento de la sociedad. Tienen por consiguiente la estrecha obligaci�n de proteger esta sociedad, de conservar siempre la tranquilidad y seguridad de la rep�blica y de todos los particulares que la componen, de poner todos los medios necesarios y conducentes para este fin, que son las verdaderas y grav�simas obligaciones que les impone el contrato social, para cuyo cumplimiento les dio Dios la potestad, y de las cuales por consiguiente no pueden desentenderse sin una injusticia notoria, siendo cierto, que los Reyes se hicieron por las rep�blicas, y no las rep�blicas por los Reyes. Pero la elecci�n de los medios y el modo de ponerlos en ejecuci�n no puede depender de la voluntad y arbitrio de los s�bditos, porque esto ceder�a en detrimento y destrucci�n de la misma rep�blica.

     11. Es falsa ala verdad y perniciosa la sentencia de Maquiavelo y de Hobbes, que hacen del Pr�ncipe un verdadero tirano, exoner�ndole de toda obligaci�n para con los s�bditos, y d�ndole por consiguiente facultad para disponer a su arbitrio de sus vidas, de su honra, de sus bienes, y hasta de sus mismas conciencias: sentencia absurda y monstruosa, que s�lo pudiera haberse producido con el depravado fin que se propuso Maquiavelo, de hacer odiosos e insoportables a los Pr�ncipes, afectando defender sus derechos y excitar a los pueblos a sacudir el yugo de la obediencia. Rousseau, que entendi� bien el idioma del pol�tico Florentino, dice hablando de �l: Fingiendo dar lecciones a los Pr�ncipes, las dio muy grandes a los pueblos. El Pr�ncipe de Maquiavelo es el libro de los Republicanos.

     12. Pero si el sistema de Maquiavelo y sus secuaces es falso y pernicioso, como hemos dicho, no lo es menos el de Hotman, Milton y otros monarc�macos, que dividen la Majestad en real y en personal. La primera, que seg�n ellos, es inalienable, y consiste en el c�mulo de las regal�as o derechos de la Majestad, la tiene el pueblo. La segunda, que es precaria, y consiste s�lo en la preeminencia de la persona sobre los dem�s, la ostenta el Pr�ncipe, al cual en consecuencia de esto le hacen un mero ministro del pueblo, dando a �ste facultades que no tiene, y que s�lo podr�an servir para suscitar continuas sediciones, alborotos y un entero trastorno de la rep�blica. Este sistema pernicioso le han refutado s�lidamente Guillelmo Barclayo, Grocio y Heineccio, el cual destruye tambi�n las soluciones que Gronovio, verdadero aunque paliado defensor de la monarqu�a, pretende dar a los argumentos de Grocio. Rousseau, dice que Grocio por no haber adoptado los verdaderos principios, y por lisonjear a Luis XII, se enred� en mil sofismas e incurri� en muchas contradicciones. Pero no es extra�o que discurra de esta suerte, porque su contrato social, bien entendido, no es otra cosa que una verdadera defensa de la monarqu�a expuesta con diversas frases y palabras, y as� todos los argumentos que hace Grocio contra el sistema de los mon�rquicos impugnan igualmente el de Rousseau.

     13. Por todo lo dicho se ve, que aun cuando los hombres no hubieran querido ni podido hacer en el contrato social el sacrificio de su vida, tienen las supremas Potestades derecho para privar de ella al s�bdito, siempre que sea conveniente o necesario para el bien de la rep�blica, porque esta potestad les viene de otro principio, como hemos visto. Pero supongamos que depende, seg�n el sistema de nuestro autor, �nica y privativamente del contrato social y de la voluntad de los hombres. Es evidente que, en el estado primitivo, el hombre ten�a derecho para quitar la vida al que intentase quit�rsela: �por qu� pues no podr�a ceder este derecho, y depositarle en la autoridad p�blica para mayor seguridad de su persona, que es lo que iba a buscar en la sociedad? Supongamos todav�a, que ni aun este derecho ten�an los hombres antes de unirse en sociedad. �Qui�n ignora que la uni�n y composici�n, as� en lo f�sico como en lo moral, comunica muchas veces al cuerpo o compuesto ciertas cualidades y facultades que no ten�an las partes de que se compone? De la uni�n o colocaci�n de varias partes, por ejemplo, resulta la simetr�a, que no tienen las partes separadas; y contray�ndolo a nuestro asunto; de la uni�n de los hombres en sociedad, resulta en esta sociedad una soberan�a y superioridad leg�tima sobre todos los que la componen, que no ten�an ellos separadamente, pues en el estado natural todos los hombres son iguales entre s�. Y he aqu� c�mo, aun cuando fuera cierto el sistema del Marqu�s de Beccar�a, puede componerse muy bien el derecho de quitar la vida a los s�bditos con la prohibici�n del suicidio, que es uno de sus principales argumentos.

     14. Otra raz�n en que se funda nuestro autor para proscribir la pena capital es no ser necesaria, seg�n dice, para el bien de la rep�blica, porque la esclavitud perpetua, adem�s de no ser tan cruel como la pena de muerte, es m�s eficaz para contener los delitos. Para probar esto dice que no es lo intenso de la pena lo que hace el mayor efecto en el �nimo de los hombres, sino su extensi�n, y as� no es el freno m�s fuerte contra los delitos el espect�culo moment�neo, aunque terrible, de la muerte de un malhechor, sino el largo y dilatado ejemplo de un hombre, que convertido en bestia de servicio y privado de la libertad, recompensa con sus fatigas a la sociedad que ha ofendido. Es m�s eficaz, porque con la vista continua de este ejemplo resuena incesantemente alrededor de nosotros mismos el eco de esta sentencia: yo tambi�n ser� reducido a tan dilatada y miserable condici�n, si cometiere semejantes delitos.

     15. Es verdad que la muerte es un espect�culo moment�neo. Pero no es s�lo este espect�culo moment�neo el que sirve de freno; es tambi�n la cierta ciencia que cada uno tiene, de que si comete tales delitos, perder� el mayor bien que es la vida. Esta ciencia que cada uno tiene dentro s� mismo, y que nunca puede separar de s� aunque quiera, debe hacer una impresi�n no moment�nea, sino permanente y duradera, y har� resonar tambi�n incesantemente alrededor de nosotros el eco de esta terrible sentencia: yo tambi�n ser� reducido a la m�s terrible y miserable condici�n de perder lo que m�s amo, que es la vida, si cometiere tales delitos. De donde se infiere, que si la vista continua de la esclavitud es un freno tan poderoso para contener los delitos, la conciencia continua y cierta de la pena de muerte, m�s terrible que la esclavitud, deber� ser por la misma raz�n todav�a m�s poderosa y eficaz. Adem�s de que esta vista continua de la esclavitud es absolutamente quim�rica, porque �c�mo ser�a posible, particularmente en una Monarqu�a dilatada, que el pueblo tuviese siempre a la vista todos los condenados a perpetua esclavitud? Ser�a preciso encerrarlos en un lugar destinado para este fin, como se hace ahora con los condenados a presidios y arsenales, y entonces la esclavitud perpetua vendr�a a ser para el pueblo un espect�culo tan moment�neo y mucho menos terrible que la pena de muerte.

     16. No es menos quim�rico el proyecto que para salvar este reparo propone Mr. Brissot. Yo quisiera, dice, que de tiempo en tiempo, despu�s de haber preparado los �nimos con un buen discurso sobre la conservaci�n del orden social, y sobre la utilidad de los castigos, se condujese a los j�venes y tambi�n a los hombres, a las minas, a los trabajos, para que contemplasen la suerte espantosa de los miserables que estaban all� condenados. Yo no s�, si estas peregrinaciones, caso que pudiesen ponerse en pr�ctica, ser�an m�s �tiles, como dice Mr. Brissot, que las que hacen los Turcos a la Meca, o si traer�an m�s inconvenientes que utilidades.

     17. Prescindo ahora de las innumerables dificultades que habr�a para la custodia de tanto esclavo perpetuo, como deber�a haber, cuya dura condici�n los har�a m�s osados y atrevidos para procurar su libertad. Prescindo de que much�simos eludir�an la pena (lo que no puede verificarse en la de muerte) por mil medios que sugiere al hombre el deseo de la libertad, particularmente sabiendo que siempre hab�an de conservar la vida; y los que no tuviesen la fortuna de romper las cadenas quedar�an reducidos al triste y lastimoso estado de la desesperaci�n, m�s cruel que la misma muerte; pues aunque el Marqu�s de Beccar�a niega esto, porque dice, que el esclavo est� distra�do de la infelicidad del momento futuro con la del presente, la constante experiencia de todos los hombres desmiente este razonamiento, pues no hay quien ignore, que la esperanza de que el mal que se padece ha de tener fin, lo suaviza en alg�n modo por grave que sea; y al contrario la conciencia de que no ha de acabar sino con la vida, lo hace mucho m�s grave de lo que es en s�. Teniendo esto presente nuestros legisladores m�s humanos y prudentes, han determinado que ning�n reo pueda ser condenado a los duros trabajos de los arsenales perpetuamente, para evitar el total aburrimiento y desesperaci�n de los que se vieren sujetos a su interminable sufrimiento, tomando al mismo tiempo otras prudentes precauciones para los que fueren incorregibles.

     18. �ltimamente la pena capital mirada en s� misma, y seg�n su naturaleza, ni es injusta, ni va contra el derecho natural, ni contra el bien de la sociedad como pretende Mr. Brissot: �Qu� importa, dice, que nuestros padres, ciegos en la econom�a pol�tica, hayan derramado la sangre de tantos delincuentes, si est� hoy demostrado que este absurdo uso viola a un tiempo el derecho natural y social, perjudica al inter�s de la sociedad, queriendo vengarla, y alienta a cometer los delitos en vez de contenerlos?

     19. Para conocer la falsedad de esta sentencia, basta saber, que Ca�n, reconvenido por Dios por la muerte de su hermano Abel, conociendo la gravedad de su delito y la pena que merec�a, lleno de temor le dice a Dios: Es tan grande mi iniquidad, que no merece perd�n... y as� cualquiera que me encuentre, me matar�. El mismo Dios confirma este fundado temor de Ca�n, pues para que no se verifique es necesario que expresamente mande que ninguno le quite la vida, y le pone una se�al para que le sirva de salvoconducto. Cuando Ca�n hablaba de esta suerte, a�n no hab�a ley positiva divina ni humana que prohibiese con pena alguna el homicidio; la naturaleza sola inspira este temor y modo de pensar de Ca�n, lo que al mismo tiempo prueba que la pena del tali�n es justa para castigar el homicidio. �C�mo pues podr� decirse, que es contra el derecho natural una cosa que inspira la misma naturaleza cuando no hay otra ley, ni derecho que el natural? �Y c�mo podr� tambi�n asegurarse sin temeridad, que viola el derecho natural una pena no s�lo autorizada, sino expresamente mandada por Dios en su ley? Si alguno con prop�sito deliberado o por asechanzas matare a su pr�jimo, aunque se refugie en mi altar, le sacar�s de �l para que muera, dice en el �xodo: y en el Apocalipsis: El que matare con la espada, con la espada debe morir. Adem�s de otros muchos lugares igualmente expresos del antiguo y nuevo Testamento.

     20. Infi�rese de todo lo dicho, que las supremas Potestades tienen un derecho leg�timo para imponer la pena capital, siempre que sea conveniente y necesaria al bien de la rep�blica; y si�ndolo efectivamente en algunos casos, no ser�a justo ni conveniente proscribirla de la legislaci�n; aunque la humanidad, la raz�n y el bien mismo de la sociedad piden que se use de ella con la mayor sobriedad, y con toda la circunspecci�n posible.

     21. Hay varias especies de pena capital, o por mejor decir, varios modos de ejecutarla. Si se hubieran de referir todos los que se han usado en diversos tiempos y naciones, ser�a necesario hacer una relaci�n tan larga como ingrata a la humanidad. �Tanta ha sido la crueldad con que los hombres han tratado siempre a los mismos hombres! �Qui�n podr� a la verdad acordarse sin horror del toro de F�laris, de las aras de Busiris, de la c�rcel de Dionisio? �Qui�n podr� leer sin indignaci�n la b�rbara crueldad de los Scitas, que met�an vivos a los delincuentes en el vientre de una bestia reci�n muerta, dej�ndoles s�lo la cabeza fuera con el fin de alimentarlos, para prolongar m�s el tormento y su crueldad, y los dejaban all� hasta que mor�an comidos de los insectos que cr�a la corrupci�n? El suplicio de la rueda y el destrozo o descuartizamiento de hombres vivos, que se usan todav�a en algunas naciones, aunque cultas, hacen estremecer a la humanidad.

     22. Por fortuna nuestras leyes no han adoptado tan horribles suplicios. Es verdad, que algunas de ellas imponen a varios delitos la atroc�sima pena de quemar vivo al delincuente. Pero una costumbre general y constantemente recibida ha dejado sin uso esta cruel�sima pena; y siendo esta costumbre tan conforme a la humanidad y al car�cter del siglo en que vivimos, ser�a muy conveniente confirmarla expresamente por las leyes, cuando se trate de su reforma. La pena de asaetear vivos a algunos delincuentes impuesta por las leyes, sin embargo de ser infinitamente menos dura que la del fuego, pareci� muy cruel a nuestros legisladores, y expresamente se mand� en la ley 46. tit. 13. lib. 8. Recop. que no pueda persona alguna tirar saeta a ninguno de los que as� fueren condenados, sin que primero sea ahogado. Hoy ni aun as� se usa ya esta pena.

     23. De la misma suerte que la pena de saeta ha hecho la costumbre que se use hoy la de fuego, pues s�lo se ejecuta despu�s de muerto el delincuente, acaso para salvar de alg�n modo la disposici�n de las leyes que no est�n derogadas, o para inspirar m�s horror al delito. Es una m�xima cierta y muy conforme al fin de las penas, que deben siempre preferirse aqu�llas que, causando horror bastante para infundir escarmiento en los que las ven ejecutar, sean lo menos crueles que fuere posible en la persona del que las sufre, porque el fin de las penas, como se ha dicho, no es atormentar, sino corregir. Por esta raz�n creo que entre las penas capitales, cuando sea necesario imponerlas, deben preferirse con exclusi�n de las dem�s las que actualmente se usan entre nosotros, cuales son el garrote, la horca y el arcabuceo por los soldados, en las cuales concurren las circunstancias expresadas.

                                                               Manuel de Lardiz�bal y Uribe
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Ciencias Penales y Criminol�gicas
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