Derecho de castigar y fin de las penas
           (Extracto del libro �De los delitos y de las penas�)

                                                                      Cesare Beccaria

Derecho de castigar

Toda pena que no proceda de la absoluta necesidad, dice el gran Montesquieu, es tir�nica; proposici�n que puede hacerse m�s general de esta manera: todo acto de autoridad de hombre a hombre que no proceda de la absoluta necesidad es tir�nico. He aqu�, pues, la base sobre la que se sustenta el derecho del soberano a castigar los delitos: la necesidad de defender el dep�sito de la salud p�blica de las usurpaciones particulares; y tanto m�s justas son las penas, cuanto m�s sagrada e inviolable es la seguridad y mayor la libertad que el soberano conserva a sus s�bditos. Consultemos el coraz�n humano y encontraremos en �l los principios fundamentales del aut�ntico derecho del soberano a castigar los delitos, porque no debe esperarse ninguna ventaja duradera de la pol�tica moral si no est� basada en los sentimientos indelebles del hombre. Cualquier ley que se separe de �stos encontrar� siempre una resistencia contraria que acaba por vencer, del mismo modo que una fuerza, aunque m�nima, si es continuamente aplicada, vence cualquier violento impulso comunicado a un cuerpo.

Ning�n hombre ha dado gratuitamente parte de su propia libertad en vistas al bien p�blico; esta quimera s�lo existe en las novelas. Cada uno de nosotros querr�a, si fuera posible, que no le ligaran los pactos que ligan a los dem�s. Cada hombre se convierte en centro de todas las combinaciones del globo.

La multiplicaci�n del g�nero humano, peque�a por s� misma, pero muy superior a los medios que la est�ril y abandonada naturaleza ofrec�a para satisfacer unas necesidades que cada vez se entrelazaban m�s entre s�, reuni� a los primeros salvajes. Las primeras uniones formaron necesariamente otras para resistir a aqu�llas, y as� el estado de guerra se traslad� del individuo a las naciones.

Fue, pues, la necesidad la que oblig� a los hombres a ceder parte de su propia libertad: y eso es tan cierto que cada uno s�lo quiere poner en el dep�sito p�blico la porci�n m�s peque�a que sea posible, la que baste para inducir a los dem�s a defenderle. El agregado de todas estas m�nimas  porciones posibles de libertad forma el derecho de castigar; todo lo dem�s es abuso, y no justicia, es hecho, pero ya no derecho. Obs�rvese que la palabra derecho no es contradictoria de la palabra fuerza, sino que la primera es m�s bien una modificaci�n de la segunda, o sea, la modificaci�n m�s �til a la mayor�a. Y por justicia yo no entiendo otra cosa que el v�nculo necesario para mantener unidos los intereses particulares, sin el cual se disolver�an en el antiguo estado de insociabilidad. Todas las penas que sobrepasan la necesidad de conservar este v�nculo son injustas por su naturaleza. Hay que procurar no fijar a esta palabra justicia la idea de alguna cosa real, como de una fuerza f�sica, o de un ser existente; es s�lo una simple manera de concebir de los hombres, manera que influye infinitamente sobre la felicidad de cada uno. No me refiero tampoco a la otra suerte de justicia que dimana de Dios y que tiene sus inmediatas relaciones con las penas y recompensas de la vida futura.

Fin de las penas

De la simple consideraci�n de las verdades hasta ahora expuestas se deduce claramente que el fin de las penas no es atormentar y afligir a un ser sensible, ni rectificar un delito ya cometido. �Podr�a un cuerpo pol�tico, que, muy lejos de actuar movido por la pasi�n, es el tranquilo moderador de las pasiones particulares, podr�a, repito, albergar esta in�til crueldad, instrumento del furor y del fanatismo o de los d�biles tiranos? �Acaso los alaridos de un infeliz reclaman del tiempo que no retorna las acciones ya consumadas? El fin, pues, no es otro que el de impedir que el reo ocasione nuevos males a sus ciudadanos y retraer a los dem�s de cometer otros iguales. Deben ser elegidas, por tanto, aquellas penas y aquella manera de infligirlas que, guardando la proporci�n debida, provoquen una impresi�n m�s eficaz y m�s duradera sobre los �nimos de los hombres, y la que menor atormente el cuerpo del reo.

                                                                        Cesare Beccaria
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