Anton PANNEKOEK
Lucha de clase y nación

Índice

III - La táctica socialista

Las reivindicaciones nacionales

La táctica socialista está basada en la ciencia de la evolución social. El modo como una clase obrera se hace cargo de sus intereses está determinado por su concepción de la evolución futura de las condiciones. Su táctica no debe dejarse influenciar por todos los deseos y objetivos que pueden surgir en el proletariado oprimido ni por todas las ideas que dominan su espíritu; si están en contradicción con la evolución efectiva no son realizables pues toda la energía y todo el trabajo que se les consagran lo son en vano y pueden incluso causar daño. Eso ocurrió con todos los intentos y esfuerzos para frenar la marcha triunfal de la gran industria y restablecer el antiguo orden de las corporaciones. El proletariado en lucha ha rechazado todo esto; guiado por su comprensión del carácter inevitable del desarrollo capitalista, ha establecido su objetivo socialista. Lo que se producirá efectiva e inevitablemente es lo que constituye la línea directriz de nuestra táctica. Por esta razón era de importancia primordial establecer, no qué papel juega en este momento lo nacional en un proletariado cualquiera, sino cuál será a la larga su parte en el proletariado bajo la influencia del ascenso de la lucha de clases. Nuestras concepciones sobre la significación futura de lo nacional para la clase obrera son las que deben determinar nuestras concepciones tácticas en las cuestiones nacionales.

Las concepciones de Bauer sobre el futuro de la nación constituyen el fundamento teórico de la táctica del oportunismo nacional. La táctica oportunista se dibuja por sí misma a partir del pensamiento fundamental de su obra, que considera la nacionalidad como el único resultado poderoso y permanente de toda la evolución histórica. Si la nación constituye, y no sólo hoy sino cada vez más a medida que se desarrolla el movimiento obrero, y totalmente bajo el socialismo, el principio unificador y divisor natural de la humanidad, entonces es inútil querer luchar contra la potencia de la idea nacional en el proletariado. Entonces será necesario considerar el socialismo mucho más a la luz del nacionalismo y expresar su objetivo en el lenguaje del nacionalismo. Entonces será necesario que pongamos delante las reivindicaciones nacionales y nos esforcemos en convencer a los obreros patriotas de que el socialismo es el mejor y el único verdadero nacionalismo.

La táctica debe ser completamente diferente si se llega a la convicción de que lo nacional no es más que ideología burguesa que no tiene sus raíces materiales en el proletariado y que por esta razón desaparecerá a medida que se desarrolle la lucha de clase. En este caso, lo nacional no sólo es una manifestación pasajera en el proletariado, sino que entonces constituye, como toda ideología burguesa, un obstáculo para la lucha de clases cuyo poder perjudicial debe ser eliminado en la medida de lo posible. Y superarlo se sitúa en la línea misma de la evolución. Las consignas y los objetivos nacionales desvían a los trabajadores de sus objetivos proletarios específicos. Dividen a los obreros de las diferentes naciones, provocan su hostilidad recíproca y destruyen así la unidad necesaria del proletariado. Alinean codo con codo los trabajadores y la burguesía en un mismo frente, obscureciendo así su conciencia de clase y hacen del proletariado el ejecutor de la política burguesa. Las luchas nacionales impiden que se hagan valer las cuestiones sociales y los intereses proletarios en la política y condenan a la esterilidad este importante método de lucha del proletariado. Todo esto es alentado por la propaganda socialista cuando ésta presenta a los obreros las consignas nacionales como válidas, independientemente del objetivo propio de su lucha y cuando utiliza el lenguaje del nacionalismo en la descripción de nuestros objetivos socialistas. Inversamente, es indispensable que el sentimiento de clase y la lucha de clase arraiguen profundamente en el espíritu de los obreros; es entonces cuando se darán cuenta progresivamente de lo irreal y de lo fútil de las consignas nacionales para su clase.

Por esta razón, objetivos de Estado-nación, tal como, por ejemplo, el restablecimiento de un Estado nacional independiente en Polonia, no caben en la propaganda socialista. La razón de ello no es que carecería totalmente de interés un Estado nacional perteneciente al proletariado. Pues resulta molesto para la adquisición de una lúcida conciencia de clase que el odio contra la explotación y la opresión tome fácilmente la forma de un odio nacional contra los opresores extranjeros, como en el caso de la dominación extranjera ejercida por Rusia, que protege a los capitalistas polacos. Sino porque el restablecimiento de una Polonia independiente es utópico en la era capitalista. Esto vale igualmente para la solución de la cuestión polaca que propone Bauer: la autonomía nacional de los polacos en el marco del Imperio ruso. Por deseable o necesario que sea este objetivo para el proletariado polaco, mientras reine el capitalismo la evolución real no será determinada por lo que el proletariado cree necesitar, sino por lo que quiere la clase dominante. Si, por el contrario, el proletariado es lo suficientemente poderoso para imponer su voluntad, el valor de tal autonomía es entonces infinitamente pequeño en comparación con el valor real de sus reivindicaciones de clase, que llevan al socialismo. La lucha del proletariado polaco contra la potencia política cuya opresión sufre realmente – el gobierno ruso, prusiano o austríaco, según el caso – está condenada a la esterilidad en tanto que lucha nacional; sólo como lucha de clase alcanzará su objetivo. El único objetivo que se puede alcanzar y que por esta razón se impone, es el de triunfar, junto con los otros obreros de estos Estados, del poder político capitalista y luchar por el advenimiento del socialismo. Ahora bien, bajo el socialismo el objetivo de la independencia de Polonia ya no tiene sentido pues nada se opondrá entonces a que todos los individuos de lengua polaca tengan libertad para fusionarse en una unidad administrativa.

En la posición respecto de los dos partidos socialistas polacos11, la diferencia en la evaluación es evidente. Bauer insiste en el hecho de que ambos tienen justificación, pues cada uno de ellos encarna una faceta de la naturaleza de los trabajadores polacos: el P. P. S., el sentimiento nacional, la S. D. de Polonia y Lituania, la lucha internacional de clase. Esto es justo, pero incompleto. Nosotros no nos contentamos con el método histórico muy objetivo que prueba que todo fenómeno o tendencia es explicable y proviene de causas naturales. Nosotros debemos añadir que una faceta de esta naturaleza se refuerza en el curso de la evolución, mientras que la otra decae. El principio de uno de los dos partidos se basa en el futuro, el del otro se basa en el pasado, uno constituye la gran fuerza del progreso, el otro es una tradición obligatoria. Por esta razón, los dos partidos no representan la misma cosa para nosotros; en tanto que marxistas que basamos nuestro principio en la ciencia de la evolución real, en tanto que socialdemócratas revolucionarios que encontramos el nuestro en la lucha de clases, debemos dar la razón a uno y apoyar su posición contra el otro.

Hemos hablado más arriba de la carencia de valor de las consignas nacionales para el proletariado. Pero, ¿ciertas reivindicaciones nacionales no tienen igualmente la mayor importancia para los obreros, y no deberían éstos luchar por ellas de acuerdo con la burguesía? Las escuelas nacionales, por ejemplo, en las que los hijos del proletariado tienen la posibilidad de instruirse en su propia lengua, ¿no tienen un valor cierto? Para nosotros constituyen reivindicaciones proletarias y no reivindicaciones nacionales. Las reivindicaciones nacionales checas van dirigidas contra los alemanes, los cuales las combaten. Si, por el contrario, a los obreros checos les interesan escuelas checas, una lengua administrativa checa, etc., porque les permiten acrecentar sus posibilidades de formación y su independencia respecto de los empresarios y de las autoridades, interesan otro tanto a los obreros alemanes, los cuales tienen todo el interés en ver a sus camaradas de clase adquirir el máximo posible de fuerzas en la lucha de clases. Por tanto, no sólo los socialdemócratas checos sino también sus camaradas alemanes deben reivindicar escuelas para las minorías checas, y poco importa a los representantes del proletariado que sea la potencia de la “nación” alemana o la de la “nación” checa, es decir, la potencia de la burguesía alemana o checa dentro del Estado, la que se vea reforzada o debilitada por ello. Es siempre el interés proletario el que prevalece. Si la burguesía, por razones nacionales, formula una reivindicación idéntica, en la práctica persigue algo totalmente distinto puesto que tampoco sus objetivos son los mismos. En las escuelas de la minoría checa, los obreros alentarán el conocimiento de la lengua alemana porque esto constituye una ayuda para los niños en la lucha por la existencia, pero la burguesía checa se empleará en apartarlos de la lengua alemana. Los obreros reivindican la pluralidad más grande de lenguas empleadas en la administración, los nacionalistas quieren suprimir la lengua extranjera. Sólo en apariencia, pues, concuerdan las reivindicaciones lingüísticas y culturales de los obreros y las reivindicaciones nacionales. Son reivindicaciones proletarias las planteadas en común por el conjunto del proletariado de todas las naciones.

11 La argumentación de Pannekoek es aquí idéntica a la de Rosa Luxemburgo. Sin embargo, al día siguiente de la revolución de 1905, Rosa Luxemburgo reivindica la autonomía para Polonia dentro de un Imperio ruso que sería constitucional.
Hubo después en estos partidos reestructuraciones y transformaciones en las que no vamos a entrar aquí porque se trata solamente de un ejemplo para ilustrar las tomas de posición teóricas (Nota de Pannekoek). En efecto, el PPS se escindió en dos fracciones. La de derecha tomará el poder con Pilsudski a la cabeza después de la primera guerra mundial. La de izquierda - el PPS-Levitsa - se fusionará con la SDKPiL para formar el PC polaco.

Ideología y lucha de clase

La táctica marxista de la socialdemocracia se basa en el reconocimiento de los verdaderos intereses de clase de los obreros. No puede ser desviada por las ideologías, aun cuando éstas parecen arraigadas en la cabeza de las gentes. Por su modo marxista de comprender, sabe que las ideas y las ideologías que aparentemente no tienen base material, de ninguna manera son sobrenaturales ni están investidas de una existencia espiritual desligada de lo corporal, sino que son la expresión tradicional y fijada de intereses de clase anteriores. Por esto estamos seguros de que frente a la enorme densidad de los intereses de clase y de las necesidades reales y actuales, por poco que se tenga conciencia de ello, ninguna ideología arraigada en el pasado, por poderosa que sea, puede resistir a la larga. Esta concepción de base determina también la manera como luchamos contra su fuerza.

Los que consideran las ideas como potencias autónomas en la cabeza de los hombres, que aparecerían por sí mismas o gracias a una influencia espiritual extraña, tienen dos posibilidades para poder ganar a los hombres a sus nuevos objetivos: o bien combatir las antiguas ideologías directamente, demostrando su inexactitud con consideraciones teóricas abstractas e intentar así arrebatar su poder sobre los hombres; o bien intentar poner la ideología a su servicio presentando sus nuevos objetivos como la consecuencia y la realización de las ideas antiguas. Tomemos el ejemplo de la religión.

La religión es la más poderosa de las ideologías del pasado que dominan al proletariado e intentan desviarlo de la lucha de clase unitaria. Socialdemócratas confusos, que han visto erigirse ante ellos este poderoso obstáculo para el socialismo, han podido intentar combatir la religión directamente y demostrar la inexactitud de las doctrinas religiosas – de la misma manera en que había procedido anteriormente el racionalismo burgués – a fin de quebrantar así su influencia. O a la inversa, han podido presentar el socialismo como un cristianismo mejor, como la verdadera realización de las doctrinas religiosas, y convertir así a los cristianos creyentes al socialismo. Pero estos dos métodos han fracasado allí donde se han intentado; los ataques teóricos contra la religión no han podido hacerle mella y han reforzado los prejuicios contra el socialismo; de igual modo, no se ha podido convencer a nadie cubriéndose ridículamente con atributos cristianos, porque la tradición a la que los hombres están firmemente apegados no es un cristianismo cualquiera en general, sino una doctrina cristiana precisa. Era evidente que ambos estaban destinados al fracaso. Pues las discusiones y consideraciones teóricas que acompañaban a estos intentos orientan el espíritu hacia las cuestiones religiosas abstractas, lo desvían de la realidad de la vida y refuerzan el pensamiento ideológico. La fe no puede, en general, ser atacada con pruebas teóricas; sólo cuando su fundamento – las antiguas condiciones de existencia – ha desaparecido y aparece en el hombre una nueva concepción del mundo, surge la duda a propósito de las doctrinas y de los dogmas antiguos. Únicamente la nueva realidad, que impregna el espíritu cada vez más nítidamente, puede derribar una fe transmitida; por supuesto, es necesario que antes esa realidad llegue claramente a la conciencia de los hombres. Sólo por el contacto con la realidad el espíritu se libera del poder de las ideas heredadas.

Por esto la socialdemocracia marxista no sueña en absoluto con combatir la religión con argumentos teóricos, o ponerla a su servicio. Esto serviría para mantener artificialmente las ideas abstractas recibidas, en lugar de dejar que se disipen poco a poco. Nuestra táctica consiste en esclarecer cada vez más a los obreros acerca de sus verdaderos intereses de clase, en mostrarles la realidad de la sociedad y de su vida a fin de que su espíritu se oriente cada vez más hacia el mundo real de hoy. Entonces las antiguas ideas, que no encuentran ya de qué alimentarse en la realidad de la vida proletaria, se doblegan ellas solas. Lo que los hombres piensan de los problemas teóricos nos es indiferente con tal de que luchemos juntos por el nuevo orden económico del socialismo. Por esta razón la socialdemocracia no habla ni debate jamás sobre la existencia de Dios o de controversias religiosas; sólo habla de capitalismo, de explotación, de intereses de clase, de la necesidad para los obreros de librar juntos la lucha de clase. De este modo desvía el espíritu de las ideas secundarias del pasado para dirigirlo a la realidad de hoy; priva así a estas ideas del poder de desviar a los obreros de la lucha de clase y de la defensa de sus intereses de clase.

Por supuesto, no de un solo golpe. Lo que permanece petrificado en el espíritu no puede ser reblandecido y disuelto más que progresivamente bajo el efecto de fuerzas nuevas. ¡Cuánto tiempo ha transcurrido hasta que los obreros cristianos de Renania-Westfalia han abandonado en gran número la bandera del Zentrum12 para pasarse a la socialdemocracia! Pero la socialdemocracia no se dejó desviar; no intentó acelerar el giro de los obreros cristianos por medio de concesiones a sus prejuicios religiosos; no se dejó llevar por la impaciencia ante la escasez de sus éxitos, ni se dejó seducir por la propaganda antirreligiosa. No perdió la fe en la victoria de la realidad sobre la tradición, se atuvo firmemente al principio, no eligió ninguna desviación táctica que diese la ilusión de un éxito más rápido; siempre opuso la lucha de clase a la ideología. Y ahora ve madurar incesantemente los frutos de su táctica.

Lo mismo ocurre frente al nacionalismo, con la única diferencia de que aquí, al ser una ideología más reciente y menos petrificada, hay que estar menos prevenido contra el error del combatir en el plano teórico abstracto y sí contra el error de transigir. En este caso también nos basta poner el acento en la lucha de clase y despertar el sentimiento de clase a fin de desviar la atención de los problemas nacionales. En este caso también toda nuestra propaganda puede parecer inútil contra el poder de la ideología nacional13; muy en primer lugar, podría parecer que el nacionalismo progresa más en los obreros de las jóvenes naciones. Así en Renania los sindicatos cristianos se fortalecieron también al mismo tiempo que la socialdemocracia; esto se puede comparar con el separatismo nacional, que es una parte del movimiento obrero que concede más importancia a una ideología burguesa que al principio de la lucha de clases. Pero en la medida en que tales movimientos no pueden, en la práctica, sino ir a remolque de la burguesía y suscitar así contra ellos el sentimiento de clase de los obreros, perderán progresivamente su poder.

Por consiguiente, iríamos completamente descaminados si quisiéramos ganar masas obreras al socialismo siendo más nacionalistas que ellas, transigiendo. Este oportunismo nacional puede, como máximo, permitir ganarlas exteriormente, en apariencia, para el partido, pero no por eso han sido ganadas a nuestra causa, a las ideas socialistas; las concepciones burguesas continuarán dominando su espíritu como antes. Y cuando llegue la hora decisiva en que tengan que elegir entre intereses nacionales y proletarios, aparecerá la debilidad interna de este movimiento obrero, como ocurre actualmente en la crisis separatista. ¿Cómo podemos agrupar a las masas bajo nuestra bandera si dejamos que se inclinen ante la del nacionalismo? Nuestro principio de la lucha de clase no podrá dominar más que cuando los otros principios que manipulan y dividen a los hombres de otra manera se queden sin efecto; pero si, por nuestra propaganda, reforzamos el crédito de los otros principios, arruinaremos nuestra propia causa.

Como resulta de lo expuesto más arriba, sería un error total querer combatir los sentimientos y las consignas nacionales. En los casos en que están arraigados en las cabezas, no pueden ser eliminados por argumentos teóricos sino únicamente por una realidad más fuerte, a la que se deja actuar sobre los espíritus. Si se comienza a hablar de ello, el espíritu del que escucha se orienta inmediatamente hacia el terreno de lo nacional y no piensa sino en términos de nacionalismo. Por consiguiente es mejor no hablar de ello en absoluto, no inmiscuirse en ello. Tanto a todos los eslóganes como a todos los argumentos nacionalistas, se responderá: explotación, plusvalía, burguesía, dominación de clase, lucha de clases. Si ellos hablan de las reivindicaciones de una escuela nacional, nosotros llamaremos la atención sobre la insuficiencia de la enseñanza dispensada a los niños de obreros, que no aprenden más de lo que necesitan para poder deslomarse más tarde al servicio del capital. Si hablan de letreros callejeros y de cargas administrativas, nosotros hablaremos de la miseria que obliga a los proletarios a emigrar. Si hablan de la unidad de la nación, nosotros hablaremos de la explotación y de la opresión de clase. Si ellos hablan de la grandeza de la nación, nosotros hablaremos de la solidaridad del proletariado en todo el mundo. Sólo cuando la gran realidad del mundo actual – el desarrollo capitalista, la explotación, la lucha de clase y su meta final, el socialismo – haya impregnado el espíritu entero de los obreros, se desvanecerán y desaparecerán los pequeños ideales burgueses del nacionalismo. La propaganda por el socialismo y la lucha de clase constituyen el único medio, pero un medio que da resultados seguros, para quebrantar la potencia del nacionalismo.

12 Partido cristiano social de Alemania, católico.

13 Así, en su reseña del folleto de Strasser “El obrero y la nación” en der Kampf (V,9), Otto Bauer dudaba de que poner el acento en los intereses de clase del proletariado pudiese tener un impacto cualquiera frente al brillante atractivo de los ideales nacionales (Nota de Pannekoek).

El separatismo y la organización del partido

En Austria, después del congreso de Wimberg, el partido socialdemócrata está dividido por naciones, cada uno de los partidos obreros nacionales es autónomo y colabora con los de las otras naciones sobre una base federalista14. Esta separación nacional del proletariado no presentaba inconvenientes demasiado grandes y era considerada frecuentemente como el principio organizativo natural del movimiento obrero en un país profundamente dividido en el plano nacional. Pero cuando esta separación dejó de limitarse a la organización política para aplicarse a los sindicatos bajo el nombre de separatismo, el peligro se hizo tangible de repente. Lo absurdo del proceso según el cual los obreros del mismo taller están organizados en sindicatos distintos y obstaculizan así la lucha común contra el patrón, es evidente. Estos obreros constituyen una comunidad de intereses, no pueden luchar y vencer más que como masa coherente y, por consiguiente, deben estar agrupados en una organización única. Los separatistas, que introducen en el sindicato la separación de los obreros según las naciones, rompen la fuerza de los obreros como lo han hecho los escisionistas sindicales cristianos y obstaculizan en gran medida el ascenso del proletariado.

Los separatistas lo saben y lo ven tan bien como nosotros. ¿Qué es, pues, lo que les empuja a esta actitud hostil hacia los obreros a pesar de haber sido condenada por unanimidad aplastante en el Congreso internacional de Copenhague15? En primer lugar, el hecho de que consideran el principio nacional como infinitamente superior al interés material de los obreros y al principio socialista. Pero, en este caso, hacen referencia a las decisiones de otro congreso internacional, el Congreso de Stuttgart (1907), según las cuales el partido y los sindicatos de un país deben estar estrechamente unidos en una comunidad constante de trabajo y de lucha16. ¿Cómo es esto posible cuando el partido está articulado según las naciones y el movimiento sindical está centralizado al mismo tiempo internacionalmente en todo el Estado? ¿Dónde encontrará la socialdemocracia checa el movimiento sindical al que debe asociarse estrechamente si no crea un movimiento sindical checo propio?

Es literalmente escoger la posición más débil proceder como lo hacen muchos socialdemócratas alemanes de Austria y presentar como argumento esencial en la lucha teórica contra el separatismo la disparidad total de las luchas políticas y sindicales. Ciertamente, no tienen otra salida si quieren defender al mismo tiempo la unidad internacional en los sindicatos y la separación nacional en el partido. Pero este argumento no puede darles resultados.

Esto proviene de la situación de los comienzos del movimiento obrero cuando ambos han debido afirmarse lentamente luchando contra los prejuicios en las masas obreras y cuando cada cual buscaba su propia vía: entonces parece que los sindicatos sólo están para mejorar la situación material inmediata, mientras que el partido libra la lucha por la sociedad del futuro, por ideales generales e ideas elevadas. En realidad ambos luchan por mejoras inmediatas y ambos contribuyen a edificar el poder del proletariado que permitirá el advenimiento del socialismo. Solamente que, en la medida en que la lucha política es una lucha general contra toda la burguesía, hay que darse cuenta de las consecuencias más lejanas y de los fundamentos más profundos de la visión del mundo, mientras que en la lucha sindical, en la que los argumentos y los intereses inmediatos son manifiestos, la referencia a los principios generales no es necesaria, incluso puede perjudicar la unidad del momento. Pero en realidad son los mismos intereses obreros los que determinan las dos formas de lucha; sólo que en el movimiento del partido están algo más enmascarados bajo la forma de ideas y principios. Pero cuanto más se desarrolla el movimiento, más se acercan, más se ven obligados a luchar juntos. Las grandes luchas sindicales se convierten en movimientos de masas cuya importancia política enorme conmueve toda la vida social. Inversamente, las luchas políticas toman dimensiones de acciones de masas que exigen la colaboración activa de los sindicatos. La resolución de Stuttgart encarna esta necesidad cada vez mayor. Por esto, todos los intentos de batir al separatismo arguyendo la total disparidad entre los movimientos sindical y político, se estrellan contra la realidad.

El error del separatismo consiste, pues, no en querer la misma organización para el partido y los sindicatos, sino en aniquilar el sindicato para poder hacerlo. Pues la raíz de la contradicción no está en la unidad del movimiento sindical, sino en la división del partido político. El separatismo en el movimiento sindical no es más que la consecuencia ineluctable de la autonomía nacional de las organizaciones del partido; como subordina la lucha de clase al principio nacional, es incluso la consecuencia última de la teoría que considera a las naciones como los productos naturales de la humanidad y ve en el socialismo, a la luz del principio nacional, la realización de la nación. Por esta razón no se puede superar realmente el separatismo más que si en todas partes, en la táctica, en la agitación, en la conciencia de todos los camaradas domina como único principio proletario el de la lucha de clase frente al que todas las diferencias nacionales no tienen ninguna importancia. La unificación de los partidos socialistas es la única salida para resolver la contradicción que ha originado la crisis separatista y todos los perjuicios que ha causado al movimiento obrero.

En el capítulo titulado “La comunidad de la lucha de clase” se ha mostrado ya que la lucha política se desarrolla en el terreno del Estado y hace de los obreros de las naciones de todo el Estado una unidad. También se ha constatado en él que en los comienzos del partido socialista, el centro de gravedad se sitúa todavía en las naciones. Esto explica el desarrollo histórico: a partir del momento en que comenzó a llegar a las masas a través de su propaganda, el partido se escindió en unidades separadas en el plano nacional que debieron adaptarse respectivamente a su ambiente, a la situación y a los modos de pensar específicos de su nación, y que por eso mismo se han visto más o menos contaminadas por las ideas nacionalistas. Pues todo movimiento obrero ascendente está atiborrado de ideas burguesas de las que no se desembaraza sino progresivamente en el curso del desarrollo, por la práctica de la lucha y una comprensión teórica creciente. Esta influencia burguesa sobre el movimiento obrero, que en otros países ha tomado la forma del revisionismo o del anarquismo, necesariamente tenía que revestir en Austria la del nacionalismo, no sólo porque el nacionalismo es la más poderosa de las ideologías burguesas, sino también porque allí se opone al Estado y a la burocracia. La autonomía nacional en el partido no resulta únicamente de una decisión errónea, pero evitable, de un congreso cualquiera del partido, también es una forma natural del desarrollo, creada progresivamente por la situación misma.

Pero cuando la conquista del sufragio universal creó el terreno de la lucha parlamentaria propio de un Estado capitalista moderno, y el proletariado se convirtió en una potencia política importante, esta situación no podía durar. Se iba a ver si los partidos autónomos constituían todavía realmente un solo partido global (Gesamtpartei). Ya no se podía uno contentar con declaraciones platónicas sobre su cohesión; en lo sucesivo se necesitaba una unidad más sólida, a fin de que las fracciones socialistas de los diferentes partidos nacionales se sometiesen en la práctica y en los hechos a una voluntad común. El movimiento político no ha superado esta prueba; en algunas de las partes que lo componen, el nacionalismo tiene ya raíces tan profundas, que tienen el sentimiento de estar tan cerca, si no más, de los partidos burgueses de su nación que de las otras fracciones socialistas. Así se explica una contradicción que no es más que aparente: el partido global se ha hundido en el momento preciso en que las nuevas condiciones de la lucha política exigían un verdadero partido global, la unidad sólida de todo el proletariado austríaco; el laxo vínculo que existía entre los grupos nacionales se rompió cuando se vieron confrontados a la exigencia de convertirse en una unidad sólida. Pero al mismo tiempo se hizo evidente que esa ausencia de partido global no podía ser más que transitoria. La crisis separatista debe desembocar necesariamente en la aparición de un nuevo partido global que será la organización política compacta de toda la clase obrera austríaca.

Los partidos nacionales autónomos son formas del pasado que ya no corresponden a las nuevas condiciones de lucha. La lucha política es la misma para todas las naciones y se desarrolla en un Parlamento único en Viena; allí, los socialdemócratas checos no luchan contra la burguesía checa sino que luchan junto con todos los demás diputados obreros contra toda la burguesía austríaca. A esto se ha objetado que la campaña electoral tiene como marco la nación: los adversarios no son entonces el Estado y la burocracia, sino los partidos burgueses de su propia nación. Es justo; pero la campaña electoral no es, por así decir, más que una prolongación de la lucha parlamentaria. No son las palabras, sino los hechos de nuestros adversarios, los que constituyen la materia de la campaña electoral, y estos actos se perpetran en el Reichsrat, forman parte de la actividad del parlamento austríaco. Por eso la campaña electoral hace salir, a su vez, a los obreros del pequeño mundo nacional, los remite a un organismo de dominación más grande, poderosa organización de coerción de la clase capitalista, que domina su vida.

Tanto más cuanto que el Estado, que en otros tiempos parecía débil y desprotegido frente a las naciones, afirma cada vez más su poder como consecuencia del desarrollo del gran capitalismo. El desarrollo del imperialismo, que arrastra tras de sí a la monarquía danubiana, pone en manos del Estado, con fines de política mundial, instrumentos de poder cada vez más potentes, impone a las masas una presión militar y fiscal cada vez mayor, contiene la oposición de los partidos burgueses nacionales y hace pura y simplemente caso omiso de las reivindicaciones sociopolíticas de los obreros. El imperialismo debería dar un poderoso impulso a la lucha de clase común de los obreros; y frente a sus luchas, que conmocionan el mundo, que oponen el capital y el trabajo en un conflicto agudo, el objeto de las querellas nacionales pierde toda significación. Y no está excluido totalmente que los peligros comunes a los que la política mundial expone a los obreros, sobre todo el peligro de guerra, reúnan más pronto de lo que se piensa, para una lucha común, a las masas obreras ahora separadas.

Por supuesto que, a causa de las particularidades lingüísticas, la propaganda y las explicaciones deben ser suministradas en cada nación en particular. La práctica de la lucha obrera debe tener en cuenta a las naciones en tanto que grupos de lengua diferente; esto vale tanto para el partido como para el movimiento sindical. En tanto que organización de lucha, partido y sindicato deben estar organizados los dos de manera unitaria a escala estatal-internacional. Con fines de propaganda, de explicación, de esfuerzos en la educación que les conciernen también y en común, necesitan una sub-organización y una articulación nacionales.

14 El Congreso del Partido socialdemócrata de Austria, reunido en 1897 en Viena-Wimberg, aprobó la estructura que se había proporcionado la socialdemocracia austríaca: una federación basada en el principio de las nacionalidades para garantizar la autonomía y la individualidad de sus seis partidos nacionales componentes.

15 El Congreso socialista internacional de Copenhague de 1910 condenó por unanimidad el “separatismo” sindical checo.

16 La resolución adoptada en el Congreso socialista internacional de Stuttgart en 1907 estipulaba especialmente: “La lucha proletaria se emprenderá tanto mejor y será tanto más fructífera cuanto más estrechas sean las relaciones entre los sindicatos y el partido, sin comprometer la necesaria unidad del movimiento sindical. El Congreso declara que va en interés de la clase obrera el que, en todos los países, se establezcan estrechas relaciones entre los sindicatos y el partido y se hagan permanentes”.

La autonomía nacional

Aun cuando nosotros no entremos en el campo de los eslóganes y de las consignas del nacionalismo y continuemos empleando los eslóganes del socialismo, esto no significa que nosotros prosigamos una especie de política del avestruz frente a las cuestiones nacionales. Pues se trata de cuestiones reales que preocupan a los hombres y cuya solución esperan. Nosotros hacemos que los trabajadores tomen conciencia de que, para ellos, no son esas cuestiones, sino la explotación y la lucha de clases, las cuestiones vitales más importantes y que lo dominan todo. Pero esto no hace desaparecer las otras cuestiones y debemos mostrar que somos capaces de resolverlas. Pues la socialdemocracia no deja a los hombres pura y simplemente con la promesa del Estado futuro, también presenta en su programa de reivindicaciones inmediatas la solución que propone para cada una de las cuestiones particulares que son objeto de la lucha actual. Nosotros no sólo intentamos unir en la lucha de clase común a los obreros cristianos y a los demás, sin tomar en consideración la religión, sino que en nuestra propuesta de programa Proclamación del carácter privado de la religión, les mostramos igualmente el medio de salvaguardar sus intereses religiosos mejor que con luchas y querellas religiosas. Frente a las luchas de las Iglesias por el poder, luchas inherentes a su carácter de organizaciones de dominación, nosotros planteamos el principio de la autodeterminación y de la libertad de todos los hombres para practicar su fe sin sufrir por ello perjuicio por parte de otro. Esta propuesta de programa no proporciona la solución de cada cuestión en particular, pero contiene una solución de conjunto en cuanto pone las bases sobre las que podrán arreglar a su voluntad las cuestiones particulares. Al quitar toda coerción pública, se suprime al mismo tiempo cualquier necesidad de defensa y de querellas. Las cuestiones religiosas son eliminadas de la política y dejadas a las organizaciones que los hombres crearán a su voluntad.

Nuestra posición en lo referente a las cuestiones nacionales es comparable. El programa socialdemócrata de la autonomía nacional propone aquí la solución práctica que quitaría su razón de ser a las luchas entre naciones. Por el empleo del principio personal en lugar del principio territorial, las naciones serán reconocidas en tanto que organizaciones en las que recae, en el marco del Estado, el cuidado de todos los intereses culturales de la comunidad nacional. Así cada nación obtiene el poder jurídico de arreglar sus asuntos de manera autónoma incluso allí donde está en minoría. De este modo, ninguna nación se encuentra en la sempiterna obligación de conquistar y preservar este poder en la lucha por ejercer una influencia sobre el Estado. Así se pondría fin definitivamente a las luchas entre naciones que, por la obstrucción sin fin, paralizan toda la actividad parlamentaria e impiden que sean abordadas las cuestiones sociales. Cuando los partidos burgueses se desencadenaban ciegamente los unos contra los otros, sin avanzar un solo paso, y se encontraban desarmados ante la cuestión de saber cómo salir del caos, la socialdemocracia ha mostrado la vía práctica que permite satisfacer los deseos nacionales justificados, sin que por ello sea necesario hacerse daño mutuamente.

Esto no significa que este programa tenga posibilidades de verse realizado. Todos nosotros estamos convencidos de que nuestra reivindicación de la proclamación del carácter privado de la religión, así como la mayor parte de nuestras reivindicaciones inmediatas, no será realizado por el Estado capitalista. Bajo el capitalismo, la religión no es, como se le hace creer a la gente, asunto de convicción personal – si lo fuese, los portavoces de la religión deberían recoger y llevar a la práctica nuestra propuesta de programa – sino un medio de dominación en manos de la clase poseedora. Y ésta no renunciará a este medio. Una idea similar se encuentra en nuestro programa nacional, que pretende que las naciones sean la realidad de la imagen que se da de ellas. Las naciones no son únicamente grupos de hombres que tienen los mismos intereses culturales y que, por esta razón, quieren vivir en paz con las otras naciones; son organizaciones de combate de la burguesía que sirven para ganar el poder en el Estado. Toda burguesía nacional espera ensanchar el territorio donde ejercer su dominación a expensas del adversario; por tanto, es totalmente dudoso pensar que podrían poner fin por iniciativa propia a estas luchas agotadoras, de la misma manera que está excluido que las potencias mundiales capitalistas traigan la paz mundial eterna por un arreglo sensato de sus diferencias. En efecto, la situación es tal que en Austria se dispone de una instancia superior capaz de intervenir: el Estado, la burocracia dominante. Se espera que el poder central del Estado se esfuerce en resolver las diferencias nacionales, porque éstas amenazan con desgarrar el Estado e impiden el funcionamiento regular de la máquina del Estado; pero el Estado ha aprendido ya a coexistir con las luchas nacionales hasta el punto de servirse de ellas para reforzar el poder del gobierno frente al Parlamento, de manera que ya no es necesario en absoluto allanarlas. Y lo que es más importante: la realización de la autonomía nacional, tal como la reivindica la socialdemocracia, tiene como fundamento la auto-administración democrática. Y esto es lo que aterroriza, con toda razón, a los ambientes feudales, clericales, del gran capital y militaristas que gobiernan Austria.

Pero, ¿tiene la burguesía verdadero interés en poner fin a las luchas nacionales? Muy al contrario, tiene el mayor interés en no ponerles fin, tanto más cuanto la lucha de clases toma auge. Pues al igual que los antagonismos religiosos, los antagonismos nacionales constituyen un medio excelente para dividir al proletariado, desviar su atención de la lucha de clases con ayuda de eslóganes ideológicos e impedir su unidad de clase. Cada vez más, las aspiraciones instintivas de las clases burguesas de impedir que el proletariado se una, sea lúcido y potente, constituyen un elemento mayor de la política burguesa. En países como Inglaterra, Holanda, Estados Unidos e incluso Alemania adonde el partido conservador de los Junker tiene un lugar excepcional como partido de clase netamente definido como tal), observamos que las luchas entre los dos grandes partidos burgueses – generalmente se trata de un partido “liberal” y de un partido “conservador” o “clerical” – se vuelven tanto más encarnizadas, y los gritos de combate tanto más estridentes, cuanto que el antagonismo real de sus intereses decrece y su antagonismo consiste en eslóganes ideológicos heredados del pasado. Cualquiera que tenga una concepción esquemática del marxismo que le hace ver en los partidos sólo la representación de los intereses de grupos burgueses, se encuentra aquí ante un enigma: cuando se podía esperar que se fusionasen en una masa reaccionaria para hacer frente a la amenaza del proletariado, parece, por el contrario, que se profundiza y amplía la escisión entre ellos. La explicación, muy simple, de este fenómeno es que han comprendido instintivamente que es imposible aplastar al proletariado simplemente por la fuerza y que es infinitamente más importante desconcertar y dividir al proletariado por medio de consignas ideológicas. Por esta razón las luchas nacionales de las diversas burguesías de Austria se inflamarán tanto más cuanto menos razón de ser tengan. Cuanto más se aproximan estos señores entre bastidores para repartirse el poder de Estado, más furiosamente se atacan en los debates públicos a propósito de bagatelas nacionales. En el pasado, cada burguesía se ha esforzado en agrupar en un cuerpo compacto al proletariado de su nación con el fin de poder combatir con más fuerza al adversario. Hoy se produce lo contrario: la lucha contra el enemigo nacional debe servir para reunir al proletariado tras los partidos burgueses e impedir así su unidad internacional. El papel jugado en otros países por el grito de combate: “¡Con nosotros por la cristiandad!”, “¡Con nosotros por la libertad de conciencia!”, por medio de los cuales se espera desviar la atención de los obreros de las cuestiones sociales, este papel será desempeñado cada vez más en Austria por los gritos de combate nacionales. Pues en las cuestiones sociales se afirmaría su unidad de clase y su antagonismo de clase frente a la burguesía.

Nosotros no debemos esperar que jamás se aplique la solución práctica a las querellas nacionales propuesta por nosotros, precisamente porque las luchas dejarían de tener objeto. Cuando Bauer dice “política de potencia nacional y política proletaria de clase son, por lógica, difícilmente compatibles; psicológicamente se excluyen; el ejército proletario se ve dispersado a cada instante por los antagonismos nacionales, la querella nacional hace imposible la lucha de clase. La constitución centralista-atomística, que hace inevitable la lucha por el poder nacional, es, pues, insoportable para el proletariado” (páginas 313 y 314), es quizá justo en parte, en la medida en que sirve para fundamentar la reivindicación de nuestro programa. Si, por el contrario, significa que la lucha nacional debe cesar previamente para que después se pueda desplegar la lucha de clases, es falso. Pues precisamente el hecho de que nosotros nos esforcemos en hacer desaparecer las luchas nacionales es lo que lleva a la burguesía a mantenerlas. Pero no por eso conseguirá detenernos. El ejército proletario sólo es dispersado por los antagonismos nacionales mientras la conciencia de clase socialista es débil. Pues, a fin de cuentas, la lucha de clase supera de lejos la querella nacional. La potencia funesta del nacionalismo será rota en los hechos no por nuestra propuesta de la autonomía nacional, cuya realización no depende de nosotros, sino únicamente por el reforzamiento de la conciencia de clase.

Por tanto, sería falso querer concentrar toda nuestra fuerza en una “política nacional positiva” y apostarlo todo a esta única carta, a la realización de nuestro programa de las nacionalidades como condición previa al desarrollo de la lucha de clase. Esta reivindicación del programa no sirve, como la mayoría de nuestras reivindicaciones prácticas del momento, más que para demostrar con qué facilidad seríamos capaces de resolver estas cuestiones con sólo tener el poder, y para ilustrar, a la luz de la racionalidad de nuestras soluciones, lo irracional de las consignas burguesas. Pero mientras domine la burguesía, nuestra solución racional se quedará probablemente en el papel. Nuestra política y nuestra agitación sólo pueden estar dirigidas a la necesidad de llevar a cabo siempre y únicamente la lucha de clase, a despertar la conciencia de clase a fin de que los trabajadores, gracias a una clara comprensión de la realidad, se hagan insensibles a las consignas del nacionalismo.

Anton Pannekoek
Reichenberg, 1912

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