Anton PANNEKOEK
LENIN FILÓSOFO
Índice
LA REVOLUCIÓN PROLETARIA
La publicación del libro de Lenin, primero en alemán y después
en una traducción inglesa, muestra bien que se le quería hacer
jugar un papel mucho mayor que el que había tenido en la antigua controversia
del partido ruso. Se lo hace leer a las jóvenes generaciones de socialistas
y comunistas para influir en el movimiento obrero internacional. Entonces planteamos
esta pregunta: ¿qué puede aportar este libro a los obreros de
los países capitalistas? Las ideas filosóficas que se atacan en
él están completamente deformadas; y la teoría del materialismo
burgués nos es presentada bajo el nombre de marxismo. En ningún
momento se intenta llevar al lector a una comprensión y un juicio claros
e independientes sobre problemas filosóficos; este libro está
destinado a enseñarle que el Partido siempre tiene razón, que
debe confiar en él y seguir a sus jefes. ¿Y por qué vía
quiere este jefe del partido comprometer al proletariado internacional? Para
saberlo no hay más que leer la concepción de la lucha de clase
en el mundo que Lenin expone al final de su libro:
"En cuarto lugar, es imposible no discernir detrás de la escolástica
gnoseológica del empiriocriticismo la lucha de los partidos en filosofía,
lucha que traduce en último análisis las tendencias y la ideología
de las clases enemigas de la sociedad contemporánea. La filosofía
moderna está tan impregnada del espíritu de partido como la de
hace dos mil años. Cualesquiera que sean las nuevas etiquetas o la mediocre
imparcialidad de la que hacen uso los pedantes y los charlatanes para disimular
el fondo de la cuestión, el materialismo y el idealismo son sin duda
partidos enfrentados. El idealismo no es más que una forma sutil y refinada
del fideísmo, el cual, habiendo permanecido con toda su omnipotencia,
dispone de muy vastas organizaciones y, sacando provecho de las menores vacilaciones
del pensamiento filosófico, continúa incesantemente su acción
sobre las masas. El papel objetivo, el papel de clase del empiriocriticismo
se reduce enteramente a servir a los fideístas en su lucha contra el
materialismo en general y contra el materialismo histórico en particular."1
Ninguna alusión aquí al inmenso poder del enemigo, la burguesía,
que posee todas las riquezas del mundo y contra la cual la clase obrera no progresa
sino penosamente. Ninguna alusión al poder espiritual de la burguesía
sobre los obreros, que en gran medida están todavía dominados
por la cultura burguesa, de la que apenas pueden despegarse en su lucha incesante
por el saber. Ninguna alusión a la nueva ideología del nacionalismo
y del imperialismo que amenazaba con apoderarse también de la clase obrera
y a la que efectivamente poco después arrastró a la guerra mundial.
Nada de todo esto: es la Iglesia, es el bastión del "fideísmo"
el que para Lenin es la potencia enemiga más peligrosa. El combate del
materialismo contra la fe religiosa representa para él el combate teórico
que acompaña la lucha de las clases. La oposición teórica,
de hecho limitada, entre la antigua clase dominante y la nueva, he ahí
para él el gran combate de ideas a escala mundial, y él la pega
a la lucha del proletariado, cuya esencia e ideas están bien alejadas
de sus propias concepciones. Así en la filosofía de Lenin el esquema
válido para Rusia es aplicado a Europa Occidental y a América,
y la tendencia antirreligiosa de una burguesía ascendente es atribuida
al proletariado en ascenso. De la misma manera que los reformistas alemanes
de aquella época pensaban que la división debía hacerse
entre "reacción" y "progreso", es decir, no según
los criterios de clases sino basándose en una ideología política
- manteniendo así la confusión entre los obreros - Lenin piensa
que la división se hace según la ideología religiosa, entre
reaccionarios y libre-pensadores. En lugar de verse invitada a consolidar su
unidad de clase contra la burguesía y el Estado, y llegar así
a dominar la producción, la clase proletaria occidental recibe de Lenin
el consejo de librar batalla contra la religión. Si los marxistas occidentales
hubiesen conocido este libro y las ideas de Lenin antes de 1918, sin ninguna
duda habrían criticado mucho más vivamente su táctica para
la revolución mundial.
La Tercera Internacional enfoca la revolución mundial según
el modelo de la revolución rusa y con el mismo fin. El sistema económico
de Rusia es el capitalismo de Estado, llamado allí socialismo de estado
o incluso, a veces, comunismo, en donde la producción es dirigida por
una burocracia de Estado bajo las órdenes de la dirección del
Partido comunista. Esta burocracia de Estado, [los altos funcionarios,] que
forman la nueva clase dirigente, dispone directamente de la producción
y, por tanto, de la plusvalía, mientras que los obreros no reciben más
que salarios, constituyendo así una clase explotada. De esta manera ha
sido posible, en el breve tiempo de algunas décadas, transformar una
Rusia primitiva y bárbara en un estado moderno cuya industria se desarrolla
rápidamente, utilizando la ciencia y las técnicas más modernas.
Según el Partido Comunista, es necesaria una revolución análoga
en los países capitalistas avanzados, siendo la clase obrera la fuerza
activa que traerá la caída de la burguesía y la organización
de la producción por una burocracia de Estado. La Revolución rusa
sólo pudo vencer porque las masas estaban dirigidas por un partido bolchevique
unido y muy disciplinado y porque en el partido era la perspicacia infalible
y la seguridad inquebrantable de Lenin y de sus amigos las que mostraban a todos
el buen camino. Por tanto, en la revolución mundial se necesita que los
obreros sigan al Partido Comunista, le dejen la dirección de la lucha
y, tras la victoria, el gobierno; los miembros del partido deben obedecer a
sus jefes con la más estricta de las disciplinas. Todo depende, pues,
de estos jefes del partido capaces y cualificados, de estos revolucionarios
eminentes y experimentados; es absolutamente indispensable que las masas crean
que el partido y sus jefes tienen siempre razón.
En realidad, para los obreros de los países capitalistas desarrollados,
de Europa Occidental y de América, el problema es completamente diferente.
Su tarea no es derrocar una monarquía absoluta y atrasada, sino vencer
a una clase que dispone de la potencia moral y espiritual más gigantesca
que jamás haya conocido el mundo. La clase obrera no apunta de ninguna
manera a reemplazar el reino de los especuladores y de los monopolizadores sobre
una producción desordenada por el de altos funcionarios sobre una producción
regulada por arriba. Su objetivo es administrar ella misma la producción
y organizar ella misma el trabajo, base de la existencia. Entonces, pero sólo
entonces, el capitalismo habrá sido aniquilado. Sin embargo, un objetivo
semejante no puede ser alcanzado por una masa ignorante y los militantes convencidos
de un partido que se presenta bajo el aspecto de una dirección especializada.
Para esto es necesario que los obreros mismos, la clase entera, comprendan las
condiciones, las vías y los medios de su combate, que cada uno de ellos
sepa por sí mismo lo que tiene que hacer. Es necesario que los obreros
mismos, colectiva e individualmente, actúen y decidan y, por tanto, se
formen una opinión propia. Esa es la única manera de edificar
desde abajo una verdadera organización de clase, cuya forma se parece
al consejo obrero. Que los obreros estén persuadidos de tener jefes verdaderamente
a la altura, ases en materia de discusión teórica, ¿para
qué sirve esto? ¿No es fácil estar convencido cuando cada
cual sólo conoce la literatura de su partido y sólo de él?
En realidad, sólo la controversia, el choque de los argumentos, puede
permitir adquirir ideas claras. No hay verdad acabada que bastaría absorber
tal cual; frente a una situación nueva, no se encuentra el buen camino
más que ejercitando uno mismo sus capacidades intelectuales.
Por supuesto, esto no significa que todo obrero debería juzgar sobre
el valor de argumentos científicos en dominios que exigen conocimientos
especializados. Esto quiere decir, en primer lugar, que todos los obreros deberían
interesarse no sólo por sus condiciones de trabajo y de existencia inmediatas,
sino también en las grandes cuestiones sociales ligadas a la lucha de
clase y a la organización, y encontrarse en situación de tomar
decisiones a este respecto. Pero, en segundo lugar, esto implica un cierto nivel
en la discusión y los enfrentamientos políticos. Cuando se deforman
las ideas del adversario porque no se las quiere comprender o porque se es incapaz
de ello, hay muchas posibilidades de ganar ante los ojos de los militantes fieles;
pero el único resultado- el que se busca en las querellas de partido
- es ligar estos últimos al partido con un fanatismo acrecentado. Sin
embargo, lo que cuenta para los obreros no es ver aumentar el poder de un partido
cualquiera, sino la capacidad propia para tomar el poder e instaurar su dominación
sobre la sociedad. Sólo a través de la discusión, sin pretender
a toda costa rebajar al adversario, cuando se han comprendido los diversos puntos
de vista serios a partir de las relaciones de clases y comparando los argumentos
entre sí, es entonces cuando el auditorio participante en el debate podrá
adquirir esa lucidez a toda prueba, de la cual la clase obrera no puede prescindir
para asentar definitivamente su libertad.
La clase obrera necesita el marxismo para emanciparse. De la misma manera
que el conocimiento de las ciencias de la naturaleza es indispensable para la
realización técnica del capitalismo, de igual modo el conocimiento
de las ciencias sociales es indispensable para la puesta en obra organizativa
del comunismo. Aquello de lo que hubo necesidad muy en primer lugar, fue de
la economía política, esa parte del marxismo que pone al desnudo
la estructura del capitalismo, la naturaleza de la explotación, los antagonismos
de clase, las tendencias del desarrollo económico. Suministró
inmediatamente una base sólida a la lucha espontánea de los obreros
contra sus amos capitalistas. Después, en una etapa posterior de la lucha,
la teoría marxista del desarrollo social, desde la economía primitiva
al comunismo pasando por el capitalismo, suscitó la confianza y el entusiasmo
gracias a las perspectivas de victoria y de libertad que abría. En la
época en que los obreros, no muy numerosos todavía, entablaron
su lucha ardua y en que había que sacudir la apatía de las masas,
estas perspectivas se revelaron de primera necesidad.
Cuando la clase obrera se ha hecho grande en número y en potencia,
cuando la lucha de clase ocupa un lugar esencial en la vida social, otra parte
del marxismo debe venir al primer plano. En efecto, el gran problema para los
obreros ya no es saber que son explotados y deben defenderse; les hace falta
saber cómo luchar, cómo superar su debilidad, cómo adquirir
vigor y unidad. Su situación económica es tan fácil de
comprender, su explotación tan evidente, que la unidad en la lucha, la
voluntad colectiva de tomar la producción en sus manos deberían
a primera vista deducirse de ello al instante. Lo que les nubla la vista y se
lo impide es, ante todo, el poder de las ideas heredadas e inyectadas, el formidable
poder espiritual del mundo burgués, que ahoga su pensamiento en una espesa
capa de creencias y de ideologías, los divide, los hace timoratos y les
turba el espíritu. Disipar de una vez por todas estas espesas nubes,
liquidar este mundo de las viejas ideas, este proceso de elucidación
forma parte integrante de la organización del poder obrero, ella misma
proceso; ese proceso está ligado a la marcha de la revolución.
En este plano, la parte del marxismo a poner de relieve es la que hemos llamado
su filosofía, la relación de las ideas con la realidad.
De todas estas ideologías, la menos importante es la religión.
Como ésta representa la corteza desecada de un sistema de ideas que refleja
las condiciones de un pasado lejano, sólo tiene una apariencia de poder
al abrigo del cual se refugian todos los que están aterrorizados por
el desarrollo capitalista. Su base ha sido minada continuamente por el capitalismo
mismo. Después, la filosofía burguesa la ha reemplazado por la
creencia en esos pequeños ídolos, esas abstracciones divinizadas
como materia, fuerza, causalidad, libertad y progreso sociales. Pero en la sociedad
burguesa moderna estos ídolos olvidados han sido abandonados y reemplazados
por otros más modernos y venerables: el estado y la nación. En
la lucha por la dominación mundial entre las viejas y las nuevas burguesías,
el nacionalismo, ideología indispensable de esta lucha, ha llegado a
ser tan poderoso que ha logrado arrastrar tras de sí a una gran masa
de trabajadores. Pero más importantes todavía son esas potencias
espirituales como la democracia, la organización, el sindicato, el partido,
porque todas estas concepciones tienen sus raíces en la clase obrera
misma y han nacido de su vida práctica y de su propia lucha. Estas concepciones
están siempre más o menos ligadas al recuerdo de esfuerzos apasionados,
de sacrificios entregados, de una ansiedad febril en cuanto al desenlace del
combate, y su valor, que sólo fue momentáneo y función
de las circunstancias particulares en que se desarrollaron, cede el lugar a
una creencia en su eficacia absoluta e ilimitada. Es lo que hace difícil
la transición hacia nuevas formas de lucha adaptadas a las nuevas condiciones
de vida y de trabajo. Las condiciones de existencia constriñen con frecuencia
a los obreros a elaborar nuevas formas de lucha, pero las viejas tradiciones
pueden estorbarlos y retrasarlos considerablemente en esta tarea. En la lucha
incesante entre la herencia ideológica del pasado y las nuevas necesidades
prácticas, es indispensable que los obreros comprendan que sus ideas
no son verdades absolutas sino generalizaciones sacadas de experiencias y de
necesidades prácticas anteriores; deben comprender también que
el espíritu humano tiene siempre tendencia a asignar una validez absoluta
a tales o cuales ideas, a considerarlas como buenas o malas de un modo absoluto,
como objetos de veneración o de odio, haciendo así a la clase
obrera esclava de supersticiones. Pero deben darse cuenta de sus límites
y de la influencia de las condiciones históricas y prácticas para
vencer estas supersticiones y liberar así su pensamiento. Inversamente,
deben guardar incesantemente en su espíritu lo que consideran como su
interés primordial, como la base principal de la lucha de la clase obrera,
como la gran línea directriz de todas sus acciones, pero sin hacer de
ello un objeto de adoración. Ése es el sentido de la filosofía
marxista, que - además de su facultad para explicar las experiencias
cotidianas y la lucha de clases - permite analizar las relaciones entre el mundo
y el espíritu humano, en la vía indicada por Marx, Engels y Dietzgen;
he ahí lo que da a la clase obrera la fuerza necesaria para realizar
la gran obra de su auto-emancipación.
Muy al contrario, el libro de Lenin tiene como meta imponer a los lectores
las creencias del autor en una realidad de las nociones abstractas. Por tanto,
no puede ser de ninguna utilidad para los obreros. Y de hecho, no es para ayudarlos
por lo que ha sido publicado en Europa occidental. Los obreros que quieren la
liberación de su clase por sí misma, han superado ampliamente
el horizonte del Partido Comunista. El Partido Comunista, por su parte, no ve
más que a su adversario, el partido rival, la Segunda Internacional,
intentando conservar la dirección de la clase obrera. Como dice Deborin
en el prefacio de la edición alemana, la obra de Lenin tenía como
fin recuperar para el materialismo a la socialdemocracia corrompida por la filosofía
idealista burguesa, o intimidarla con la terminología más radical
y violenta del materialismo, y aportar de esa manera una contribución
teórica a la formación del "Frente Rojo". Para el movimiento
obrero en desarrollo, poco importa saber cuál de estas tendencias ideológicas
no-marxistas podrá más que la otra.
Pero, por otro lado, la filosofía de Lenin puede tener cierta importancia
para la lucha de los obreros. El fin del Partido Comunista - lo que él
llama la revolución mundial - es llevar al poder, utilizando a los obreros
como fuerza de combate, una categoría de jefes que después podrán
poner en marcha, por medio del poder del Estado, una producción planificada;
este fin, en su esencia, coincide con la meta final de la social-democracia.
Apenas difiere tampoco de las ideas sociales que maduran en el seno de la clase
intelectual, ahora que se da cuenta de su importancia cada vez mayor en el proceso
de producción y cuya trama es una organización racional de la
producción que gira bajo la dirección de cuadros técnicos
y científicos. Por eso el P. C. ve en esta clase un aliado natural e
intenta atraerla a su campo. Se esfuerza, pues, con ayuda de una propaganda
teórica apropiada, en sustraer la intelectualidad a las influencias espirituales
de la burguesía y del capitalismo privado en declive, y convencerla para
que se adhiera a una revolución destinada a darle su lugar verdadero
de nueva clase dominante. En el ámbito de la filosofía, esto quiere
decir ganarla para el materialismo. Una revolución no se acomoda a la
ideología dulzona y conciliante de un sistema idealista, necesita el
radicalismo exaltante y audaz del materialismo. El libro de Lenin suministra
la base para esta acción. Sobre esta base ya han sido publicados un gran
número de artículos, de revistas y de libros, primero en alemán
y, en mucho mayor número, en inglés, tanto en Europa como en América,
con la colaboración de universitarios rusos y sabios occidentales célebres,
simpatizantes del Partido Comunista. Se observa enseguida, nada menos que en
el contenido de estos escritos, que no van destinados a la clase obrera sino
a los intelectuales de los países occidentales. Se les expone el Leninismo
- con el nombre de marxismo o de "dialéctica" - y se les dice
que es la teoría general y fundamental del mundo y que todas las ciencias
particulares sólo son partes que se derivan de él. Está
claro que con el verdadero marxismo, es decir, la teoría de la verdadera
revolución proletaria, tal propaganda no tendría ninguna posibilidad
de éxito; pero con el Leninismo, teoría de una revolución
burguesa que instala en el poder a una nueva clase dirigente, ha podido y puede
tener éxito. Sólo hay una pega: la clase intelectual no es bastante
numerosa, ocupa posiciones demasiado heterogéneas desde el punto de vista
social y, por consiguiente, es demasiado débil para ser capaz por sí
sola para amenazar verdaderamente la dominación capitalista. Tanto los
jefes de la IIª como de la IIIª Internacional, por su parte, tampoco
son una fuerza como para disputar el poder a la burguesía, incluso si
lograsen afirmarse gracias a una política firme y clara en lugar de estar
podridos por el oportunismo. Pero si el capitalismo se encontrase alguna vez
a punto de caer en una crisis grave, económica o política, de
suerte que hiciese salir a las masas de su apatía, y si la clase obrera
reanudase el combate y lograse, con una primera victoria, estremecer el capitalismo
- entonces habrá llegado su hora. Intervendrán y se pondrán
en primera fila, jugarán a jefes de la revolución, supuestamente
para participar en la lucha, de hecho para desviar la acción en dirección
de los fines de su partido. Que la burguesía vencida se una a ellos o
no, con el fin de salvar del capitalismo lo que pueda ser salvado, es una cuestión
secundaria; de todas maneras, su intervención se reduce a engañar
a los obreros, a hacerles abandonar la vía de la libertad. Y aquí
vemos la importancia que puede tener el libro de Lenin para el movimiento obrero
futuro. El Partido Comunista, aunque pueda perder terreno entre los obreros,
intenta formar con los socialistas y los intelectuales un frente unido, listo,
a la primera crisis importante del capitalismo, para tomar el poder sobre los
obreros y contra ellos. El leninismo y su manual filosófico servirá
entonces, con el nombre de marxismo, para intimidar a los obreros y para imponerse
a los intelectuales como un sistema de pensamiento capaz de aplastar las potencias
espirituales reaccionarias. Así la clase obrera en lucha, apoyándose
en el marxismo, encontrará en su camino este obstáculo: la filosofía
leninista, teoría de una clase que intenta perpetuar la esclavitud y
la explotación de los obreros.
Ámsterdam, julio de 1938.
Índice
1 V. I. Lenin: Materialismo y empiriocriticismo, op. cit., p. 372.
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