Anton PANNEKOEK
Acciones de masas y revolución
Índice
4. La lucha contra la guerra
Esta es la "nueva táctica" que, con toda razón, podría
ser llamada la continuación natural de la vieja táctica en su
lado positivo.
Describíamos más arriba la lucha constitucional como una lucha
en la cual las armas de ambas clases se median para debilitarse mutuamente.
Pero es claro que el objetivo, los derechos políticos fundamentales,
son sólo la forma externa, la ocasión, mientras que el contenido
esencial de la lucha consiste en que las clases van a la batalla con sus armas
para buscar el aniquilamiento de las del enemigo. Por eso la misma lucha puede
encenderse también por otros motivos; no es seguro que sólo por
el derecho del voto en Prusia o en el Reichstag surgirán estas grandes
luchas por el poder, aunque, por supuesto, la destrucción del poder de
la burguesía por sí misma traería consigo una constitución
democrática. El desarrollo imperialista crea siempre nuevos motivos para
violentos levantamientos de las clases explotadas contra el dominio del capital,
en los cuales todo su poderío salta hecho pedazos. El más importante
de estos motivos es el peligro de la guerra.
A menudo se encuentra el concepto de que en tal caso no se debe hablar simplemente
de un peligro. La s guerras han sido siempre fuerzas productoras de grandes
transformaciones en el mundo, que han preparado el camino a las revoluciones.
Mientras las masas populares tolerarían largo tiempo y pacientemente
la dominación del capital, sin energía para levantarse en su contra
por considerar intocable a ese dominio, la guerra, sobre todo cuando transcurre
desfavorablemente, los incita a la acción, debilita la autoridad del
régimen dominante, desenmascara sus debilidades y se desmorona fácilmente
bajo el ataque de las masas. Esto es correcto sin lugar a dudas, y ahí
reside la razón por la cual la existencia de una clase trabajadora con
sentido revolucionario en los últimos decenios conforma la fuerza más
poderosa para el mantenimiento de la paz. La indiferencia y la no participación
de las masas, los dos pilares más sólidos para el dominio del
capital, desaparecen en las épocas de guerra; el apasionamiento creciente
de un proletariado en el cual están firmemente enraizadas las enseñanzas
del socialismo, no se ha de volcar en agitación nacionalista, como masas
no esclarecidas, sino en decisión revolucionaria que se ha de volver
en la primera oportunidad contra el gobierno. Eso lo sabe también el
gran capital y por eso se ha de cuidar de conjurar con ligereza una guerra europea
que ha de significar simultáneamente una revolución europea. De
esto no se deduce en absoluto que nosotros debamos desear en silencio que venga
una guerra. Aún sin guerra el proletariado ha de estar en condiciones,
por el conocimiento constante de sus acciones, de arrojar por la borda la dominación
del capital.
Solamente quien desespera que el proletariado sea capaz de acciones autónomas
puede considerar que una guerra ha de crear las condiciones previas necesarias
para una revolución. El asunto es justamente al revés. Nosotros
no debemos contar con demasiada seguridad que la conciencia del peligro revolucionario
en los gobernantes ha de alejar de nosotros la amenaza de una guerra. Las ansias
imperialistas por el botín y las peleas que de ello se derivan pueden
conducirlos a una guerra que ellos no han querido directamente. Y cuando el
movimiento revolucionario en un país se ha vuelto tan peligroso que amenaza
muy de cerca el dominio capitalista, entonces no tiene éste nada peor
que temer de una guerra y tratará con facilidad de apartar de sí
aquel peligro desencadenándola. Pero para la clase obrera una guerra
significa el peor de los males. En nuestro mundo moderno capitalista una guerra
es una terrible catástrofe que en medida mucho mayor que en guerras anteriores
habrá de aniquilar el bienestar y la vida de masas innumerables. Es la
clase obrera la que ha de probar todos los sufrimientos de esta catástrofe
y de ahí se desprende que habrá de poner todos sus esfuerzos en
impedir la guerra. La pregunta que debe ocupar sus pensamientos no es ¿qué
pasará después de la guerra? Aquí reside una de las cuestiones
tácticas más importantes para la socialdemocracia internacional,
que ha ocupado ya a varios congresos y donde ha recibido algunas respuestas.
Kautsky se ocupa del tema en su artículo del mayo del año pasado:
"Krieg un Frieden" [La guerra y la paz] (Neue Zeit, XXIX,
2, 1911, p.97).
Él se plantea allí la cuestión de si los trabajadores,
a través de una huelga general ("una huelga de toda la masa de los
trabajadores") podría impedir o asfixiar en germen a una guerra
y responde: bajo ciertas condiciones esto es ciertamente posible. Donde un gobierno
frívolo y estúpido prepara las condiciones para una guerra y donde
no amenaza ninguna invasión enemiga -como por ejemplo en la guerra española
contra Marruecos- (3), allí puede una huelga general contra el gobierno
forzar la paz, (lástima que el proletariado español fue demasiado
débil para eso). Ahora bien, resulta claro que ese caso corresponde solamente
a relaciones capitalistas muy subdesarrolladas, donde no es toda la masa de
la burguesía la que está interesada en la aventura de la guerra,
sino un pequeño grupo, y donde por tanto hay un partido burgués
presto a tomar el lugar del gobierno derrocado y por otra parte el proletariado
es débil y no significa un peligro. Donde el proletariado es suficientemente
fuerte para realizar una huelga general de tal magnitud faltan por lo general
esas condiciones. Kautsky no considera sin embargo estas relaciones de clases,
sino que plantea otra contradicción:
"La cosa es muy distinta donde una población con razón o
sin razón se siente amenazada por su vecino, cuando ella ve en él
y no en su propio gobierno la causa de la guerra y cuando el vecino no es tan
inofensivo como, por ejemplo, en Marruecos -quien no podría jamás
hacer la guerra a España- sino que se trata de alguien que realmente
amenaza con penetrar en el territorio. Nada teme más un pueblo que a
una invasión extranjera. Los horrores de una guerra en la actualidad
son terribles para cada una de las partes en litigio, aún para el vencedor.
Pero para el más débil, a cuyos territorios es llevada la guerra,
se tornan el doble o el triple de penosos. El pensamiento que tortura hoy día
a los franceses e ingleses en la misma medida , es el temor de una invasión
del superpoderoso vecino alemán. Se ha llegado tan lejos que la población
no ve la causa de la guerra en el propio gobierno sino en la maldad del vecino.
¡Y que gobierno no ha de intentar hacer creer a las masas de la población
estos puntos de vista con ayuda de la prensa, sus parlamentarios y sus diplomáticos!
Bajo tales condiciones se llega al estado de guerra, entonces se enciende en
la población entera, unánimemente, la ardiente necesidad de asegurar
la frontera ante el malvado enemigo, de protegerse contra su invasión.
Todos, en un primer momento, se transforman en patriotas, aun aquellos con sentimientos
internacionalistas, y si algunos aisladamente tienen la valentía sobrehumana
de oponerse a esto y querer impedir que los militares corran hasta la frontera
y sean aprovisionados abundantemente con material de guerra, en tal caso el
gobierno no necesitará mover un solo dedo para hacerlo inofensivo. La
multitud enfurecida lo despedazaría con sus propias manos."
Si nosotros no hubiéramos conocido, a través de la observación
de la acción de masa, una prueba muy distinta de la que aporta ese tipo
de apreciación histórica, apenas se podría creer que esas
frases provienen de la pluma de Karl Kautsky. La más poderosa realidad
de la vida social, el hecho fundamental de la conciencia socialista, la existencia
de clases con sus intereses y concepciones específicos y contrapuestos
han desaparecido completamente para él. Entre proletarios, capitalistas,
pequeñoburgueses no hay diferencias. Todos en conjunto se han transformado
en la "población entera" que "unánimemente"
está unida contra el maligno enemigo. Y no solamente la instintiva intuición
de clase se ha disuelto en la nada sino también las enseñanzas
del socialismo, transmitidas durante decenios. Los socialdemócratas -aquí
sugeridos con la tímida expresión "aquellos con sentimientos
internacionalistas"- se han transformado todos, salvo algunas excepciones,
en patriotas. Todo lo que ellos sabían hasta ahora sobre los intereses
del capital como causa de las guerras, ha sido olvidado. La prensa socialdemócrata,
que aclara a más de un millón de lectores sobre las fuerzas impulsoras
de la guerra, parece haber desaparecido completamente o haber perdido su influencia
como por arte de magia. Los trabajadores socialdemócratas que, en las
grandes ciudades forman la mayoría de la población, se han transformado
en una "multitud" que asesina enfurecida a todo aquel que osa oponerse
a la guerra. Así como es superfluo demostrar que toda esa explicación
nada tiene que ver con la realidad, es de primordial importancia el investigar
cómo es posible que se dé, cuales son los fundamentos de los que
surge esa explicación.
Esta tiene su origen en una concepción de la guerra que refleja antiguas
condiciones y efectos de la guerra, pero que no concuerdan con las condiciones
que se dan en la actualidad. Desde la última gran guerra europea, la
estructura de la sociedad ha cambiado completamente. Durante la guerra franco-alemana,
Alemania era, tanto como Francia, un país agrario con sólo algunas
áreas industriales distribuidas en sus territorios. Pequeños campesinos
y pequeña burguesía dominaban el carácter de la población.
Los efectos de la guerra, tal cual perviven en el recuerdo de las gentes, vuelven
a aparecer en cada descripción y son también determinantes en
las explicaciones de Kautsky: se trata de sus efectos sobre la economía
agraria y sobre la pequeña burguesía. Para estas clases,
el horror de la guerra consiste -fuera del peligro vital para los que hacer
servicio militar obligatorio-, ante todo, en la invasión enemiga que
pisotea sus tierras de cultivo, destruye viviendas, les impone los más
pesados impuestos y contribuciones y de esa manera destruye su bienestar logrado
con tanto sacrificio. Las regiones donde la guerra tiene lugar son arrasadas
de la peor manera; donde no llega la guerra se sufre menos. La vida económica
transcurre allí en sus cauces acostumbrados; las mujeres, los jóvenes
y los ancianos pueden, en caso de necesidad, hacer los trabajos de la tierra
y sólo la pérdida o la mutilación de los que ha ido a la
guerra puede golpear duramente a las familias aisladas.
Así fue en 1790. Hoy la cosa es muy distinta para los grandes Estados,
sobre todo Alemania. El capitalismo, altamente desarrollado, ha hecho de la
vida económica un organismo entrelazado y altamente sofisticado en el
cual cada parte depende estrechamente del todo. Pasó la época
en la que el pueblo y la ciudad eran casi autosuficientes. Campesinos y pequeñoburgueses
han sido atraídos al ámbito de la producción de mercancías
capitalista. Cada interrupción de ese sensible mecanismo de producción
arrastra consigo a toda la masa de la población. De este modo, los efectos
de la guerra, sus efectos para el proletariado y para todos los que son dependientes
del capitalismo, se han hecho de naturaleza muy distinta que los tradicionales.
Sus horrores no consisten más en algunas tierras devastadas y pueblos
quemados, sino en la detención de la vida económica entera. Una
guerra europea, sea una guerra territorial que llama a campos de batalla a varios
millones de jóvenes, o una guerra marítima que impide el comercio
y con ello el abastecimiento de materias primas y alimentos para la industria,
significa una crisis económica de enorme impacto, una catástrofe
que llega hasta los más apartados rincones del país, que ciega
las fuentes de la vida de los más amplios sectores del pueblo. Nuestro
organismo altamente desarrollado se paraliza, mientras monstruosas cantidades
de hombres armados con las más modernas y perfectas armas de guerra se
lanzan como máquinas a destruirse unos a otros. En esta crisis son destinados
valores de capital frente a los cuales el valor de las casas quemadas y los
sembradíos pisoteados son bagatelas y superan quizás los costos
de guerra directos. El horror de una guerra semejante no está limitado
y apenas concentrado en las zonas donde tienen lugar las batallas, sino que
se extiende por todo el país. Aun cuando el enemigo se mantenga fuera,
la catástrofe en el propio país no es menos grande. Para un país
capitalista moderno, la gran desgracia no consiste en la invasión
de un enemigo sino en la guerra misma, ella es la que empuja a la clase
obrera, que es la que más debe sufrir por la crisis, a realizar acciones
en su contra. El objetivo de esa acción, capaz de conmover a las masas
al máximo, no es tener a distancia al enemigo, como en los viejos
tiempos agrarios, sino impedir la guerra.
Ese objetivo ha sido siempre para la clase obrera el decisivo. En los congresos
internacionales la cuestión no era nunca si se debía tratar de
impedir la guerra o bien se debía correr a las fronteras como buenos
patriotas, sino cuál sería la mejor manera de impedir la guerra.
En el análisis de las acciones específicas para realizarlo domina
demasiado a menudo un concepto mecánico, como si se las pudiera decidir
a priori, ponerlas a funcionar y que todo transcurriera como sobre rieles. La
socialdemocracia, en lugar de aparecer aquí como expresión consciente
del apasionamiento de las masas proletarias acuciadas por los más profundos
intereses de clases, aparece como una "sexta potencia" que, cual una
gigantesca sociedad secreta, en el instante en que los cañones comiencen
a disparar, aparece en escena y trata de hacer fracasar las operaciones militares
de las otras grandes potencias por medio de sus maniobras inteligentemente ideadas.
Esta concepción mecánica está en la base de la idea, anteriormente
sostenida por los anarquistas y hace poco nuevamente levantada en Copenhague
por los franceses e ingleses (4), de que, por medio de una huelga de los trabajadores
del transporte y de las fábricas de municiones, se podría jugar
a los gobiernos belicistas una mala pasada. Con plena razón se opone
Kautsky a esa idea y subraya que sólo una acción de la clase obrera
entera puede ejercer presión sobre un gobierno.
Pero también en sus propias reflexiones se transparenta esa concepción
mecánica en la medida en que él trata de descubrir bajo qué
condiciones puede alcanzar sus objetivos una huelga general para impedir la
guerra. El proletariado, entonces, tiene que decidir: o bien la cosa es favorable
a nosotros, realizamos la huelga general y le arruinamos el plan al gobierno,
o bien la situación para una acción de ese tipo es desfavorable,
entonces no tenemos nada que hacer, haremos lo que los berlineses en 1848 que
arruinaron con astucia los planes violentistas de la reacción dejando
entrar a las tropas en la ciudad sin oponer resistencia y dejándose desarmar.
Entonces no pongamos ningún obstáculo al gobierno y dejémonos
enviar voluntariamente a las fronteras. Puede ser entonces que los hechos se
desarrollen así en alguna teoría o en la cabeza de los dirigentes
que creen que su sabiduría está llamada a preservar al proletariado
de cometer tonterías. Pero, en la realidad de la lucha de clases, donde
se impone la voluntad apasionada de las masas, no se presenta tal alternativa.
En un país altamente capitalista, donde la masa proletaria siente su
fuerza como la gran fuerza popular, tiene que actuar cuando vea que la peor
de las catástrofes está por caer sobre su cabeza. Ella debe
hacer el intento de impedir la guerra por todos los medios. Si piensa que
puede evitar la decisión con astucias, tal actitud sería una entrega
sin lucha y la peor de las derrotas; y recién cuando sea derrotada y
abatida en el intento podrá reconocer su debilidad.
Por supuesto, no se trata de si esto es recomendable o bueno. El objeto de
estas reflexiones no es cómo los trabajadores podrían
actuar sino cómo ellos deben actuar. Las decisiones o resoluciones
de presidentes, cuerpos burocráticos o aún de las mismas organizaciones
no son las decisivas sino los profundos efectos que los acontecimientos tienen
sobre las masas. Si nosotros hablamos arriba de deber no significa que en nuestra
opinión, no pueda ocurrir otra cosa, sino que ello ha de imponerse con
la fuerza de una necesidad natural. En tiempos ordinarios existe siempre en
las concepciones partidarias un tanto de tradición "que oprime como
una pesadilla el cerebro de los vivos" (5). Épocas de
guerra son como épocas de revoluciones, tiempos de la más grande
tensión espiritual, se rompe la incuria cotidiana y pierden su fuerza
los pensamientos rutinarios ante los intereses de clase que, con claridad de
fuerza elemental, entran a la conciencia de las masas violentamente sacudidas.
Junto a estas nuevas concepciones y objetivos surgidos espontáneamente
de los enormes efectos de las grandes transformaciones, palidecen los programas
partidarios tradicionales y los partidos y grupos salen del crisol de esos períodos
críticos totalmente transformados. Un ejemplo instructivo de esto lo
ofrecen los efectos de la guerra de 1866 sobre la burguesía europea.
Ella reconoció allí que el bello programa progresista no correspondía
a sus más profundos intereses de clase. Una parte de los electores abandonó
a los parlamentarios liberales y una parte de los parlamentarios abandonaron
el programa y se declararon por el nacionalismo y la reacción gubernamental.
Esto no quiere decir que las decisiones del partido sean algo que no deba
tenerse en cuenta. Ellas comprometen ciertamente el futuro y expresan con qué
grado de claridad el partido es capaz de preverlo. Pero cuanto mejor pronostique
el partido el inevitable proceso de desarrollo y sus propias tareas en él,
tanto más exitosas y compactas serán las acciones del proletariado.
La tarea del partido consiste en dar forma unitaria a la acción de las
masas proletarias haciendo clara conciencia en ellas de lo que motiva a esas
masas con pasión, reconociendo con justeza lo que ellas necesitan en
cada instante, colocándose a la vanguardia y dando así a la acción
un poderoso impulso. Si no llegara a estar a la altura de esta tarea, no llegaría,
por cierto, a impedir explosiones de las masas que lo sobrepasarán, pero
a través del conflicto entre disciplina de partido y energía de
la lucha proletaria, a causa de la falta de unidad entre conducción y
masa, las grandes acciones se habrían de hacer confusas, desordenadas,
atomizadas y disminuirían extraordinariamente su fuerza y efecto. Decisiones
del partido, programas y resoluciones no determinan el desarrollo histórico,
sino que son determinados por nuestra comprensión del inevitable desarrollo
histórico. Esta verdad debe ser planteada siempre a aquellos que creen
que el partido puede hacer o impedir un movimiento revolucionario; me refiero
a los adversarios burgueses que denuncian con gran escándalo a la socialdemocracia
como si ésta tuviera los planes para impedir una guerra, al mismo tiempo
que una orden de movilización lista y guardada en un cajón secreto.
Pero aquí no debe pasarse por alto que el partido, con sus decisiones,
como es natural, conforma, al mismo tiempo, una parte viviente, activa, del
desarrollo histórico. Él no puede ser otra cosa que el núcleo
combativo de toda acción proletaria y por eso se gana, con razón,
todo el odio con el que los defensores del capitalismo persiguen a cada movimiento
revolucionario.
Desde distintas procedencias -por sus propios portavoces como defensa contra
ataques nacionalistas, por camaradas extranjeros como reproche- ha sido puesto
a menudo de relieve como especialmente importante el hecho de que los trabajadores
alemanes han renunciado hasta ahora a decidirse en la aplicación de ciertas
medidas para evitar la guerra. Se puede citar en contra de esta afirmación
a la Resolución de Stuttgart (6), que deja abierta la aplicación
de cualquier medida que sirva al objetivo. Pero de todos sería incorrecto
dar a esto demasiada importancia, poner sobre ello demasiado peso. Más
que de las decisiones del partido, depende esto del espíritu que llena
a las masas. Hasta el momento, sin embargo, la posición retraida al respecto
correspondió al prudente espíritu de las masas que sentían
instintivamente que ellas no estaban preparadas para una lucha contra el poder
entero del estado militar más fuerte. Pero con el constante crecimiento
del poder proletario tiene que darse en un momento dado un cambio cuyos síntomas
ya se han podido observar en repetidas ocasiones. Una clase obrera que ha pasado
por cuarenta años de un intensivo esclarecimiento socialista, no se ha
de dejar arrastrar a los campos de batalla con un sentimiento de total impotencia.
El proletariado alemán, que es el primero en el mundo en cuando a su
fuerza de organización, no puede estar ni tranquilo ni inactivo frente
a las maquinaciones del capital internacional, ni confiarse en pretendidas tendencias
pacifistas del mundo burgués. No podrá hacer otra cosa que intervenir
no bien surja el peligro de guerra y contraponer a los medios de poder del gobierno
su propio poder.
Qué formas habrán de adoptar esas acciones depende esencialmente
de la magnitud del peligro y de las acciones del enemigo, de la clase dominante.
Ellas se basan, en su forma más simple, en el hecho de que el capital
ha de contener sus deseos de lanzarse a una guerra por temor al proletariado.
Si el proletariado es impotente, indiferente, inmóvil, entonces la burguesía
estima que por ese lado el peligro no es muy grande y se animará más
fácilmente a una guerra. Las acciones de protesta del proletariado tienen,
por eso, en su primera forma, el carácter de un llamado de atención
para que la clase dominante se haga consciente del peligro y se sienta convocada
a la prudencia. Contra la propaganda de guerra de los círculos capitalistas
interesados se debe ejercer, mediante manifestaciones internacionales, una presión
intimidatoria contra los gobiernos. Sin embargo, cuanto más amenazante
se torne el peligro de guerra, con tanto más énfasis se debe sacudir
al os más amplios sectores populares, tanto más enérgicas
y duras se deben organizar las manifestaciones, sobre todo cuando se intente
desde la parte adversaria reprimirlas por la violencia. Pues se trata en ese
caso de una cuestión vital para el proletariado que habrá de recurrir
finalmente al medio más fuerte, por ejemplo, la huelga general. Así
se desarrolla la lucha entre la voluntad de la burguesía de hacer la
guerra y la voluntad de paz del proletariado, formando parte de una gran lucha
de clases en la que es válido todo lo que se dijo antes sobre las condiciones
y efectos de las acciones de masas para conquistar el derecho al voto. Las acciones
contra la guerra harán conscientes a los más amplios sectores,
los movilizarán y los arrastrarán a la lucha, debilitarán
el poder del capital y aumentarán el poder del proletariado. Impedir
la guerra que, en la concepción mecánica aparecía como
un plan inteligentemente elucubrado con anterioridad, en el momento crucial,
sólo podrá ser el resultado final de una lucha de clases que crezca
de una acción a otra hasta su más alto nivel de intensidad para
que de ella emerja el poder estatal sensiblemente debilitado y el poder del
proletariado acrecentado hasta su máxima expresión.
Kautsky plantea la contradicción: sólo cuando nosotros dominamos
desaparece el peligro de guerra. Mientras el capitalismo ejerza su dominio,
no será posible evitar una guerra. En esa tajante contraposición
de dos formaciones sociales que, sin transición y al mismo tiempo, por
un vuelco imprevisto, se transforman la una en la otra, no ve Kautsky el
proceso de la revolución, en el cual el proletariado, por su intervención
activa, construye paulatinamente su poder y el dominio del capital se desmorona
pedazo a pedazo. Por eso, frente a su contraposición, el concepto intermedio
de la "praxis transformadora": justamente la lucha por la
guerra, el intento inevitable del proletariado de impedir la guerra, se transforma
en un episodio en el proceso de la revolución, en una parte esencial
de la lucha proletaria por la conquista del poder.
Massenaktion und Revolution, en Die Neue Zeit, año XXX, vol.
2, 1912.
Siguiente >>
(3) Se refiera a la guerra colonialista llevada a cabo por
España contra los marroquíes, utilizando el pretexto de la construcción
del ferrocarril Melilla-Desulam, desde 1910 hasta 1914.
(4) Se refiere al Congreso Socialista Internacional de Copenhague, reunido
desde el 28 de agosto hasta el 3 de septiembre de 1910 y la solución
propugnada por Keir Hardie (delegado inglés) y Vaillant (delegado francés)
para frenar una eventual guerra mundial. La propuesta, que exortaba al proletariado
a realizar una huelga general en las industrias de armamento, las minas y los
transportes, tropezó con la oposición de los delegados alemanes
y fue rechazada por una fuerte mayoría.
(5) La frase es de Marx, en El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte.
(6) El Congreso Socialista Internacional de Stuttgart se celebró
del 18 al 24 de agosto de 1907. La Resolución que menciona Pannekoek
versa sobre el problema de la guerra y dice: "El Congreso declara: Ante
una guerra inminente, es deber de la clase obrera en los países involucrados,
así como de sus representantes en el parlamento con la ayuda del Buró
Internacional, fuerza de acción y de coordinación, hacer todos
los esfuerzos para impedir la guerra con todos los medios que les parezcan más
apropiados y que varían naturalmente según la situación
de la lucha de clases y la situación política general.
No obstante, en el caso de que la guerra estallara, tienen el deber de intervenir
para hacerla cesar prontamente y utilizar con todas sus fuerzas la crisis económica
y política creada por la guerra para agitar las capas más profundas
y precipitar la caída de la dominación capitalista."
|