Textos de Paul Mattick

Los Límites de las Reformas

Aunque pueda probarse que el capitalismo es reformable, las reformas no pueden alterar sus relaciones básicas de asalariamiento y beneficio sin eliminarlos. La época de las reformas es una época de expansión espontánea del capital, basada en un incremento desproporcionado pero simultáneo de los salarios y las ganancias. Es una época en la que las concesiones hechas a la clase obrera son más tolerables a la burguesía que los trastornos de la lucha de clase que de otro modo acompañarían al desarrollo capitalista. Como una clase, la burguesía no favorece salarios bajo mínimos e intolerables condiciones de trabajo, aunque cada capitalista individual, para quien el trabajo es un coste de producción, intenta reducir estos gastos lo máximo posible. No puede dudarse que la burguesía prefiere una clase obrera satisfecha a una clase obrera descontenta, y la estabilidad social a la inestabilidad. De hecho, contempla la mejora general de los niveles de vida como su propio logro y como la justificación para su dominación de clase. Pero estad seguros, el bienestar relativo de la población trabajadora no debe llevarse demasiado lejos, pues su dependencia absoluta del trabajo asalariado ininterrumpido debe ser mantenida. Pero dentro de este límite, la burguesía no tiene inclinaciones subjetivas a reducir a los obreros al estado más inferiorizado de existencia, incluso donde esto podría ser objetivamente posible por medio de las medidas apropiadas de represión. Así como las inclinaciones y las acciones de los obreros están determinadas por su dependencia del trabajo asalariado, las de la burguesía están radicadas en la necesidad obtener beneficios y acumular capital, completamente aparte de sus diversas tendencias ideológicas y psicológicas.

[Las reformas y la degeneración del movimiento obrero]

Las reformas limitadas posibles dentro del sistema capitalista se han convertido en condiciones habituales de existencia para los afectados por ellas y no pueden ser anuladas fácilmente. Con una tasa baja de acumulación se convierten en obstáculos para la producción de beneficios, superposición que efectivamente requiere aumentos excepcionales de la explotación del trabajo. Por otro lado, los periodos de depresión también inducen variadas medidas de reforma, pero solamente para contrarrestar la amenaza de cataclismos sociales serios. Una vez instaladas, tienden también a perpetuarse a sí mismas y deben ser compensadas a través del correspondientemente mayor incremento de la productividad del trabajo. Por supuesto, se harán esfuerzos, algunos con éxito, para reducir paulatinamente lo que se ha ganado por la vía de la legislación social y la mejora de los niveles de vida, con objeto de restaurar la necesaria rentabilidad del capital. Algunos de estos logros permanecerán, no obstante, a través de los periodos de depresión así como de prosperidad, con el resultado con el tiempo de una mejora general de las condiciones de los obreros.

La incierta existencia de los obreros hizo que nunca fuese fácil combatir por salarios más altos y mejores condiciones de trabajo. Sólo las provocaciones más brutales de los empresarios los moverían a la acción, como un mal menor que un estado de miseria implacable. Sabedora de la dependencia de los obreros del salario diario, la burguesía contestó a sus rebeliones con cierres patronales, como un medio más eficaz para imponer la voluntad de los empresarios. Los beneficios perdidos pueden ser recuperados, los salarios perdidos no. Sin embargo, la formación de sindicatos y el amasamiento de fondos de huelga cambiaron esta situación, con cierta amplitud a favor de los obreros, aunque esto no siempre superó su aversión condicionada a recurrir al arma de la huelga. Para los capitalistas, también, la disposición para desafiar las demandas de sus obreros menguaron con la creciente pérdida de ganancias en un capital ampliado pero inutilizado. Con un incremento suficiente de la productividad, las concesiones hechas a los obreros podrían demostrarse más rentables que su rechazo. La eliminación gradual de la competición intensa por la vía de la monopolización y del incremento generalizado de la organización de la producción capitalista, también trajeron consigo la regulación del mercado de trabajo. La negociación colectiva sobre los salarios y las condiciones de trabajo eliminaron en cierta medida el elemento de la espontaneidad y la incertidumbre en las contiendas entre la trabajo y capital. La agresividad esporádica de los obreros dejo paso a una confrontación más ordenada y a una mayor "racionalidad" en las relaciones capital-trabajo. Los representantes sindicales de los obreros se convirtieron en los gerentes del mercado de trabajo, pero en el mismo sentido en que sus representantes políticos sirvieron a su esfuerzo por alcanzar sus intereses sociales más alejados en el parlamento de la democracia burguesa.

Despacio, pero implacablemente, el control sobre las organizaciones de la clase obrera escapó de las manos de la base y fue centralizado en los dirigentes obreros profesionales, cuyo poder se apoyó en una estructura organizada jerárquica y burocráticamente, operación la cual, a no ser mediante la destrucción de la propia organización, ya no podría ser determinada por el conjunto de sus miembros. La conformidad de los obreros en este estado de cosas requirió evidentemente que las actividades de "sus" organizaciones proporcionasen algunos beneficios tangibles, que de este modo eran asociados al poder creciente de las organizaciones y a su desarrollo estructural particular. La dirección centralizada determinó el carácter de la lucha de clase como una lucha sobre los salarios y por metas políticas limitadas que tenían alguna oportunidad de ser realizadas dentro de los limites del capitalismo.

[La división de la clase obrera: heterogeneidad salarial, racismo, xenofobia...]

Las diferentes fases de desarrollo de la producción de capital en los distintos países, así como las divergentes tasas de expansión de las industrias particulares en cada nación, se reflejaron en la heterogeneidad de las tasas salariales y de las condiciones de trabajo, que estratificaron a la clase obrera fomentando grupos de interés específicos hasta el abandono de los intereses de la clase proletaria. Se daba por supuesto que de esto último se cuidaría por la vía de políticas socialistas, y donde tales políticas no fuesen todavía una posibilidad práctica --porque la burguesía ya se había apropiado enteramente de la esfera política a través de su control completo de la maquinaria estatal, como en los países anglosajones, o porque los regímenes autocráticos impidiesen cualquier participación en el campo político, como en las naciones capitalistamente subdesarrolladas de oriente-- había sólo lucha económica. Esto, mientras unía a algunas capas de la clase obrera, dividía a la propia clase, lo que tendió a frustrar el desarrollo de conciencia de la clase proletaria.

La ruptura de la unidad potencial de la clase obrera por la vía de los diferenciales salariales, nacionalmente así como internacionalmente, no fue el resultado de una aplicación consciente del antiguo principio de divide y gobierna para afianzar el reino de la minoría burguesa, sino el resultado del suministro y de las relaciones de la demanda del mercado de trabajo, tan determinados por el curso de la producción social como la acumulación de capital. Las ocupaciones privilegiadas por esta tendencia intentaron mantener sus prerrogativas a través de su monopolización, restringiendo la oferta de trabajo en oficios particulares no sólo en detrimento de sus adversarios capitalistas sino también de la gran masa obrera no cualificada que operaba bajo condiciones más competitivas. Los sindicatos, una vez considerados instrumentos para un desarrollo de la conciencia de clase, se convirtieron en organizaciones involucradas en no más que en sus intereses especiales definidos por la división capitalista del trabajo y sus efectos sobre el mercado de trabajo. Con el tiempo, claro, las organizaciones de oficio fueron sustituidas por los sindicatos industriales, incorporando un número de ocupaciones y uniendo trabajo cualificado y no cualificado, pero sólo para reproducir las aspiraciones estrictamente económicas de la afiliación sindical en una base organizativa ampliada.

Sumándose a los diferenciales salariales, que son un rasgo general del sistema, la discriminación salarial fue (y es) extensamente cultivada por las empresas individuales e industrias en el esfuerzo de romper la homogeneidad de su fuerza de trabajo y menoscabar su capacidad para actuar de común acuerdo. La discriminación puede ser basada en el sexo, la raza, o la nacionalidad, según las peculiaridades de un mercado de trabajo dado. Son utilizados los prejuicios persistentes asociados con la ideología dominante para debilitar la solidaridad de los obreros y con ella su poder de negociación.

En principio, está claro que para los capitalistas no tiene importancia material a que raza o nacionalidad particulares pertenece su fuerza de trabajo, mientras su cualificación y su propensión al trabajo no caigan por debajo de la media, pero en la práctica una fuerza de trabajo mixta con escalas salariales desiguales, o incluso iguales, engendra o acentúa los antagonismos raciales o nacionales ya existentes y lesiona el crecimiento de la conciencia de clase. Por ejemplo, reservando los trabajos mejor pagados o los menos perjudiciales para una raza o nacionalidad favorecida, un grupo de obreros es incitado a pelear contra otro para detrimento de ambos. Como la competición por los puestos de trabajo en general, la discriminación baja la ratio salarial general e incrementa la rentabilidad del capital. Su uso es tan viejo como el capitalismo mismo; la historia del trabajo es también la historia de la competición y discriminación dentro de la clase obrera, dividiendo a los obreros irlandeses de los obreros británicos, al argelino del francés, al negro del blanco, a los nuevos inmigrantes de los primeros pobladores, y así sucesivamente, casi de forma universal.

Aunque es una consecuencia de la preponderancia del nacionalismo y racismo burgueses en respuesta al orden imperialista, afecta a la clase obrera no sólo ideológicamente sino también a través de su competición en el mercado de trabajo. Fortalece lo divisor en contra de los elementos unificantes de la lucha de clase, y contrapesa las implicaciones revolucionarias de la conciencia de clase proletaria. De ese modo, lleva la estratificación social del capitalismo a dentro de la clase obrera. Se diseñan sus luchas económicas y organizaciones para servir a grupos particulares de trabajadores, sin tener en cuenta los intereses generales de clase, y las confrontaciones entre trabajo y capital permanecen necesariamente dentro del marco de las relaciones de mercado y precio.

El esfuerzo por alcanzar los diferenciales salariales permite niveles de vida diferentes, y es por esto último, no por el trabajo realizado, por lo que los obreros prefieren valorar su status dentro de la sociedad capitalista. Si pueden permitirse el lujo de vivir como la más pequeña burguesía, o acercarse a hacerlo, tienden a sentirse más afines a esta clase que a la clase obrera propiamente. Mientras la clase obrera en conjunto sólo puede escapar a su posición de clase a través de la eliminación de todas las clases, los obreros individuales intentarán evadirse de su propia clase para entrar en otra, o para adoptar el estilo de vida de la clase media. Un capitalismo en expansión ofrece cierta movilidad social hacia arriba, así como sumerge a los individuos de la clase dominante o la clase media en el proletariado. Pero tales movimientos individuales no afectan a la estructura social de clases; simplemente permiten la ilusión de una igualdad de oportunidades, que puede servir como un argumento contra la crítica a la invariable estructura de clases de la producción capitalista.

[La dinámica del desarrollo económico social. Las luchas y el desarrollo de la conciencia de clase]

En los periodos prósperos, y a causa del incremento en las familias con más de un asalariado, los trabajadores mejor pagados pueden ahorrar algo de sus ingresos y así cobrar intereses de igual modo que reciben salarios de su trabajo. Esto da lugar a la ilusión de un giro de la determinación de clase en la distribución del ingreso nacional, tal como los obreros participan en el --no sólo como asalariados sino también como receptores de un interés libre de plusvalía, o como accionistas en la forma de dividendos--. Lo que esto pueda significar en términos de conciencia de clase para aquellos favorecidos, es totalmente insignificante desde un punto de vista social, y no afecta a la relación básica entre el valor y la plusvalía, los salarios y los beneficios. Significa meramente que algunos obreros realizan un aumento de sus ingresos exterior a la ganancia y al interés producidos por la clase obrera en su conjunto. Mientras esto puede influir en la distribución de los ingresos entre los obreros, acentuando los diferenciales salariales ya existentes, no afecta de ningún modo a la división social de salarios y beneficios representada por la tasa de explotación y la acumulación de capital. La tasa de ganancia permanece igual, aunque alguna parte de la masa de ganancia pueda extenderse a algunos obreros a través de sus ahorros. El número de acciones poseídas por los obreros no se conoce, pero juzgando por el número de accionistas en cualquier país particular y por la prevalencia de las tasas salariales medias, podría ser sólo un número despreciable. El interés en los ahorros, como una parte del beneficio, está claramente compensado por el hecho de que mientras algunos obreros ahorran, otros piden prestado. Interesan tales aumentos pero también los salarios reducidos. Con el gran aumento de las ventas a plazos, es más probable que, en la balanza, el interés recibido por algunos obreros es más que igualado por el interés pagado por los otros.

Así como su clase no es homogénea en lo que se toca a los ingresos, sino sólo con respecto a su posición en las relaciones de producción sociales, los obreros asalariados están inclinados a prestar más atención a sus necesidades económicas inmediatas y oportunidades que a las relaciones de la producción mismas, lo qué, en cualquier caso, parece ser imperturbable en un capitalismo en ascenso. Sus intereses económicos envuelven, por supuesto, no sólo los privilegios disfrutados por capas especiales de la clase obrera sino también la necesidad general de la gran masa de obreros de mantener, o subir, sus niveles de vida. Salarios superiores y mejores condiciones de trabajo presuponen el incremento de la explotación, o la reducción del valor de la fuerza de trabajo, asegurando así la reproducción continua de la lucha de clases dentro del proceso de acumulación. Es la posibilidad objetiva de esto último lo que anula la lucha económica de los obreros como un medio para el desarrollo de la conciencia de clase revolucionaria. No hay ninguna evidencia de que los últimos cien años de conflictos obreros hayan conducido al revolucionamiento de la clase obrera en el sentido de una voluntad creciente de suprimir el sistema capitalista. Los patrones de huelga en todas las naciones capitalistas varían con el ciclo económico, que es como decir que el número de huelgas, y el número de obreros involucrado en ellas, declina en los periodos de depresión y se incrementa con cada tendencia ascendente de la actividad económica. Es la acumulación de capital, no la falta de él, lo que determina la militancia de los obreros con respecto a sus luchas salariales y a sus organizaciones.

Obviamente, una seria tendencia descendente de la economía, que reduce el número total de obreros, también reduce el tiempo de trabajo perdido por las huelgas y los cierres patronales, no sólo debido al número menor de obreros empleados sino también debido a su mayor aversión a declararse en huelga a pesar del deterioro de sus condiciones de trabajo. Igualmente, los sindicatos de oficio y los sindicatos industriales declinan no sólo debido al desempleo creciente, sino también porque son menos capaces, o absolutamente incapaces, de proporcionar a los obreros recursos suficientes para garantizar su existencia. En periodos de depresión, no menos que en aquéllos de prosperidad, las confrontaciones continuas de trabajo y capital no han llevado a una radicalización política de la clase obrera, sino a una insistencia intensificada en mejores comodidades dentro del sistema capitalista. El desempleado ha exigido su "derecho al trabajo", no la abolición del trabajo asalariado, mientras aquéllos todavía empleados han estado deseosos de aceptar algunos sacrificios para parar el declive capitalista. La retórica de la existencia las organizaciones obreras existentes, o de las recientemente fundadas, sin duda se ha vuelto más amenazante, pero en sus demandas concretas, realizables o no, ha estado por un capitalismo que funcionase mejor, no por su abolición.

Cada huelga, es más, o es un asunto localizado con un número limitado de obreros comprometido en él, o es una lucha en toda una industria que involucra un gran número de obreros extendiéndose sobre varias localidades. En cualquier caso, involucra sólo intereses especiales y temporales de secciones pequeñas de la clase obrera y raramente afecta al conjunto de la sociedad en una magnitud importante. Cada huelga debe acabar en la derrota de uno o del otro lado, o en un compromiso asumible por los oponentes. En cualquier caso debe dejar las empresas capitalistas suficiente rentabilidad para producir y expandirse. Las huelgas que llevan a las quiebras de las empresas capitalistas también derrotarían las metas de los obreros, que presuponen la continuidad de la existencia de sus patrones. El arma de la huelga como tal es una arma reformista; sólo podría volverse un instrumento revolucionario a través de su generalización y extensión sobre el conjunto de la sociedad. Fue por esta razón por la que el sindicalismo revolucionario defendió la Huelga General como la palanca para derrocar la sociedad capitalista, y es por la misma razón que el movimiento obrero reformista se opone a la Huelga General, preservándola como un arma política extraordinaria y dirigida para salvaguardar su propia existencia (1). Quizás la única huelga general nacional totalmente exitosa fue la convocada por el propio gobierno alemán para derrotar el golpe reaccionario de Kapp de 1920.

A menos que una huelga de masas se convierta en una guerra civil y en una contestación al poder político, más pronto o más tarde está circunscrita a finalizar ganen o no los obreros sus demandas. Se esperaba, por supuesto, que las situaciones críticas producidas por tales huelgas, y las reacciones a ellas por parte del capital y su Estado, llevarían a un reconocimiento creciente del antagonismo infranqueable entre trabajo y capital y de este modo haría a los obreros incrementadamente más susceptibles a la idea del socialismo. Esto no era una suposición que no fuese razonable, pero fracasó al ser comprobada por el curso real de los acontecimientos. No hay duda de que la misma agitación de una huelga trae con ella un conciencia agudizada de todo el significado de la sociedad de clases y su naturaleza explotadora, pero esto, por sí mismo, no cambia la realidad. La situación excepcional degenera otra vez en la rutina de cada vida y sus necesidades inmediatas. La conciencia de clase que despertó vuelve una vez más a la apatía y la sumisión a las cosas tal y como son.

[De los límites de las reformas a la revolución proletaria]

La lucha de clases involucra a la burguesía no menos que a los obreros, y no hace considerar exclusivamente a los últimos en relación con la evolución de su conciencia. La ideología burguesa dominante será reformulada y en gran medida modificada para contrarrestar los cambios notables en las actitudes y aspiraciones de la clase obrera. El temprano desprecio abierto de la burguesía por la población trabajadora deja paso a una aparente preocupación por su bienestar y a una apreciación de sus contribuciones a la "calidad de la vida social". Las concesiones menores se hacen antes de que sean impuestas a la burguesía por las acciones independientes de la clase obrera. Se hace que la colaboración parezca beneficiosa parar todas las clases sociales, y que parezca el camino a unas relaciones sociales armoniosas. La misma lucha de clases se ha convertido en un cálculo capitalista, a través de las reformas acometidas a la clase dominante y las expectativas resultantes de una posible transformación interna de la sociedad capitalista.

La más importante de todas las reformas del capitalismo fue por supuesto el surgimiento del propio movimiento obrero. La extensión continua del derecho de voto hasta cubrir entera a la población adulta, y la legalización y protección del sindicalismo, integró al movimiento obrero en la estructura del mercado y en las instituciones políticas de la sociedad burguesa. El movimiento era ahora parte y parcela del sistema, tanto tiempo como este último durase, a cualquier precio, y parecía simplemente durar porque era capaz de mitigar sus contradicciones de clase por medio de reformas. Por otro lado, estas reformas presupusieron condiciones económicas estables y un desarrollo ordenado para ser logradas a través del aumento de la organización, de la que las reformas mismas eran una parte integrante. Esta posibilidad había sido claramente negada por la teoría marxiana; la justificación de una política reformista consistente requirió por lo tanto el abandono de esta teoría.

Los revisionistas en el movimiento obrero fueron capaces de convencerse a sí mismos de que, contrariamente a Marx, la economía capitalista no tenía ninguna tendencia inherente hacia el derrumbe, mientras aquellos que sostuvieron la teoría marxiana insistieron en las limitaciones objetivas del sistema. Pero respecto a la situación inmediatamente dada, el último tampoco tenía ninguna opción que no fuese la lucha por las reformas económicas y políticas. Difirieron de los revisionistas en su asunción de que, debido a los límites objetivos del capitalismo, la lucha por reformas tendrá sentidos diferentes en los diferentes momentos. Desde esta perspectiva, era posible emprender la lucha de clase en los parlamentos y en las calles, no sólo a través de los partidos políticos y los sindicatos, sino con los obreros desorganizados también. La posición legal establecida, ganada dentro de la democracia burguesa, tenia que ser afianzada por las acciones directas de las masas en sus luchas salariales, y se suponía que las actividades parlamentarias sostenían estos esfuerzos. Mientras esto no tendría ninguna implicación revolucionaria en los periodos de prosperidad, seria de otro modo en las situaciones de crisis, particularmente en un capitalismo en declive. Cuando el capitalismo encontrase en sí mismo una barrera, la lucha por reformas se convertiría en lucha revolucionaria tan pronto como la burguesía no fuese capaz por más tiempo de hacer concesiones a la clase obrera.

Así como los capitalistas no son (con algunas excepciones) economistas, sino gente de negocios, los obreros tampoco se preocupan de la teoría económica. Realmente, aparte de la cuestión de si el capitalismo está o no destinado a derrumbarse, deben atender a sus necesidades inmediatas por medio de luchas salariales, defender o mejorar sus niveles de vida. Si están convencidos del declive y hundimiento del capitalismo, es porque ellos ya se adhieren a la ideología socialista, aunque no podrían demostrar su perspectiva "científicamente". Es difícil, de hecho, imaginar que un sistema social como el capitalismo podría durar durante mucho, a menos que, por supuesto, uno fuese totalmente indiferente a las condiciones caóticas de la producción de capital y a su corrupción total. Sin embargo, tal indiferencia es sólo otro nombre para el individualismo burgués, que no sólo es una ideología sino también una condición de las relaciones de mercado en tanto relaciones sociales. Pero incluso bajo su encanto, la indiferencia de los obreros no los dispensa de la lucha de clases, aunque a veces esta sea emprendida sólo unilateralmente a través de la represión violenta de todas las acciones independientes de la clase obrera.

Hasta ahora, el reformismo no ha llevado en ninguna parte a una transformación evolutiva del capitalismo en un sistema social más agradable, ni a revoluciones y ni al socialismo. Puede, por otro lado, requerir revoluciones políticas para lograr algunas reformas sociales. La reciente historia proporciona numerosos ejemplos de revoluciones políticas que se agotaron en el derrocamiento de la despreciada estructura gubernamental de una nación, sin afectar a sus relaciones sociales de producción. Tales alzamientos revolucionarios, en la medida en que no son meras revoluciones, cambian un régimen dictatorial con el objetivo de cambios institucionales y, por implicación, de reformas económicas. Las revoluciones políticas son aquí la condición previa de la actividad reformista de cualquier clase y no un resultado de esta última. No son revoluciones socialistas, en el sentido marxiano, aun si son preeminentemente iniciadas y llevadas a cabo por las clases trabajadoras, sino actividades reformistas con los medios políticos más directos.

La posibilidad del cambio revolucionario no puede cuestionarse, por haber tenido lugar revoluciones políticas que alteraron las relaciones sociales de producción y cambiaron la dominación de una clase por la de otra. Las revoluciones burguesas afianzaron el triunfo de la clase media y el modo capitalista de producción. Una revolución proletaria --que es una revolución para acabar con todas las relaciones de clase en el proceso de la producción social-- todavía no ha tenido lugar, aunque se han hecho esfuerzos en esta dirección dentro y fuera de la estructura de la política burguesa. Mientras que la reforma social es un sustituto de la revolución social y esta última puede disiparse en meras reformas capitalistas, o en nada en absoluto, una revolución proletaria sólo puede ganar o perder. No puede estar basada en ningún compromiso de clase, puesto que es su función eliminar todas las relaciones sociales de clase. Encontrará, por tanto, fuera de la clase proletaria, a todas las clases puestas en orden contra ella, y ningún aliado en sus esfuerzos por realizar sus metas socialistas. Este es el carácter especial de revolución proletaria que da cuenta de las dificultades excepcionales en su camino.

Extraído del libro en inglés El marxismo: ¿el último refugio de la burguesía? (1983).

NOTAS:

1. En su libro En Lugar del Miedo (Nueva York, 1952, el pp. 21-23), Aneurin Bevan relata que, en 1919 --con los sindicatos británicos amenazando con una huelga nacional--, el entonces primer ministro David Lloyd George les dijo a los jefes obreros que debían ser conscientes de todas las consecuencias de tal acción, pues "si una fuerza que se levanta en el Estado es más fuerte que el propio Estado, entonces debe estar lista para asumir las funciones del Estado, o retirarse y aceptar la autoridad del Estado". De ese momento, uno de los líderes obreros dijo, "nosotros estábamos vencidos y supimos lo que éramos". Después de esto, Bevan continúa, "la Huelga General de 1926 fue realmente un anticlimax. Los jefes en 1926... nunca se habían preparado para las implicaciones revolucionarias de la acción directa a tal escala. Ni estaban ansiosos de hacerlo... No era tanto el poder coercitivo del Estado lo que refrenó el uso pleno del poder industrial de los obreros. ...Los obreros y sus jefes lo detuvieron incluso cuando su poder coercitivo era mayor que el del Estado. ...La oportunidad del poder no es bastante cuando la voluntad para apropiarse de el está ausente, y esa voluntad concurre con la actitud tradicional del pueblo hacia las instituciones políticas que forman parte de su herencia histórica". También podría ser esto, pero realmente, en este caso particular, no fue la actitud de los obreros con respecto a su herencia histórica, sino meramente su sumisión a sus propias organizaciones y a sus dirigentes, lo que permitió en última instancia cancelar la Huelga General, sin temor de que eso pudiera llevar a levantamientos revolucionarios debido a la determinación aparentemente obstinada del gobierno de romper la huelga por la fuerza.

Traducido y publicado digitalmente por el
Grupo de Comunistas de Conselhos da Galiza (Estado espanhol)
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Círculo Internacional de Comunistas Antibolcheviques

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