Al principio del aire

página literaria


POESÍA


MEMORIALES DE CIUDAD GRANDE

Santiago Cuenca Poblet

A César Guerrero,
con quien comparto más de una obsesión.


 

I

¿Sigue ahí la fuente de azulejos
con sus ranas cantando agua?
Alguna mañana de primavera,
antes que la garra gris se apodere de las horas,
¿pueden verse, malva y roca, mis volcanes?
¿Aún huelen ciertas calles a alumbre
y ciertos laureles a lluvia?
Y el mirlo que dejé
escorzado en mi ventana,
¿ha dejado ya de llorar la ausencia?


II

Una ciudad entenebrecía mis sueños, los domingos
se extendían eternos como telarañas,
y sobre el mantel caían
ciertas palabras que olvidábamos pronto
entre el Chartreuse y el café.
La Ciudad…
Un caminar sobre colinas de alquitrán,
un zambullir los pies en los manantiales
innobles de voraces atarjeas,
dos miradas violentas prendidas siempre a la espalda;
un regimiento de niebla, de manos que guardan el aire cuidadoso,
pero también el sol atrapado por los árboles,
la catedral abrumada por el lastre de Dios,
también el frágil cristal de la risa.




III

Los domingos,
mi calle se ataviaba de mendigos
vistiendo sus mejores arco iris,
y el farmacéutico de bigote viejo
-que no pedía más a la vida
que una tarde sin sombrero-
administraba sabio y paulatino sus armas.
Una joven peluquera cerraba los ojos,
asustada por sus sueños,
la mujer del tendero cuidaba con manos desecadas que nadie robase
la miel o la oliva,
y el loco jubilado que todos saludan
atajaba mi prisa
para conversar acerca de los árboles
y los ojos nocturnos de los coches.
Los domingos,
la señora del cinco olvidaba su lengua partida
de los días de todos los días
y se encaminaba por el callejón de las campanas
para ver a un hombre comer pan
y beber vino
y creer que con ello salvaba el alma.
Los domingos,
-al menos algún domingo-
yo me sentaba en el último reclinatorio
y recordaba un amanecer de labios temblorosos
y le daba la mano a cualquier desconocido,
a ver si podía lavarla.


IV

Extranjero:
Esta tierra es tan poco tuya
que si murieras mañana
no tendrían ni dónde tirar tus huesos.
Extranjero, aquí, cuando miras el mar que media la Tierra,
¿no te duele a veces el recuerdo de los mezquitales?
¿no quisieras que un jueves lento de octubre,
caminando por Aribau,
te sonriera entre los panallets una calavera
con la frente iluminada
por tu nombre?
¿no extrañas los ojos perfectos de los indios?


V

Dice Kavafis que no podré dejarte.

En uno de tus jardines conocí la luz de los carruseles
y vi por vez primera un gorrión muerto.
Tras una de tus ventanas
-Revolución, entre Altavista y el mercado-
una mujer me ofreció para siempre sus flores.
¿Cuál es la tierra donde he llorado?
¿Cuál la que recuerda el eco de mis pisadas?
Un aula cutre se eternizaba en Mixcoac
(y en la pizarra un nació y un murió,
el eco en gris de una batalla y el binomio de Newton,
el dibujo sonriente de un falo);
la bofetada de un diario (septiembre, 1973),
un café donde cada mañana ahogábamos meticulosos a Nietzche
y tal vez también a Borges,
una Novena rezada por Haitink hace algún otoño
(recuerdo que esa noche Silvia, sin decir nada, me bebió las lágrimas),
una tarde en que el Paseo de la Reforma fue mío y de todos,
los días de ojos como estrellas,
cuando caía sobre nosotros la sangre
de las banderas y a fuerza de soñar no sabíamos nada;
el lamento de un pregón
(amarás a la tierra
sobre todas las cosas),
y una mazmorra imaginada por arañas,
la voz de pólvora apagada de mi abuelo;
lechos clínicos, fragantes de morfina,
non, je ne suis jamais seul la calle mojada
camas carnales que he amado en secreto,
I was so much older then las piedras son frías
hospitalarios camastros raídos por nalgas de mujeres casi solas,
Grândola, vila morena, murió a contramaô
hortalizas donde sembramos los huesos de nuestro parto.
Una voz de radio crepitaba, nos tejía las tardes,
no sabiam més, ma dernière compagne
y afuera, después de la lluvia,
claveles rojos pisoteados,
una noche entre vino y vómito, un oscuro taller en la colonia del olvido:
los utensilios del suplicio relucían amenazas
y en un rincón,
bajo esqueletos inconclusos de guitarras,
alguien creía mascullar a Lorca.

Todo está en ti, ciudad de mí mismo,
todas tus calles me pertenecen,
me han acogido todas tus dulces putas
como al hijo que vuelve,
toda tu lluvia fue alguna vez
agujas en mi rostro,
y tus ladrones bailan conmigo por las noches,
ebrios de miedo,
en una plaza abandonada.


VI

Tome usted por Diagonal, hasta llegar
a la glorieta del Ángel.
Vire a la derecha sobre Passeig de Gràcia. Siga recto
hasta Cinco de Mayo, ahí vuelta
a la izquierda, bajando hacia el puerto.
Despierte
cuando llegue a la Barceloneta,
y compruebe si ahí,
entre los escribanos del
Santo Domingo,
el mar irremisible
le ha herrumbrado la mirada.


VII

Para mí siempre serás un olor a organillo y a buñuelos,
tierra mía,
y aquí, lejos, tu dolor se apaga
y sólo quedan de ti los andrajos,
los lienzos quebradizos como óleos
de viejos maestros de Flandes,
los niños míseros ya sólo son marrones de Murillo,
y los esbirros, Zurbaranes embozados que nacen
de las sombras.
Ningún estrépito, ninguna injuria,
sólo tus lienzos prendidos en los muros de la memoria,
sólo el polvo sagrado que crecía en los hombros,
el oro arbóreo de los retablos, las impías máscaras de piedra,
acaso una emoción mozuela ante la danza del viento.
Ay, ciudad sumergida, ciudad de los ahogados,
¡ay, ciudad pastoreada por el asombro de los peces!
Quiero descansar de ti,
quiero ya no errar por tus meandros,
pero te llevo sin remedio en la saliva y en la espuma,
en los surcos de la piel, debajo de los dedos.


VIII

Me he condenado a perder los rincones de otrora,
a ser hoja, a ser viento.
El laudo del exilio, nadie más que yo
me lo ha impuesto.
Pero, ¿no fueron hojas de exilio,
antes que yo, mis abuelos?
¿no es verdad, ciudad mía,
que también para ti fui un extranjero?


IX

¿Y qué decirle a mi hijo
cuando pregunte del sabor ronco de aquellos días,
de cuántos sueños he sepultado bajo los ahuehuetes,
de la sed de mayo que alfombraba en azul algunos rincones?

Había un canto de agua
y un patio acunado por geranios;
un aire rondado de estrofas
y féretros de pino en volandas,
ambos seguidos de silencio, un poco como en todos sitios,
pero aquéllos eran míos
o al menos parecían serlo.


Barcelona, octubre de 1999

® Santiago Cuenca Poblet


Principal / Cuento / Ensayo / Biblioteca

Taller de Cartago / La Pluma del Ganso

Vínculos / Santiago Cuenca Poblet

Comentarios: [email protected]


Hosted by www.Geocities.ws

1