Al principio del aire

página literaria


CUENTO


SENTIMENTAL JOURNEY

Por César Guerrero

Recién recibí carta de Rouen. No son buenas noticias. Valérie Ferrand Moreau ha muerto. La carta la escribe su hija Marie. Sucedió hace un mes. Agosto de 1991. No he llorado. Pero noto, de pronto, que he estado completamente absorto durante más de dos horas. Casi inconscientemente, en un impulso irreprimible, voy a mi vieja caja de discos. Están empolvados desde hace tiempo. La tornamesa, olvidada y anacrónica como los recuerdos, truena al acariciar el gastado acetato. Les Brown y su orquesta hacen delicados slides de trombones y trompetas. Doris Day se mantiene aún tan joven y hermosa en su voz, como durante aquellos años.

Gonna take a sentimental journey.
Gonna send my heart at ease.
Gonna take a sentimental journey
to renew old memories.

Got my bag and got my reservation...



Conocí a Valérie en agosto de 1944. Yo formaba parte del Primer ejército norteamericano. El III ejército iba adelante de nosotros, al mando de Patton. La moral era alta. Tras el desembarco habíamos avanzado hacia el sur y roto el gollete de Avranches. La dura defensa de Caen había cedido finalmente. Tras esa victoria, mi división quedó inmediatamente atrás de la 2a división blindada francesa al mando de Leclerc. Patton siguió más al sur, hacia Melun, para después aprovechar un vacío dejado por los alemanes y alcanzar Lorena. Por fortuna, nos tocó apoyar a Leclerc en la liberación de París. Aunque íbamos a la retaguardia, fui herido en la rodilla izquierda. Recuerdo que no podía reprimir las lágrimas del coraje. Temía no poder volver a bailar. Entonces me internaron en un "hospital" acondicionado por nuestro ejército a las afueras de la capital francesa.

Éramos en realidad muy pocos porque los alemanes apostados en París pronto se rindieron a De Gaulle, y prácticamente no hubo necesidad de intervenir. Por otra parte, en Washington no deseaban que participáramos directamente en un asunto que se consideraba de exclusiva competencia francesa. Y mientras los aliados seguían su marcha hacia Alemania, ningún soldado americano se encontraba en París la mañana del 26 de agosto, mañana en que De Gaulle era recibido como héroe en su desfile por las calles de la ciudad luz.

Valérie era una voluntaria de la resistencia francesa que ayudaba como enfermera en esa pequeña clínica militar en la que me encontraba. Nuestra atracción fue evidente e inmediata, pero siempre conservó una moderada distancia. Inhabilitado como estaba, mi galantería se reducía a sonreírle y a portarme simpático cuando teníamos oportunidad de platicar, lo cual hacíamos pese a mi deficiente francés. Me enamoré profundamente de ella. Era una hermosa joven francesa, bondadosa y alegre, profundamente atraída por un héroe modesto como yo. La guerra seguía su curso, pero para mí había dejado de tener importancia. Allí, a las afueras de París, el ambiente era aún doloroso por la destrucción que la guerra había causado en campos y ciudades. Pese a todo Francia era capaz de soportar el dolor y de vivir con una profunda esperanza en su reunificación y en la derrota ineludible que se cernía sobre Alemania.

Uno de los muy pocos soldados americanos que me hacían compañía, Jerry `Boy' Ferguson, tenía un radio de onda corta. Escuchábamos swing desde Nueva York. Cuando tocaban Stumpin' at the Savoy de Ellington nos imaginábamos estar con nuestros compatriotas en el exótico pacífico oriental, bailando sobre la cubierta de un barco. Song of India, de Glen Gray, mi preferido, tenía más o menos el mismo efecto. Harlem Nocturne, sin embargo, nos provocaba una ligera nostalgia por nuestra gran nación al otro lado del Atlántico. Pero el swing siempre fue alegre, y gritábamos y golpeábamos nuestros colchones al ritmo beat de 4/4, para después retorcernos de dolor, mientras Valérie y otras enfermeras se acercaban riendo e intentaban bailar la alegre música americana. Y nosotros ahí postrados sin poder levantarnos a enseñarles. La guerra parecía al fin algo tan, tan lejano.

Valérie y yo solíamos hablar por las tardes. La radio seguía encendida, y ahora era Benny Goodman quien se escuchaba. Entonces le platiqué de California. Era el verano de 1935 y yo tenía sólo catorce años. Le conté la historia de Goodman, y dije que yo había estado en la Sala Palomar de Los Angeles el día que él y su banda creyeron el de su última presentación antes de separarse. Habían estado tocando algo nuevo, que nombraban swing, sin mucho éxito. Nunca se imaginaron que el swing iba a triunfar aquella noche, y que de ahí en adelante nadie lo iba a detener. En realidad no estuve ahí. Pero sí mi hermano mayor, Dean, y solía contármelo. Pero... ¡qué diablos!, la historia es lo que importa. Bien, pues la sala era enorme como un hangar de aviones y se iba a llenar. Goodman y su banda transmitían desde Nueva York un programa de radio llamado Let's dance, todos los sábados de las once de la noche a las dos de la mañana. El programa llegaba de costa a costa, y en California las once de la noche de Nueva York eran apenas las ocho y las dos de la mañana las once. Lo conocíamos bien y nos gustaba.

La banda, insegura aquél día de sus riffs y de su ritmo, empezó tocando cosas dulzonas, de un repertorio más bien convencional. Apenas algunas parejas se animaban a moverse. Entonces, según se supo más tarde, Goodman se dijo a sí mismo: "Si hoy ha de ser el último día que toquemos juntos, entonces toquemos lo que nos gusta". Lo hicieron. La gente comenzó a bailar y a animarse. Cuando Goodman se volteó hacia el público no podía creerlo. Lo amaban. Lo amábamos. Pronto surgirían otros. El swing había nacido al fin, y se extendería por todo el mundo con los soldados, la radio y el cine americanos.

"Cuando termine con esta maldita rodilla, tú y yo vamos a bailar swing hasta caernos de cansancio". Valérie reía y me decía que sí.

Nos enteramos que Glenn Miller había disuelto su banda para alistarse en el ejército. La había disuelto pero pronto formó otra con soldados. Se acercaba la navidad del 44. Miller estaba en Inglaterra y vendría a tocar para los aliados de la retaguardia. Yo ya podía caminar, y ayudaba a hacer un poco de trabajo de oficina. Mi rehabilitación iba por buen camino y Valérie y yo tendríamos que ir a escuchar a Miller tocar sus éxitos y bailar como nunca Perfidia, Blue Moon, Kalamazoo... Ella me decía que iríamos y que estaba practicando. El 15 de diciembre, una noticia estremeció a las tropas que estaban apostadas en el centro de Francia. No fue porque hubiéramos perdido ninguna batalla, o retrocedido en frente alguno, sino porque Miller desapareció con todo y avión sobre el Canal de la Mancha. Sólo llegó su orquesta que se había adelantado. No hubo baile. Y tampoco Valérie. Una enfermera francesa amiga de ella me entregó una carta auya. Se marchaba con su prometido -¡vaya, tenía prometido! Un soldado francés de la resistencia que había regresado del frente, tras más de un año sin licencia. En largos párrafos me pedía perdón y que nunca la olvidara, porque ella tampoco me olvidaría. Que la comprendiera. Pero en ese momento, ¡qué carajo podía importarme sino mi propio dolor!

De la rodilla nunca me recuperé del todo. El ejército me asignó un trabajo burocrático por considerárseme inútil para servir en el frente. Y de lo otro, aún con lo que había pasado, años más tarde me decidí a escribirle. Su madre le envió mi carta a su nueva dirección, que yo desconocía. A partir de entonces no nos perdimos la pista. Me amaba, pero de una manera más bien paralela, como yo a ella. De no ser así, entonces ¿por qué le escribí, y por qué me respondió? ¿Por qué nos hemos escrito durante todos estos años? Nunca mencionó a su esposo; y sólo muy de vez en cuando hablaba de sus hijos, pero casi por descuido. Yo tampoco le escribí nunca sobre esos aspectos de mi vida. Tal vez por alguna especie de convenio inconsciente, necesario para salvar a nuestro amor de las heridas. Nos escribíamos sobre cosas triviales, para terminar con preguntas sobre la muerte o el amor; sobre si uno decide ser feliz o solo es una lucha inútil y azarosa con el destino. Nos tuvimos la confianza necesaria para compartir aquellos pensamientos que normalmente estaban reservados para nosotros mismos.

La humanidad había padecido la guerra más espantosa de su historia, y entre las ruinas y el dolor brotaba, como el vapor tras una lluvia en tierra tibia, esa enorme necesidad de amarse los unos a los otros. Valérie Ferrand Moreau ha muerto.

Sí, has muerto. Pero me seguiste amando... y te seguí amando. Tengo la orgullosa certeza de que no nos defraudamos.

 

® César Guerrero


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