Al principio del aire

página literaria


CUENTO


LA MUERTE DE FRANCESCO DI MARCO DE VENECIA

Por César Guerrero

 

Hoy, que recuerdo detalle a detalle aquellos días tan importantes para mi humilde existencia, me tranquiliza en verdad que el gran negoziante que fue don Francesco di Marco de Venecia muriera, arruinado ya y yaciendo en un lecho humilde como vil hijo de tabernero de Savona, a sus 53 años. No se piense de mí que por decir tal ahora esté yo deseándole mal alguno. Por el contrario, lo digo aliviado a sabiendas de que la hora de su muerte -loado fue el Señor con su alma atormentada- era entonces justa. En efecto, don Francesco expiró siendo yo un joven fraile agustino -de la misma orden que Lutero-, en aquél, ya tan lejano año, de 1550. Y es que habrá de recordarse que tiempos difíciles, en ese entonces, se avecinaban. Carlos V, sumamente agotado, comenzaría sus abdicaciones desde 1555 en favor de su hijo Felipe y su hermano Francisco, para asilarse en su palacio de Extremadura, cerca del monasterio de Yuste, y morir así, el 25 de octubre de 1558. ¡Cómo le hubiera dolido al signore Datini presenciarlo en vida!, pues a pesar de las continuas alianzas entre el Papa Clemente VII, Francisco I de Francia y los venecianos en contra del emperador Habsburgo, don Francesco le admiraba por sus esfuerzos para reunificar a la cristiandad humana. Confesó lamentar profundamente los continuos fracasos del Concilio de Trento, y es que aunque se reconocía siempre como un pecador sin salvación, no por ello escatimaba en él un, por muchos años oculto, sentimiento de arrepentimiento y de amor a su religión y a la Iglesia. Un año antes -1557- estallaría la terrible crisis financiera, y, en 1566, iniciaría el dominio del Imperio otomano, con su nuevo sultán, Selim II, sobre Chipre; dominio que afectó terriblemente al principado veneciano, cerrándole la puerta a las mercancías de Anatolia, Siria, Palestina y Egipto. Sí, que él llegara a contemplar esto último habría sido lo más terrible, pues don Francesco fue de los últimos comerciantes aguerridos que le quedaban a la gloriosa Venecia, tras el golpe que significó el dominio del rey de Portugal sobre las especias, a principios de siglo. El hecho tornó medrosas, tan sólo en una generación, a sus grandes familias comerciantes, cosa que, por cierto, di Marco detestaba.
Yo le conocí a raíz de una orden que me dio el abad Ciapelleto, superior mío en ese entonces, a quien algún viejo amigo de di Marco Datini le informó sobre su estado de salud, e indicó dónde era posible encontrarle. Se hallaba en casa de una anciana, junto con un marinero sifilítico, en uno de los arrabales venecianos que contrastaba con la belleza de sus más hermosos lugares. Fue el abad quien me ordenó visitarlo y confesarle, pues deseaba que yo me instruyera en las labores propias de la clerecía pero, sobre todo, por la aversión y temor suyos de ver a tan otrora ilustre y poderoso personaje en tan lamentable estado; asco que no podía evitar traslucir. Y es así que en aquella primera ocasión que le vi, fui recibido agresivamente.

-Buenas tardes, signor Francesco.
-¿Quién es usted?
-Me dicen que agoniza ya, y me han pedido que venga a confesarlo y a ungirlo con los santos óleos.
-¡Váyase! No tiene nada que hacer aquí.
-Pero... 
-Nada. ¡Haya misericordia agora el cielo y llore por mí la tierra!
-Yo vengo a transmitirle la misericordia de Dios.
-¡No blasfemes! ¿Acaso no sabes que "aquél que ama el oro carga con el peso de su pecado/ aquél que persigue el lucro será víctima del lucro/ Inevitable es la ruina de quien fue presa del oro". ¿No recuerdas eso mozuelo?
-¿Salmos?
-No. Eclesiastés. Y vete ya. No me servirán de nada tus plegarias.

Por aquellos días, yo era, hasta hacía poco, un novicio venido de un pueblo pequeño de la región de Österreich, a la mitad del camino entre Salzburgo y Viena, en el Sacro Imperio Romano. La fuerza y el empuje propios de la juventud, me motivaron a insistir en aliviar un poco a esa alma atormentada, que yacía moribunda en un humilde barrio veneciano, y junto al marinero genovés, quien murió a los pocos días. Poco a poco, y tras muchos intentos y pacientes esperas y plegarias mías a su lado, Francesco, el otrora poderoso negoziante de la familia de los Datini, comenzó a revelarme, tal vez a pesar de su orgullo, los motivos de su terrible angustia, como quien, escudado tras la insolencia, arroja de sí una carga desagradable y nauseabunda.

-¡Ay, ay de mí! 
-¿Le duele algo acaso, signor Francesco?
-El alma. No hay salvación para mí. 
-Dios perdona a los arrepentidos.
-Todo el arrepentimiento del mundo no bastará para salvarme. Soy un pecador, hijo. Y pecador y negoziante son casi lo mismo. Mi alma se debate entre el arrepentimiento que quiere elevarse a la pureza y a mi debilidad por el oro, que no me abandona. Mírame, aquí, decrépitamente agonizante sin nadie que me recuerde, arruinado, vilipendiado por toda esa sarta de marranos en quienes confié y que, camino de Constantinopla, se aprovecharon de la terrible traición de uno de mis más confiables espías en la feria de Lyon, una de las de la Pascua Florida, lo recuerdo bien, y me arruinaron. Me arruinaron a mí y a mi familia. Esos marranos malditos, porque has de saber que no hay nada peor que un judío más que un marrano, me vendieron como vendieron a Cristo: por treinta denarios. Ah, pero qué vas a saber tú de todo esto si eres tan sólo un necio novicio que no me deja en paz.
-Signore Datini, si usted se confesara liberaría su alma del terrible peso que la acongoja. 
-¡Sí! ¡Sí, fíjate, voy a decírtelo todo, ingenuo cleriguillo! ¿Qué sabes tú del mundo? Nada. ¿Qué sabes tú del negocio y del dinero? No me voy a confesar, voy a blasfemar contra todo. Ingrato es el mundo y uno se da cuenta muy tarde, y entonces, más ingrato es aún. ¿De dónde dices ser? 
-De Österreich, entre Salzburgo y...
-¡Claro! ¿Y conoces ya Nüremberg, Brujas, Amberes, Génova, Lisboa, Trípoli, Constantinopla? Apuesto a que no. 
-No, yo acabo de llegar a Venecia, y mi más grande deseo es ir a Roma, y poder conocer al Papa.
-A Clemente VII. ¿Crees que tiene tiempo para escuchar a alguien tan insignificante como tú en estos tiempos de herejía desatada? ¿Hace cuánto que llegaste aquí? 
-Hace un mes.
-¿Visitaste ya la ciudad? ¿Qué piensas de ella?
-Pues es bellísima. San Marcos, Santa María de la Salud... nunca había visto nada igual. Pareciera que toda la riqueza que nuestro Señor creó estuviera aquí.
-Pobre de ti, también te deslumbra la pureza del oro, el brillo de la plata, la blancura inmaculada del mármol de las estatuas. Si visitaras el Rialto, sabrías que para conseguir todo eso es necesaria la intriga, que la única lealtad es la que puede comprar el dinero. No admires la osadía del gran mercader, porque no basta eso para triunfar en los negocios. ¿Sabes tú lo que es la especulación, sabes del encarecimiento de las mercancías que provocamos retardando los buques, alternando las rutas cortas por largas; del arte del espionaje, que ahora torpemente quieren imitar los Valois para apoderarse de los principados italianos; de los contratos desventajosos que hacemos con cada uno de los manufactureros, ocultándoles lo que sabemos del estado de los grandes mercados? ¿Has visto alguna vez los edificios sede de los mercantes de la seda? ¿Has visitado los arrabales en donde se producen esas maravillas, has visto a la gente que las hace? ¿Es que no ves el robo, el engaño, el timo? ¿No recuerdas a Santo Tomás, el de Aquino, que dice que "el vender más caro o comprar más barato del precio real del objeto, de suyo es injusto e ilícito"? ¿O cómo creías que se hace el negocio? ¿Pagando lo justo a los productores de seda, a los productores de trigo? ¿Vendiendo al precio que valen las porcelanas, las especias, las sedas y la cristalería a los reyes y a los ricos sibaritas? Pensar que eso no es sino lo más inocente. No. Tú no tienes idea del mundo, del gran comercio. Yo amé el oro, y lo sigo amando para mi desgracia y condena eternas. El negocio no conoce escrúpulos, y mi padre y mi abuelo lo sabían bien. Por eso eran los comerciantes que eran. Yo, como todo hijo primogénito, heredé los negocios de mi padre. Desde muy chico viajaba con él, a fin de instruirme en las artes del comercio. Conocí los puertos de la Ruta de Levante: Beirut, Trípoli, Alejandría. Conocí los fonduks, los bazares, el besestán de Estambul. Siempre admiré los grandes negocios, la osadía, el dinero y el lujo. Hoy no queda nada para mí de todo eso. Y temo que para Venecia, Génova, Milán y Florencia tampoco. Francia, no tanto como a los otros tres principados, nos ha afectado mucho. Nos afectaron, desde principios de siglo, el dominio portugués de la pimienta, el descubrimiento de las nuevas rutas y, tal vez, el comercio con las Indias llegue a hacerlo a su tiempo. Por lo pronto ya no es tan sólo el Mediterráneo por donde transitan los barcos mercantes. Perdemos dominio. Nos perjudicará a la larga el crecimiento de Amberes, que asfixia ya a Brujas. Hoy los grandes negocios no son ya únicamente de las ciudades italianas. Ahora todo eso se desplaza lentamente hacia Amberes, Nüremberg, Lyon y hasta Lübeck. Algo, quizá aún bastante, hemos conseguido de ellos mediante la gran ruta del Brener. La Fondaco dei Tedeschi siempre está rebosante, pese a todo. Pero ya no somos los únicos, y las grandes familias venecianas dejan los riesgos del comercio para comprar tierras y más tierras. Yo no. Yo era de los pocos comerciantes aguerridos que le quedaban a Venecia. Mi precipitación, necia para alguien de mi edad y experiencia, me llevaron a la ruina, como yo llevé a la ruina a muchos otros que no eran tan poderosos como yo. Ne pas metre tous ses oeufs dans la même panier. Necio de mí que lo olvidé, cegado por mis melancolías de viejo, ansiando recuperar esa ingenua osadía juvenil. Hoy existen poderes más grandes que los de los negoziantes venecianos. Y la prueba está en que he perdido mi fortuna y a mis amigos a manos suyas. Nadie en el mundo queda para mí.

Intrigóme tanto su despecho y su rencor, que pasaron días en que busqué la manera de preguntarle lo que le habían hecho los marranos, sin que me atreviera a hacerlo. Aún en su lamentable estado, el signore Di Marco poseía una autoridad apabullante, que menguaba considerablemente mi confianza. Un día, armándome de valor y con la ayuda de Dios, fui capaz de preguntárselo.

-¿Cómo fue que lo arruinaron, signor Francesco?
¿De verdad quieres saberlo?
-Sí.
-Fue, en buena medida, por imprudencia mía. Alguna vez te dije ya que las familias mercantiles venecianas se desanimaron mucho por el monopolio del rey de Portugal sobre las especias y por las guerras de Francia intentando apoderarse de los principados italianos y de Roma, así como por los intentos españoles por sacarlos desde Sicilia. Aquello fue algo que a mi abuelo y a mi padre les tocó afrontar más directamente. Hubieron de buscar otros negocios, algo que siempre se hace, pero esta vez con el fin de equilibrar la pérdida del tan redituable negocio de la pimienta. Se insinuó, sin embargo, que la pimienta portuguesa llegaba ya oreada de mar tras los largos viajes que debían bordear las costas de las Antípodas. Pero eso no bastaba. El comercio con el centro del Sacro Imperio Romano, con Nüremberg y Lyon, constituyeron otra salida. Los venecianos se volvieron medrosos. Muchos adquirieron tierras y se dedicaron a explotar a los labriegos. Yo no. Yo amaba la aventura; y llegada mi oportunidad, seguí adelante con los negocios de mi padre. Una ocasión, en una comida, algunos amigos míos me confesaron su decisión de alejarse paulatinamente del comercio, para invertir en tierras y en préstamos no navales. Yo, indignado y locuaz debido al vino que había bebido, juré realizar la más grande inversión en una mercancía hecha jamás en la historia del comercio veneciano. Yo sería el más osado negociante que Venecia hubiera conocido jamás, cosa que logré. Así quedé comprometido. Pero yo no contaba entonces con suficiente oro y plata para enviar mis navíos a por las exclusivas mercancías que yo sabía llegarían a Beirut, en las cáfilas procedentes de Turquía y de la India. De manera que pedí prestado lo que me faltaba a un marrano de Génova, quien tenía familiares viviendo en Constantinopla y que constituían una red experimentada en el comercio con oriente. Contaba yo con poder pagarle, conforme algunas de mis flotillas llegaran a puerto.
-¿Y por qué no pudo pagarle? 
-Porque yo desconocía un nuevo trato de Beirut con Cartagena para transportar dichas mercancías vía El Cairo y Trípoli, pero sin pasar por Italia, y mis informantes fueron comprados deliberadamente. Cuando mis barcos mercantes llegaron a puerto, no había nada que cargar, y una de mis flotillas encalló perdiéndose así muchas especias y trigo egipcio. Yo no pude pagar, y Melquíades y los suyos me arrebataron todo, según las leyes financieras y comerciales. Cometí el error de la osadía excesiva y también el de la indiscreción. El marrano Melquíades sabía de mi promesa y de mi situación mercante, y buscó arruinarme para quitarme de enmedio y favorecer a la larga, a los franceses en sus frustrados avances sobre Italia. Se sentían agraviados por España desde su expulsión, y ese gran emperador que es Carlos V, es uno de sus grandes enemigos.
-¿Se arrepiente usted?
-¿De qué, de mis equivocaciones mercantiles? Más que eso, estoy muy resentido.
-Yo me refería a sus pecados. Aún puede salvarse y su agonía durará poco.
-De eso no hablemos. Es inútil.
-No lo creo así.
-¿Viste al marinero sifilítico?
-Sí. Por qué lo pregunta.
-Ese hombre formó parte de mi marina mercante. Fue aquí que me enteré. El no me conocía y yo no le dije quién era. Su cuerpo estaba ya muy curtido por el sol, y su cuerpo débil por la vida azarosa. Su alma estuvo tan solitaria como la mía: él hundido en las más honda pobreza, yo, en mis lujos vanos pero irresistibles; él, sin patria ni punto fijo o familia, y yo, manejando destinos como el suyo sin pensar en ello desde mi sede veneciana. Sin saberlo, hice de su vida soledad, incapaz en su fortuita condición de formar un hogar. No tengo herederos, él tampoco. Mis riquezas han pasado a manos de otros ladrones y mentirosos que, como yo y ávidos de oro, seguirán haciendo lo que deseen con todos esos labriegos, buhoneros, maestros y marineros pobres, a fin de incrementar su poder. De nada sirve pues, el arrepentimiento mío o de mis enemigos. Muy grandes han sido nuestros pecados: la avaricia, la mentira, la codicia…

Ya no insistí. Siendo el joven clérigo pueblerino que entonces era, esas pláticas, porque nunca se dejó uncir los santos óleos y murió una mañana en que yo no había salido para ir a su lado todavía, me causaron una gran impresión: a mí, ignorante entonces de toda la maldad de los hombres ricos devorándose entre sí como lobos sólo por codicia y no por hambre; a mí, ignorante de la violencia de las calles, entre las hordas de pobres y vagabundos en busca de supervivencia, pasto seco para el fuego de las futuras pestes. El mundo dejó de ser el ideal pacífico de mis sueños de niño. Me encontraba de golpe ante un mundo sombrío bajo las nubes del luteranismo, el calvinismo, las revueltas campesinas de Brandenburgo, Brunswick y Bohemia, el descubrimiento de las Indias, la amenaza del Imperio Otomano, las guerras religiosas de Francia, la peste, la pobreza terrible en aumento y la riqueza cada vez más cínica y ostentosa de las ciudades tocadas por la avaricia del comercio, que desde entonces, calladamente primero, abiertamente después, comencé a desdeñar. Hoy soy monje franciscano.

(Rúbrica)

De un manuscrito de Franz Brunner. Marzo 25 de 1596.


® César Guerrero


Poesía | Principal | Ensayo | Biblioteca
Taller de Cartago | La Pluma del Ganso
Vínculos | César Guerrero

Comentarios: [email protected]


Hosted by www.Geocities.ws

1