Al principio del aire

página literaria


CUENTO


A LAS SEIS DE LA TARDE

Por César Guerrero

El auto espera allá afuera, mientras Isabel pasa la mano a lo largo de la solapa del saco, lentamente, una y otra vez, absorta en su imagen, en sus ojos que no miran sus ojos sino el silencio de un reflejo ausente. Le parece que ya le hablan para que salga, sin embargo, nada rompe la paz de la casa, la quietud de los muebles, dóciles, sosteniendo los adornos, las carpetas, los libros, las fotografías enmarcadas, la fatiga de la gente. Nada perturba la gravedad de las cortinas, el aire domado guarda recato, y sólo esa voz sin origen, que brota de uno con sonidos ajenos, que le hace dar un paso, luego el otro, y el otro y ya sale, cruza la puerta, entra. Sus hermanas ya están ahí. No hablan, no se miran entre sí sino a sus pies, a la mano de su padre entre ambos asientos delanteros, haciendo los cambios con la palanca de velocidades. Es domingo y las calles están vacías, cae la tarde sin contraste, sin sombras. El cielo es de un sólo color sin color, sin relieve. El motor zumba, los engranes se deslizan, avanzan unos y otros retroceden, los ejes comienzan y dejan de dar vueltas, rechinan los frenos con discreción, suavemente. El motor espera con un murmullo grave. Isabel mira las calles que no conoce y piensa que no sabe a dónde va, aunque sí sabe, tan sólo es que no conoce el camino, nunca ha ido, no reconoce las calles porque su vida no se ha encarrilado en éstas sino en otras: las que la llevan a la escuela, a casa de sus tíos o amigas, ésas las conoce. El auto la lleva por rutas extrañas. Como pajes uniformados son los edificios, la conducen sin voltear a verla, con los pómulos y los labios apretados, los ojos duros al frente, el cuello recto, el traje ajustado, sin darle explicaciones no pedidas, porque ella sabe muy bien qué pasa, así que calla. Piensa en que no piensa en nada, en si debería pensar en algo, sus deberes, por ejemplo o ese examen, las cosas de siempre. No ha ordenado su cuarto, no le importa y deja de pensar en eso, le parece fuera de lugar todo lo que siempre está en su lugar, lo cotidiano, lo que hay que hacer. Es el momento. Él se lo dice, le indica como un timonel que endereza pasos torpes, sus palabras guían su mirada para advertirle de las piedras que no ve, antes de que tropiece, incluso de que las encuentre, con una sutileza que la desconcierta siempre. Todo le es conocido, todo es suave, y uno que no escucha, que insiste en su torpeza. El auto se detiene. Salen. Mira el lugar sin reconocerlo, pues es la primera ocasión que está aquí. Parece un edificio cualquiera, con arbustos alrededor, muros blancos y ventanas grises, gente que pasa por la acera, atravesando sin distraerse mucho en quienes llegan. Se mira la entrada y hacia allá caminan. Hola, Hola, se abrazan, ¿Ya están todos? No, faltan mi tío Eugenio y mi prima Sara, Ya no tardan, Qué bueno, Nos vemos adentro, Sí, ahora los alcanzamos. Un pizarrón contiene los nombres y buscan el número en las puertas. Al verlo se aproximan y entran. Isabel no encuentra las caras que conoce, todos miran al suelo o sus piernas, una mano les oculta la cara. Allá al fondo está Jorge, mirando al frente, serio. Se acerca y ve el asiento vacío a un lado, así que lo toma. Él no voltea, se toman la mano. Jorge, su primo y no sus padres, no sus hermanas ni sus tíos, sabe, comprende sin que tengan que decirse nada. Allí están, oyéndose el uno al otro. Con su sola presencia la toca, abre sus puertas y pasa. Los otros no, son desconocidos que cruzan sin verse ni oírse aunque se hablan y se ven unos a otros, aún cuando saben sus nombres, cuando comparten su sangre. Siente el reloj en la bolsa del pantalón de Jorge, se lo dió anoche, justo anoche, Mira, me lo regaló, dijo, y ambos se quedaron viéndolo. Miraban el segundero, largo y delgado, una aguja negra caminando sobre el blanco, reflejándose sobre los bordes plateados, jugaban con la cadena entre sus dedos, les sorprendía la suavidad de la víbora de acero, lo cerraban, lo abrían, tentaban el relieve, sentían su latido en la palma de la mano y luego en el oído. Me dijo Ten, ésto es tuyo, y yo lo miré sin saber qué decir, ¿Te gusta?, Ajá, mucho, Guárdalo bien, y ya duérmete.

Abrieron la tapa. Alguien les susurró Vayan, primero los más chicos, no tarden, Fueron. Se miraron de reojo, uno a cada lado y no quisieron mirarlo. Veían su corbata, su traje gris, no su cara. No hablaba nadie, Sonó entonces la alarma, Riiiiiiiiiinnngtttttntnnnttnntntnn, voltearon a verse enseguida, la mano de él estaba en el bolso, seguro lo tenía, sin saber qué hacer y los ojos preguntándole, y ella rebotando la pregunta mientras las manos de él se quedaban impávidas. Todos voltearon a verlo, riniiiiiiiinngnnngnnnnniiiiniiiiiiingt y al final el silencio. Se apagó solo. Eran las seis. ¿Qué tendría que hacer mi abuelo a las seis? Isabel rompió a llorar.

® César Guerrero


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