Un
casco de cerveza estalla en el filo de la acera.
Cuatro
pasos
vuelven
a ser un par
que
improvisan su destino,
arrojados
de súbito
a
la frialdad del limbo indescifrado
que
han hecho de sí mismos;
y
se miran aleteando a ras del suelo,
como
pescados fuera de contexto.
Algunos
se
sumergen en una orgía
de
transfiguradas personalidades
a
espaldas de la luz.
Luego
un Maelström
se
horada insondable en su mirada,
ávida
de monstruos que los maten.
Otros
más
sobreviven
y
aprenden la elegancia del vigía.
Su
piel se torna mármol,
como
el de las estatuas carcomidas
que
se ocultan tras la inapetencia estética.
Aprenden
a paladear el silencio con las yemas del aire
y
a descifrar el interior de sus callejones exteriores.
Taxidermizan
los sueños ajenos
entre
multitudes de íncubos y súcubos
que
de anonimato los visten.
Los
desalados ángeles
se
mueven con parsimonia de felinos
en
la transpiración de sombras que exhalan las paredes;
y
sus siluetas
se
deslizan
por
el follaje confuso
de
ventanas huecas,
de
postes erguidos enigmáticamente como monolitos milenarios,
de
árboles sepultados de negrura,
y
entre contornos insinuándose
bajo
la mirada ausente de estrellas ya muertas.
Ahora
saben que corre por su sangre la niebla impune del tiempo desdoblado.
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