Kieslowski y su trilogía cromática: Un reflejo crítico de los valores occidentales desde la individualidad

                                                      { página de César Guerrero }

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Publicado en Opción. Revista del Alumnado del ITAM,  México, Año XXVIII, No. 153, Diciembre 2008, pp. 98 - 105.


ensayo

 

El siglo XX fue presa de la Guerra Fría durante prolongadas décadas. Tal vez nunca antes en la historia, el ímpetu de las ideologías políticas y económicas se había traducido en fronteras físicas tan dolorosas y tajantes en el corazón de un continente. Esta penosa situación tuvo una primera culminación, real y simbólica, con la caída del Muro de Berlín, la noche del 9 al 10 de noviembre de 1989, y prosiguió con la disolución de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) el 8 de diciembre de 1991.

El mismo año en que fue derribado el muro que dividió la ciudad alemana, apenas unos meses antes (14 de julio), tuvo lugar el bicentenario de la toma de la Bastilla, momento singular en el proceso de la Revolución Francesa. Una de las consignas más célebres de la Revolución es aquella que vincula tres conceptos ideales como bandera política: libertad, igualdad, fraternidad. Estas tres palabras, asociadas por primera vez por Fenelon a finales del siglo XVII, constituyen actualmente uno de los símbolos más identificables de la actual República Francesa, tanto como su lábaro de tres colores (que reúne el blanco de la monarquía con el azul y rojo de la ciudad de París).

El camino de esta consigna tridimensional no fue sencillo. En diciembre de 1790, mediante uno de sus discursos, Robespierre propuso inscribirla en uniformes y banderas, sin éxito.  Luego de caer en desuso durante el I Imperio, regresó por la puerta grande durante la revolución de 1848, al suscribirla como “principio de la República” en la Constitución de 1848. Fue repudiada una vez más durante el II Imperio, pero recobrada por la III República, inscrita en edificios públicos el 14 de julio de 1880, así como incluida en las Constituciones de 1946 (al término de la II Guerra Mundial) y de 1958 (V República).

Los festejos del bicentenario de la Revolución Francesa constituyeron una nueva oportunidad para reiterar al mundo la vigencia de este lema nacional francés, a manera de modelo para el mundo occidental. François Mitterand convocó a los Jefes de Estado y de gobierno de los 7 países más industrializados del mundo para contemplar dos grandiosos espectáculos la noche del 14 de julio de 1989, en París, uno frente a la Bastilla y otro más en los Campos Elíseos. Mitterand había dejado su sello en dos sentidos más, la edificación de la pirámide de cristal mediante la cual se accede al Museo del Louvre, diseñada por el arquitecto I.M. Pei e inaugurada en marzo de 1989 y la construcción del Gran Arco de la Fraternidad, en el extremo opuesto al Louvre, rematando el eje de los Campos Elíseos. Este último fue encomendado al arquitecto Otto von Spreckelsen e inaugurado en julio de 1989. 

En este contexto de símbolos, nada pudo caer mejor a Occidente que el colapso de los regímenes socialistas, cuya existencia dividió en dos al mundo durante el siglo XX. Los medios de comunicación de Europa occidental, junto con su triunfante aliado protector, el inmenso y poderoso subcontinente estadounidense al otro extremo del Atlántico, volcaron su mirada morbosa y autocomplaciente sobre la avejentada y anticuada infraestructura de los países de Europa Central y del Este, que se abrían al sesgado escrutinio de la imagen televisiva.

            Mas de manera simultánea, un cineasta polaco, criado en la cepa intelectual de la Polonia comunista, con ese mismo lenguaje visual pero educado en la profundidad del saber mirar, se encargó de devolver un escrutinio crítico a los valores occidentales “triunfantes”, que celebraban su primer bicentenario tras haber derrotado a los regímenes monárquicos y absolutistas de la antigua Europa.

            Lo hizo mediante una trilogía fílmica ambiciosa hasta el más mínimo detalle. Tres películas denominadas simplemente Tres colores: Azul, Blanco y Rojo, protagonizadas por Juliette Binoche, Zbigniew Zamachowski y Julie Delpy, e Iréne Jacob y Jean-Louis Trintignant, respectivamente. La filmación de Azul se hizo entre septiembre y noviembre de 1992, en París. Una tercera de parte de la filmación de Blanco se realizó inmediatamente en esa misma ciudad y a continuación se desplazó a Polonia para terminarla. Con sólo tres días de descanso, comenzó en Ginebra la filmación de Rojo, entre marzo y mayo de 1993.

            Kieslowski redefinió el sentido medieval de los colores en la bandera francesa. Mediante sus películas, asoció el azul con la libertad, el blanco con la igualdad y el rojo con la fraternidad. He ahí el tema a plantear en cada filme. El valor de la libertad había sido desarrollado con particular esmero por los teóricos del libre mercado mientras que los ideólogos del socialismo hicieron lo propio con la igualdad. Por otra parte, la fraternidad, valor esencialmente cristiano, había sido opacado por la furiosa dicotomía entre los otros dos. Mas la mirada inquisitiva del cineasta polaco no se hizo desde la teoría política, sino desde la perspectiva individual e íntima de los ciudadanos europeos contemporáneos, aquellos que vivían “afablemente” en la economía de libre mercado.

La obra cinematográfica de Krzysztof Kieslowski es particularmente estimulante en la historia del cine, no sólo por ser un director de culto que puebla honrosamente el cine de arte contemporáneo, sino porque él y su equipo emprendieron la tarea de cuestionar valores fundamentales a partir de las historias que relataban con su cámara.

¿Cómo narrar un concepto? ¿Cómo plasmar ideas abstractas en la vida cotidiana? ¿Cómo retratar la dificultad de seguir un ideal en el drama íntimo de un personaje? En el prólogo a los guiones del Decálogo, editados por Faber and Faber en Londres, Stanley Kubrick resaltó esa extraña habilidad que tenían Kieslowksi y su co-autor, Piesewicz, para dramatizar su pensamiento. “Al exponer su idea mediante la acción dramática de la historia consiguen el poder adicional de permitirle al público descubrir lo que realmente ocurre antes que decírselo. Hacen esto con una habilidad tan deslumbrante, que no ves venir sus ideas y tampoco te percatas hasta mucho después cuan profundamente han tocado tu corazón”.

La fama internacional de Kieslowski se gestó a partir de dos películas: su serie de diez capítulos de media hora, producidos para la televisión polaca, denominada el Decálogo, uno de cuyos episodios, “No matarás”, le mereció la Palma de Oro del Festival de Cannes en 1988; así como al largometraje La doble vida de Verónica, cuya protagonista, Iréne Jacob, obtuvo el galardón a la mejor actriz en la edición de 1991 del mismo prestigioso Festival. Ambas películas habrían de convertirse en una preciada impronta entre los cinéfilos de inicios de la década de los noventa.

Con anterioridad a estos filmes y previamente a su gran trilogía, el realizador polaco contaba con una filmografía abultada al interior de su país que resulta de sumo interés, y que explica la madurez que apreciamos en sus obras de producción internacional. Kieslowski (Varsovia, 1941) se inició en el cine con numerosos documentales, entre los que destacan Trabajadores ’71 y Curriculum Vitae. Dejó de hacer este tipo de filmes en buena medida debido a que el primero fue censurado por el gobierno y el segundo, resultó demasiado tibio y colaboracionista para el juicio de sus colegas. Esta difícil experiencia lo orilló a considerar que la ficción es más fidedigna en el retrato de los sentimientos humanos, en lo cual no debe faltarle razón, pues de otra manera no se justifica la abultada historia de la literatura, y en general, la persistencia del arte.

            Trabajos de ficción que resultan de especial interés son Personal (1975) y La cicatriz (1975), tipificados como de “realismo social”, al retratar a los trabajadores de una producción cinematográfica el primero y el segundo al exponer la sublevación de un pueblo a causa de un plan de construcción mal diseñado. Camera Buff (1979) y Ciega oportunidad (1981) representan en cambio el giro a los dilemas éticos individuales en lugar de los colectivos, ya citados, y asociaron a Kieslowski con el cine de ansiedad moral de otros realizadores polacos: Wajda, Kijowski y Holland, lo que motivó que el gobierno polaco se diese a la tarea de re-editar sus trabajos previos y postergar por seis años el estreno en Polonia de Ciega oportunidad. 

             A partir de Sin final (1984), de tema expresamente político, comenzó su sociedad con el guionista Krzysztof Piesiewicz, con quien escribiría los guiones de todas sus películas siguientes, así como su colaboración con el compositor Zbigniew Preisner, a partir de lo cual la música se convertiría en un componente esencial de sus historias, con menciones expresas a ella por parte de sus personajes, y atribuyendo la autoría de la misma a un compositor holandés ficticio de nombre Van den Budenmayer.  

            Todo lo descrito anteriormente le hubiese merecido, ya de por sí, un sitio de honor en la historia del cine. Sin embargo, Kieslowski habría de realizar una obra más, los Tres colores que habrían de resultar espectaculares en su intimismo, demoledores en sus prolongados silencios. Los colores de la bandera francesa en estos filmes representan la vacía libertad del azul, la fría igualdad del blanco, la hiriente fraternidad del rojo. El cineasta afirmó que estas ideas son “contradictorias con la naturaleza humana. Las vemos como ideales, pero cuando las tocamos, no sabemos muy bien cómo vivir con ellas”.[1][2]

 

 La libertad es imposible: Azul.

 

“En cierta manera, el amor es contradictorio con respecto a la libertad. Si amamos, dejamos de ser libres, nos volvemos dependientes de la persona que amamos” (…) “La libertad es imposible. Aspiramos a la libertad, pero no la conseguimos”. Así expresaba Kieslowski a la revista Positif el concepto detrás de la historia de Azul, la primera película de su trilogía.

Su protagonista es una mujer de 33 años, Julie, que sobrevive a un accidente de automóvil, en el que no sólo enviuda sino que además pierde a su pequeña hija de cinco años, un 25 de abril de 1992. Regresa del coma sin los dos seres que le daban sentido a su existencia. Su primera reacción es suicidarse ingiriendo pastillas robadas en el sanatorio donde se recupera de sus fracturas, pero no tiene valor para hacerlo. Su segunda respuesta es empeñarse a toda costa en liberarse de su dolor ocultándolo tras una pantalla de absoluta y desconcertante frialdad.

Su difunto marido era un compositor, Patrice de Courcy, a quien a raíz de la firma del Tratado que creó la Unión Europea, el Tratado de Maastricht (7 de febrero de 1992) le habían encomendado la creación del himno europeo, “Concierto para la unificación de Europa”.[3] Julie observa el féretro de su esposo y el de su hija gracias a la transmisión en vivo de los funerales que observa gracias a un diminuto televisor portátil entre las sábanas de su lecho convaleciente. Kieslowski nos muestra un acercamiento de los labios de Binoche, y su temblorosa reacción a las palabras que pronuncia un hombre notable. “Estamos reunidos aquí para honrar la memoria de un hombre que fue  un compositor a quien el mundo entero consideró como uno de los grandes. Nadie puede aceptar que se haya ido”.

 De visita en su casa de campo, que manda vaciar por completo de muebles y objetos personales, se topa con el llanto de su anciana cocinera. ¿Por qué lloras?, le pregunta. Porque usted no lo hace, es la respuesta. Julie intentará despojarse del pasado vendiendo todas las propiedades de su difunto marido, y destinando los intereses al salario de la cocinera, el jardinero y al pago del asilo de su propia madre. Intenta reunir y eliminar todas las partituras inconclusas antes de que Olivier, compositor colaborador de su esposo, las recopile. “No quiero ninguna posesión, ningún recuerdo. Ningún amigo ni amor. Todo eso son puras trampas”, dice a su madre en el asilo, quien a través de un televisor, puede mirar “el mundo entero”. Julie no se queda con nada.

Mas a pesar de todas estas decisiones, junto con otras muchas, Julie no logrará ser libre del dolor, del pasado, de lo que constituye su existencia. No podrá reinventarse por completo a sí misma, so pena de quedarse vacía y sin sentido. A pesar de que ella le ofrezca por única vez su cuerpo, sólo su cuerpo, no su alma ni sus pensamientos, a Olivier, quien está enamorado de ella, lo cierto es que no puede ser libre de sus recuerdos o de sus miedos.

Cuando se percata de que sólo ella posee el secreto en la música de Patrice y de que si no lo comparte, Olivier intentará concluirla con todo y sus carencias, accede ayudarlo a terminar la partitura del Concierto por la Unificación de Europa, que habría de tocarse por doce orquestas distintas en doce ciudades, mismo número de las estrellas amarillas sobre fondo azul de la bandera de la UE, que simbolizan la unidad, no el número de sus miembros, como se suele pensar erróneamente. Representa un deleite la escena en que Olivier interpreta la música para que Julie la depure quitando percusiones y trompetas, trocando el piano por el sencillo tañido de una flauta.

Los créditos de la cinta nos dicen que el Coro del Concierto, que se interpreta en griego, procede del Capítulo 13 de la Primera Epístola de San Pablo a los Corintios. La traducción del texto no aparece en la pantalla, y Julie sólo brinda una vaga pista de su origen cuando pregunta a Olivier si sabe de dónde procede, mientras abre la Biblia. Pero los extractos utilizados sí se consignan en el folleto del disco de la música original de la película. De ahí selecciono aquellos versículos que me parecen más importantes: “Aunque hable la lengua de los ángeles, si no tengo amor, soy como bronce que resuena (…) aunque tenga plenitud de fe para mover montañas, si no tengo amor, nada soy. (…) Desaparecerán las profecías. Cesarán las lenguas. Desaparecerá el conocimiento (…) Subsistirán la fe, la esperanza y el amor. Estas tres. Pero la mayor de todas ellas es el amor.”

Kieslowski no era dado a sentenciar conclusiones. Pero en este caso nos sugiere, de manera velada, que no se puede ser libre del amor. 

 

 

Todos son iguales ante la ley…,[4] ¿y ante el amor?: Blanco.

 

Idealmente, una pareja se ama con la misma intensidad. Lamentablemente, para la mayoría de las personas, lo más habitual es que el sentimiento de afecto entre una y otra no sea equitativo. Blanco narra la truculenta historia de Karol, un polaco para quien este anhelo es imposible. Karol es un hombre pequeño, de dedos cortos y regordetes, rostro infantil y ojos grises, sin malicia, casado con una francesa (Dominique). Dominique en cambio, es la personificación del ideal de mujer gala, una Marianne: cabellera rubia y rizada, figura espigada y piel de alabastro sobre la que destacan su gélida mirada azul y el cruel menosprecio de sus labios rojos, cínicos.

Esta mujer solicita a Karol el divorcio, a causa de que el matrimonio nunca se consuma. Karol debe soportar la humillación que representa confirmar esta afirmación, en un tribunal cuyo idioma entiende poco, con ayuda de un traductor. “Creo que el amor no ha acabado entre nosotros”, le dice al Juez. “¿Usted ama a su esposo? –Antes, sí. –¿Y ahora? “No. Ya no lo amo”, responde Dominique, implacable y con absoluta frialdad.

Consumado el divorcio, Karol persigue el automóvil de su ex esposa a la salida de los tribunales. Al acudir a un cajero automático, se topa con la nueva de que le ha cancelado su cuenta de banco. Sin dinero, pero con las llaves de la peluquería propiedad de ella, decide pernoctar en el local. Al encontrarlo ahí, Dominique lo humilla sexualmente y, a continuación, le prende fuego a las cortinas. Lo corre amenazando denunciar que, despechado, se vengó quemando su negocio. “Muy pronto la policía de París irá detrás de ti”. A Karol no le resta mas que mendigar en el subterráneo de París, tocando con una hoja de papel un peine. Ahí, otro polaco reconoce la melodía y luego de una charla, le propone llevarlo de contrabando a Varsovia, escondido en una maleta.

             Ofendido, vapuleado, Karol encontrará en la Polonia post comunista y proto capitalista la manera de urdir su venganza, de convertirse en un hombre nuevo, de tenderle una trampa a Dominique para deleitarse con la ilusión de que, escondido, ella guarde un resto de amor por él. Sin embargo, la venganza será cara y el resultado, completamente inútil. Cuando miremos a Dominique susurrarle a Karol “cásate conmigo” a través de los barrotes de su celda polaca, y a Karol, verter lágrimas mientras se despoja de los prismáticos, más de un espectador se preguntará, una vez más, si el amor entre estos personajes puede existir en condiciones de igualdad.  

   

La fraternidad, ¿es no juzgar?: Rojo.

 

Jesús rescató a María Magdalena, una prostituta, de la lapidación con la sentencia “el que esté libre de pecado, que arroje la primera piedra”. Sin embargo, todos nos juzgamos mutuamente, reprobamos las malas acciones de los otros y ocultamos las propias.

En Rojo, una modelo de medio tiempo (Valentine) traba relación con un juez retirado (Joseph) luego de atropellar accidentalmente a su perra Rita.[5] Al llevarla con él, Valentine se percata de que Joseph, un hombre solitario que nunca se casó, despechado por el engaño de la mujer que amaba en su juventud, se dedica a espiar las conversaciones telefónicas de sus vecinos. Este muestrario de la naturaleza humana no es solamente un voyeurismo morboso y pasajero, sino un permanente cuestionamiento para alguien que dedicó su vida a decidir el destino de los demás, sentenciándolos. “Al menos aquí sé dónde está la verdad. Mi punto de vista es mejor que en un tribunal”. Valentine se indigna y clama el derecho de todos a tener secretos. Pero no se atreve a denunciar al juez. Conocer vidas ajenas es un ejercicio repulsivo y atractivo al mismo tiempo.

            A raíz del cuestionamiento de Valentine, el juez se denuncia a sí mismo con sus vecinos. La próxima vez que Valentine le visita en su casa, tras enterarse mediante el periódico del juicio en su contra, Joseph le comparte que en uno de sus primeros casos, absuelve por error a un delincuente que en realidad era culpable.  El juez Joseph lo investiga después. Sigue su vida y se percata de que gracias al perdón involuntario reformó su camino, que no volvió a delinquir, tuvo tres hijos y recientemente un nieto.  ¿Su error le salvó la vida? “¿Cuántos culpables más pude haber absuelto?”, se pregunta. ¿Cómo ser juez después de eso? Se nos pide ofrecer la otra mejilla a quien nos ofende. ¿Y si lo que nos ofende es su debilidad moral, sus acciones incorrectas, aunque no nos perjudiquen directamente? ¿Somos capaces de intentar comprenderlas, de tener piedad, como Jesús a Magdalena y tenderles la mano? Perdonar a alguien que es evidentemente culpable es el mayor acto de fraternidad, inmensamente difícil de conseguir. Se rompe un vidrio. Son los vecinos que, indignados, arrojan piedras a la casa del juez. Como a Magdalena.

Elemento muy importante en la trama de Rojo es el conjunto de historias paralelas que juegan con la idea del destino y las repeticiones que en esta ocasión no abordaré. Pero viene a cuento mencionarla porque la última escena de esta película, que cierra la trilogía, reúne en un mismo acontecimiento fortuito a los protagonistas de las tres películas. El naufragio de un ferry Dover - Calais. 

Tras la filmación de Tres colores, Kieslowski anunció su retiro. Estaba exhausto, y el esfuerzo realizado no era para menos. La altura alcanzada con estas tres películas debió causarle vértigo. Pero tal vez quería alejar los reflectores que el éxito de esta serie atrajo sobre él, para emprender una nueva trilogía igualmente ambiciosa basada en La Divina Comedia: Cielo, Purgatorio e Infierno. Piesiewicz y Kieslowski sólo terminaron la redacción del primer guión, el correspondiente al Cielo. La muerte lo sorprendió a los 54 años, quedando inconcluso este proyecto.

En este breve ensayo sólo he abordado una de las dimensiones de la Trilogía de Kieslowski, la más obvia, la que tiene que ver con los tres ideales de la República Francesa y su repercusión en nuestra vida íntima. Sin embargo, estas tres películas están plagadas de innumerables detalles dignos de comentarse en otro momento. Sólo enunciaré dos. Uno de ellos es el dar identidad cromática a cada una de estas tres películas. Azul es eminentemente cerúlea en la pantalla, sea por la iluminación, sea por los patrones de color que crea combinando locaciones, decorados y objetos, al igual que Blanco es nívea y Rojo, grana. Uno más es que sus películas están plagadas de momentos de gran sutileza e intimidad pero de profunda repercusión en las acciones de sus personajes, para lo cual el recurso del sonido (o su ausencia) es tan importante o más que la capacidad histriónica de sus actores. Una muestra típica de ello es la escena de Azul en que nos es sugerida toda una historia fuera de cuadro a partir del encuadre del rostro de la protagonista y su reacción facial a los sonidos que escucha, rasgo que también distingue diversos momentos de La doble vida de Verónica. Muy celebrada ha sido la capacidad de Kieslowski de retratar emociones intangibles con estos recursos.

En el cine de Kieslowski no hay respuestas, sólo interrogantes. Cuando era cuestionado sobre el mensaje de los dilemas que planteaba en sus filmes, respondía que “eso depende del espectador, de lo que signifique para él dentro de su mundo subjetivo.” Y si algo resulta subjetivo en Occidente es el valor que para cada persona representan la libertad, la igualdad y la fraternidad frente a las paradojas emocionales de nuestra vida.~



[1] A la muerte de Kieslowski, Preisner compuso Requiem por mi amigo (Erato, 1999), tan poderosamente emotivo como la música compuesta para las películas del cineasta.

[2] Michel Ciment y Hubert Niogret. “Entretien avec Krzysztof Kieslowski” en Positif, No. 391, septiembre de 1993, pp. 20 a 25.

[3] En 1982, el Consejo de Europa encomendó al director alemán Herbert von Karajan realizar arreglos al 4° movimiento de la Novena Sinfonía de Beethoven, popularmente conocido como la “Oda a la alegría” debido al título del poema de Schiller que Beethoven utilizó para el Coro. Karajan entregó tres arreglos, uno para piano, otro para alientos y uno más para orquesta sinfónica, sin coro. En 1985, la Comunidad Económica Europea lo adoptó oficialmente como su himno y actualmente constituye, junto con la bandera, la moneda y el Día de Europa (9 de mayo) uno de los cuatro símbolos de la Unión Europea.

[4] Esta sentencia, con que inicia el Art. 7 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (Asamblea General de la ONU, 10 de diciembre de 1948), recoge la idea plasmada en el texto de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (Asamblea Nacional, 26 de agosto de 1789), que dice textualmente en su artículo primero: “Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos”.

[5] ¿La curó por compasión hacia la perra o por temor al remordimiento de abandonarla luego de haberla herido?, es la pregunta que Joseph hace a Valentine. ¿La fraternidad es por ella o por usted?


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