El ajedrez como evasión

{ página de César Guerrero }

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Publicado en Opción. Revista del alumnado del ITAM, México, No. 117, noviembre 2002, pp. 86-102

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A Moosa, por la luz a lo largo del camino.

 

El ajedrez es un juego antiguo, pero no demasiado, al menos, no tanto como la literatura. Desde su existencia ha sido motivo literario en reiteradas ocasiones. De entre las distintas formas que toma su adopción por parte de la artesanía de las palabras, hay una que llama la atención: la del ajedrez como medio de evasión. Evasión de qué, nos preguntamos. La más obvia es la evasión del tedio. No obstante, varios escritores han usado el ajedrez como medio para otras formas de evasión. Desde la leyenda sobre el origen de este juego hasta ciertas novelas, concretamente, de Ignacio Padilla, Vladimir Nabokov y Stefan Zweig. En todas ellas la evasión cobra su precio. Ya entrados en materia, es difícil excluir al ajedrez como escenificación trágica de la vida según obras de Borges y Arreola. Sin abandonar el elemento trágico, este último encontró otra forma de evasión en el ajedrez, la del dolor por la pérdida del amor.

 

Una recompensa humilde

Según la leyenda, el ajedrez fue presentado por un joven brahmán de nombre Lahur Sessa.[1] Llegó a la corte del afligido príncipe Iadava, señor de la provincia de Taligana. Iadava defendió en forma extraordinaria su pequeño reino del ataque de Varangul, príncipe de Calián. La ingeniosa batalla celebrada en los campos de Dacsina lo consagró como gran estratega, pero también cobró su precio. Muchos jóvenes xatrias dieron su vida por el reino, lo mismo que el hijo de Iadava, el príncipe Adjamir. Iadava se refugió en la tristeza y sus sacerdotes, preocupados, rezaban por él. Lahur Sessa solicitó audiencia prometiendo obsequiar al afligido príncipe un juego que pudiera distraerlo y brindarle nuevas alegrías.

Se trataba del ajedrez, el juego que representa en un tablero de 64 casillas (8 x 8) el campo donde se baten dos ejércitos. Hecha la presentación de las piezas y las reglas que rigen sus movimientos, Iadava jugó con sus visires y los derrotó. En una partida, Iadava hubo de sacrificar a la actual reina[2] para conseguir la victoria. Lahur Sessa dijo: “Observad que para obtener la victoria resulta indispensable el sacrificio de este visir...” Iadava respondió entusiasmado: “¡No creo que el ingenio humano pueda producir una maravilla comparable a este juego tan interesante e instructivo! Moviendo estas piezas tan sencillas, acabo de aprender que un rey nada vale sin el auxilio y la dedicación constante de sus súbditos, y que a veces, el sacrificio de un simple peón vale tanto como la pérdida de una poderosa pieza para obtener la victoria.”

El príncipe quiso recompensar al humilde brahmán, pero éste rechazó la oferta. Iadava le reprochó su humildad excesiva y le ordenó pedir una retribución. Sessa, por obediencia más que por cortesía, pidió un grano de trigo por la primera casilla del tablero, dos por la segunda, cuatro por la tercera, y así doblando sucesivamente la cantidad de granos de trigo en la casilla previa hasta la sexagésima y última. El rey, los visires, los brahmanes y el resto de los presentes se burlaron de la petición. Les pareció una cifra ridícula. 

Para cumplir la promesa se llamó a los algebristas. Al cabo de varias horas los matemáticos presentaron su cálculo. El número de granos de trigo resultaba inconcebible para la imaginación humana. Para compensar la dificultad de apreciación, estimaron que el trigo que habría que darle a Lahur Sessa equivalía a una montaña que teniendo por base la ciudad de Taligana se alzara cien veces más alta que el Himalaya, y que sembrados todos los campos de la India, no darían en dos mil siglos la cantidad de trigo solicitada.[3] Es muy probable que dichas estimaciones sean paroxismos propios de la leyenda. El número de granos de trigo se puede calcular con facilidad en una hoja de Excel. Es éste: 36,893,488,147,419,100,000 granos. 

Para no afligir a su rey, Sessa declinó la petición. Gracias a la humildad de su brahmán Iadava se libró del compromiso. Sessa en cambio evadió la vulgaridad misma gracias a su ingenio. Para ello utilizó como pretexto un cálculo a partir del tablero de ajedrez. 

 

Escapando al propio destino

El ajedrez es empleado como subterfugio para otra evasión, esta vez, de la propia identidad y de un futuro abrumador. Es 1916, Thadeus Dreyer está por partir al frente oriental para pelear por el imperio austro-húngaro. A lo mucho tiene 20 años. Subirá a un tren para enfrentarse a los cañones de la Entente. Su padre, un campesino del Voralsberg, está orgulloso. El joven, en cambio, no desea cumplir con su destino, desvía la mirada de la muerte que amenaza su corta vida. A pesar de ello aborda el tren. 

 Ya en el vagón, encuentra a un hombre con quien hace una apuesta trascendente. La forma en que llegan a ella no está muy clara, pero sí los términos de la apuesta. Jugarán una partida de ajedrez. Si el joven Dreyer la gana, intercambiará documentos de identidad con su oponente y ocupará su puesto como guardagujas en la garita novena de la línea ferroviaria Munich-Salzburgo. Si pierde, deberá darse un tiro en la sien. Para el joven, el aceptar la apuesta o rechazarla equivale a lo mismo: morir. Ganarla en cambio asegura su existencia. Así pues, acepta y gana. 

Años después, se arrepiente de su apuesta. De hecho, la pierde. Su puesto como guardagujas lo sentencia a una vida mediocre desde el momento en que tiene noticia que Thadeus Dreyer se ha convertido en un héroe de guerra, ampliamente celebrado y más tarde, un importante miembro del ejército del Reich.

Movido por el resentimiento hacia su temperamento pusilánime, el guardagujas Kretzchmar intenta asesinar a su viejo contrincante. La oportunidad se presenta cuando lee en el periódico que Dreyer, condecorado con la cruz de hierro, tomará un tren para ir a la ciudad de Salzburgo donde asistirá a un mitin del sector austriaco del Partido Nacional Socialista. Kretzchmar comete entonces un error deliberado. No cambia las vías del tren y provoca un choque de frente. Mueren muchos pasajeros, pero no Thadeus Dreyer, porque de última hora, éste no abordó el tren. 

Sigue una investigación que desemboca en juicio. El guardagujas Kretzchmar, durante años ejemplo de dedicación a su oficio, conocido por su amor a los trenes, dueño de una reputación de disciplina incorruptible, es confinado a prisión, donde lo carcome no el encierro, sino la frustración de no haber sido capaz de remontar la afrenta sobre aquél que, dejándose ganar, le robó la identidad para hacer de su nombre un símil de valor y gloria. 

La anécdota da inicio al argumento de la novela Amphytrion, de Ignacio Padilla, escritor mexicano perteneciente a la autodenominada “generación del crack” y actual agregado cultural de la embajada de México en Londres. Las apuestas a partir del resultado de un juego de estricto raciocinio se repiten más adelante, pero no con la misma influencia sobre los personajes que al inicio del relato. A fin de cuentas, Amphytrion no es una novela con motivo ajedrecístico, aunque utilice al ajedrez frecuentemente, sino alrededor de un nombre que es robado sucesivamente por distintos individuos, al punto que comenzamos a dudar quién fue el primer Thadeus Dreyer. La intriga también tiene que ver con nazis, mas no con física, como ocurre con la multipublicitada novela En busca de Klingsor, de su compañero de generación, Jorge Volpi.

 

El proceso mental del jugador

Más allá de las apuestas, el ajedrez resulta una evasión en sí mismo. La razón es que parece un juego infinito. Baudelaire se preguntaba en sus Diarios íntimos “¿Por qué el espectáculo del mar es tan infinito y eternamente agradable? [...] Seis o siete leguas representan para el hombre el radio del infinito. He aquí un infinito diminuto. ¿Qué importa si basta para sugerir la idea del infinito total? Doce o catorce leguas de líquido en movimiento bastan para dar la más alta idea de belleza que puede ofrecérsele al hombre en su habitáculo transitorio.” De modo semejante el ajedrez asombra por su variedad infinita contrastada con su dimensión material confinada 8 por 8 casillas y siete tipos de piezas. En su relato Una partida de ajedrez Stefan Zweig lo describía  como “limitado en el espacio, geométricamente fijo y a la vez ilimitado en sus combinaciones”.  No lo es, pero desde el punto de vista humano lo parece. El número de partidas posibles se ha calculado en 10120.[4]

El ajedrez es un juego de estrategias secuenciales, esto es, los jugadores realizan sus movimientos por turnos. Para examinar las posibilidades del juego se emplea un árbol de Kuhn o de decisión, donde las ramas representan las posibilidades y los nodos, el punto donde se abre un momento de decisión. En juegos sencillos, con secuencias finitas, es posible saber quién va a ganar y cómo. No necesariamente es fácil dibujarlo. El árbol de un juego tan simple como el tic-tac-toe, que termina luego de cinco movimientos, comprende 15,120 ramas.[5] Sin embargo puede resolverse porque muchas de ellas son estratégicamente idénticas. El ajedrez, en cambio, es distinto. No sabemos cuándo terminará, las posibilidades y combinaciones son enormes y por consiguiente, no es posible predecir el resultado al inicio del juego o razonar hacia atrás a partir del final hasta llegar al principio. En el ajedrez se  estudian finales con cuatro piezas sobre el tablero donde es posible ver quién va a ganar y cómo. También se han clasificado las aperturas y se les han adjudicado nombres. Pero no es posible llevar el razonamiento al juego medio.

Para resolver este problema, los jugadores combinan el razonar hacia delante y hacia atrás con juicios de valor. Se preguntan si un camino llevará a una buena o mala posición luego de cinco jugadas, como si el juego terminase ahí. Le asignan un valor a cada uno de los resultados posibles y escogen su primer movimiento en función del mejor resultado posible. La parte más difícil es asignar un valor a una posición intermedia. Se otorga un valor a cada pieza y se escoge en función del valor material y la ventaja que ofrece una posición.[6]

Los programas de computadora que juegan al ajedrez han adoptado el mismo método, aunque con la enorme ventaja que les brinda el poder y la rapidez del cálculo. Primero, el programa calcula de manera exhaustiva el conjunto de movimientos posibles en un árbol de Kuhn y descarta aquellos que representan una pérdida de material. En la segunda fase asigna valores a los resultados de acuerdo a un criterio material (se da un valor a cada pieza v.g. peón = 1; caballo y alfil = 3; torre = 5; dama = 9 ó 10) y otro posicional, como la estructura de los peones, el dominio sobre las columnas, el control del centro y la seguridad de los reyes.[7]

En ese esfuerzo, las piezas y las posiciones están en continuo movimiento, sea real o, sobre todo, hipotético. Mientras que el aficionado calcula las fuerzas y las amenazas potenciales de cada una de sus piezas, el jugador experto se libra de este examen caso por caso. La posición late en su mente, no ve un alfil como una pieza en el tablero, sino como sus diagonales sobre el mismo; se concentra en configuraciones que le parecen determinantes, puntos neurálgicos que requieren un examen más detenido, haciendo caso omiso de configuraciones que domina de forma más o menos intuitiva.

El jugador debe recordar los resultados de sus cálculos, tanto los realizados en “amplitud” (el número de variantes consideradas) como los efectuados en “profundidad” (el número de movimientos anticipados). Este ejercicio de la memoria es uno de los aspectos de la intensa actividad mental del ajedrez. Gracias a la experiencia y al trabajo de investigación, el jugador experimentado acumula en su memoria una rica ‘biblioteca’ interna de aperturas y posiciones significativas, lo que le permite realizar su exploración con gran economía de cálculos.[8] 

La sucesión de movimientos sentidos como ‘buenos’ genera paulatinamente una impresión de belleza y armonía. En el combate que supone una partida de ajedrez, los dos adversarios se sienten cómplices creadores de una obra original. Vladimir Nabokov puso en boca de uno de sus personajes: “Las combinaciones son como melodías [...] sencillamente, puedo oír las jugadas”.[9] 

 

Infinito que desemboca en locura 

El ajedrez es como el arte. Se crea a partir de lo finito: a partir de siete notas sobre una partitura con dos claves; a partir de las palabras, con sus reglas relacionales –la gramática– y sus piezas –las palabras–; a partir del lienzo blanco y tres colores primarios en la paleta. Dos escritores, con personajes semejantes y un tema idéntico (el ajedrez como obsesión) lo abordan desde tramas y estilos literarios diferentes. 

Se trata de Vladimir Nabokov, con La defensa[10] y Stefan Zweig, con Una partida de ajedrez. Luzhin es el protagonista de Nabokov, quien nos lo presenta desde su infancia. Se trata de un niño tímido, hijo de un escritor mediocre de novelas juveniles. El padre tiene grandes esperanzas en su vástago, anhelando el día en que el director de la escuela lo llame para notificar el descubrimiento de su talento oculto. El héroe de sus relatos es un niño rubio, introvertido –como Luzhin hijo, para escarnio de los compañeros de escuela del pequeño– que de pronto se convierte en virtuoso del violín o una hazaña semejante.  

El talento oculto de Luzhin no surge en la escuela. Aprende a mover las piezas con su tía, pero el verdadero juego y la notación, con el anciano que le surtía flores. En adelante falta a la escuela para jugar con él. A partir de ese momento el ajedrez se convierte en un refugio, en un aislamiento que le permite defenderse de las preguntas impertinentes de su padre (“Dime, cómo te fue hoy. ¿Te llamaron a la pizarra?”). Pero el ajedrez no es sólo una afición, sino un verdadero talento. Ningún adulto es capaz de ganarle. El niño Luzhin se transforma en un joven gordo, de respiración difícil y piel grisácea, camina apoyado en un bastón, es desaliñado, incapaz de entablar una conversación, y es toda una celebridad en su materia. 

Su vida se convierte en un continuo peregrinar por cuartos de hotel y salones de café, manejado por un representante sin escrúpulos –Valentinov– quien lo mantiene en mínimas condiciones físicas y de comportamiento, las apenas indispensables para presentarlo en público. Igual que un animal de circo, Luzhin es sacado de su habitación para sentarse frente al tablero y ejecutar su acto, sin que por cierto Luzhin se percate del mundo alrededor de él  ni de su apariencia ante el mundo, siembre absorto en su juego. 

Zweig nos plantea un personaje semejante, aunque no es protagonista de su relato. Mirko Czentovic, campeón mundial de ajedrez, fue también un niño tímido y gris, “hijo de un paupérrimo remero del Danubio”. Sólo que tal vez mucho más limitado que Luzhin en su infancia, pues se caracterizó por una enorme dificultad para aprender a leer y realizar operaciones aritméticas, lo mismo que a ejercitar la memoria. “No hacía nada que no se le ordenase expresamente, jamás formuló una pregunta, no jugaba con otros niños ni buscaba espontáneamente un entretenimiento”.  

Pero la evasión no la encontramos en Czentovic, sino en el doctor B. La familia de este doctor vienés tenía un bufete jurídico que administraba los bienes de los grandes conventos de Austria lo mismo que algunos fondos de miembros de la familia imperial. El régimen nazi, tras los bienes del clero y de la aristocracia al ejecutar el Anschluss, lo detiene por medio de sus SS.[11]

El doctor B. es recluido en algo semejante a la habitación de un hotel, herméticamente aislada del mundo exterior y ningún elemento que ofrezca una distracción. La comida es introducida a través de una rendija en la puerta por un guardia que no habla en absoluto, y el único contacto humano ocurre en los interrogatorios, que se realizan en un cuarto a oscuras frente a oficiales que consultan legajos y redactan informes con las respuestas. “Nada se nos hizo, sólo que se nos situó dentro de la nada absoluta, porque, según es notorio, ninguna cosa del mundo ejerce tanta presión sobre el alma humana como la nada”.[12]

Tras varios meses de tortura psicológica, el doctor B. está desesperado por escapar del vacío. La oportunidad se presenta en la sala de espera previa al interrogatorio, cuando observa un bulto en el bolsillo de un abrigo colgado de un perchero. Supone correctamente que se trata de un libro, y consigue apropiárselo. Una vez realizado el interrogatorio y de vuelta en su habitación, lo saca para observar su contenido. Su primer impresión lo decepciona. Es un compendio de 150 partidas de ajedrez de grandes maestros. Pero la necesidad es grande. Primero, dobla la colcha de la cama para formar un tablero. Con migajas de pan húmedo construye las piezas. 

Pronto no necesitará nada de eso. Aunque no se reconoce como tal, el doctor B. posee las cualidades de un gran maestro, ya que luego de un par de meses de práctica constante es capaz de imaginar el tablero con sus piezas y repetir mentalmente el desarrollo de cada una de las 150 partidas. Tras reconstruir durante tres meses cada una de ellas decenas de veces, la distracción termina y vuelve el tedio. ¿Qué hacer? ¿Jugar contra sí mismo? 

En el fondo, el atractivo del ajedrez descansa únicamente en el hecho de que su estrategia se desarrolla de distinto modo en dos cerebros; que en esa guerra espiritual, el negro ignora las maniobras e intenciones del blanco, aunque trata continuamente de adivinarlas y malbaratarlas, mientras que el blanco, a su vez, procura adelantarse y frustrar los propósitos inconfesos del negro. Ahora bien, si el negro y el blanco quedaran representados por una y la misma persona, se produciría la contradictoria situación de que un cerebro debería al mismo tiempo saber algo e ignorarlo. Sería necesario que jugando en función del blanco, pudiese olvidar totalmente, como siguiendo una orden, lo que un minuto antes había querido e intentado representando al contrincante negro. Semejante pensamiento doble supondría en realidad una división absoluta de la conciencia, un abrir y cerrar a discreción de un como obturador del cerebro, similar al de un aparato mecánico; querer jugar contra sí mismo significa, pues, en materia de ajedrez, igual paradoja que saltar sobre la propia sombra.[13]

La evasión termina en esquizofrenia. La mente del doctor B. se divide en un cerebro blanco y uno negro. Las dos personalidades se apasionan con la respuesta que dará el otro, y la afición supera al ocio, se torna obsesión que se apodera del sueño y de la visión del mundo, que es visto e interpretado sólo desde el punto de vista ajedrecístico. El resultado es muy doloroso pero efectivo, pues la perturbación mental consigue confundir a los interrogadores y, finalmente, gracias al colapso nervioso, enviar al doctor al hospital, donde el médico encargado se las ingenia para salvaguardar a su paciente. 

Este doctor B., a quien se le escuchó gritar “Mueva de una vez, maldito cobarde” en su celda sin que hubiera nadie más en ella, se encuentra 25 años después a bordo de un trasatlántico con destino a Buenos Aires, donde viaja Czentovic. Retado por algunos pasajeros aficionados a jugar una serie de partidas, previo pago de honorarios, Czentovic vence con toda facilidad y desprecio al grupo de aficionados que delibera las jugadas. Mas sólo hasta el juego medio de la segunda partida, porque interviene el doctor B. para conseguir un empate. La tercera partida enfrenta exclusivamente a Czentovic y al doctor B., luego de las reticencias de éste, porque “el médico me previno aquella vez... me advirtió expresamente... ... hará mejor en no acercarse a ningún tablero...”. No obstante, acepta y gana. Entusiasmado, accede a jugar de nuevo, pero esta vez Czentovic se toma diez minutos (acordados como regla) para decidir cada jugada. Esto impacienta al doctor B., de modo que hay un momento en el cual empieza sus propias partidas para distraerse mientras su contrincante se decide, hasta que comete un error que lo trae a la realidad: ya no le es posible jugar ajedrez sin comenzar a enloquecer. 

Algo semejante ocurre con el pobre Luzhin. En un principio, leer la notación de una partida (Df8-Cxb5) resulta un placer semejante al del músico que con leer las notas de una partitura escucha la música en su mente. Después, la realidad deviene en un juego de ajedrez, como un sueño. Al enfrentarse a su mejor adversario –Turati– la realidad comienza a confundirse, el tablero y sus combinaciones acaparan toda su mente, modificando la percepción del espacio y el tiempo. Al llegar a la pausa en su primera partida frente a Turati, las personas parecen fantasmas, lo único real y concreto son las piezas y el tablero. Él mismo se mueve como en un juego. Confundido, no consigue llegar a la habitación de su hotel, y le parece que cada decisión que toma intentando encontrar el camino es parte de una combinación en la que debe evitar un ataque y perder el juego. 

Perdido en la ciudad de Berlín, termina dormido en la calle, donde dos borrachos lo confunden con uno de ellos, lo suben a un taxi y le piden que lo lleve a una dirección encontrada en el bolsillo de su abrigo. Así es depositado frente a la puerta de la casa de su novia, una joven burguesa que hacía tiempo se enamoró de él en un balneario. Ella lo considera un artista y desea casarse con él pese a la desaprobación de sus padres. Como lo tienen en mal concepto a diferencia de su hija, piensan que está borracho al encontrarlo tirado en la acera de su domicilio. En realidad ha sufrido un ataque de nervios, y los médicos ordenan abandonar por completo el ajedrez. 

La pareja contrae matrimonio y se establece en Berlín. El ajedrez es tema prohibido de conversación, y la vida parece transcurrir sin mayor dificultad, mantenidos por los padres de ella. La mente de Luzhin está ahora relajada, pero Nabokov consigue transmitirnos un  sentimiento de vacío. Se suceden los meses y la vida de ambos transcurre en la más absoluta ordinariez. Ella le habla de usted, procura distraerlo organizando tertulias sobre política, se proyecta un viaje. Luzhin se entretiene haciendo dibujos, cubos blancos, pirámides, cilindros, y los pega en una pared del apartamento. 

Pronto regresa el ajedrez de la manera más fortuita. Le encargan al hijo de una visitante rusa. Buscando cómo entretenerlo, mete la mano en el bolsillo de su vieja chaqueta. Luzhin siente un borde; al extraerlo, encuentra un tablero de ajedrez plegable, hecho de tafilete. Se lo habían regalado en un club de París. Los compartimientos laterales contienen pequeñas piezas de celuloide, con la figura dibujada. En forma casi inmediata, las acomoda para representar la partida interrumpida con Turati. Se olvida del chico por completo. De pronto llega su esposa con la dama. Hay que esconderlo y aguardar los momentos que se quede solo para volver a jugar. 

Mientras tanto, la señora Luzhin comienza a perder la paciencia. Nada de lo que inventa consigue llamar la atención de su marido, siempre silencioso, de respuestas escuetas, casi monosilábicas. Se imagina la misma situación luego de veinte, treinta años, sin poder entender qué ocurre en su mente, cómo interactuar con él. 

La gota que derrama el vaso es la aparición de Valentinov. Primero una llamada telefónica, que contesta ella. El efecto es nocivo. Luzhin se siente perseguido, quiere escapar del ajedrez guiando sus actos como si jugara al ajedrez. 

“‘Una pausa’, pensaba Luzhin ese día. ‘Una pausa, pero con ocultos preparativos. Quieren tomarme por sorpresa. Atención, atención, debo concentrarme y permanecer en guardia’ [...]. Ya el día anterior había pensado un interesante recurso, un recurso con el que podía, tal vez, frustrar los proyectos de su astuto adversario. Su proyecto consistía en cometer por propia voluntad un acto absurdo e inesperado que estuviera fuera del orden sistemático de vida, y de esa manera confundir la secuencia de jugadas tramadas por su contrincante. Era una defensa experimental, una defensa, podríamos decir, hecha al azar...”.[14] 

¿Cuál será ese movimiento intempestivo? En la calle, de paseo con su esposa, decide regresar a su departamento pretextando el dolor de muelas que hace tiempo le molesta. Sin embargo, la jugada sale mal, pues al llegar a la puerta del edificio aparece una limusina negra con Valentinov dentro. Éste hace que Luzhin la aborde y en el trayecto explica que lo necesita para la filmación de una película, donde el protagonista se enfrentará a jugadores reales. Luzhin siente que está perdiendo la partida. “Querían inducirlo a jugar al ajedrez; la siguiente jugada estaba muy clara. Pero esa jugada no se llevaría a cabo”. Esa noche, llegan a su departamento una serie de personajes invitados por su esposa para una reunión más con el fin de distraerlo. Luzhin vuelve a tomar una decisión intempestiva. Se encierra en el baño a media reunión. Sin hacer ruido, retira objetos de la cómoda. Abre la ventila, sube un pie. En la fiesta se han percatado de su ausencia, su mujer le toca la puerta sin obtener respuesta, le ruega que abra, pero él está convencido de que esta será su jugada maestra. Logra hacer pasar su cuerpo por la ventana, y se suelta. Cuando derriban la puerta, Alexander Ivánovich Luzhin ha dejado de existir.[15] 

 

Una representación trágica de la vida

Cerca de los setenta años, en 1967, Jorge Luis Borges hizo una antología personal de sus obras.[16] Escogió 54 páginas de sus hasta entonces seis libros de poesía (habría de escribir otros siete). Entre los poemas escogidos se encuentra Ajedrez, compuesto por un par de sonetos de versos encabalgados. Pertenece a El Hacedor, de 1960 y contiene lo que Borges mismo llamaba la perplejidad metafísica.  

Ajedrez

I

 

En su grave rincón, los jugadores

rigen las lentas piezas. El tablero

los demora hasta el alba en su severo

ámbito en que se odian dos colores.

Adentro irradian mágicos rigores

las formas: torre homérica, ligero

caballo, armada reina, rey postrero

oblicuo alfil y peones agresores.

 

Cuando los jugadores se hayan ido,

cuando el tiempo los haya consumido,

ciertamente no habrá cesado el rito.

 

En el Oriente se encendió esta guerra

cuyo anfiteatro es hoy toda la tierra.

Como el otro, este juego es infinito.

 

II

Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada

reina, torre directa y peón ladino

sobre lo negro y blanco del camino

buscan y libran su batalla armada.

 

No saben que la mano señalada

del jugador gobierna su destino,

no saben que un rigor adamantino

sujeta su albedrío y su jornada.

 

También el jugador es prisionero

(la sentencia es de Omar) de otro tablero

de negras noches y de blancos días.

 

Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.

¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza

de polvo y tiempo y sueño y agonías?

 

Se aprecia que la estructura discursiva de los sonetos es perfecta. El primer cuarteto plantea el tema, el segundo lo desarrolla, el primer terceto abre una reflexión y el último ofrece la conclusión. Lo más interesante de ambos sonetos está justamente en sus tercetos. En el primero se alude a la infinita repetición del juego. El ajedrez ha llegado para quedarse, permanece al margen de los individuos que mediante él se enfrentan silenciosamente. El segundo es mucho más complejo ya que contiene tres ideas. La primera: el ajedrez es una representación de la guerra. La segunda que, al igual que el tablero, el mundo es un anfiteatro donde se libran guerras verdaderas; la tercera, así como el juego del ajedrez es infinito, la guerra entre los humanos lo es también. Triste conclusión sobre un juego intelectualmente hermoso: nació para representar la perpetuidad del odio.

El elemento trágico se revela por completo en el segundo cuarteto del segundo soneto y en los tercetos que le siguen. Primero, las piezas son objetos de la voluntad de los jugadores que ignoran su carencia de albedrío. Pero el jugador es prisionero de otro juego: la vida, que como el tablero del ajedrez, tiene negras noches y blancos días. ¿Será el albedrío humano una mera ilusión, del mismo modo que las piezas inertes ignoran su objetividad? ¿Cuántas veces los seres humanos no terminamos creyendo en la fatalidad del destino, abrumados por las complejas variables del tiempo y el entorno que conspiran contra nuestra voluntad y esfuerzo?

Pero la cadena no parece terminar ahí. “¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza / de polvo y tiempo y sueño y agonías?” La tragedia de la no permanencia (tiempo y polvo, esto es, muerte), de la ilusión (sueño) y la frustración (agonías) se reproduce infinitamente. La pieza, el hombre, Dios, todos, comparten la ilusión de gobernarse a sí mismos y la inquietante sospecha de lo contrario. 

Juan José Arreola, apasionado del amor, las palabras y el ajedrez, tiene una sensación semejante. La periodista Yolanda Zamora[17] entrevistó a Arreola a partir de los paralelismos que el ajedrez tiene con la vida. En dicha entrevista aparecieron los temas del azar, el libre albedrío, y los errores que nos ponen irremediablemente en desventaja. Arreola negó categóricamente que en el ajedrez esté involucrado el azar. Pensaba que el juego refleja con precisión la responsabilidad de nuestro libre albedrío. “Hacer una mala jugada no es un azar, es simplemente que uno tuvo la mala fortuna de hacer una jugada que puede ser mala, o sencillamente débil, y entonces la situación empieza a inclinarse del lado del contrario.”[18] 

Pero específicamente sobre si, en la vida, somos libres de elegir tal o cual jugada y controlar las piezas como en el ajedrez, Arreola no estaba tan seguro. Contestó: 

―Este es un asunto del libre albedrío: yo puedo decidir mi destino. Pero luego viene la idea...

―¿Determinista...? 

―Sí, determinista. Dios sabe si voy a ganar o perder, ya no me importa, porque Dios ya lo sabe, como la partida misma de la existencia. Todo es un problema, en el ajedrez, del libre albedrío.”[19] 

El ajedrez tiene muchas correspondencias con la vida como tragedia. Arreola pensó en varias, una de ellas en las relaciones amorosas. “Hay un momento dado en que, sin saber cómo, quedamos de pronto en posición inferior –hablo como hombre– frente a la mujer amada. Hay algo de misterio en eso, ¿por qué de pronto uno está en situación inferior frente a una persona con la que se empezó a jugar de igual a igual?”[20] 

Vista como un juego donde se gana o se pierde, la vida y el ajedrez poseen una ambigüedad cruel, no es fácil ver ni el error, ni a partir de qué momento se ha cometido: “‘Sin que sepamos cómo, Alexander Kotov va entrando insensiblemente en una posición perdida... y no es fácil ver cuál es la causa de su derrota’. ¿En dónde estuvo la debilidad primera que hizo que Alexander Kotov entrara en una posición perdida a partir de una posición normal? Es uno de los misterios del ajedrez. En qué momento en la vida nos vamos adentrando en una posición perdida que se va complicando cada vez más.”[21] 

La vida es una serie de subjuegos, en algunos se gana y en otros se pierde. Pero como conjunto, la vida es un juego “perdido” frente al tiempo. “Al nacer, la vida nos da un jaque. Toda vida acaba en mate; entonces, desde el acto de nacer estamos puestos en jaque. El existir es entonces un salir de la situación de mate continuamente para no quedar en jaque mate, sobre todo en jaque ahogado, que es espantoso. Estamos en jaque desde el momento en que nacemos. Más de una vez se dijo: ‘La vida es una muerte evitada’”.[22] 

Más que el ajedrez, es la vida la que puede ser trágica, y este juego retorna como medio de evasión. Arreola escribió uno de esos cuentos de asombrosa riqueza a pesar de su brevedad titulado El rey negro, con base en una experiencia de su propia vida. Resulta que se enamoró de una muchacha que perteneció a su taller literario y luego perdió su amor. Para distraerlo de su pena, el ajedrecista Enrique Palos Báez jugaba todas las tardes con su amigo Juan José. Entonces surgió la idea del cuento, que utiliza como metáfora uno de los mates más difíciles del ajedrez. Sólo quedan los reyes, pero uno de ellos, el blanco, tiene dos piezas: el alfil y el caballo. El hombre del cuento ha perdido a su dama “y por lo tanto la partida de una manera trágica, es realmente un hombre que ha perdido a la mujer amada por una inexplicable torpeza, por no haber sabido mover sus piezas”[23], de tal forma que deambula por el tablero postergando el mate: “ahora vago inútil por el tablero de blancas noches y de negros días”. La frase recoge uno de los versos de Borges, quien lo tomó a su vez del poeta persa Omar Khayyam, pero lo invierte: “blancas noches, noches en vela; negros días, de derrota y de pérdida de amor”.[24]

Las tardes de juego y la escritura surtieron efecto, Arreola consiguió evadir su duelo de amor y produjo, además, un resultado benéfico. “Al escribirlo y dedicarlo a mi amigo que me ayudó a olvidar, olvidé; transformé el dolor, lo elaboré literariamente y esto me dio un bálsamo y logré algunas de las mejores frases que he escrito en mi vida con ese cuento del rey negro.”[25] Tiene razón. El cuento dice: “Me tentó el demonio en la hora tórrida, cuando tuve por lo menos asegurado el empate. Soñé la coronación de una dama y caí en un error de principiante...”,[26] también ésta: “Me doy cuenta entonces de que mi vida no ha sido más que una triangulación. Siempre elijo mal mis objetos amorosos y los pierdo uno tras otro, como el peón de siete dama”. Y el cierre del cuento: “Ya nunca más volveré a jugar al ajedrez. Palabra de amor. Dedicaré los días que me quedan de ingenio al análisis de las partidas ajenas, a estudiar finales de reyes y peones, a resolver problemas de mate en tres, siempre y cuando en ellos sea obligatorio el sacrificio de la dama.” Vana promesa la del sacrificio de la dama. Este fue Arreola, apasionado del amor trágico, las palabras y el ajedrez...

* * *

Por fortuna, el ajedrez no es una evasión más peligrosa que los estimulantes o los juegos de azar. El razonamiento profundo de las mentes geniales es escaso. Para el común de los mortales, el ajedrez es un juego bello, digno de nuestro ocio, cuya plasticidad y excesos sirven y deleitan como motivo literario.® 

 


NOTAS

[1] Yo la he tomado del libro El hombre que calculaba, de Malba Tahan, pero la primera referencia escrita de la misma se encuentra en el Libro del Ajedrez (934) de Al-Masudi, donde el nombre del sabio es Sissa ben Dahir.

[2] La pieza de la reina es una representación medieval. Su equivalente antiguo es el fiz o visir, que se desplaza en diagonal una casilla cada vez, según consta en las reglas de As-Suli (siglo X). Larousse del ajedrez, p. 15.

[3] Un cálculo moderno estima que la cifra de la 64ª casilla (18, 446, 774, 073, 709, 551, 615) exigiría sembrar todas las tierras del planeta durante setenta y seis años. La suma de todas las casillas es exactamente el doble, esto significa 152 años de siembra planetaria de trigo.

[4] Larousse del ajedrez, SPES Editorial, Barcelona, 2001, p. 99.

[5] Cf. Avinash K. DIXIT y Barry J. NALEBUFF. Thinking strategically, W.W. Norton & Co, Nueva York, 1991, pp. 40 – 44. 

[6] Ibid

[7] Larousse del ajedrez. SPES Editorial, Barcelona, 2001, p. 98. 

[8] Larousse del ajedrez, SPES Editorial, Barcelona, 2001, p. 89.

[9] Vladimir Nabokov. La defensa, Anagrama, Barcelona, 1999, p. 43. 

[10] Escrita en ruso en 1930 y traducida al inglés hasta 1964. 

[11] Schutz-Staffel. “Escuadras de protección”. Organización nazi creada en 1925 encargada de la seguridad y desde 1941, de la “solución final”.

[12] Stefan Zweig. Una partida de ajedrez, Colecc. Clásicos para hoy No. 29, conaculta, México, 1998, p. 41.

[13] Stefan Zweig. Una partida de ajedrez, Colecc. Clásicos para hoy No. 29, conaculta, México, 1998, p. 54.

[14] La defensa, pp. 240 y 241. He subrayado esta última línea, de donde proviene el título de la novela.

[15] A quienes les molesta conocer el final sin haber leído el libro, ruego considerar lo que escribe Nabokov mismo en el prólogo a su novela: “A este propósito, me gustaría ahorrar tiempo y esfuerzo a los críticos poco imaginativos –y, en general, a las personas que mueven los labios mientras leen y de quienes no puede esperarse que se enfrenten a una novela sin diálogos cuando su argumento puede saberse gracias al prólogo– haciéndoles observar la temprana introducción de la ventana cubierta de escarcha (relacionada con el suicidio de Luzhin, o, mejor dicho, el jaque mate que se hace a sí mismo) en el capítulo once...”. 

[16] Jorge Luis Borges. Nueva antología personal, Bruguera, Barcelona, 1980. 

[17] Yolanda Zamora. “Desde la torre del Rey, la Dama escucha” en Tierra Adentro, CONACULTA, México, No. 93, Ago-Sep 1998, pp. 47 – 53.

[18] Ibid, p. 51.

[19] Ibid, p. 52.

[20] Loc. cit.

[21] Ibid, p. 53.

[22] Loc.cit.

[23] Loc.cit.

[24] Loc.cit.

[25] Loc.cit.

[26] Juan José Arreola. Obras, FCE, México, 1995, pp. 389-390.

 

 


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