Sentimental Journey

                                                        { página de César Guerrero }

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Versión de mayo de 2006, publicada en Opción, revista del alumnado del ITAM, Año XXVI, No. 141, diciembre de 2006, pp. 9 – 11.

Versión previa publicada en La Pluma del Ganso, México, Año IV, No. 13-14, nov 1997-ene 1998, pp. 3-4. 

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Cuento

 

Recién recibí carta desde Rouen. No son buenas noticias. Valérie Ferrand Moreau murió hace un mes, según me explica su hija Marie. Marzo de 1991. No he llorado. Pero noto, de súbito, que he estado completamente absorto cerca de dos horas. Casi inconscientemente, en un impulso irreprimible, voy a mi vieja caja de discos. Están empolvados desde hace tiempo. La tornamesa, olvidada y anacrónica como los recuerdos, truena al acariciar el acetato gastado. Les Brown y su orquesta hacen delicados slides de trombones y trompetas. La voz de Doris Day se mantiene joven y hermosa, como en aquellos años.

 

        Gonna take a sentimental journey.
                Gonna send my heart at ease.
                Gonna take a sentimental journey
                to renew old memories.

        Got my bag and got my reservation...*

 

Yo pertenecía al primer ejército norteamericano que iba a la retaguardia de Patton. Era agosto de 1944 y la moral era alta. Tras el exitoso desembarco en Normandía habíamos avanzado hacia el sur y roto el gollete de Avranches. Luego de esa victoria, mi división quedó inmediatamente atrás de la 2a división blindada francesa al mando de Leclerc. Patton siguió más al sur, hacia Melun, para después aprovechar un vacío dejado por los alemanes y alcanzar Lorena.

Nos ordenaron apoyar a Leclerc en la liberación de París. Los alemanes apostados en la ciudad se rindieron pronto. Washington optó por no hacernos desfilar la mañana del 26 de agosto, cuando De Gaulle fue recibido como un héroe. El ejército americano siguió su marcha hacia Alemania y quedamos pocos en la zona parisina. Si bien los alemanes no opusieron mucha resistencia al avance del ejército estadounidense, sí trataron con ahínco de cortar a Patton los suministros por la retaguardia y en la cual yo me encontraba. Fue en una de estas batallas que fui herido en la rodilla izquierda por la esquirla de un mortero. Temí no poder volver a bailar y convalecí en una clínica americana instalada por nuestro ejército a las afueras de la capital francesa. Fue ahí donde conocí a Valérie.

Ella era enfermera y voluntaria de la resistencia. A diferencia de las americanas, Valérie era más bien bajita y de cabello oscuro. Rostro ovalado, nariz pequeña y puntiaguda lo mismo que su barbilla. Delgada pero de buen cuerpo. Su carácter parecía reservado al principio pero muy alegre después. Tenía una forma muy particular de mostrarse cómplice con la mirada y la sonrisa.

Nuestra atracción fue evidente, mas ella conservó durante algún tiempo una moderada distancia que entonces no supe explicarme del todo. Inhabilitado como estaba, mi galantería se redujo en principio a sonreírle y a portarme simpático cuando teníamos oportunidad de charlar, lo cual hacíamos pese a mi deficiente francés.

Allí, a las afueras de París, el ambiente era aún doloroso por la destrucción que la guerra había causado en campos y ciudades. Me sorprendía el estoicismo de los franceses, quienes aguardaban secretamente la reunificación y sospechaban la derrota ineludible que al final se cernió sobre Alemania.

Uno de los soldados que convalecían conmigo, Jerry ‘Boy’ Ferguson, tenía un radio de onda corta. Escuchábamos swing desde Nueva York. Cuando tocaban Stumpin at the Savoy, de Ellington, nos imaginábamos en el exótico pacífico oriental, bailando sobre la cubierta de un barco de guerra. Song of India, de Glen Gray, mi preferido, tenía más o menos el mismo efecto. Harlem Nocturne, sin embargo, nos provocaba una ligera nostalgia por mi ciudad al otro lado del Atlántico.

Pero el swing siempre fue alegre, y gritábamos y golpeábamos nuestros colchones al ritmo beat de 4/4, para después retorcernos de dolor, mientras Valérie y otras enfermeras se acercaban riendo e intentaban seguir con el movimiento de su cuerpo la alegre música americana. ¡Y nosotros ahí postrados, sin poder levantarnos a enseñarles…!

Con un frente que se desplazaba hacia Alemania, la guerra y sus estragos seguían su curso, mas para mí comenzaba a dejar de preocuparme. No había muerto. Había sobrevivido al desembarco, a la toma de París y estaba claro que mi recuperación sería larga.

Valérie y yo solíamos hablar por las tardes. La radio seguía encendida, ahora se escuchaba Benny Goodman. Entonces le platiqué del verano de 1935, en California. Yo tenía catorce años. Le conté que había estado en la Sala Palomar de Los Angeles el 21 de agosto, día en que él y su banda pensaron sería su última presentación. Habían intentado sin mucho éxito algo nuevo que nombraban swing. No se imaginaron que esa noche el swing iba a triunfar.

La verdad no estuve ahí, pero... ¡qué diablos! Mi hermano mayor, sí, y solía contármelo. La sala, que se quemó el año que empezó la guerra y que era grande como un hangar, se llenó por completo. Goodman y su banda, inseguros aquél día de sus riffs y de su ritmo, empezaron tocando piezas dulzonas, de un repertorio más bien convencional. Sólo algunas parejas se animaron a moverse. Entonces, según se supo más tarde, se dijo a sí mismo: “Si hoy ha de ser el último día que toquemos juntos, entonces toquemos lo que más nos gusta”. Lo hicieron. La gente comenzó a bailar y a animarse. Cuando Goodman se volteó hacia el público no podía creerlo. Lo amaban. Pronto surgirían otros. El swing había nacido al fin, y se extendería por todo el mundo con la radio, el cine y los soldados.

―Cuando termine con esta maldita rodilla, tú y yo vamos a bailar hasta caernos de cansancio. Valérie reía y me decía que sí.

Se acercaba la Navidad. Mi rehabilitación iba por buen camino. Ya podía caminar así que me asignaron trabajo de oficina en la clínica. Valérie y yo salíamos por las tardes a comer helado  y otras a tomar café. Yo admiraba la silueta de su nariz bajo la dorada luz vespertina mientras tomábamos café en una terraza, cuando por la radio del lugar nos enteramos que Glenn Miller estaba en Inglaterra y vendría a tocar para los aliados de la retaguardia. Miller había disuelto su banda para alistarse, pero de inmediato formó otra en el ejército.

Le dije a Valérie que no debíamos perdernos ese baile, escuchar Perfidia, Blue Moon, Kalamazoo... Aunque me advirtió muy seria que debía cuidar mi rodilla, sus ojos brillaron y prometió practicar. El 15 de diciembre, una noticia estremeció a las tropas que estábamos apostadas en Francia. No fue porque hubiéramos perdido ninguna batalla, o retrocedido en frente alguno, sino porque Miller desapareció con todo y avión sobre el Canal de la Mancha. Su orquesta, que se había adelantado, quedó huérfana. No hubo baile. Tampoco Valérie.

Una enfermera compañera suya me entregó una carta. Con estupor leí que se había marchado con su prometido, un miembro de la resistencia que sospechaban muerto y que por más de un año estuvo herido y oculto. En breves párrafos me pedía perdón, que la comprendiera y que nunca la olvidara, porque ella no lo haría. ¡Qué carajo podía importarme su promesa en ese momento sino mi propio dolor!

De la rodilla nunca me recuperé del todo. Continué mi trabajo burocrático, inútil para servir en el frente. Tampoco pude volver a bailar el swing. Respecto a ella, aún con lo que había pasado, luego de un año de mi regreso a Nueva York me decidí a escribirle. Su madre se convirtió en intermediaria de nuestra correspondencia, lo que siempre agradecí. Gracias a ello obtuvimos una necesaria discreción sin perdernos la pista. Me amaba, como yo a ella, pero inevitablemente separados, como dos rieles de una misma vía. De no ser así, entonces ¿por qué le escribí, y por qué siempre respondió? ¿Por qué nos escribimos durante todos estos años?

Nunca mencionó a su esposo; y sólo muy de vez en cuando hablaba de sus hijos, pero casi por descuido. Yo tampoco mencioné esos aspectos de mi vida. Casi siempre comenzábamos por anécdotas triviales, para terminar con reflexiones sobre la muerte o el amor; sobre si uno decide ser feliz o solo es una lucha inútil y azarosa con el destino. Nos tuvimos la confianza necesaria para compartir aquellos pensamientos que normalmente estaban reservados para nosotros mismos, pero no la suficiente para hacernos la única pregunta que verdaderamente nos dolía.

Europa había padecido la guerra más cruenta de su historia, y entre las ruinas y el dolor brotaba, como el vapor tras una lluvia en tierra tibia, esa enorme necesidad de amarse los unos a los otros. Valérie Ferrand Moreau ha muerto.

Sí, has muerto. Pero me seguiste amando... y te seguí amando. Tengo la sospecha de que no nos defraudamos.®

 

México, D.F., octubre 1º, 1997 / mayo 31, 2006



* Voy a hacer un viaje sentimental / Voy a enviar tranquilamente mi corazón. / Voy a hacer un viaje sentimental / para renovar viejos recuerdos. // Tengo mi maleta y mi reservación…

 


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