El retorno 

                                                        { página de César Guerrero }

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 Publicado en Este País,  Sección Cultura (México, D.F.), No. 196, julio de 2007, pp. 8-11.
Publicado en Letralia, (Cagua, Venezuela), No. 172, 16 de septiembre de 2007.   

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Cuento

 

Los otros cinco habitantes del leprosario en que había vivido estaban muertos. Poco a poco se acabaron todos, por heridas infectadas y otro más por debilidad. Todos menos él. Casos como el suyo eran difíciles, pero no imposibles. Se había curado la enfermedad que de inmediato lo había condenado al ostracismo.

Así había dejado Yotvatá, donde vivía con Merab, su esposa, y Ner, su hijo recién nacido, a quienes dejó una modesta huerta de higos y un rebaño de corderos. No le autorizaron más de una noche para preparar sus cosas y marcharse. Era eso o el apedreamiento y luego el fuego, junto con sus pertenencias, algo que tuvo que hacer de todos modos bajo la mirada distante y absorta de su mujer.

De eso hacía ocho años. Los había ido registrando con marcas en una roca, contando las lunas. Ahora retornaría y bajo el monótono paso que le permitiría atravesar el desierto, era imposible dejar de preguntarse que habría sido de los suyos. Ner debía ser un jovencito, mientras que su mujer tendría veintisiete años.

Abner amarró sus sandalias, reservadas por si llegaba este momento, y tomó su cayado. Al erguirse miró de nuevo las montañas. Sin pensarlo más emprendió el camino, dispuesto a abandonar ese poblado en ruinas destinado a los leprosos. Tenía la vista fija en algún punto sobre la línea del horizonte, con el ceño fruncido para evitar el resplandor de la llanura. Había pasado mucho tiempo sin esa sensación, oculto tras los muros rotos y sin techo. Una pequeña alforja contenía la carne seca de tres liebres y todas las nueces que fue capaz de acumular. Para el agua dependería de los pozos a lo largo del camino.

Su mente entró en una especie de trance, se despejó de todo pensamiento distinto al de dar un paso detrás de otro, con euforia en el espíritu al caminar de nuevo hacia un destino lejano. Su paso era constante pero mesurado. Comenzaba temprano por la mañana, siguiendo la falda occidental de la cordillera que corría de norte a sur, desde el Mar Muerto hasta el golfo de Aqaba. Esto le ayudaba a evitar el abrasador rayo del sol casi hasta el mediodía, cuando debía guarecerse y descansar.

La imagen de la llanura amarilla que se extendía hacia el poniente vibraba, como calentada por el fuego. Continuaría al caer la tarde y podría aprovechar la luna en cuarto creciente para viajar durante buena parte de las gélidas noches. Había esperado a que fuese abril, a medio camino entre el invierno y el verano. Su única frazada lo protegía mejor del calor que del frío de las noches. En estas condiciones, catorce días deberían bastarle.

Sentía una debilidad en brazos y piernas que creyó permanente. Tampoco estaba seguro de la sensibilidad en la piel de sus extremidades, por lo que debía de tener cuidado de no lesionarse los pies, que revisaba a menudo. Más de uno empezó así, con un simple raspón enfermo del que se percataban por el olor y que luego se resistía a los remedios hasta convertirse en una gangrena mortal.

Encontró el primer pozo luego de dos días. Afortunadamente no había ningún viajero. De lo contrario hubiese sido difícil convencerlo de permitirle utilizarlo. Las minas de cobre que se encontraban hacia el sur era lo único que mantenía el deambular humano en esas tierras áridas y montañas ásperas.

La monotonía del paisaje era atenuada por los cambiantes colores del cielo. Cuando al fin encontró el cauce muerto y rojizo del río por la tarde del doceavo día, no quiso detenerse ahí, sapiente de que había llegado al término del viaje. Siguió el rastro que las piedras indicaban, rodeando uno de los tres montes que, separados de la cordillera por el río, rodeaban Yotvatá.

Al llegar, se dirigió primero al tabernáculo en busca del sacerdote. Lo recibió Elí, un levita que no conocía. Al enterarse del asunto, lo condujo fuera del campamento para examinarlo. Luego de concluir que estaba efectivamente curado, el sacerdote mandó traer dos pájaros vivos y puros, madera de cedro, púrpura escarlata e hisopo. Luego que se los trajeron, inmoló uno de los pájaros sobre una vasija con agua. Tomó el pájaro vivo, la madera de cedro y la púrpura y los mojó en la sangre del pájaro sacrificado. Con ello roció siete veces al hombre. Lo declaró puro y soltó al pájaro vivo, que se alejó veloz hasta confundirse con los tonos ocres de la lejanía.

Con un ansia indefinible, se dirigió a su casa. Al llegar no había nadie. Un hombre que pasaba le dijo que el muchacho volvería al atardecer, con el rebaño. Mientras volvía bajó al río y lavó sus ropas raídas, se bañó y afeitó todo su cabello, incluyendo las barbas, las cejas... Todo según le había indicado el sacerdote. Hambriento y todavía húmedo, aguardó el atardecer a la entrada de su casa. 

Cuando el muchacho estuvo de regreso tuvo que presentarse. Era un joven fuerte y casi adulto, que se llamaba Josué, no Ner, y que era hijo de Jehú. Josué le dijo que vivían en ese lugar desde hacía varios años, pero no estuvo dispuesto a decirle más a ese hombre extremadamente delgado, sin cabello y sin cejas en el rostro, todo lo cual le daba un aspecto muy extraño. Contrariado, Abner se dirigió entonces en busca de su hermano Jonatán.

Al llegar a casa de Jonatán se repitió una escena muy semejante, mas luego de reconocerse mutuamente, Jonatán lo abrazó y al hacerlo intercambió una mirada de preocupación con Esther, su mujer. Cuando el hermano recién llegado pidió noticias de su esposa y de su hijo, Jonatán no supo cómo contestarle. Sabía que Abner no estaba purificado del todo, por lo que únicamente le dijo que tendría que esperar algunos días antes de poderle responder esa pregunta.

Siete días pernoctó Abner a la entrada de la casa de su hermano, como mandaba la ley que Yahveh dictó a los hijos de Aarón. Mientras no estuviera del todo limpio tampoco podría acompañar a Jonatán ni ayudarle en las faenas, así que por el momento no tendría ocasión de resolver las dudas que sólo él estaba autorizado a responder. Esos días le sirvieron para recuperarse físicamente, alimentarse mejor gracias a la comida que preparaba Esther y dormitar, porque en realidad no dormía bien. ¿Qué significaba ese silencio de su hermano y de la gente? ¿Qué habría sido del pequeño Ner y de Merab?

Al octavo día le pidió a Jonatán dos corderos y una cordera del rebaño, los tres sanos y con un año de edad. Como oblación, Esther le preparó tres décimas de flor de harina amasada con aceite y un cuartillo del óleo y se dirigió a la entrada de la Tienda del Encuentro con Elí, el sacerdote, para finalizar su purificación ante Yahveh.

El sacerdote tomó uno de los corderos para ofrecerlo como sacrificio de reparación, además del cuartillo de aceite, que meció como ofrenda. Luego inmoló al cordero. Tomó sangre y mojó el lóbulo de la oreja derecha, los dedos pulgares de la mano y el pie derechos de Abner.

Luego echó parte del cuartillo de aceite sobre la palma de su mano izquierda. Untó un dedo de su mano derecha en el aceite y con él hizo siete aspersiones. Untó el aceite sobre la sangre del lóbulo y los pulgares de Abner. Con los últimos restos de óleo, el sacerdote lo ungió. Por último, ofreció el holocausto y la oblación sobre el altar y Abner quedó así expiado ante Yahveh.

Al volver de la ceremonia, hizo de nuevo la pregunta. Jonatán le respondió con una firmeza que no esperaba.

—Mañana, cuando saquemos el rebaño. Ahora descansa.

 

Esa noche no durmió.

 

—Este sacerdote no es el mismo que te confirmó la enfermedad.

—No, no es el mismo.

—Luego que te fuiste tu esposa tuvo un hijo.

—¿Cómo?

—Dos años después de que te fuiste. Ese hijo era de Ajías, el sacerdote.

 

Abner sintió cómo un escalofrío le recorría el cuerpo. Turbado, su incredulidad desapareció al notar que su hermano mayor le sostenía la mirada cuando le decía esto. Así, sin rodeos. Bajó la vista apesadumbrado. Jonatán aguardó pacientemente. Una idea cruzó la mente de Abner. Manchas en lugar de deformaciones, la ausencia de llagas... Dos cosas que lo habían diferenciado de los otros enfermos. La insensibilidad y la debilidad, en cambio, eran las mismas de los demás. Estos hechos lo confundieron. Luego recordó que el relato no había terminado.

—¿Qué les pasó?

—La gente se dio cuenta. Comenzaron a murmurar y los ancianos se juntaron. No esperaron la sentencia. Los dos se marcharon con su hijo.

—¿Y mi hijo?

—Era muy pequeño para un viaje largo. No más pequeño que de ellos, pero necesitaban ir ligeros. Lo encontramos ahogado en un pozo.

Abner sintió un mareo. Se hincó mirando el suelo. No ocultó su silencioso llanto. Luego se incorporó lentamente.

—¿Los encontraron?

—Sí. Los apedrearon en el camino a Canaán.

Lo merecían, a Abner no le cabía duda alguna. Pero no podía entender que Merab hubiese matado así a un hijo suyo, como tampoco que Ajías cometiese adulterio siendo sacerdote. ¿Cómo podía disfrazarse de esa forma el mal? Abner sintió un escalofrío. No era compasión sino ira e impotencia. Se daba cuenta que no podría vengar su dolor: ni la vida del pequeño Ner ni la ofensa y el oprobio hacia él. Jonatán se había alejado un poco para atender a un cordero que se había tropezado.

Mientras miraba a Jonatán pastar los corderos le surgió una idea. Se había enfermado, eso era cierto. Pero, ¿sabía el adúltero sacerdote que su afección era otra? ¿Era posible que aprovechara la situación para hacerlo a un lado? Tendría que ir a hablar con el levita.

 

—¿Recuerdas el color de tus manchas?

—Sí, eso creo.

—¿Tenías blanco el vello o sólo una mancha blancuzca al centro de la llaga?

—No, era todo del mismo color.

—Ya veo. Pero, ¿la erupción se hundía?

—No, no se hundía.

—¿En ningún caso?

—Hasta donde recuerdo, no.

—¿Ajías te recluyó por siete días?

—Sí, una vez.

—¿Sólo una vez?

—Sólo una.

Abner guardó silencio, dubitativo.

—De esto sí estoy seguro.

—Pues debieron ser al menos dos.

—¿Crees que se equivocó, que no era lepra?

—Estabas enfermo, pero no era lepra. Al menos, pudo evitar que te marcharas.

—Pero no quiso. Quería que me fuera.

—¿Por qué lo dices?

—Por mi mujer.

—¡Ah!, ¿ tú eres? Hubo otro enfermo poco después, no sabía cuál de los dos eras.

—Soy yo.

 

Esta vez fue Abner quien no respondió preguntas. Jonatán lo miró inquisitivo cuando lo vio entrar, pero el rostro de su hermano lo hizo desistir. No estaba seguro de sus reacciones, ahora que sabía la verdad. Temían por él. Más ahora que suponía que la entrevista con el levita había sido para confirmar que Ajías, el amante de su mujer, lo había engañado sobre su enfermedad. Ni Abner ni Jonatán pegaron ojo esa noche, pendientes el uno del otro.

         Comieron temprano, antes de la salida del sol. Mientras Jonatán preparaba al rebaño, Abner le dijo:

—Dame dos corderos, uno macho y una hembra.

—¿No vas a venir?

—No. Haré una ofrenda—, mintió.

—¿Seguro que no vienes?

—Sí. Te veré cuando vuelvas. No te demores, se hace tarde.

Jonatán decidió no insistir. Se dio la vuelta y comenzó la marcha. Había una brisa más fuerte que de costumbre. Abner no despegó la vista de su hermano hasta que se disipó el polvo que levantaba su rebaño sobre el arco de la colina, en el horizonte. Entonces preparó un hato con agua y provisiones mientras Esther salía a la huerta. Se tapó la cabeza rapada para protegerla del sol y siguió los pasos de su hermano con los dos corderos. Caminó hasta el lugar donde había visto perderse la silueta de Jonatán y se detuvo unos momentos. Luego descendió la colina y al llegar al valle se desvió hacia el norte. Abner había comenzado el retorno. ®

  México, D.F., junio 2006

 


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