Salió deshebrada por la
rejilla teñida de negro para reunirse consigo misma apenas un centímetro y
una fracción de segundo después. Se sentía como el aire en el viento y
como el agua en el agua -dócil, melodiosa- extenderse como la luz en la
sombra, hasta dejar intocado el último rincón de la habitación, de la
piel de alguien que vibraba con su voz; y se sentía concentrada de nuevo
hasta vaciarse y ser absorbida por la elasticidad de una membrana que la
traduciría a la conciencia.
El hombre se levantó de
la cama, se tentó el bolsillo del pantalón mientras con un paso se
colocaba frente a su escritorio. Sacudió la cajetilla y extrajo un cigarro
que colocó entre sus labios de hule. Descorrió la cortina. La puerta azul
del edificio de enfrente se abría y salió un muchacho con un tubo bajo el
brazo. Se alejó silbando entre los automóviles estacionados. Al poco rato
pasó el repartidor del agua embotellada. El hombre se preguntó si también
sabría a sal.
Sintió cómo la
sembraban de recuerdos que desconocía, y que sonaban como una lluvia tenue
y una puerta cerrándose. El temblor de unas manos y el sabor del miedo.
Pero no supo de qué. Le sorprendía que cada vez fuera distinto. Ella seguía
corriendo, desenrollándose por la vereda de los minutos. Supo que también
tenía vagos recuerdos pre-natales. Se recordaba a sí misma como una idea
nebulosa desvaneciéndose en el aire un momento, negro como el sueño que
aun no comienza, luego reproduciéndose en fragmentos que se rompían y se
volvían a armar, a veces seguros, a veces tropezando, hasta obtener
aprobación con una leve inclinación de la cabeza. Se sentía entre el
tacto de unos dedos sobre el filo de las cuerdas, sobre la cubierta de plástico
de las teclas de madera.
Aquél hombre también
miraba una ventana, antes de cerrar los ojos y detener la cinta.®
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