Gravitación

{ página de César Guerrero }

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Cuento

 

En realidad, me es difícil ponderar aquellos días. Creo que es lo de menos. De cualquier manera sucedió, y es eso lo que importa. A veces quisiera pensar que no fue deliberadamente en mi busca -bueno, eso es muy arrogante-  en busca de alguien como yo. No es usual que una mujer como ella entre a un antro así. Tampoco era usual que yo lo hiciera... solo, quiero decir. Pero, supongo que por estar en ese estado de ánimo en que cualquier cosa da igual, aquél día lo hice. Entré a un antro de tantos. Yo tomaba un desarmador en una mesa un poco apartada del paso. Desde las bocinas se deslizaba una canción clásica del rock español de los ochentas, algo pop y hasta melosa, pero buena. Se entiende que el ambiente era muy relajado y, por lo tanto, no sabía si empezar a escribir algo ahí -a veces escribo- o simplemente dedicarme a mirar beber a los otros parroquianos. Entonces apareció. Su cara hermosísima destacando extrañamente en medio del mar de gente y caminando hacia la barra. Su apariencia de rasgos finos, aún cuando tenía todos los rasgos de una mujer, se confundía de pronto con el aspecto de un joven adolescente afeminado, quizá por usar el cabello corto, a la K.D. Lang. Pronto me desentendí de esa curiosa imagen de efebo ante su ineludible seducción de mujer.

    La alcancé en la barra. Usualmente al inicio soy tímido, pero haciendo un esfuerzo, consigo entablar un diálogo discreto y decoroso. Ya no recuerdo qué fue lo que dije. Al poco me hizo una seña con la mirada y, sin modificar en lo absoluto su talante inexpresivo, me llevó a bailar. Y bailamos. Pero era como si yo no estuviera ahí, como si bailara sola. Nadie vino a pedirla, sin embargo. Su mirada se hallaba perdida frente a mí, atravesándome. Tal vez... tal vez en otra ocasión me habría marchado pronto. Pero no lo hice. Por el contrario, poco a poco me convencía cada vez más de su belleza. Admiraba la extraordinaria esbeltez y voluptuosidad de su cuerpo, certeramente combinadas, moverse armoniosas y gráciles en el reducido espacio. Intenté hablarle. Una mirada a los ojos me detuvo en seco. Sonrió levemente. Era la suya una sonrisa giocondesca, casi imperceptible en sus pálidos labios delgados; de una coquetería envolvente, pero a la vez distante.

    Se marchó sin pronunciar palabra.

    No vino la siguiente semana. Tampoco a la segunda, ni a la tercera. Mientras tanto me acostumbraba al lugar en cuestión, movido irreductiblemente por el recuerdo de sus ojos negros y brillantes como sus cabellos lacios y breves, de su nariz blanca y algo respingada, de sus muslos y caderas marinas, sus dedos finos levantando el vuelo desde las mangas de su saco negro, de sus senos redondos y orgullosos marcando sedosamente su camisa; movido en fin, por los mil y un detalles con los que construía y reconstruía su imagen a lo largo de los días. Se apareció a la cuarta semana, plazo que me pareció razonable -no me pregunten por qué. (La verdad es que tenía el vago presentimiento de que la hubiera esperado por una eternidad). El trato fue el mismo, confirmando una especie de ritual consistente en una copa, una canción, y el adiós en silencio. Más tarde comencé a aderezarlo con ‘pláticas’ en la barra, estirando un poco el rato que permanecíamos en ella. Comencé hablándole de literatura, de arte, de cine. Ella me escuchaba con atención, mirándome fijamente. Luego le confesé que escribía. Que escribía poesía. Jamás me preguntó si a ella. Y de ahí a cuestiones similarmente personales pero muy sintetizadas. Entonces me sacaba a bailar. Eso sí, siempre separados. Nunca me atreví a abrazarla, y supuse bien que nunca me hubiera permitido hacerlo. No se trataba tan sólo de un ritual construido por la costumbre, sino también de una especie de pacto no formulado en lo que a acercamiento físico se refiere. Me complacía con una cercanía moderada a su presencia, a su persona, cada semana y por un período que rara vez excedía la media hora.

    Dicen que el silencio es el preludio de la creación. ¿De qué?... supongo que de muchas cosas. Ella tenía la insólita virtud de hacerme sentir enriquecedoramente vinculado con el silencio, con su silencio. Un silencio expectante, mas no interactivo. Silencio. Yo me prestaba al mismo en buena medida por el deleite físico, o más bien visual de su presencia. Pero no era sólo eso. Entre el barullo común de cualquier lugar público, ella era como el despuntar ofuscante del sol en un amanecer en el desierto, ocultando tras su cortina luminosa todo aquello que queda tras de sí. Extendía esa sensación de soledad, con uno mismo y frente al mundo, en que se perciben sensaciones profundas y personales con una indefinición de exquisita sutileza. De modo casi inconsciente, diluido tras la luz deslumbrante de la belleza, me sentía confortablemente atrapado en ese punto medio entre la efímera soledad con uno mismo y la compañía física sin mácula por una barrera en la mirada. Y hubiera preferido que se mantuviera de ese modo.

    Pero uno no puede resistirse a la duda. La curiosidad ha llevado lejos al hombre, tal vez demasiado lejos, y en esta ocasión no fui la excepción. La suposición de que era muda resultaba pueril. Siempre pedía algo diferente, y aunque yo nunca escuché su voz, un diálogo obtuso con el barman confirmó pronto, mediante una sencilla inferencia, la falsedad de mi suposición. Lo que sí era categórico es que nadie sabía su nombre y que siempre pagaba en efectivo. Entonces, un día la seguí. Lo hice con una frialdad y habilidad admirables, para mí inusitadas. Primero por Miguel Ángel, luego Insurgentes hasta pasar Viaducto para después doblar en Álvaro Obregón. Se detuvo cerca de una cerrada de la Roma. Bajó de su auto. Cruzó la calle. Comencé a seguirla a una distancia prudente sobre la banqueta húmeda. Ella se detuvo justo en la esquina y bajo la luz de un poste atenuada por el follaje de uno de los viejos árboles, que cubren parcialmente los paroxísticos  racimos de piedra labrada que adornan los dinteles de las casas. Tras unos minutos de espera, apareció una silueta impenetrable al extremo de la calle. La besó. Sin notarlo, salí de la sombra y quedé justo bajo la luz oblicua de una ventana de madera blanca. Ella volteó a verme con una mirada fugaz y certera como flecha, que rebotó en el punto más profundo de mis retinas de vuelta hasta las suyas, brillando desde la penumbra. La pareja se adentró en el callejón. 

   Pasé meses soportando estoicamente el pago justo por mi atrevimiento, con la esperanza, que sabía inútil, de verla regresar y establecer una vez más ese extraño pero inefable y reconfortante monólogo de palabras mío y monólogo de miradas y silencios suyo. De verdad esperé. Cuando por fin decidí buscarla de nuevo en aquel lugar, harto de respetar en vano un pacto ya violado, comprendí total y amargamente la magnitud de mi torpeza. Fue como si al tratar de sentir su textura hubiese derrumbado una escultura irrepetible, hecha de arena fina simulando la dureza blanca del mármol -una imagen tan definitiva e irrevocable como verla disolverse en el viento del desierto. El otrora muy visitado bar para seguidoras de Safo yacía ante mí como un mero recuerdo lamentable y decrépito empapelado por letreros de “CLAUSURADO”.®

 


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