La muerte de Francesco di Marco de Venecia

                                                        { página de César Guerrero }

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Publicado en Opción. Revista del alumnado del ITAM, México, No. 106, febrero de 2001, pp. 37-44. 

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Cuento

 

Hoy, que recuerdo detalle a detalle aquellos días tan importantes para mi humilde existencia, me tranquiliza en verdad que el gran negoziante que fue don Francesco di Marco de Venecia muriera, arruinado ya y yaciendo en un lecho humilde, como vil hijo de tabernero de Savona, a sus 53 años. No se piense de mí que por decir tal ahora hubiera deseádole mal alguno. Por el contrario, lo digo con alivio a sabiendas de que la hora de su muerte -loado fue el Señor con su alma atormentada- fue justa. Don Francesco expiró siendo yo un joven fraile agustino -de la misma orden que Lutero-, en aquel, ya tan lejano año, de 1550. Se avecinaban tiempos difíciles. Carlos V, agotado en suma, sin haber conseguido reunir de nuevo a la cristiandad, comenzaría sus abdicaciones desde 1555 en favor de su hijo Felipe y su hermano Francisco, para asilarse en su palacio de Extremadura, cerca del monasterio de Yuste, y morir así, el 25 de octubre de 1558. ¡Cómo le hubiera dolido al signore Datini presenciarlo! Admiraba el tesón del rey Habsburgo frente a las alianzas que el Papa Clemente VII, Francisco I de Francia y los venecianos entablaban en su contra. Datini lamentó profundamente los continuos fracasos del Concilio de Trento, pues si bien se reconoció siempre como un pecador sin salvación, no por ello escatimaban en él arrepentimiento y amor a su religión y a la Iglesia, sentimientos por muchos años ocultos. Un año antes -1557- estallaría la crisis financiera, y en 1566 iniciaría el dominio del Imperio otomano con su nuevo sultán, Selim II, sobre Chipre. Esto afectó con dureza al próspero principado veneciano, pues clausuró la puerta a las mercancías de Anatolia, Siria, Palestina y Egipto.

Sí, que él hubiera contemplado esto último habría sido muy doloroso, pues don Francesco se definió como el último comerciante aguerrido que le dio nombre a la gloriosa Venecia.

            Le conocí a raíz de una orden que me dio el abad Ciapelleto, en ese entonces superior mío. Algún viejo amigo de di Marco Datini le informó sobre su salud y le dijo dónde era posible encontrarle. Lo halló en casa de una mujer piadosa que recibía enfermos atendidos por las monjas junto con un marinero sifilítico, en uno de aquellos arrabales venecianos que contrastaba con la belleza de sus más hermosos lugares. El abad me ordenó visitarlo y confesarle, pues deseaba que yo me instruyera en las labores propias de la clerecía pero, en realidad, dicha orden fue producto de la aversión que le causaba la posibilidad de ver al otrora ilustre y poderoso personaje en tan lamentable estado, misma que no pudo evitar traslucir.

La primera ocasión que visité a don Francesco, éste me recibió con ronca agresividad.

 

-Buenas tardes, signore Francesco.

-¿Quién es usted?

-Me dicen que agoniza, y me han pedido que venga a confesarlo y a ungirlo con los santos óleos.

-¡Váyase! No tiene nada que hacer por mí.

-Pero...

-¡Haya misericordia agora el cielo y llore por mí la tierra!

-...vengo a transmitirle la misericordia de Dios.

-¡No blasfemes! ¿Acaso no sabes que "aquél que ama el oro carga con el peso de su pecado, aquél que persigue el lucro será víctima del lucro. Inevitable es la ruina de quien fue presa del oro"?. ¿No recuerdas eso mozuelo?

-¿Salmos?

-No. Eclesiastés. Y vete ya. No me servirán de nada tus plegarias.

 

Por aquellos días yo era, hasta hacía poco, un novicio venido de un pueblo pequeño de la Selva Negra. La fuerza y el empuje propios de la juventud me motivaron a insistir en aliviar un poco a esa alma atormentada, que yacía moribunda en un humilde barrio veneciano, junto al marinero genovés, quien murió a los pocos días. Poco a poco, y tras muchos intentos y pacientes esperas y plegarias mías a su lado, Francesco, el otrora poderoso negoziante de la familia de los Datini, comenzó a revelarme, tal vez a pesar de su orgullo, los motivos de su terrible angustia, como quien, escudado tras la insolencia, arroja de sí una carga pesada y nauseabunda.

-¡Ay, ay de mí!

-¿Le duele algo acaso, signore Francesco?

-El alma. No hay salvación para mí.

-Dios perdona a los que se arrepienten.

-Todo el arrepentimiento del mundo no bastará para salvarme. Soy un pecador, hijo. Y pecador y negoziante son prácticamente lo mismo. Mi alma se debate entre el arrepentimiento que quisiera poder elevarse a la pureza y mi debilidad por el oro y la intriga, que no me abandonan. Mírame, aquí agonizo sin nadie que me recuerde; arruinado, vilipendiado por toda esa sarta de judíos en quienes confié. Camino de Constantinopla, compraron a uno de mis más confiables espías en la feria de Lyon, durante la Pascua Florida. Me arruinaron esos judíos malditos, porque has de saber que peor que un judío es un marrano, y así me vendieron como vendieron a Cristo: por treinta denarios.

-No sea usted soberbio, arrepiéntase de sus pecados.

-Ah, pero qué vas a saber tú de todo esto si eres tan sólo un necio novicio que no me deja en paz.

-Signore Datini, si usted se confesara libraría su alma del terrible peso que la acongoja.

-Voy a decírtelo todo, ingenuo cleriguillo... ¿Qué sabes tú del mundo? Nada. ¿Qué sabes tú del negocio y del dinero? No, no me he de confesar, he de blasfemar contra todo. Ingrato es el mundo y lo comprendemos muy tarde, y entonces, más ingrato es aún.

Hubo una larga pausa.

-¿De dónde dices ser?

-De la Selva Negra, entre...

-¡Claro! ¿Y conoces ya Nüremberg, Brujas, Amberes, Génova, Lisboa, Trípoli, Constantinopla? No, apuesto a que no los conoces.

-Usted tiene razón. Acabo de llegar a Venecia. Mi más grande anhelo es ir a Roma y conocer al Papa.

-A Clemente VII. ¿Crees que tiene tiempo para escuchar a alguien tan insignificante como tú en estos tiempos de herejía desatada? ¿Hace cuánto que llegaste aquí?

-Hace un mes.

-¿Has visitado la ciudad, qué piensas de ella?

-Es bellísima. San Marcos, Santa María de la Salud... Nunca había visto nada igual. Pareciera que toda la riqueza que nuestro Señor creó estuviera aquí.

-¡Pobre de ti, también te deslumbra la pureza del oro, el brillo de la plata, la blancura inmaculada del mármol de las estatuas! Si visitaras el Rialto, sabrías que para conseguir todo esto es necesaria la intriga, que la única lealtad es la que puede comprar el dinero, y sólo mientras nadie ofrezca más. No admires la osadía del gran mercader, porque no basta la osadía para triunfar en los negocios. ¿Acaso no sabes de la especulación, acaso ignoras que encarecemos las mercancías retardando los buques deliberadamente, alternando las rutas cortas por largas; no has escuchado del arte del espionaje, que ahora torpemente quieren imitar los Valois para apoderarse de los principados italianos; acaso no sabes de los contratos desventajosos que hacemos con cada uno de los manufactureros, ocultándoles lo que sabemos del estado de los grandes mercados? ¿Has visto alguna vez los edificios sede de los mercantes de la seda? ¿Has visitado los arrabales en donde se producen esas maravillas, has visto a la gente que las hace? ¿Es que no ves el robo, el engaño, el timo? ¿No recuerdas a Santo Tomás, el de Aquino, quien dice que "el vender más caro o comprar más barato del precio real del objeto, de suyo es injusto e ilícito"? ¿O cómo creías que se hace el negocio? ¿Pagando lo justo a quienes tejen la seda, a los agricultores el trigo? ¿Vendiendo al  precio que valen las porcelanas, las especias, las sedas y la cristalería a los reyes y a los ricos sibaritas? Pensar que eso no es sino lo más ingenuo. No, tú no tienes idea del mundo, del gran comercio. Yo amé el oro, y lo seguiré amando para mi desgracia y condena eternas. El negocio no conoce escrúpulos, y mi padre y mi abuelo lo supieron bien. Por eso fueron los comerciantes que fueron. Yo, como todo hijo primogénito, heredé sus riquezas. Desde muy joven viajé con mi padre a fin de instruirme en las artes del comercio. Conocí los puertos de la Ruta de Levante: Beirut, Trípoli, Alejandría. Conocí los fonduks, los bazares, el besestán de Estambul. Siempre admiré la osadía, el dinero y el lujo. Hoy no queda nada para mí de todo eso. Y temo que para las ciudades italianas tampoco. Ahora las grandes rutas no pertenecen sólo a Venecia, a Génova, a Milán o a Florencia. Francia nos ha perjudicado mucho. Pero igualmente el dominio portugués de la pimienta, el descubrimiento de las nuevas rutas, y quizá el comercio con las Indias llegue a hacerlo a su tiempo. No es ya sólo el Mediterráneo por donde transitan los barcos mercantes. Perdemos dominio. Nos perjudicará a la larga el crecimiento de Amberes, que asfixia ya a Brujas. Ahora todo eso se desplaza lentamente hacia Amberes, Nüremberg, Lyon y Lübeck. Algo, quizá aún bastante, hemos conseguido de ellos mediante la gran ruta del Brener. La Fondaco dei Tedeschi siempre está rebosante, pese a todo. Pero es por todo esto que las grandes familias venecianas dejan los riesgos del comercio para comprar tierras y más tierras. Yo no. Yo era de los pocos comerciantes aguerridos que le quedaban a Venecia. Mi precipitación, necia para mi edad y experiencia, me llevó a la ruina, como yo arruiné a muchos otros menos poderosos. Ne pas metre tous ses oeufs dans la même panier, dicen. Necio de mí que lo olvidé, cegado por mis melancolías de viejo, ansiando recuperar esa ingenua osadía juvenil. Hoy existen poderes más grandes que los de los negoziantes venecianos. Así he perdido mi fortuna y a mis socios. Nadie en el mundo queda para mí.

Intrigóme tanto su despecho y su rencor, que pasaron días en que busqué la manera de preguntarle lo que le habían hecho los judíos, sin que me atreviera a hacerlo. Aún en su fatigoso estado, el signore Di Marco poseía una deslumbrante autoridad, que menguaba mi confianza. Un día, armándome de valor, conseguí hacerlo.

-¿Cómo fue que lo arruinaron, signore Francesco?

¿De verdad quieres saberlo?

-Sí.

-Por imprudencia mía. Desde hace algunas décadas el negocio mercantil se tornó riesgoso en demasía, de modo que muchos marinos mercantes prefirieron retirarse. Yo no. Yo siempre he amado la aventura.

-¿Cuáles eran los riesgos?

-El rey de Portugal consiguió crear un monopolio de las especias. Nosotros promovimos entre la gente la idea de que la pimienta portuguesa llega ya oreada luego de los largos viajes bordeando las Antípodas. Pero no ha surtido efecto, igual se las compran. Por otra parte, las guerras de los franceses por apoderarse de Roma y los principados italianos, así como los intentos españoles por sacarlos desde Sicilia, han entorpecido el tránsito al comercio.

-¿Pero, acaso no hay mucho comercio ahora con el Norte?

-El comercio con el centro del Sacro Imperio Romano, con Nüremberg y Lyon, constituyeron otra salida; pero ya no es emocionante como el comercio por mar y con Oriente.

-Pero es comercio.

-No, muchacho, no. A veces pienso que no debo arrepentirme. Me arriesgué. Hice lo que ya nadie hacía, ni aún mis más aguerridos compañeros y socios. Al menos pude demostrarles de qué madera estaba yo hecho. Fui el único que osó realizar esa empresa. Tal vez haya valido la pena salvar el honor, aunque lo perdiera todo. Lo que lamento es no poder seguir. Ya estoy muy viejo. Nadie se fiaría de mí, y los tiempos de escasez han terminado por tumbarme en este lecho de enfermo.

-Aún no me ha dicho cómo sucedió.

-En un banquete, mis más cercanos amigos me confesaron su decisión de comprar tierras y continuar como agiotistas, pero en empresas distintas a las navales. Indignado y locuaz debido al vino que había ingerido, juré realizar la más grande inversión en una mercancía hecha jamás en la historia del comercio veneciano. Yo sería el más osado negociante que Venecia hubiera conocido jamás, cosa que logré. Así quedé comprometido. Mas no contaba entonces con suficiente oro y plata para enviar mis navíos por las exclusivas mercancías que sabía llegarían a Beirut, en las cáfilas procedentes de Turquía y de la India. De manera que pedí prestado lo que me faltaba a un judío de Génova, quien tenía familiares en Constantinopla y que constituían entre ellos una red experimentada en el comercio con Oriente. Contaba con poder pagarle conforme algunas de mis flotillas llegasen a puerto.

-¿Y por qué no pudo pagarle?

-Porque yo desconocía un nuevo trato de Beirut con Cartagena para transportar dichas mercancías por El Cairo y Trípoli, pero sin pasar por Italia. Mis informantes fueron comprados deliberadamente. Cuando mis barcos mercantes llegaron a puerto, no había nada qué cargar, y una de mis flotillas encalló perdiéndose así muchas especias y trigo egipcio. No pude pagar a tiempo, y Melquíades y los suyos me arrebataron todo según las leyes financieras y comerciales. De algún modo, el judío Melquíades supo de mi promesa y conocía bien la situación de mi flota. Sabía que podía arruinarme, cosa que hizo para quitarme del camino y favorecer, a la larga, a los franceses en sus frustrados avances sobre Italia. Se sentían agraviados por España desde su expulsión, y el gran Carlos V es uno de sus grandes enemigos.

-¿De verdad no se arrepiente?

-No, no podría arrepentirme. Conseguí lo que quería. Lo que no soporto es haber sido traicionado, haber caído presa de un judío.

-Yo me refería a sus pecados. Aún puede salvarse, su agonía durará poco.

-No hablemos de ello. Es inútil.

-Creo que puede salvarse.

-¿Viste al marinero sifilítico? Murió hace unos días.

-Sí. ¿Por qué lo pregunta?

-Ese hombre formó parte de mi marina. Aquí lo supe. Él no sabía quién era yo. Su piel estaba ya muy curtida por el sol, y su cuerpo débil por la vida azarosa. Su alma estuvo tan solitaria como la mía: él hundido en la más honda pobreza, yo, en mis lujos vanos pero irresistibles; él, sin patria ni punto fijo o familia, y yo, manejando destinos como el suyo sin pensar en ello desde mi sede veneciana. Sin fortuna, no tengo herederos; él tampoco. Mis riquezas han pasado a manos de otros ladrones y mentirosos que, como yo, ávidos de oro, seguirán haciendo lo que deseen con todos esos labriegos, buhoneros, maestros y marineros pobres, a fin de incrementar su poder. De nada sirve pues, el arrepentimiento mío o de mis enemigos. Muy grandes han sido nuestros pecados: la avaricia, la mentira, la codicia...

No insistí más. Siendo un clérigo pueblerino como entonces lo era, esas conversaciones -porque nunca se dejó ungir los santos óleos y murió una mañana en que yo no había salido aún para ir a su lado- me causaron una gran impresión: a mí, ignorante entonces de toda la maldad de los hombres ricos devorándose entre sí como lobos sólo por codicia y no por hambre; a mí, ignorante de la violencia de las calles, entre las hordas de pobres y vagabundos en busca de supervivencia, pasto seco para el fuego de las futuras pestes. El mundo dejó de ser el ideal pacífico de mis sueños de niño, un mundo que creía celoso de las enseñanzas de Cristo y de los padres de la Iglesia. Me encontraba de golpe ante un mundo sombrío bajo los truenos del luteranismo, el calvinismo, las revueltas campesinas de Brandenburgo, Brunswick y Bohemia, el desconcertante descubrimiento de las Indias, la amenaza del Imperio Otomano, las guerras religiosas de Francia, la peste, la terrible pobreza en aumento y la riqueza cada vez más cínica y ostentosa de las ciudades tocadas por la avaricia del comercio, que desde entonces, calladamente primero, abiertamente después, comencé a desdeñar. De ese modo me convertí en monje franciscano.

 

Manuscrito encontrado junto al testamento del P. Franz Brunner.

Vittorio d'Angelo. Amanuense.

Marzo 25 de 1596.

 

 


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