Chongos zamoranos

{ página de César Guerrero }

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Publicado en Este País,  Sección Cultura, No. 209, agosto de 2008, pp. 10 - 12.

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Cuento

I

 

A doña Sara le gustaba mirar su retrato de bodas. Su marido le encantaba, especialmente en esa foto. En cada etapa de su vida fue bien parecido. Hasta la fecha. Recordaba bien la envidia de sus amigas, el deseo frustrado de las mejores muchachas de San Luis. Sara fue una joven bonita, una hermosa mujer. Y precisamente en esa foto, ella lo toma vanidosa del brazo, satisfecha de su trofeo, de ser ella la agraciada esposa del soltero más codiciado de la región, por su galanura, su dinero y su abolengo.

Sara toma ahora la libreta para repasar el orden en que debe administrar los medicamentos a Rubén. Sentirse segura le toma dos o tres revisiones, alternando la vista entre sus notas y las cajas acomodadas sobre el buró. Doña Sara es minuciosa.

Rubén piensa que hoy es sábado. Lo desmentiría el periódico desparramado sobre la cobija, pero él no le hace ningún caso. Más bien, está absorto en la luz que entra por la ventana. Afuera hay un naranjo. Y ese naranjo filtra entre sus ramas el sol matutino y teje una bella telaraña de sombras y destellos en las paredes del cuarto. Así amaneció cuando él y Julieta se juntaron por primera vez. Desde entonces le gustaron los naranjos. Se detenía a admirarlos en las huertas. Y por supuesto, sembró uno en el jardín de su casa, frente a su recámara, porque le recordaba los fragantes muslos de Julieta.

Sara se acerca con media pastilla de donepezilo en una mano y con el vaso de agua en la otra. Rubén sigue mirando la ventana. “Anda, tómatela,” le pide sonriente. Entonces Rubén voltea a verla, sorprendido de mirarla despierta, y le dice, “¡Mmm, Julieta, cómo me gustan tus pechos! Te voy a regalar una cadenita larga, con una perla, para que la cuelgues entre ellos y sólo yo pueda mirarla.”

–Soy Sara, no Julieta. Ándale, tómate la pastilla.

 

 

II

 

–¿Cómo está mi Papá?

–Muy bien hija, está dormido.

–¿Y tú?

–Aquí, mira. Guisando un cuete para mecharlo. Ya ves que le gusta.

–Ay, mamá, tú nunca le hacías cuete. Ése de seguro se lo hacía su otra vieja, no te hagas.

–No digas eso. Yo siempre le hice cuete. ¿Qué ya no te acuerdas?

–De veras que ya no sé quién es el enfermo aquí. Si tú o él.

Adriana no solía visitar a su padre. En realidad iba a ver a Sara, su mamá. A él lo odiaba. Pero las respuestas de su madre la hicieron subir a la habitación, para ver si encontraba la manera de desquitarse. Ahí estaba el viejo, con la cabeza ladeada sobre el hombro izquierdo, dormido en la mecedora. Por las comisuras de los labios escurría saliva. Se puso a buscar la caja de los kleenex en el closet y en los cajones, azotándolos a propósito para despertarlo. Tiró un portarretratos y el frasco de una crema. Don Rubén comenzó a toser, alzó la vista y se quedó mirando a Adriana. Luego se reacomodó en la mecedora para volverse a dormir.

–Papá. ¡Papá!

Rubén confundió la voz de su hija con la de la muchacha de una de sus ex sirvientas, una que tuvieron hace como veinte años.

–Chabelita, ya va siendo hora que sepas que no tienes papá.

 

 

III

 

Desde que don Rubén dejó de presidir la mesa del comedor, Sara recibe a sus hijos en la cocina. Los muros forrados de mosaicos amarillos y la lámpara de neón le han dado un tono antiséptico a las comidas, en especial las de los fines de semana. Para romper con esa sensación, Sara se reserva el extremo del antecomedor que tiene la estufa a las espaldas y de frente la puerta del traspatio. Así puede mirar el plato de croquetas de Leo, un pastor alemán reumático; el bote de la basura y una vieja escoba recargada en el bóiler. La de hoy es una comida particularmente silenciosa. Su hija Adriana se empeña en rascar el fondo de la flanera para limpiar la cremita del arroz con leche.

–Tengo más, por si quieres repetir.

Adriana niega con la cabeza y deja a un lado la cuchara. Cruza los dedos de las manos y voltea a ver a su madre. Sin dejar de mirarla, inspira hondo y expulsa el aire por la nariz con un silbido, pero es Carlos quien habla, carraspeando como preámbulo.

–Mamá: Adriana y yo hemos estado hablando. Creemos que lo mejor sería internar a mi Papá en una clínica especializada, en la mejor de todas.

–¡De ninguna manera! ¿En qué andan pensando ustedes?

–Atenderlo te hace mucho daño. Además, pronto no podrás hacerlo sola.

–¿Cómo va a ser? ¿De cuándo a acá querer a alguien le ha hecho daño a uno?

Adriana interviene con una mueca de impaciencia.

–Ya no te finjas ingenua como cuando estabas jovencita, Mamá. De sobra lo conoces. ¿Qué no aprecias un poquito tu vejez? Descansa ya de mi Papá, no tienes por qué escuchar cada uno de sus desvaríos.

“Sabes que el dinero no es problema”, añade Carlos.

–Tienes razón, Adriana, nadie lo conoce mejor que yo. Con los años, el amor madura.

El sonido del palo de la escoba al caer sobre el piso los distrae. Es Leo, que en su andar impreciso la tiró. Hurga con el hocico las croquetas. Carlos continúa.

–Mamá, Adriana me dijo que ayer te confundió con Julieta.

–¡Ya le dije a Adriana que el cuete se lo hacía yo, ustedes siempre lo comieron! Ahora no se acuerdan. Hasta parece que los contagió. De aquí no se lo llevan. Si me separan de él, me mato.

 

 

IV

 

Sara acaba de acostarlo. Sentada en la mecedora, junto a una lámpara de lladró para iluminar su bordado, lo escucha roncar y no logra concentrarse. La propuesta que le hicieron sus hijos le dio miedo. Sara nunca pensó proferir una amenaza así. Pero había surtido efecto. Sara es obstinada, sus hijos lo reconocen mejor que nadie. ¡Una clínica! La peor etapa de su vida fue aquella en que Rubén la dejó para irse a vivir con Julieta. Cómo hirió su orgullo. Pero al final regresó, reconoció que ella era mejor. Otras conquistas habían sido presa fácil de su simple presencia, ofreciéndose con mal fingida mesura. Él por su parte era un hombre con mucha seguridad, no tenía por qué negarse conquistas de un rato. Mas ninguna de esas le robó el techo. Por eso es que nada se lo quitaría otra vez, ni siquiera esta enfermedad o los argumentos de sus hijos. Salvo por Julieta, Rubén no descuidó el conquistarla. Tampoco ella a él. Rubén le cumplió.

 

 

V

 

Carlos veía el futbol cuando sonó el teléfono. Era Helena, su media hermana, con una solicitud. “Está bien, puede usted verlo, pero con la condición de que yo esté presente en todo momento. Y por favor, evíteme la pena de negarle la entrada a su madre. Venga sola.” Carlos colgó oprimiendo el botón. Cuando escuchó de nuevo el tono marcó a la casa de sus padres.

Ese domingo, él mismo abrió la puerta. Helena nunca había estado en esa casa. La sala-comedor era grande y oscura, el piso de mármol y los muebles poseían una elegancia decrépita. Carlos interrumpió sus miradas furtivas “Mi Mamá”. “Buenos días”, dijo Helena. Sara le extendió la mano. “Buenos días. Los dejo, salgo a misa”, y le cedió el paso para subir las escaleras. Carlos subió detrás de Helena. La habitación de don Rubén, a la derecha, al fondo, daba al jardín trasero y estaba bien iluminada. Rubén leía. Helena se sintió transportada a su niñez. Recordaba esos pantalones, esas rodillas y la voz de su padre leyéndole cuentos los domingos. Durante quince años había dejado de verlo. Su mamá nunca les dijo el por qué. Al verlo de nuevo, su aspecto le desconcertó. Completamente canoso y con menos pelo, sí, pero igual de robusto. Le recordó a Marlon Brando interpretando a Vito Corleone, aunque sin el esmoquin.

–Papá, tienes visita.

–¿Papá! Hace mucho que no nos veíamos. ¿Cómo estás?

Rubén alzó la vista del libro. La miró con un brillo de alegría en los ojos. A Helena le puso muy nerviosa esa mirada, que le pareció ostentosa ante la presencia de Carlos.

–Ven, acércate. ¿Por qué no habías venido a verme?

Helena dio un paso, insegura, se acercó por el lado derecho de la cama, puso una rodilla en el piso y Rubén acercó la mano a su mejilla. Notó una piel suave y cálida.

–Te ves diferente, pero me gusta ese corte de pelo que traes.

–¿Sí? muchas gracias. En realidad nunca lo he cambiado, a lo mejor es el tinte. Ahora lo traigo castaño.

–No sé Iris, pero te ves muy bien. ¿Sabes que tú eres la más pequeña y más bonita de todas mis hijas, mi preferida? ¡Qué bueno que viniste!

Helena se incorporó y dio la media vuelta. En la mirada de Carlos notó el mismo desconcierto, la misma rabia, pero no esa tristeza inmensa que ella estaba sintiendo ahora. Ya debían estar acostumbrados, supuso. “Muchas gracias”, susurró al pasar junto a él para bajar apresuradamente la escalera. Helena se sabía parte de la familia ilegítima, pero nunca supo de ninguna media hermana que se llamara Iris. “Iris, ¿cuándo regresas?,” preguntaba su padre.

 

 

VI

 

Rubén salió del baño y miró el postre que Sara le había hecho. Al probarlo, lo masticó con lentitud. Entornó los ojos hacia su mujer. “¿Qué tal?”, ella preguntó sonriente. Rubén hizo una pausa.

–Está muy bueno. Pero la verdad, Carla, este postre le queda mejor a Sara. ¿Por qué no me haces mejor esos chongos zamoranos que sólo tú sabes?

–Bueno, te haré chongos entonces.

Sara retiró el plato y se dirigió a la cocina. Se detuvo un instante, deteniendo con el hombro la puerta. “¿A quién le quedaban bien los chongos?,” pensó.

–¡Ah, sí! A Rocío. Le voy a hablar.

Sara oprimió el pedal y vació el contenido del plato en la bolsa de la basura.

–Carla… De esa no sabía yo nada.

Sara abrió el grifo y roció con agua los restos en el plato. Los miró disolverse y desaparecer por la coladera.

–Bueno, pues ahora seré Carla, si así lo quiere.~®

 


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