A las seis de la tarde

{ página de César Guerrero }

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Publicado en Este País,  Sección Cultura, No. 198, septiembre de 2007, pp. 18-19.

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Cuento

El auto la espera mientras Isabel, frente a un espejo oval en la sala, entretiene sus dedos en la solapa del saco, absorta en su propia imagen. Su padre le habla para que salga. Sin embargo, nada rompe la paz de la estancia, la quietud de los muebles dóciles sosteniendo adornos, libros, fotografías enmarcadas, la fatiga de la gente. Filtrada por la gravedad de las cortinas, la luz se acomoda con recato, y sólo esa voz sin origen, que brota de uno mismo con tonos neutros y le dice “Sal, ya te llaman”, le hace dar un paso, luego el otro y el siguiente. Cruza el umbral, se agacha en la puerta del auto y se acomoda. Sus pequeñas hermanas ya están ahí. No hablan, no se miran entre sí sino a sus propios pies, o la mano de su padre sobre la palanca de velocidades. Es domingo y las calles están vacías. Cae la tarde sin sombras. Los frenos rechinan con discreción y el motor espera con un murmullo en cada alto. Isabel mira las calles y piensa que no sabe a dónde va, aunque sí sabe. Es sólo que su vida no se ha encarrilado en esta ruta sino en otras: las que la llevan a la escuela, a casa de sus tíos o amigas. A cada lado, pareciera que los edificios la escoltan como pajes sin voltear a verla, con los pómulos y los labios apretados, sin darle explicaciones no pedidas, pues ella sabe muy bien qué pasa y por lo tanto calla. Piensa en que no piensa en nada, en si debería pensar en algo, sus deberes, por ejemplo o ese examen —las cosas de siempre. No ha ordenado su cuarto y no le importa, le parece fuera de lugar todo lo que siempre está en su lugar, lo cotidiano, lo que hay que hacer. 

El auto se detiene. Salen. El lugar le resulta indiferente, aunque es la primera vez que está aquí. Es un edificio cualquiera, de muros blancos y gente que pasa sin distraerse mucho en quienes llegan. 

-Hola. 

-Hola. 

-¿Ya están todos? 

-No, faltan mi tío Eugenio y mi prima Sara. Ya no tardan. 

-Qué bueno. Nos vemos adentro. 

-Sí, ahora los alcanzamos. 

Un pizarrón contiene los nombres y buscan el número en las puertas. Al encontrarlo pasan. Todos miran al suelo o sus muslos, algunos se ocultan la cara con la mano. Allá al fondo está Jorge, mirando al frente, serio. Al acercarse nota un asiento vacío a su lado, así que lo toma. Él no voltea a verla, mas Jorge, su primo que nació el mismo año que ella, sabe. No sus padres, sus hermanas ni sus tíos. Jorge comprende sin que tengan que decirse nada. Allí están, escuchándose el uno al otro, en silencio. Aunque se hablen, sepan sus nombres y compartan su sangre, los otros familiares le parecen tan ajenos como desconocidos que se saludan sin voltear a verse en la calle.

Jorge hurga la bolsa de su pantalón y saca un reloj para mostrárselo. 

-Me lo dio anoche, justo anoche. Mira, me lo regaló. 

Jorge oprime el botón del costado y la tapa se abre. Ambos se quedan viéndolo. Miran la aguja negra del segundero caminar sobre la carátula blanca, reflejarse en los bordes plateados. Números de hermosa caligrafía. Isabel toma la delgada leontina entre sus dedos y le sorprende su suavidad a pesar de ser metálica. Lo cierra, lo abre, tienta el relieve, siente su latido en la palma de la mano, un latido escondido entre murmullos. 

-Me dijo “Ten, esto es tuyo” y yo lo miré sin saber qué decir. “¿Te gusta?” ¡Ajá, mucho! “Guárdalo bien y ya duérmete”. 

Isabel piensa a su vez en las palabras con las que, con una sutileza que siempre la desconcierta, le advierte sobre los obstáculos, antes de que tropiece, como un timonel que endereza pasos torpes. Muchas veces tiene la sensación que él lo sabe todo desde antes, que cada situación le resulta nítida, y uno que no escucha, que insiste en su torpeza. Abre los labios para contárselo a Jorge cuando abren la tapa del ataúd y alguien les susurra “Vayan, no tarden”. Van. Uno a cada lado, se miran de reojo y no quieren mirarlo. Ven su corbata a rayas, su traje gris oxford, pero no su cara. Impacientes porque el sacerdote no llega, algunos asistentes han comenzado a murmurar su propio rezo mientras otros platican en voz baja.

Entonces suena la alarma.  

Isabel y Jorge voltean a verse enseguida. La mano de él está de nuevo en el bolsillo. ¡Seguro lo tiene ahí, mas no hace nada, no se mueve! La mira preguntándole y ella devuelve la pregunta, paralizados. Todos voltean a verse, con impaciencia,  sin comprender exactamente qué ocurre. Su murmullo interrumpido se extingue y cede al silencio, que se propaga como un líquido negro cubriendo toda la sala. El reloj sigue sonando, con un zumbido agudo, metálico y sorpresivamente sonoro. Ella le hace señas con la vista, torciéndole la boca, diciéndole entre dientes que lo saque y lo apague. Mas Jorge sólo se la queda viendo, con los ojos bien abiertos, las sienes sudorosas. El tío Jacinto se levanta del sofá en dirección a ellos, los ojos indignados bajo las cejas tupidas, la calva enrojecida del coraje, y al hacerlo tropieza con la mesita frente a él. Se lleva la mano a la espinilla, doblado por el dolor, al tiempo que el cenicero de cristal se estrella en el piso desparramando cenizas y colillas entre añicos iridiscentes.

Y se apaga solo. Jorge lo saca de su escondite, la mano le tiembla. El tío Jacinto alza la vista, y todos, en silencio, reconocen el reloj. Jorge lo abre, lo mira y lo inclina hacia Isabel para que también pueda leerlo. Marca las seis. ¿Qué tendría que hacer el abuelo a las seis?, piensan ambos. 

Isabel se quiebra en llanto.®

 


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