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Estaban
los habitantes en sus casas o trabajando los cultivos, entregado
cada uno a sus quehaceres y cuidados, cuando de súbito se oyó sonar
la campana de la iglesia. En aquellos píos tiempos (hablamos de
algo sucedido en el siglo XVI), las campanas tocaban varias veces
a lo largo del día, y por ese lado no debería haber motivo de extrañeza,
pero aquella campana tocaba melancólicamente a muerto, y eso sí
era sorprendente, puesto que no constaba que alguien de la aldea
se encontrase a punto de fenecer. Salieron por lo tanto las mujeres
a la calle, se juntaron los niños, dejaron los hombres sus trabajos
y menesteres, y en poco tiempo estaban todos congregados en el atrio
de la iglesia, a la espera de que les dijesen por quién deberían
llorar. La campana siguió sonando unos minutos más, y finalmente
calló. Instantes después se abría la puerta y un campesino aparecía
en el umbral. Pero, no siendo éste el hombre encargado de tocar
habitualmente la campana, se comprende que los vecinos le preguntasen
dónde se encontraba el campanero y quién era el muerto. 'El campanero
no está aquí, soy yo quien ha hecho sonar la campana', fue la respuesta
del campesino. 'Pero, entonces, ¿no ha muerto nadie?', replicaron
los vecinos, y el campesino respondió: 'Nadie que tuviese nombre
y figura de persona; he tocado a muerto por la Justicia, porque
la Justicia está muerta'.
¿Qué
había sucedido? Sucedió que el rico señor del lugar (algún conde
o marqués sin escrúpulos) andaba desde hacía tiempo cambiando de
sitio los mojones de las lindes de sus tierras, metiéndolos en la
pequeña parcela del campesino, que con cada avance se reducía más.
El perjudicado empezó por protestar y reclamar, después imploró
compasión, y finalmente resolvió quejarse a las autoridades y acogerse
a la protección de la justicia. Todo sin resultado; la expoliación
continuó. Entonces, desesperado, decidió anunciar urbi et orbi (una
aldea tiene el tamaño exacto del mundo para quien siempre ha vivido
en ella) la muerte de la Justicia. Tal vez pensase que su gesto
de exaltada indignación lograría conmover y hacer sonar todas las
campanas del universo, sin diferencia de razas, credos y costumbres,
que todas ellas, sin excepción, lo acompañarían en el toque a difuntos
por la muerte de la Justicia, y no callarían hasta que fuese resucitada.
Un clamor tal que volara de casa en casa, de ciudad en ciudad, saltando
por encima de las fronteras, lanzando puentes sonoros sobre ríos
y mares, por fuerza tendría que despertar al mundo adormecido...
No sé lo que sucedió después, no sé si el brazo popular acudió a
ayudar al campesino a volver a poner los lindes en su sitio, o si
los vecinos, una vez declarada difunta la Justicia, volvieron resignados,
cabizbajos y con el alma rendida, a la triste vida de todos los
días. Es bien cierto que la Historia nunca nos lo cuenta todo...
Supongo
que ésta ha sido la única vez, en cualquier parte del mundo, en
que una campana, una inerte campana de bronce, después de tanto
tocar por la muerte de seres humanos, lloró la muerte de la Justicia.
Nunca más ha vuelto a oírse aquel fúnebre sonido de la aldea de
Florencia, mas la Justicia siguió y sigue muriendo todos los días.
Ahora mismo, en este instante en que les hablo, lejos o aquí al
lado, a la puerta de nuestra casa, alguien la está matando.
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