S.O.S.
Un mundo que agoniza
(La Naturaleza amenazada)
A
continuación presentamos el discurso que pronunció
D. Miguel Delibes ante la Real Academia de la Lengua durante su
ingreso en la misma en 1975. Un mensaje de los protagonistas de
sus novelas que intenta estimular nuestras mentes. Un bello mensaje
a tener en cuenta.

MI
CREDO
Cuando
escribí mi novela El camino, donde un muchachito, Daniel el Mochuelo,
se resiste a abandonar la vida comunitaria de la pequeña villa para
integrarse en el rebaño de la gran ciudad, algunos me tacharon de
reaccionario. No querían admitir que a lo que renunciaba Daniel
el Mochuelo era a convertirse en cómplice de un progreso de dorada
apariencia pero absolutamente irracional.
Posteriormente
mi oposición al sentido moderno del progreso y a las relaciones
Hombre-Naturaleza se ha ido haciendo más acre y radical hasta abocar
a mi novela Parábola del náufrago, donde el poder del dinero y la
organización -quintaesencia de este progreso- termina por convertir
en borrego a un hombre sensible, mientras la Naturaleza mancillada,
harta de servir de campo de experiencias a la química y la mecánica,
se alza contra el hombre en abierta hostilidad. En esta fábula venía
a sintetizar mi más honda inquietud actual, inquietud que, humildemente,
vengo a compartir con unos centenares -pocos- de naturalistas en
el mundo entero. Para algunos de estos hombres la Humanidad no tiene
sino una posibilidad de supervivencia, según declararon en el Manifiesto
de Roma: frenar su desarrollo y organizar la vida comunitaria sobre
bases diferentes a las que hasta hoy han prevalecido.
De
no hacerlo así, consumaremos el suicidio colectivo en un plazo relativamente
breve. Su razonamiento es simple. La industria se nutre de la Naturaleza,
y la envenena y, al propio tiempo, propende a desarrollarse en complejos
cada vez más amplios, con lo que día llegará en que la Naturaleza
sea sacrificada a la tecnología. Pero si el hombre precisa de aquélla,
es obvio que se impone un replanteamiento. Nace así el Manifiesto
para la Supervivencia, un programa que, pese a sus ribetes utópicos,
es a juicio de los firmantes la única alternativa que le queda al
hombre contemporáneo. Según él, el hombre debe retornar a la vida
en pequeñas comunidades autoadministradas y autosuficientes, los
países evolucionados se impondrán el «desarrollo cero» y procurarán
que los pueblos atrasados se desarrollen equilibradamente sin incurrir
en sus errores de base.
Esto no supondría
renunciar a la técnica, sino embridarla, someterla a las necesidades
del hombre y no imponerla como meta. De esta manera, la actividad
industrial no vendría dictada por la sed de poder de un capitalismo
de Estado ni por la codicia veleidosa de una minoría de grandes
capitalistas. Sería un servicio al hombre, con lo que automáticamente
dejarían de existir países imperialistas y países explotados. Y,
simultáneamente, se procuraría armonizar naturaleza y técnica de
forma que ésta, aprovechando los desperdicios orgánicos, pudiera
cerrar el ciclo de producción de una manera racional y ordenada.
Tales conquistas
y tales frenos, de los cuales apenas se advierten atisbos en los
países mejor organizados, imprimirían a la vida del hombre un sentido
distinto y alumbrarían una sociedad estable, donde la economía no
fuese el eje de nuestros desvelos y se diese preferencia a otros
valores específicamente humanos.
Esto es,
quizá, lo que yo intuía vagamente al escribir mi novela El camino
en 1949, cuando Daniel, mi pequeño héroe, se resistía a integrarse
a una sociedad despersonalizada, pretendidamente progresista, pero,
en el fondo, de una mezquindad irrisoria. Y esta intuición, cuyos
principios, auténticamente revolucionarios, fueron luego formulados
por un plantel respetable de sabios humanistas, es lo que indujo
a algunos comentaristas a tachar de reaccionaria mi postura. Han
sido suficientes cinco lustros para demostrar lo contrario, esto
es, que el verdadero progresismo no estriba en un desarrollo ilimitado
y competitivo, ni en fabricar cada día más cosas, ni en inventar
necesidades al hombre, ni en destruir la Naturaleza, ni en sostener
a un tercio de la Humanidad en el delirio del despilfarro mientras
los otros dos tercios se mueren de hambre, sino en racionalizar
la utilización de la técnica, facilitar el acceso de toda la comunidad
a lo necesario, revitalizar los valores humanos, hoy en crisis,
y establecer las relaciones Hombre-Naturaleza en un plano de concordia.
He aquí mi
credo y, por hacerlo comprender, vengo luchando desde hace muchos
años. Pero, a la vista de estos postulados, ¿es serio afirmar que
la actual orientación del progreso es la congruente? Si progresar,
de acuerdo con el diccionario, es hacer adelantamientos en una materia,
lo procedente es analizar si estos adelantamientos en una materia
implican un retroceso en otras y valorar en qué medida
lo que se avanza justifica lo que se sacrifica.
El hombre,
ciertamente, ha llegado a la Luna pero en su organización político-social
continúa anclado en una ardua disyuntiva: la explotación del hombre
por el hombre o la anulación del individuo por el Estado. En este
sentido no hemos avanzado un paso. Los esfuerzos inconexos de algunos
idealistas -Dubcek 1968 y Allende 1973- no han servido prácticamente
de nada. A pesar de nuestros avances de todo orden en política,
la experimentación constituye un privilegio más de los fuertes.
Perfil semejante, aún más negativo, nos ofrece el tan cacareado
progreso económico y tecnológico. El hombre, arrullado en su comfortabilidad,
apenas se preocupa del entorno.
La actitud
del hombre contemporáneo se asemeja a la de aquellos tripulantes
de un navío que, cansados de la angostura e incomodidad de sus camarotes,
decidieron utilizar las cuadernas de la nave para ampliar aquéllos
y amueblarlos suntuosamente. Es incontestable que, mediante esta
actitud, sus particulares condiciones de vida mejorarían, pero,
¿por cuánto tiempo? ¿Cuántas horas tardaría este buque en irse a
pique -arrastrando a culpables e inocentes- una vez que esos tripulantes
irresponsables hubieran destruido la arquitectura general de la
nave para refinar sus propios compartimientos?
He aquí la
madre del cordero. Porque ahora que hemos visto suficientemente
claro que nuestro barco se hunde -y a tratar de aclararlo un poco
más aspiran mis palabras-, ¿no sería progresar el admitirlo y aprontar
los oportunos remedios para evitarlo?
El
hombre, obcecado por una pasión dominadora, persigue un beneficio
personal, ilimitado e inmediato y se desentiende del futuro. Pero,
¿cuál puede ser, presumiblemente, ese futuro? Negar la posibilidad
de mejorar y, por lo tanto, el progreso, sería por mi parte una
ligereza; condenarlo, una necedad. Pero sí cabe denunciar la dirección
torpe y egoísta que los rectores del mundo han impuesto a ese progreso.
Así,
quede bien claro que cuando yo me refiero al progreso para ponerlo
en tela de juicio o recusarlo, no es al progreso estabilizador
y humano -y, en consecuencia, deseable- al que me refiero, sino
al sentido que se obstinan en imprimir al progreso las sociedades
llamadas civilizadas.
1
EL PROGRESO CONTRA EL HOMBRE
Todos estamos
acordes en que la Ciencia aplicada a la tecnología ha cambiado,
o seguramente sería mejor decir revolucionado, la vida moderna.
En pocos años se ha demostrado que el ingenio del hombre, como sus
necesidades, no tienen límites.
El espíritu de invención y el refinamiento de lo inventado
arrumban objetos que hace apenas unos años nos parecían insuperables.
En la actualidad disponemos de cosas que no ya nuestros abuelos,
sino nuestros padres hace apenas cinco lustros hubieran podido imaginar.
El cerebro humano camina muy de prisa en el conocimiento de su entorno.
El control de las leyes físicas ha hecho posible un viejo sueño
de la Humanidad: someter a la Naturaleza.
No obstante,
todo progreso, todo impulso hacia delante comporta un retroceso,
un paso atrás, lo que en términos cinegéticos, jerga que a mí me
es muy cara, llamaríamos el culatazo. Y la Física nos dice que este
culatazo es tanto mayor cuanto más ambicioso sea el lanzamiento.
Esto presupone que tanto la técnica como la Química, como muchos
remedios de botica, sabemos lo que quitan pero ignoramos lo que
ponen, siquiera no se nos oculta que, en muchas ocasiones, el envés
de aquéllas, sus aspectos negativos, se emparejan, cuando no superan,
a los aspectos positivos.
Pongamos por caso el DDT. Este descubrimiento alivió, como
es sabido, a los soldados de la Segunda Guerra Mundial de la plaga
de los parásitos y, una vez firmada la paz, su aplicación en la
lucha contra la malaria y otras enfermedades tropicales confirmó
su eficacia. La Humanidad no ocultó su entusiasmo; al fin estaba
en camino de encontrar la panacea, el remedio para sus males. Bastaron,
sin embargo, unos pocos años para descubrir la contrapartida, esto
es, los efectos del culatazo.
Hoy, incluso los escolares de buena parte del mundo saben
que este insecticida, en virtud de un proceso que ya nos resulta
familiar se ha incorporado a los organismos animales sin excluir
al hombre hasta el punto de que análisis de la leche de jóvenes
madres efectuados por biólogos compañeros de mis propios hijos han
demostrado que nuestros lactantes son amamantados, en proporción
no desdeñable, con DDT. Los suecos, gente amante de las estadísticas,
nos dicen que la leche de algunas madres de aquel país contiene
un 70 % más de insecticida que el nivel tolerado por la Salubridad
Pública para la leche de vaca.
Algo semejante cabría decir de algunas conquistas técnicas
encaminadas a satisfacer los viejos anhelos de ubicuidad del hombre:
automóviles, aviones, cohetes interplanetarios . Tales invenciones
aportan, sin duda, ventajas al dotar al hombre de un tiempo y una
capacidad de maniobra impensables en su condición de bípedo, pero,
¿desconocemos, acaso, que un aparato supersónico que se desplaza
de París a Nueva York consume durante las seis horas de vuelo una
cantidad de oxígeno aproximada a la que, durante el mismo tiempo,
necesitarían 25.000 personas para respirar?
A la Humanidad ya no le sobra el oxígeno, pero es que, además,
estos reactores desprenden por sus escapes infinidad de partículas
que interfieren las radiaciones solares, hasta el punto de que un
equipo de naturalistas desplazado durante medio año a una pequeña
isla del Pacífico para estudiar el fenómeno, informó en 1970 al
Congreso de Londres, que en el tiempo que llevaban en funcionamiento
estos aviones, la acción del Sol luminosa y calorífica había decrecido
aproximadamente en un 30 %, con lo que, de no adoptarse el oportuno
correctivo, no se descartaba la posibilidad de una nueva glaciación.
Pero, ¿y la Medicina?, argüirán los optimistas. ¿También
tiene usted alguna objeción que hacer al desarrollo de la Medicina?
¿No se ha doblado, en un breve lapso, el promedio de la vida humana?
¿No nos anuncian cada día los periódicos, con grandes titulares,
nuevos triunfos sobre el dolor y la muerte? Esto es incontestable.
He aquí un punto en el que negar el progreso sería negar la evidencia.
Las conquistas de la Medicina y la Higiene en el último período
histórico no sólo son plausibles sino pasmosas. Las enfermedades
infecciosas han sido prácticamente erradicadas y se han conseguido
notables progresos en aquellas otras de origen genético. Todo esto,
repito, es incuestionable.
Empero la contrapartida de estos éxitos también se da, y
aunque parezca paradójico, deriva de su misma eficacia. La Medicina
en el último siglo ha funcionado muy bien, de tal forma que hoy
nace mucha más gente de la que se muere. La demografía, entonces,
ha estallado, se ha producido una explosión literalmente sensacional.
A una población estancada hasta el siglo XVII en 600 o 700 millones,
ha sucedido un crecimiento lento pero inexorable, hasta conseguir,
tras el descubrimiento de los antibióticos, doblarla en los últimos
treinta años. Esto supone que, prescindiendo de posibles nuevos
avances en este campo, y ateniéndonos al: ritmo alcanzado, la población
mundial se duplicará cada seis lustros, lo que equivale a decir
que los 3.500 millones de personas de 1970, se convertirán en 56.000
antes de finalizar el siglo XXI, esto es, si no yerro en la cuenta,
la población actual, más o menos, multiplicada por catorce.
La pregunta irrumpe sin pedir paso: ¿va a dar para tantos
la despensa? Si este progreso del que hoy nos jactamos no ha conseguido
atenuar el hambre de dos tercios de nuestros semejantes, ¿qué se
puede esperar el día, que muy bien pueden conocer nuestros nietos,
en que por cada hombre actual haya catorce sobre la Tierra?
La Medicina ha cumplido con su deber; pero al posponer la
hora de nuestra muerte, viene a agravar, sin quererlo, los problemas
de nuestra vida. La Medicina, pese a sus esfuerzos, no ha conseguido
cambiarnos por dentro; nos ha hecho más pero no mejores. Estamos
más juntos -y aún lo estaremos más- pero no más próximos.
2
HOMBRES
ENCADENADOS
Para
nuestra desgracia, el culatazo del progreso no sólo empaña la brillantez
y eficacia de las conquistas de nuestra era. El progreso comporta
-inevitablemente, a lo que se ve- una minimización del hombre. Errores
de enfoque han venido a convertir al ser humano en una pieza más
-e insignificante- de este ingente mecanismo que hemos montado.
La tecnocracia no casa con eso de los principios éticos, los bienes
de la cultura humanista y la vida de los sentimientos.
En el siglo de la tecnología, todo eso no es sino letra muerta.
La idea de Dios, y aun toda aspiración espiritual, es borrada en
las nuevas generaciones -seguramente porque la aceptación de estos
principios no enalteció a las precedentes- mientras los estudios
de Humanidades, por ceñirme a un punto concreto, sufren cada día,
en todas partes, una nueva humillación. Es un hecho que las Facultades
de Letras sobreviven en los países más adelantados con las migajas
de un presupuesto que absorben casi íntegramente las Facultades
y Escuelas técnicas.
En este país se ha hablado de suprimir la literatura en los
estudios básicos -olvidando que un pueblo sin literatura es un pueblo
mudo- porque, al distraer unas horas al alumnado, distancia la consecución
de unas cimas científicas que, conforme a los juicios de valor vigentes,
resultan más rentables. Los carriles del progreso se montan, pues,
sobre la idea del provecho, o lo que es lo mismo, del bienestar.
Pero, ¿en qué consiste el bienestar? ¿Qué entiende el hombre contemporáneo
por «estar bien»?
En la respuesta a estas interrogantes no es fácil el acuerdo.
Ello nos desplazaría, por otra parte, a ese otro complejo problema
de la ocupación del ocio. Lo que no se presta a discusión es que
el «estar bien» para los actuales rectores del mundo y para la mayor
parte de los humanos, consiste, tanto a nivel comunitario cómo a
niveles individuales, en disponer de dinero para cosas. Sin dinero
no hay cosas y sin cosas no es posible «estar bien» en nuestros
días.
El dinero se erige así en símbolo e ídolo de una civilización.
El dinero se antepone a todo; llegado el caso, incluso al hombre.
Con dinero se montan grandes factorías que producen cosas y con
dinero se adquieren las cosas que producen esas grandes factorías.
El hecho de que esas cosas sean necesarias o superfluas es accesorio.
El juego consiste en producir y consumir; de tal modo que en la
moderna civilización, no sólo se considera honesto sino inteligente,
gastar uno en producir objetos superfluos y emplear noventa y nueve
en persuadirnos de que nos son necesarios.
Ante la oportunidad de multiplicar el dinero -insisto, a
todos los niveles-, los valores que algunos seres aún respetamos,
son sacrificados sin vacilación. Entre la supervivencia de un bosque
o una laguna y la erección de una industria poderosa, el hombre
contemporáneo no se plantea problemas: optará por la segunda. Encarados
a esta realidad, nada puede sorprendernos que la corrupción se enseñoree
de las sociedades modernas. El viejo y deplorable aforismo de que
cada hombre tiene su precio alcanza así un sentido literal, de plena
y absoluta vigencia, en la sociedad de nuestros días.
Esta tendencia arrolladora del progreso se manifiesta en
todos los terrenos. Yo recuerdo que allá por los años 50, un ridículo
concepto de la moral llevó a este país a la proscripción de las
playas mixtas y la imposición del albornoz en los baños públicos
para preservar a los españoles del pecado. Se trataba de una moral
pazguata y atormentada, de acuerdo, pero, era la moral que oficialmente
prevalecía. Fue suficiente, empero, el descubrimiento de que el
desnudismo aportaba divisas para que se diera paso franco a la promiscuidad
soleada y al «bikini». El dinero triunfaba también sobre la moral.
Y ¿qué decir de los trabajos rutinarios, embrutecedores,
sobre los que se organiza hoy la gran industria?
La eficacia, la producción espectacular -o, lo que es lo
mismo, el dinero- se antepone igualmente a la integridad y la dignidad
humanas. Fabricar un hombre es una actividad infinitamente más sencilla
y agradable que fabricar un automóvil, con lo que nunca ha de faltar
el recambio para un hombre inutilizado. Sobre esta base, nace y
se extiende la fabricación en serie, en cadena, dónde no cuentan
más que los resultados. Las nobles advertencias de Charles Chaplin
al respecto, en el primer tercio del siglo, es decir cuando aún
era tiempo de reflexión, quedaron como una obra de arte, sin ninguna
trascendencia práctica.
Así, paralelamente a la producción de cosas, se iban produciendo
frustraciones también en cadena. La serie facilita una compensación
pendular: si, por un lado, destruye al hombre al anular su amor
por la obra bien hecha, por el otro, facilita la consecución de
esa obra y esto, cerrar el ciclo, es lo que en definitiva interesa
al orden económico de nuestro tiempo. El hecho de que la serie fabrique,
de rechazo, hombres en serie y la cadena, hombres encadenados, no
nos desazona porque no interrumpe la marcha del progreso.
Simultáneamente, el desarrollo exige que la vida de estas
cosas sea efímera, o sea, se fabriquen mal deliberadamente, supuesto
que el desarrollo del siglo XX requiere una constante renovación
para evitar que el monstruoso mecanismo se detenga. Yo recuerdo
que antaño se nos incitaba a comprar con insinuaciones macabras
cuando no aterradoramente escatológicas: «Este traje le enterrará
a usted», «Tenga por seguro que esta tela no la gasta».
Hoy no aspiramos a que ningún traje nos entierre, en primer
lugar porque la sola idea de la muerte ya nos estremece y, en segundo,
porque unas ropas vitalicias podrían provocar el gran colapso económico
de nuestros días.
Con la superfluidad es, por tanto, la fungibilidad la nota
característica de la moderna producción, porque, ¿qué sucedería
el día que todos estuviéramos servidos de objetos perdurables? La
gran crisis, primero, y, después el caos. Apremiados por esta exigencia,
fabricamos, intencionadamente, telas para que se ajen, automóviles
para que se estropeen, cuchillos para que se mellen, bombillas para
que se fundan.
Es la civilización del consumo en estado puro, de la incesante
renovación de los objetos -en buena parte, innecesarios- y, en consecuencia,
del desperdicio. Y no se piense que este pecado -grave sin duda-
es exclusivo del mundo occidental puesto que, si mal no recuerdo,
Kruschev declaraba en sus horas altas de 1955 que la meta soviética
era alcanzar cuanto antes el nivel de consumo americano. El primer
ministro ruso venía a reconocer así que si el delirio consumista
no había llegado a la URSS no era porque no quisiera sino porque
no podía. Sus aspiraciones eran las mismas.
En rigor, ambas sociedades, la oriental y la occidental,
no son fundamentalmente diferentes, en este punto.
Aceptado lo antedicho, no parece gratuito afirmar que, salvo
en unos millares de
científicos y hombres sensibles repartidos por todo el mundo, el
progreso se entiende hoy de manera análoga en todas partes. El desarrollo
humano no es sino un proceso de decantación del materialismo sometido
a una aceleración muy marcada en los últimos lustros.
Al
teocentrismo medieval y al antropocentrismo renacentista ha sucedido
un objeto-centrismo que, al eliminar todo sentido de elevación en
el hombre le ha hecho caer en la abyeccíón y la egolatría.
3
EL DESEO DE DOMINIO
Con él dinero -y, tal vez, incubada en él- hay, a mi entender
otra nota diferenciadora del progreso moderno: el deseo de sobresalir
o, lo que viene a ser lo mismo, la ambición de poder. En este punto,
la analogía del hombre con las aves en la llamada por los biólogos
«jerarquía del picoteo», es patente. La aspiración de todo hombre
es elevar su rango, anteponerse, no tanto acrecentando su cultura
y sus facultades cómo amedrentando a su adversario o debilitándolo.
La técnica
se convierte así, no ya en una posibilidad de dinero, sino -lo que
es más grave- en una posibilidad de dominación. De este modo, mientras
entre los hombres se acentúa el espíritu de competencia, en la esfera
internacional se plantea una cuestión de hegemonía que no se resuelve,
cómo antaño, fabricando más espadas o más fusiles, sino buscando
un arma que, llegado el casó, sea suficiente para arrasar al adversario
-y, con él, a la Humanidad entera- en unas décimas de segundo. La
cuestión de la supremacía no se establece ya en términos de prevalencia
sino de aniquilamiento.
Tal anhelo
de dominación se manifiesta en las relaciones de individuo a individuo,
de Estado a individuo y de Estado a Estado. ¿Cómo? Me limitaré a
señalar tres extremos que son, para mí, por graves, los más representativos:
Primero:
Enervando al hombre desde arriba, despojándole del deseo de participar
en la organización de la comunidad, dando así paso a unas autocracias
que la manifiesta inhibición del hombre favorece.
Segundo:
A nivel internacional, procurando la hegemonía a costa de convertir
el noble deseo de paz basado en la justicia y la libertad, en un
equilibrio del terror.
Y tercero,
encauzando la técnica hacia la fabricación de instrumentos que facilitan
el allanamiento de la intimidad del hombre, o la esfera privada
de las instituciones, con objeto de controlar a unos y otras.
La pedagogía
universal consideró resuelto el problema de la infancia compaginando
la instrucción y el deleite, aunándolos en una sola actividad. El
juego instructivo o
la instrucción amena, hacían posible armonizándolas, la formación
y el entretenimiento de los niños, de manera que éstos «no diesen
guerra», no alborotasen. Fue, quizá, nuestro Carlos III quien descubrió,
con el célebre motín de Esquilache que los adultos eran «como niños
pequeños que lloran y protestan cuando se les limpia y asea». Desde
entonces, mayor preocupación que hacer justicia ha sido para los
gobernantes buscar la manera de entretener al pueblo para que no
la pida, esto es, para que no alborote, para que «no dé guerra».
El «pan y toros» ha tenido a lo largo de las edades de la Historia
múltiples versiones.
Pero he aquí
que la era supertécnica ha venido a descubrir que también existen
juguetes para entretener a los adultos y borrar de sus mentes cualquier
idea de participación y responsabilidad. Es más, el ingenio de la
técnica moderna descubre «el juguete» por antonomasia, merced al
cual el pueblo no sólo no piensa, sino que incluso nos facilita
la posibilidad de conducir su pensamiento, de hacerle pensar lo
que nosotros queremos que piense. Así el interés por su juguete
acaba por enervar en el hombre otros intereses superiores.
La alienación
se produce entonces como fenómeno general y masivo. Mas si esto,
hasta cierto punto, es comprensible, no lo es, en cambio, que admitamos
que esta inhibición se fomente desde arriba, mediante el control
de este juguete, único alimento espiritual de un elevadísimo porcentaje
de seres humanos. La difusión de consignas, la eliminación de la
crítica, la exposición triunfalista de logros parciales o insignificantes
y la misma publicidad subliminal, van moldeando el cerebro de millones
de televidentes que, persuadidos de la bondad de un sistema, o simplemente
fatigados, pero, en todo caso, incapacitados para pensar por su
cuenta, terminan por hacer dejación de sus deberes cívicos, encomendando
al Estado-Padre hasta las mas pequeñas responsabilidades comunitarias.
En este mismo
sentido actúa la organización del trabajo a que antes aludía. La
rutina laboral genera el gregarismo en los ocios, de forma que todos
los hombres se procuran análogas distracciones y unos mismos estímulos,
por lo general, no fecundadores, ni liberadores, ni enaltecedores
de los valores del espíritu. El hombre, de esta manera, se despersonaliza
y las comunidades degeneran en unas masas amorfas, sumisas, fácilmente
controlables. desde el poder concentrado en unas pocas manos.
Es
obvio que no en todo el mundo las circunstancias mencionadas operan
con la misma intensidad pero, a mi juicio, sirven como exponentes
de los riesgos lamentables que comporta la malintencionada aplicación
de la técnica a la política y la sociología.
4
EL
EQUILIBRIO DEL MIEDO
La avidez
de poder a nivel internacional, desata aún mayores riesgos. La vieja
carrera de armamentos ha cambiado de signo. Hoy, cómo he dicho,
no es más fuerte quien más armas tiene sino quien las tiene mejores.
El objetivo de los pueblos en competencia es acertar con un arma
lo suficientemente eficaz como para resolver un conflicto en pocos
minutos, aun poniendo en peligro la vida sobre el planeta.
Tal arma
está ya a disposición de seis o siete potencias y el resto de los
países se limitan a procurar conseguirla o a observar aterrados,
los tira y afloja del juego político internacional, a conciencia
de que un gesto mal interpretado o un simple error puede desencadenar
la catástrofe. Se aducirá que la marcha hacia la paz es hoy más
firme que hace diez años, pero como dice Marías no basta con que
nadie quiera la guerra, si «se quiere poder hacerla». Porque, si
bien se considera el problema, a la guerra fría de ayer ha sucedido
una paz fría, casi más negativa que la situación anterior ya que
esta paz congelada demuestra nuestra incapacidad, o sea que, en
vista de que una fraternidad cálida y universal parece fuera de
nuestro alcance, nos resignamos a aceptar el miedo cómo garantía
de supervivencia.
Pero los
ingenios nucleares están ahí, fabricados por unos hombres y esperando
ser utilizados contra otros hombres. La suprema aspiración de los
humanos estriba en que sigan ahí, quietos, en los arsenales, es
decir que no lleguen a emplearse.
Pero en este
caso y aun en el más positivo de que se llegase a un acuerdo de
desarme general y completo, ¿qué hacer con ellos?; ¿qué hacer con
este elemento devastador cuidadosamente embotellado a lo largo de
un cuarto de siglo? ¿Lanzarlo al mar? ¿Enterrarlo? ¿Es que desconocemos,
acaso, las propiedades letales de los isótopos radiactivos? ¿No
sabemos que el aire, el agua y la tierra contaminados envuelven
un riesgo inmediato para la vida? En Hanford, estado de Washington,
en las proximidades del río Columbia, hay enterrados 124 tanques
de acero y hormigón, los cuales contienen más de 200 millones de
litros de desechos radiactivos; cantidad que, al ritmo de crecimiento
actual, puede multiplicarse por ciento en veinticinco años.
Estos tanques
y sus posibles filtraciones son celosamente vigilados, pero a juicio
de geólogos norteamericanos, tal vez bastaría un terremoto de las
modestas proporciones del de 1918, conocido como «el terremoto de
Corfú», para agrietar estos recipientes y liberar la radiactividad
que contienen. Los efectos de esta avería, en opinión de científicos
competentes, serían tan desastrosos como los que podría ocasionar
una guerra nuclear en la que se empleasen todas las reservas atómicas
actuales, ya que la radiactividad que almacena uno solo de estos
tanques equivale, según Sheldon Novice, «a la producida por todas
las armas nucleares probadas desde 1945». Ésta es nuestra situación
en la paz atómica de nuestros días.
Mas con ser
ésta la novedad más ruidosa, tampoco podemos olvidar la actividad
de los pueblos por alcanzar la hegemonía en otros terrenos, cómo,
por ejemplo, la guerra química y biológica.
La bomba
atómica, por más moderna, parece resumir la mayor posibilidad catastrófica
que somos capaces de imaginar pero no hay que olvidar la evolución
de las armas bacteriológicas, cuyo almacenaje no ocupa lugar y su
producción es infinitamente más barata que aquélla y está, por tanto,
al alcance de los pueblos pobres.
Según Milton
Leitenkey, la potencia destructiva de estas armas equivale a la
de las atómicas y el agente portador de la enfermedad puede viajar
tan concentrado que, en muchos casos, son suficientes unos pocos
gramos, estratégicamente distribuidos, para acabar con la población
del mundo.
Tenemos el
caso de la psitacosis, dónde los virus necesarios para destruir
hasta el último rastro de vida caben en una docena de huevos de
gallina, o el de la brucelosis-letal, resistente a toda vacuna,
que puede concentrarse en una pasta, a razón de 2.500 millones de
bacterias por gramo, en la seguridad de que bastarían cincuenta
gramos para borrar al hombre del planeta. La técnica de la dispersión
ha alcanzado asimismo un alto nivel de perfección y variedad: fumigaciones
aéreas, disolución en las aguas de los ríos, formación de nubes
artificiales mediante generadores o producción de insectos en masa.
A este respecto, los japoneses, maestros en la mecánica menuda,
han llegado a producir diez litros de pulgas portadoras de microbios
-alrededor de los treinta y cinco millones de individuos- en el
breve plazo de un mes. Tampoco en este aspecto cabe descartar el
accidente, ya que hace apenas seis años, al ser rociado con un organófosfato
muy tóxico al campo de pruebas de Utah, por la aviación norteamericana,
las partículas, arrastradas por un viento imprevisto, ocasionaron
la muerte fulminante de los rebaños de ovejas que pastaban en las
laderas de Skull y Rush, a cincuenta kilómetros de distancia.
Esto supone
que el hombre se ha acomodado a vivir sobre un volcán. Pero «vivir
sobre un volcán» era, hasta el día, una situación accidental, esto
es, que se le imponía, no buscada por él. Lo insensato es que el
evolucionado hombre del siglo XX, haya encendido el volcán para
después, tranquilamente, instalarse a vivir en sus faldas.
Un último
extremo interesante, dentro de esta fiebre de dominación y poder
que nos invade, es el incesante perfeccionamiento de instrumentos
audiovisuales, escrutadores de la intimidad, que han venido a destruir
la confianza en el hombre y a deteriorar seriamente su sensibilidad.
En esta dirección,
bien podemos asegurar que la técnica se ha pasado, de tal modo que
muchas de sus consecuencias resultan ya irreversibles. El ansia
de poder de unos hombres sobre otros, la obsesión de control de
las palabras de los súbditos por parte de los gobiernos, hace tiempo
que desbordaron resortes tan primarios como la censura de correspondencia
y la intervención telefónica. Estos medios sin duda alguna corresponden
a la prehistoria de las técnicas de intromisión audiovisuales.
Recientes
escándalos han evidenciado a qué increíble grado de perfección han
llegado los mecanismos de espionaje. La revista El Correo de la
Unesco denunciaba, no hace muchos meses, estos hechos como atentatorios
contra la intimidad del hombre. Pero, yo me pregunto: ¿dispone el
hombre de algún recurso contra esta carrera desenfrenada de la técnica
fuera del viejo y elemental recurso del pataleo? El hombre actual
se sabe vigilado o, lo que quizá es peor siente constantemente sobre
sí la posibilidad de ser vigilado. En este punto, la técnica viene
haciendo auténticas maravillas.
La miniaturización
de los ingenios, permite, por ejemplo, que un micrófono del tamaño
de un grano de arroz colocado en la rendija de una puerta nos informe
de lo que se habla detrás de ella. Mejor aún: un micrófono de contacto
más chico que una nuez, adosado al exterior de una casa, puede registrar
una conversación sostenida en el interior por las vibraciones del
-muro. Un telescopio, no más largo que un lapicero, conectado a
una cámara fotográfica, es capaz de reproducir lo que estamos escribiendo
en una cuartilla a cien metros de distancia, es decir dos o tres
veces la anchura de una calle normal. Mediante una bombilla de apariencia
inocua pero emisora de rayos infrarrojos, es posible obtener fotografías
en la oscuridad. Y basta una linternita no mayor que un alfiler
para inspeccionar el contenido de una carta sin necesidad de violar
el sobre.
Esta técnica,
enlazada a la de las computadoras, haría posible, según El Correo
de la Unesco, almacenar veinte folios de información sobre cada
ser humano en apenas diez cintas de dos centímetros y medio de ancho
por 1.500 metros de longitud.
O
sea, basta una caja de cerillas para archivar datos de computadora
que, de estar impresos, no cabrían en una catedral. El mismo Correo
nos informa de que una empresa americana en liquidación por quiebra
puso en venta tres millones de expedientes relativos a otros tantos
ciudadanos, y un consorcio de aquel mismo país ha preparado, mediante
computadoras, datos referentes a la situación económica de cien
millones de personas, exactamente la mitad de la población.
Si agregamos
a estos progresos la creciente difusión de las grabadoras, la utilización
de técnicas de detección de mentiras, el lavado de cerebro, la publicidad
subliminal, el refinamiento de los métodos de tortura, y el uso,
cada día más extendido, de las evaluaciones psicofisiológicas de
la personalidad, concluiremos que los mundos de pesadilla imaginados
un día por Huxley y Orwell han sido prácticamente alcanzados.
El afán de
dominación del hombre sobre el hombre y de la organización sobre
el hombre no se para en barras. Por otro lado, el vacío, cada día
más profundo, entre la técnica y la ley, acrecienta nuestro desvalimiento
al tiempo que aumentan el desasosiego y el miedo.
La Unesco
recomienda, es verdad, a los Estados, la asunción de tinas normas
base para la formulación de un código internacional que proteja
el derecho a la vida privada. Pero uno se pregunta, lleno de zozobra
y ansiedad: ¿no serán los Estados los primeros interesados en tolerar
tales aberraciones si el uso de las técnicas mencionadas viene a
consolidar su autoridad y su poder? Y ante esta posibilidad estremecedora
se abre la gran interrogante: ¿no se nos habrán escapado de las
manos las fuerzas que nosotros mismos desatamos y que creímos controlar
un día?
5
LA NATURALEZA, CHIVO EXPIATORIO
Esta sed insaciable de poder; de elevarse en la jerarquía
del picoteo, que el hombre y las instituciones por él creadas manifiestan
frente a otros hombres y otras instituciones, se hace especialmente
ostensible en la Naturaleza.
En
la actualidad la abundancia de medios técnicos permite la transformación
del mundo a nuestro gusto, posibilidad que ha despertado en el hombre
una vehemente pasión dominadora. El hombre de hoy usa y abusa de
la Naturaleza como si hubiera
de ser el último inquilino de este desgraciado planeta, como si
detrás de él no se anunciara un futuro.
La Naturaleza
se convierte así en el chivo expiatorio del progreso. El biólogo
australiano Macfarlane Burnet, que con tanta atención observa y
analiza la marcha del mundo, hace notar en uno de sus libros fundamentales
que «siempre que utilicemos nuestros conocimientos para la satisfacción
a corto plazo de nuestros deseos de confort, seguridad o poder;
encontraremos, a plazo algo más largo, que estamos creando una nueva
trampa de la que tendremos que librarnos antes o después».
He aquí,
sabiamente sintetizado, el gran error de nuestro tiempo. El hombre
se complace en montar su propia carrera de obstáculos. Encandilado
por la idea de progreso técnico indefinido, no ha querido advertir
que éste no puede lograrse sino a costa de algo. De ese modo hemos
caído en la primera trampa: la inmolación de la Naturaleza a la
Tecnología. Esto es de una obviedad concluyente. Un principio biológico
elemental dice que la demanda interminable y progresiva de la industria
no puede ser atendida sin detrimento por la Naturaleza, cuyos recursos
son finitos.
Toda idea
de futuro basada en el crecimiento ilimitado conduce, pues, al desastre.
Paralelamente, otro principio básico incuestionable es que todo
complejo industrial de tipo capitalista sin expansión ininterrumpida
termina por morir. Consecuentemente con este segundo postulado,
observamos que todo país industrializado tiende a crecer; cifrando
su desarrollo en un aumento anual que oscila entre el dos y el cuatro
por ciento de su producto nacional bruto. Entonces, si la industria,
que se nutre de la Naturaleza, no cesa de expansionarse, día llegará
en que ésta no pueda atender las exigencias de aquélla ni asumir
sus desechos; ese día quedará agotada.
La novelista
americana Mary Mc Carthy hace decir a Kant redivivo, en una de sus
últimas novelas, que «la Naturaleza ha muerto». Evidentemente la
novelista anticipa la defunción, pero, a juicio de notables naturalistas,
no en mucho tiempo, ya que para los redactores del Manifiesto
para la Supervivencia,
de no alterarse las tendencias del progreso «la destrucción de los
sistemas de mantenimiento de la vida en este planeta será inevitable,
posiblemente a finales de este siglo, y con toda seguridad, antes
de que desaparezca la generación de nuestros hijos».
Robert Heilbroner,
algo más optimista, aplaza este día terrible, que ya ha dado en
llamarse «el Día del Juicio Final», para dentro de unos siglos>
en tanto Barry Commoner lo reduce a unos lustros: «Aún es tiempo
-dice éste-, quizás una generación, dentro del cual podamos salvar
al medio ambiente de la violenta agresión que le hemos causado.»
A mi juicio, no importa tanto la inminencia del drama como
la certidumbre, que casi nadie cuestiona, de que caminamos hacia
él. Michel Bosquet dice, en Le Nouvel Obsen; ateur, que «a
la Humanidad que ha necesitado treinta siglos para tomar impulso,
apenas le quedan treinta años para frenar ante el precipicio».
Como se ve,
el problema no es baladí. Lo expuesto no es un relato de ciencia-ficción,
sino el punto de vista de unos científicos que han dedicado todo
su esfuerzo al estudio de esta cuestión, la más compleja e importante,
sin duda, que hoy aqueja a la Humanidad.
La Naturaleza
ya está hecha, es así. Esto, en una era de constantes mutaciones,
puede parecer una afirmación retrógrada. Mas, si bien se mira, únicamente
es retrógrada en la apariencia. En mi obra El
libro de la caza menor, hago notar que toda pretensión de mudar
la Naturaleza es asentar en ella el artificio, y por tanto, desnaturalizarla,
hacerla regresar. En la Naturaleza, apenas cabe el progreso. Todo
cuanto sea conservar el medio es progresar; todo lo que signifique
alterarlo esencialmente, es retroceder.
Empero, el
hombre se obstina en mejorarla y se inmiscuye en el equilibrio ecológico,
eliminando mosquitos, desecando lagunas o talando el revestimiento
vegetal. En puridad, las relaciones del hombre con la Naturaleza,
como las relaciones con otros hombres, siempre se han establecido
a palos. La Historia de la Humanidad no ha sido otra cosa hasta
el día que una sucesión incesante de guerras y talas de bosques.
Y ya que,
inexcusablemente, los hombres tenemos que servirnos de la Naturaleza,
a lo que debemos aspirar es a no dejar huella, a que se «nos note»
lo menos posible. Tal aspiración, por el momento, se aproxima a
la pura quimera. El hombre contemporáneo está ensoberbecido; obstinado
en demostrarse a sí mismo su superioridad, ni aun en el aspecto
demoledor renuncia a su papel de protagonista.
En esta cuestión,
el hombre-supertécnico, armado de todas las armas, espoleado por
un afán creciente de dominación, irrumpe en la Naturaleza, y actúa
sobre ella en los dos sentidos citados, a cuál más deplorable y
desolador; desvalijándola y envileciéndola.
6
UN MUNDO QUE SE AGOTA
La pueril idea de un mundo inmenso, inabarcable e inagotable,
que acompaña al hombre desde su origen, se esfuma a mediados de
este siglo con la aparición de aviones supersónicos que ciñen su
cintura -la del mundo- en unas horas y con el primer hombre que
pone su pie en la Luna.
Las fotografías
tomadas desde los cohetes lunares muestran al planeta Tierra como
un pequeño punto azul en el firmamento, lo que equivale a reconocer
que 100.000 millones de otras galaxias pueden albergar, cada una,
cientos de miles de sistemas solares semejantes al nuestro. La técnica,
que puede mucho, evidencia que somos poco. Esto supone para el orgullo
del hombre, en cierto modo, una humillación, pero también una toma
de conciencia: la de estar embarcado en una nave cuya despensa,
por abastecida que quiera estar, siempre será limitada.
Esta convicción
destruye la idea peregrina de la infinidad de recursos y presenta,
a cambio, de cara al futuro, el posible fantasma de la escasez.
Merced al perfeccionamiento de las técnicas de prospección, el hombre
empieza a tocar ya las tristes consecuencias del despilfarro iniciado
con la era industrial.
La advertencia
de la Oficina de Minas de los Estados Unidos al respecto es sumamente
precisa: las reservas mundiales de plomo, mercurio y platino durarán
unos lustros; pocos más, las de estaño y cinc; el doble, más o menos,
las de cobre, y las de hierro y petróleo apenas un par de siglos.
¿Qué suponen estos plazos en la vida de la Humanidad? En rigor algo
tan insignificante que sobrecoge pensarlo.
Pues bien,
estos recursos, vitales para nuestra economía, se acaban y no son
recuperables. ¿Qué hará nuestro flamante hombre industrial el día
que los yacimientos de mercurio, plomo, cobre, cinc, estaño, hierro
y petróleo se hayan agotado? Es difícil imaginarlo, pero por lo
que atañe a este último -el oro negro- ya hemos podido vislumbrarlo
en Europa durante las crisis de abastecimiento que con frecuencia
padecemos.
Una pregunta
clave se impone, sin embargo: este consumo exagerado de recursos
esenciales ¿es excesivo por exigencias normales de la industria
o por una tendencia a la dilapidación que despierta el elevado nivel
de vida de las sociedades evolucionadas? Por de pronto, hoy sabemos
que Norteamérica, con sólo un 6 % de la población mundial, consume
un 40 % del total del papel, un 36 % de combustibles fósiles y un
25 % del acero, mientras produce el 70 % de los desperdicios sólidos
del mundo. Entre Europa y Estados Unidos, con un 16 % de la población
mundial, devoran el 80 % de los recursos del globo limitados e irrecuperables.
En lo atañedero
a la agricultura ha llegado a afirmarse que los 200 millones de
americanos causan al planeta una destrucción pareja a la que podrían
provocar, si existiesen, cinco mil millones de indios. Como puede
observarse, gasto y daño van en razón directa con el grado de evolución.
Por mi parte
puedo decir que mi estancia en los Estados Unidos, hace unos años,
me abrumó, entre otras cosas, por el dispendio que observaba a mi
alrededor. Con los excesos americanos, pensaba yo entonces, podrían
salir de pobres varios países subdesarrollados. Diariamente, en
las primeras horas de la mañana, llamaban mi atención los millares
de poderosos automóviles de veinte o treinta caballos, desplazando
cada uno a una sola persona a su lugar de trabajo. Daba la impresión
de que los transportes colectivos, bien organizados y confortables,
estaban allí de más.
En otras
palabras, cada americano malgastaba diariamente en acudir a su trabajo
y en regresar de él treinta o cuarenta litros de gasolina.
Pues bien,
este alegre y despreocupado derroche, si que con una importante
corrección respecto al número de caballos, se ha trasladado a Europa
y, más concretamente, a España. Los pies ya no sirven, en ninguna
parte, dentro de ese mundo que hemos dado en llamar civilizado,
para desplazarnos, sino para acelerar y desembragar. Como diría
González Ruano, el hombre del siglo xx ha perdido la alegría de
andar. Malgasta así, no sólo las riquezas naturales comunes, sino
su dinero y su salud.
Mas, ¿qué
importancia tiene esto -se argumentará- frente al tiempo que se
gana? Y yo me pregunto: ¿de veras gana algo con tales apremios el
hombre contemporáneo? ¿No será más exacto afirmar que la mecanización
le ha desquiciado? ¿No resulta obvio que el hombre protegido por
unos cristales y una chapa de hierro, con un pedal en el pie derecho
capaz de impulsarle a cien kilómetros a la hora, se torna duro,
insolidario, hermético y agresivo? El gasto de combustibles fósiles,
tiene, pues, sobre el gasto en si, un elevado precio.
La civilización,
en sus últimas etapas, viene presidida por el signo de la prodigalidad.
En treinta años hemos multiplicado por diez el consumo de petróleo.
Damos la
impresión de no querer enterarnos de que nuestra próspera industria
y nuestra comodidad dependen de unas bolsas fósiles que en unos
pocos años se habrán agotado. El problema, en un próximo futuro,
no radicará en hacer nuevas prospecciones y abrir nuevas calicatas.
Eso sí, llegado el caso, el hombre podrá jactarse de una nueva proeza,
en esta época de culto hacia las marcas: haberse bebido en un siglo
una riqueza que tardó 600 millones de años en formarse.
Cabe una
esperanza: la inseguridad de las previsiones en lo que se refiere
a nuestras reservas. Pese a los modernos sistemas de prospección,
son, en efecto, aleatorios los cálculos de nuestras disponibilidades
de metales y combustibles. Amplias extensiones de Africa, Asia y
Sudamérica están prácticamente inexploradas.
Sin embargo,
dado el ritmo de consumo, parece razonable pensar que nunca, por
muchas sorpresas que la geología puede depararnos, los plazos señalados
más arriba puedan aumentar más allá de cuatro veces. En cualquier
caso, augurar para el plomo y el mercurio una duración de ochenta
años y de ciento para el estaño y el cinc, no es precisamente abrir
para la Humanidad unas perspectivas halagüeñas.
7
LA RAPACIDAD HUMANA
Pero, quizá, más terminante que especular con el futuro sea
analizar nuestro presente, esto es, los problemas que ya son problemas,
es decir que ya están aquí, cuales son la pesca marina y el papel.
En este punto, es justo situar junto a la irresponsable voracidad
del consumo, el contumaz envenenamiento del medio de que luego me
ocuparé. La Humanidad se resiste a embridar la técnica por la biología
y así asistimos, frecuentemente, a auténticos disparates ecológicos,
provocados por desconocimiento e imprevisión.
La
presa de Asuán, en Egipto, es un ejemplo ya tópico. De niños nos
enseñaron que el limo que depositaban las avenidas primaverales
en el valle del Nilo fertilizaba los campos, pero ignorábamos que,
al mismo tiempo, fertilizaba las aguas del mar en su estuario, hasta
el punto de convertirlo en un sector privilegiado para la pesca
de la sardina. Durante siglos, las sustancias nutricias que arrastraban
las aguas hasta la desembocadura permitieron capturas espectaculares,
de hasta 15 y 20.000 toneladas anuales de pescado. Hoy, tras la
pérdida de nutrientes provocada por la represa del agua, apenas
se consiguen 500 toneladas, o, lo que es lo mismo, el suculento
banco de peces ha desaparecido.
A estas torpezas,
podemos añadir la rapacidad con que venimos actuando en medios que
exigen para pervivir un tacto y una meticulosa reposición. Observemos
lo que está sucediendo en el famoso banco pesquero del Sáhara. La
riqueza y variedad de este retazo de mar de más de 200.000 kilómetros
cuadrados de extensión, ha atraído cerca de 4.000 embarcaciones
de cien banderas distintas.
El problema,
salvo las dimensiones y el medio, es el mismo que el de la perdiz
roja en Castilla la Vieja. Ni la perdiz castellana ni el besugo
del banco sahariano pueden soportar esta presión. Así, las capturas
en el mar del Sáhara, según datos de Ángel Luis de la Calle, superan,
el último año, el millón y cuarto de toneladas, cifra abultada que
monta, con mucho, cualquier aspiración de rentabilidad razonable.
Es manifiesto, pues, empleando un viejo y gráfico dicho, que estamos
comiendo de lo vivo. A estas alturas, algunas especies -brecas,
besugos- se han extinguido y otras muchas se encuentran en franca
regresión. Para atajar este expolio insensato, únicamente cabe una
ordenación internacional de la pesca, pero, ¿con qué autoridad contamos
para este fin? Nuestros oceanógrafós consideran que la pesca mundial,
no sólo en el banco del Sáhara sino en todos los mares, ha desbordado
con mucho la línea de recuperación o, cómo dice Lester Brown, dramáticamente,
los «límites soportables».
Problema
semejante es el del papel-prensa, tal vez el símbolo más expresivo
de nuestra cultura. No hay papel. El papel se acaba.
En estos
días, los rotativos más importantes del Globo, procuran reducir
el número de páginas. Las fábricas, empero, trabajan a tope, pero
la demanda desborda la producción. Mas la escasez no se resuelve
en un día, ya que aun dando por buena una rápida adaptación de ciertas
industrias similares a la elaboración de papel-prensa, apenas conseguiremos
aumentar la producción actual en 1 por 100, cantidad manifiestamente
interior al déficit que hoy se acusa.
La
cuestión, entonces, no estriba en montar más fábricas, sino en alimentarlas,
en plantar más árboles. Emmanuelle de Lesseps nos dice que un periódico
de gran tirada se come diariamente seis hectáreas de bosque. Julio
Senador por su parte, advertía a principios de siglo, refiriéndose
a Castilla, que cada árbol sacrificado era un nuevo paso hacia la
miseria y la tiranía.
Tal vez para
obviar éstas, los japoneses, gentes de mucho ingenio, han dado en
fabricar árboles de plástico para decorar sus campos y carreteras.
Pero los árboles de plástico no tienen savia, no prestan cobijo
a los pájaros, no facilitan madera, no crecen; en una palabra, no
viven. Sin embargo, el árbol de plástico es, al parecer más elástico
que el de madera y reduce, por tanto, la gravedad de los accidentes
de automóvil, hecho que indujo al gobierno francés en 1973 a considerar
la oferta nipona para instalarlos en sus autopistas. He aquí un
símbolo ostensible del positivismo que, cómo una niebla pertinaz,
nos va envolviendo.
El hombre de hoy, antepone a la cultura, en sentido estricto,
el goce material y, sobre todo, la seguridad. Pero si aceptamos
como bueno el aserto de Senador convendremos que nuestro mundo camina
a marchas forzadas hacia la miseria y la tiranía. Las manchas forestales,
el revestimiento vegetal de la Tierra, desaparecen. La vegetación
arbórea es un estorbo.
De
1882 a nuestros días más de un tercio de los bosques existentes
en el mundo han sido destruidos. Dilatadas extensiones de Indonesia,
el Congo y Kazajstán, ayer selvas impenetrables, ofrecen hoy al
contemplador su monda desnudez. La Humanidad requiere pistas y cultivos
y, ante esta urgencia, elimina aquello -los bosques- que, momentáneamente,
no le es necesario para sobrevivir.
El doctor
Piquet Carneiro, presidente de la Fundación para la Conservación
de la Naturaleza en el Brasil, ha denunciado a su gobierno, que
diariamente se derriban allí un millón de árboles con objeto de
abrir las autopistas Perimetral Norte y Transamazónica al norte
y sur respectivamente, del río Amazonas. No es preciso decir que
sus voces de alarma contra estos tremendos arboricidios no encuentran
eco. El primero vivir y luego filosofar se impone de nuevo. Por
otra parte, la afrenta que los países atrasados infligen a la Naturaleza,
está justificada. Porque, ¿qué razones morales podrán aducir los
países industrializados para vetar el noble afán de los países necesitados
para salir de un hambre de siglos?
Nos encontramos,
pues, con que el saqueo de la Naturaleza, basado incluso en argumentos
éticos, resulta por el momento irremediable. Occidente ha montado
su prosperidad sobre el abastecimiento de materias primas de sus
colonias y, una vez que éstas consiguen la autonomía, el viejo equilibrio
se descompensa y se rompe.
De aquí que,
más que el gasto de metales y recursos no recuperables, a mí, personalmente
y en líneas generales, me alarma el despilfarro de aquellos que
pueden recuperarse y, sin embargo, no se recuperan. Gastar lo que
no puede reponerse puede obedecer a una exigencia de un estadio
de civilización voraz, que a nosotros mismos, sus autores, nos ha
sorprendido, pero terminar con aquello que nos es imprescindible
y cuyo final pudo preverse, revela un índice de rapacidad y desidia
que dicen muy poco en favor de la escala de valores que rige en
el mundo contemporáneo.
8
UN
MUNDO SUCIO
Pero, sin duda, tan imprudente como el despilfarro progresivo
de nuestros recursos, es la disposición humana para ensuciar los
que nos quedan, hasta el punto, en muchos casos, de hacerlos inservibles.
Por este camino accedemos a una situación crítica: la actual complejidad
técnica ya no nos permite utilizar unas cosas sin manchar otras.
Esta actitud encierra un peligro inmediato, supuesto que a cambio
de un poco más de comodidad, hemos degradado el medio ambiente.
Aparece así
la contaminación, vocablo que está en todas las bocas y en las primeras
planas de todos los diarios, pero que todavía no ha servido para
modificar sustancialmente nuestra conducta. La conciencia de este
riesgo inspiró, no obstante, las Conferencias de París de 1968 y
Londres de 1970, y cristalizó en una serie de conclusiones bienintencionadas
en el Congreso de Estocolmo de 1972. El hecho de que a esta última
reunión asistieran representantes de 110 países indica que la preocupación
se ha generalizado, pero, al propio tiempo, el que únicamente siete
de ellos se avinieran a satisfacer una cuota para la constitución
de un fondo de protección del medio, demuestra que dicha preocupación
ni es profunda ni se considera vital por la inmensa mayoría de los
gobiernos.
De la contaminación
se habla mucho, como digo, pero la amenaza que comporta, salvo en
casos aislados, no cala, no empuja a la acción. Por el contrario,
cada país, por su cuenta y riesgo, sigue soñando con incrementar
la renta nacional bruta y el nivel de vida de sus habitantes. El
problema se estanca, pues, en la pura retórica. Las palabras no
concuerdan con los hechos: digo que quiero limpiar pero en realidad
lo que hago es seguir ensuciando.
Empero,
algo hay aprovechable en el citado Congreso de Estocolmo: por primera
vez se acepta que las posibilidades de regeneración del aire, la
tierra y el agua, aunque grandes, no son ilimitadas; por primera
vez se acepta la posibilidad de que nuestro mundo se vuelva inhabitable
por obra del hombre.
El hombre,
desde su origen, guiado por unas miras que pretenden ser prácticas,
ha ido enmendando la plana a la Naturaleza y convirtiéndola en campo.
El hombre, paso a paso, ha hecho su paisaje, amoldándolo a sus exigencias.
Con esto, el campo ha seguido siendo campo pero ha dejado de ser
Naturaleza.
Mas, al seleccionar
las plantas y animales que le son útiles, ha empobrecido la Naturaleza
original, lo que equivale a decir que ha tomado una resolución precipitada
porque el hombre sabe lo que le es útil hoy pero ignora lo que le
será útil mañana. Y el aceptar las especies actualmente útiles y
desdeñar el resto supondría, según nos dice Faustino Cordón, sacrificar
la friolera de un millón de especies animales y medio millón de
especies vegetales, limitación inconcebible de un patrimonio que
no podemos recrear y del que quizá dependieran los remedios para
el hambre y la enfermedad de mañana. Así las cosas, y salvo muy
contadas reservas, apenas queda en el mundo Naturaleza natural.
Pero podría
parecer frivolidad dolernos de la desaparición de un paisaje -agravada
últimamente por todo lo que una civilización primordialmente técnica
trae consigo y por la burda inserción de lo urbano en lo rural-
cuando ni siquiera somos capaces de mantener este paisaje domesticado
en condiciones de habilitabilidad aun a conciencia de que su degradación
puede ser nuestra muerte.
Durante los
últimos años, el medio ambiente ha sido la víctima propiciatoria
del progreso humano. Y, para mayor escarnio, la influencia del hombre
se ha producido cuando menos trataba de influir en él, es decir
en la lucha frontal por producir ciertas alteraciones en el medio,
el medio se ha resistido. Pongamos por caso, las tentativas rusas
v americanas por modificar el clima, provocando la lluvia artificial,
diluyendo la niebla o licuando el granizo. Estos proyectos, hasta
el día, han tenido unos resultados muy cortos por no decir irrisorios;
prácticamente han sido nulos.
Los aviones
siguen buscando un aeropuerto despejado para aterrizar cuando sobre
el de destino se cierne la niebla, y las cosechas, periódicamente,
se agostan por falta de agua o son arrasadas por la piedra sin que
el hombre, pese a sus alardes técnicos, acierte a evitarlo. La influencia
del hombre sobre el medio se ha producido, para mal, por vía indirecta,
cuando ha pretendido forzar la producción de la tierra o multiplicar
sus industrias o su velocidad en un nuevo intento por aumentar su
confort y su nivel de vida. Es una vez más el culatazo del progreso.
En este orden de cosas, el caso, ya citado, de los aviones a reacción
es expresivo.
Otro tanto,
aunque con un influjo más inmediato y palmario, podríamos decir
de los gases de combustión expelidos por fábricas, calefacciones,
automóviles, quemadores de basuras, etc., particularmente en las
concentraciones industriales y las grandes ciudades. Esta contaminación,
además de su nocividad sobre las vidas animal y vegetal, provoca
serios trastornos en la salud humana, hecho especialmente patente
en determinadas circunstancias meteorológicas .
Lo
ocurrido en el valle del Mósa, Pensilvania y Londres, es sumamente
ilustrativo a este respecto.
9
MUERTE EN LA TIERRA Y EN EL MAR
Sin ningún título científico, sino como hombre de campo,
como simple cazador vengó observando en amplias zonas de la meseta
castellana -riberas del Duero en las proximidades de Tordesillas,
Benavente en Zamora, etc.-, una regresión de la perdiz roja en aquellos
puntos en que el secano va siendo sustituido por el regadío. ¿Es
que son incompatibles la perdiz roja y el agua? Lo ignoro. Simplemente
constato el fenómeno. Pero sí se me ocurre pensar si este decrecimiento
no estará relacionado con los distintos tratamientos de la tierra.
Veamos.
Las siembras
de secano en Castilla no son fumigadas con pesticidas o lo son en
muy escasa medida, en tanto la huerta -las patatas, por ejemplo-
lo es hasta seis y siete veces por temporada, dosis que van en aumento
ante la progresiva resistencia del escarabajo a todo tipo de fármacos.
Llegados a este punto, la apelación a las teorías de la naturalista
americana Rachel Carsón se impone. Esta señora relaciona la casi
total desaparición del petirrojo y el pigargo de cabeza blanca o
águila calva, en los Estados Unidos, con el abuso de pesticidas.
En el mismo
sentido discurren los informes de José Antonio Valverde, quien meses
antes de la catástrofe ornitológica de Doñana, en setiembre del
73, observó que los nidos de aguiluchos laguneros y zampullines
albergaban huevos sin cascarón, apenas protegidos por una débil
membrana. Estas sospechas nos llevan, aun sin quererlo, a las experiencias
de los doctores De Witt, Rudd y Wallace, cuyos resultados coinciden.
De Witt ha criado codornices, incluyendo dosis crecientes de DDT
en su dieta; los pájaros así alimentados no murieron y su puesta
fue normal, pero contados de esos huevos dieron pollo y, de los
nacidos, menos de la mitad sobrevivieron al quinto día de la eclosión.
El doctor
Rudd efectuó la misma experiencia con faisanes y, aquí, la puesta
disminuyó a la mitad y, de 105 faisancitos nacidos, sólo una mínima
parte lo hicieron en condiciones de viabilidad. Por su parte, los
doctores Wallace y Bernard, que han experimentado con petirrojos,
han llegado a conclusiones científicas dolorosas; elevadas concentraciones
de pesticidas se almacenan en los testículos de los machos y los
ovarios de las hembras, con lo que el veneno acumulado en la parte
del huevo que alimenta el embrión, es causa inmediata de su frustración
y su muerte.
Entiendo
que aplicar a nuestros campos los resultados de estas experiencias
no constituye ningún disparate. Los plaguicidas podrán no afectar
directamente a la integridad de las aves adultas -aunque esto dependerá,
imagino, del grado de concentración- pero sí afecta, por lo que
parece, a su reproducción. Y esto, que explica la desaparición del
águila calva en los Estados Unidos, puede también explicar la casi
total ausencia de perdices jóvenes en los regadíos castellanos,
siquiera esta causalidad esté todavía, en cierto modo, por demostrar.
Mas la sola
sospecha ya es turbadora, con mayor motivo cuando sabemos que el
futuro nos reclamará dosis de pesticidas cada vez más elevadas,
ya que aunque los países desarrollados consigan fármacos menos persistentes
pero más tóxicos que los actuales, los países pobres seguirán con
los no degradables cuya fabricación es más barata. De este modo
se calcula que si Asia, África y Sudamérica aspiran a doblar su
producción agrícola, las 120.000 toneladas métricas de pesticidas
que hoy utilizan se convertirán, dada la mayor resistencia progresiva
de los insectos a estas fumigaciones, en 720.000.
Venimos a
caer así en otra de las trampas biológicas de que habla Burnet al
enfrentarnos con una disyuntiva extrema: no comer o envenenarnos.
Este azote
de la contaminación, que estoy tratando de concretar en unos ejemplos
ilustrativos, asume tonalidades aún más sombrías en el mar donde,
por diversas vías -ríos, lluvias, barcos- confluyen todos los elementos
contaminantes que el hombre ha puesto en circulación: residuos radiactivos,
detergentes, petróleo, fosfatos, mercurio, plaguicidas, etc. Ciertamente
las posibilidades de recuperación del mar son muy crecidas, pero
a estas alturas del siglo XX, el hombre puede también vanagloriarse
de haberlas rebasado.
Se abre así
una eventualidad patética: la de la posible muerte del mar, posibilidad
no muy remota, puesto que algunos mares interiores bien puede afirmarse
que han entrado en agonía. El Báltico, por ejemplo, donde desembocan
doscientos ríos procedentes, casi todos, de países fuertemente industrializados,
es un gigantesco pozo de infección. A estas alturas, infinidad de
peces padecen tumores -el «tumor rojo» lo contraen un 75 % de anguilas-,
otros sufren repugnantes enfermedades de la piel y no pocos mueren
tras una prolongada fase de ceguera, a causa de los residuos radiactivos
de la central nuclear de Hmnö.
Y todos los
pescados de estas aguas, sin excepción, almacenan tales dosis de
mercurio, DDT y PCB, que su ingestión resulta gravemente peligrosa
para el hombre (no olvidemos que basta una dosis de 1.200 microgramos
de mercurio para matar a un ser humano y la mitad para trastornarle
gravemente su sistema nervioso).
Resultan,
pues, muy discretas y justificadas las advertencias del profesor
sueco Gunnel Westö, de que no se coma pescado costero más allá de
una vez por semana, ni azul de altura, en raciones superiores a
150 gramos, y la circular del Ministerio Marítimo polaco, en el
sentido de que hay extensos sectores del mar Báltico donde la vida
ha desaparecido, puesto que ni las bacterias, ni los microbios han
podido soportar el grado de contaminación de aquellas aguas. Algo
semejante podríamos decir de nuestro Mediterráneo, aunque los estudios
verificados hasta el día no sean tan minuciosos.
Sería un
error; sin embargo, imaginar que «la muerte del mar» es problema
restringido a aguas interiores o a áreas altamente industrializadas.
Con una mayor o menor incidencia de contaminantes, el riesgo es
general.
El oceanógrafo
Vital Alsar, que realizó hace pocos años un periplo alrededor del
mundo, manifestó que durante más de un tercio de su viaje, no navegó
sobre agua sino sobre petróleo. El petróleo -cuya extinción en la
Tierra pronto deploraremos- se pierde en el mar en proporciones
tan notables que ocasiona su asfixia, ya que la película de aceite
que se extiende sobre su superficie impide la oxigenación del agua
y la fotosíntesis, provocando la muerte de fauna y flora.
Empero, este
hecho únicamente se hace noticia de periódico cuando la derrama
se produce de una vez y por accidente como aconteció en 1967 con
el petrolero Torrey Cauyon originando la famosa «marea negra» que
costó la vida a 100.000 aves acuáticas. Pero si tenemos en cuenta
que el Torrey Canyon
desplazaba 118.000 toneladas y que hoy se construyen petroleros
de 500.000 y se proyectan de 1.000.000, concluiremos que la vida
en el mar pende de un hilo, supuesto que estas derramas accidentales
serán cada vez mayores y a ellas habrá que añadir los vertimientos
intencionados, procedentes de baldeos y limpieza de tanques, y otros
ocasionales que, aunque sin tanta espectacularidad, vienen a representar
anualmente lo que cuarenta o cincuenta Torrey
Canyon.
Y ante este
problema, la esperanza de quien descubrió el mal descubrirá el remedio
es muy vaga y remota. Por de pronto, el uso de disolventes que se
aplicó ya a la «marea negra» en Inglaterra, fue peor que la enfermedad.
El profesor Eric Smith describe así el espectáculo de la costa después
del tratamiento: «En la superficie del mar grandes cantidades de
diminutos flagelados habían muerto o estaban muriendo. Los huevos
de las sardinas se desintegraban o se desarrollaban anormalmente.
En las rocas nada quedaba, salvo espesas matas de algas, muertas
o moribundas. La superficie de los escollos estaba totalmente vacía
de animales, mientras en la base se apiñaba un verdadero cementerio
de conchas.»
Todo esto confirma que hemos creado una técnica avanzadísima
con objeto de perfeccionar el mundo y lo que estamos consiguiendo
es destruirlo. El navegante Cousteau, después de un largó viaje
por los océanos Atlántico, Pacífico e Indicó, realizando frecuentes
inmersiones, declaraba en el Congreso de Londres que la vida submarina
había disminuido en un 30 por 100 en los últimos quince años.
10
EL HOMBRE CONTRA EL HOMBRE
Mas el daño de la contaminación no es sólo directo. Sus efectos
son muy complejos. Del Cañizo subraya la relación de la contaminación
del medio y el hacinamiento con el desarrollo de ciertas afecciones
psíquicas cómo la ansiedad, la angustia, la tensión, el erotismo
y la agresividad.
«Estadísticamente
-dice-, se ha demostrado que en una ciudad de 250.000 habitantes,
se asesina el doble, se viola el triple y se roba siete veces más
que en un conjunto de pueblos pequeños que sumen los mismos 250.000
habitantes.»
Esto ratifica la afirmación de Erich Fromm de que para conseguir
una economía sana hemos producido millones de hombres enfermos.
Y posiblemente, la cadena de males no se interrumpe aquí, puesto
que del mismo modo que los contaminantes influyen en enfermedades
degenerativas cómo el cáncer y la leucemia, según se ha demostrado,
cabe que lo hagan también sobre ciertas enfermedades y malformaciones
congénitas de las que se observa un incremento en nuestro tiempo.
En cualquier caso, es obvio que las conquistas rutilantes de la
técnica no bastan para ocultar sus miserias.
No desconozco,
claro está, los esfuerzos recientes de algunos países para contrarrestar
los efectos perniciosos de una mecanización desenfrenada. Los ejemplos
de Londres al promulgar la Ley de Aire Puro de 1965 y la reunión
de los países ribereños del Báltico en Gdansk el otoño de 1973 para
intentar la recuperación biológica de este mar son, sin duda, dignos
de ser imitados. Pero las iniciativas aisladas significan poca cosa
en este terreno.
Los hombres
debemos convencernos de que navegamos en un mismo barco y todo lo
que no sea coordinar esfuerzos será perder el tiempo. ¿De qué vale,
pongo por caso, que Norteamérica instale depuradoras en sus fábricas
de cemento si luego estimula la producción de las españolas -que
no las tienen- para comprárselo más barato? ¿Qué adelantamos regulando
la pesca de la ballena en acuerdos internacionales, si Rusia y Japón
eluden el compromiso para aprovecharse de la cordura y la inhibición
ajenas? ¿Qué sentido tienen las precauciones suecas con los vertimientos
de sus papeleras, si las rusas llenan el mar Báltico de mercurio?
¿Qué podemos sacar en fin, en limpio de la disposición americana
proscribiendo el empleo del DDT, si al mismo tiempo envía sus excedentes
a los países subdesarrollados a precios de saldo?
Mientras
el respeto a los delicadísimos mecanismos ecológicos no sea una
actitud desinteresada y general, apenas adelantaremos un paso. En
este juego participamos todos, pero nadie debe reservarse el derecho
de hacer trampas.
Nuestro
planeta se salvará entero o se hundirá entero. Únicamente empleando
la inteligencia y la razón, podremos escapar de la amarga profecía
de Roberto Rossellini cuando dice que «nuestra civilización morirá
por apoplejía porque nuestra opulencia contiene en sí las semillas
de la muerte».
11
EL SENTIDO DEL PROGRESO EN MI OBRA
A la vista de cuanto llevo expuesto, no necesito decir que
el actual sentido del progreso no me va, esto es, me desazona tanto
que el desarrollo técnico se persiga a costa del hombre como que
se plantee la ecuación Técnica-Naturaleza en régimen de competencia.
El desarrollo,
tal como se concibe en nuestro tiempo, responde a todos los niveles,
a un planteamiento competitivo. Bien mirado, el hombre del siglo
XX no ha aprendido más que a competir y cada día parece más lejana
la fecha en que seamos capaces de ir juntos a alguna parte.
Se aducirá
que soy pesimista, que el cuadro que presento es excesivamente tétrico
y desolador y que incluso ofrece unas tonalidades apocalípticas
poco gratas. Tal vez sea así: es decir puede que las cosas no sean
tan hoscas como yo las pinto, pero yo no digo que las cosas sean
así, sino que, desgraciadamente, yo las veo de esa manera.
Por si fuera
poco, el programa regenerador del Club de Roma con su fórmula del
«crecimiento cero» y el consiguiente retorno al artesanado y «a
la mermelada de la abuelita», se me antoja, por el momento, utópico
e inviable. Falta una autoridad universal para imponer estas normas.
Y aunque la hubiera: ¿cómo aceptar que un gobierno planifique nuestra
propia familia? ¿Sería justo decretar un alto en el desarrollo mundial
cuando unos pueblos los menos- lo tienen todo y otros pueblos -los
más- viven en la miseria y la abyección más absolutas? Sin duda
la puesta en marcha del programa restaurador del Club de Roma exigiría
unos procesos de adaptación éticos, sociales, religiosos y políticos,
que no pueden improvisarse.
O sea, hoy
por hoy, la Humanidad no está preparada para este salto. Algunas
gentes, sin embargo, ante la repentina crisis de energía que padece
el mundo, han hablado, con tanta desfachatez como ligereza, del
fin de la era del consumismo. Esto, creo, es mucho predecir. El
mundo se acopla a la nueva situación, acepta el paréntesis; eso
es todo. Mas, mucho me temo que, salvadas las circunstancias que
lo motivaron, la fiebre del consumo se despertará aún más voraz
que antes de producirse. Cabe, claro está, que la crisis se prolongue,
se haga endémica, y el hombre del siglo XX se vea forzado a alterar
sus supuestos. Mas esta alteración se soportará como una calamidad,
sin el menor espíritu de regeneración y enmienda. En este caso,
la tensión llegará a hacerse insoportable.
A mi entender,
únicamente un hombre nuevo, humano, imaginativo, generoso sobre
un entramado social nuevo, sería capaz de afrontar, con alguna probabilidad
de éxito, un programa restaurador y de encauzar los conocimientos
actuales hacia la consecución de una sociedad estable. Lo que es
evidente, como dice Alain Hervé, es que a estas alturas, si queremos
conservar la vida, hay que cambiarla.
Pero a lo
que iba, mi actitud ante el problema -actitud pesimista, insisto-
no es nueva. Desde que tuve la mala ocurrencia de ponerme a escribir
me ha movido una obsesión antiprogreso, no porque la máquina me
parezca mala en sí, sino por el lugar en que la hemos colocado con
respecto al hombre.
Por
eso, mis palabras no son sino la coronación de un largo proceso
que viene clamando contra la deshumanización progresiva de la Sociedad
y la agresión a la Naturaleza, resultados, ambos, de una misma actitud:
la entronización de las cosas. Pero el hombre, nos guste o no, tiene
sus raíces en la Naturaleza y al desarraigarlo con el señuelo de
la técnica, lo hemos despojado de su esencia.
Esto
es lo que se trasluce, imagino, de mis literaturas y lo que quizás
indujo a Torrente Ballester a afirmar que para mi «el pecado estaba
en la ciudad y la virtud en el campo». En rigor antes que menosprecio
de corte y alabanza de aldea, en mis libros hay un rechazo de un
progreso que envenena la corte e incita a abandonar la aldea. Desde
mi atalaya castellana, o sea, desde mi personal experiencia, es
esta problemática la que he tratado de reflejar en mis libros. Hemos
matado la cultura campesina pero no la hemos sustituido por nada,
al menos, por nada noble.
Y la destrucción
de la Naturaleza no es solamente física, sino una destrucción de
su significado para el hombre, una verdadera amputación espiritual
y vital de éste. Al hombre, ciertamente, se le arrebata la pureza
del aire y del agua, pero también se le amputa el lenguaje, y el
paisaje en que transcurre su vida, lleno de referencias personales
y de su comunidad, es convertido en un paisaje impersonalizado e
insignificante.
En el primero
de estos aspectos, ¿cuántos son los vocablos relacionados con la
Naturaleza, que, ahora mismo, ya han caído
en desuso y que, dentro de muy pocos años, no significarán nada
para nadie y se transformarán en puras palabras enterradas en los
diccionarios e ininteligibles para el Homo
tecnologicus? Me temo que muchas de mis propias palabras, de
las palabras que yo utilizó en mis novelas de ambiente rural, como
ejemplo aricar, agostero, escardar, celemín,
soldada, helada negra, alcor, por no citar más que unas cuantas,
van a necesitar muy pronto de notas aclaratorias como si estuviesen
escritas en un idioma arcaico o esotérico, cuando simplemente han
tratado de traslucir la vida de la Naturaleza y de los hombres que
en ella viven y designar al paisaje, a los animales y a las plantas
por sus nombres auténticos. Creo que el mero hecho de que nuestro
diccionario omita muchos nombres de pájaros y plantas de uso común
entre el pueblo es suficientemente expresivo en este aspecto.
¿Qué sentido tiene un paisaje vacío?
Y por otro lado, ¿qué será de un paisaje sin hombres que
en él habiten de continuo y que son los que le confieren realidad
y sentido? A este respecto, Frederic Ulhman, refiriéndose a la creación
de la reserva de Cévennes, escribe en Le Nouvel Observateur: «¿Qué
interés tiene preservar la Naturaleza en un parque nacional si luego
no se puede encontrar allí a los que, desde siempre, han vivido
la intimidad de su país; si no se encuentra allí a los que saben
dar su nombre a la montaña y que, al hacerlo, la dan vida?
»Cada vez
que muere una palabra de "patois", que desaparece un caserío solitario
en pleno campo o que no hay nadie para repetir el gesto de los humildes,
su vida, sus historias de caza y el mito viviente, entonces es la
Humanidad entera la que pierde un poco de su savia y un poco más
de su sabor.»
«El
chopo del Elicio», «El Pozal de la Culebra» o «Los almendros del
Ponciano», a que me refiero en mi relato Viejas historias de Castilla la Vieja,
son, en efecto, un trozo de paisaje y de vida, imbricados el uno
en la otra, como los trigales de Van Gogh o nuestra propia casa
animada por la personalidad de cada uno de nosotros y enteramente
distinta a todas las demás incluso en el más pequeño de los desconchones.
Cada una de esas parcelas del paisaje alberga historias o mitos
que son vida, han sido vivificados por el Elicio o el Ponciano y,
a la vez, hablan a los demás; el día que pierdan su nombre, si es
que subsisten todavía físicamente, no serán ya más que un chopo,
unos almendros o un pozal reducidos al silencio, objetivados, muertos,
no más significantes que cualquier otro árbol o rincón municipalmente
establecido.
Y este destino,
como añade Ulhman, nos advierte inequívocamente que nos estamos
aproximando a uno más, y no el menos pavoroso, de los resultados
de nuestra incontrolada tecnología: la pasión y muerte de la Naturaleza.
El éxodo
rural, por lo demás, es un fenómeno universal e irremediable. Hoy
nadie quiere parar en los pueblos porque los pueblos son el símbolo
de la estrechez, el abandono y la miseria. Julio Senador advertía
que el hombre puede perderse lo mismo por necesidad que por saturación.
Lo que no imaginaba Senador es que nuestros reiterados errores pudieran
llevarle a perderse por ambas cosas a la vez, al hacer tan invisible
la aldea como la megápolis.
Los hombres
de la segunda era industrial no hemos acertado a establecer la relación
Técnica-Naturaleza en términos de concordia y a la atracción inicial
de aquélla concentrada en las grandes urbes, sucederá un movimiento
de repliegue en el que el hombre buscará de nuevo su propia personalidad,
cuando ya tal vez sea tarde porque la Naturaleza cómo tal habrá
dejado de existir.
En esta tesitura,
mis personajes se resisten, rechazan la masificación. Al presentárseles
la dualidad Técnica-Naturaleza como dilema, optan resueltamente
por ésta que es, quizá la última oportunidad de optar por el humanismo.
Se trata de seres primarios, elementales, pero que no abdican de
su humanidad; se niegan a cortar las raíces. A la sociedad gregaria
que les incita, ellos oponen un terco individualismo. En eso, tal
vez, resida la última diferencia entre mi novela y la novela objetiva
o behaviorista.
Ramón Buckley
ha interpretado bien mi obstinada oposición al gregarismo cuando
afirma que en mis novelas yo me ocupo «del hombre como individuo
y busco aquellos rasgos que hacen de cada persona un ser único,
irrepetible». Es ésta, quizá, la última razón que me ha empujado
a los medios rurales para escoger los protagonistas de mis libros.
La ciudad uniforma cuanto toca; el hombre enajena en ella sus perfiles
característicos. La gran ciudad es la excrecencia y, a la vez, el
símbolo del actual progreso.
De aquí que
el Isidoro, protagonista de mi libro Viejas historias de Castilla
la Vieja, la rechace y exalte la aldea como último reducto del individualismo:
«Pero lo curioso -dice- es que allá, en América, no me mortificaba
tener un pueblo y hasta deseaba que cualquiera me preguntase algo
para decirle: "Allá, en mi pueblo, al cerdo lo matan así o asá."
O bien: "Allá en mi pueblo, la tierra y el agua son tan calcáreas
que los pollos se asfixian dentro del huevo sin llegar a romper
el cascarón..." Y empecé a darme cuenta entonces de que ser de pueblo
era un don de Dios y que ser de ciudad era un poco como ser inclusero,
y que los tesos y el nido de la cigüeña y los chopos y el riachuelo
y el soto eran siempre los mismos, mientras las pilas de ladrillos
y los bloques de cemento y las montañas de piedra de la ciudad cambiaban
cada día y, con los años, no quedaba allí un sólo testigo del nacimiento
de uno, porque mientras el pueblo permanecía, la ciudad se desintegraba
por aquello del progreso y las perspectivas de futuro.»
Esto ya expresa en mis personajes una actitud ante la vida
y un desdén explícito por un desarrollo desintegrador y deshumanizador;
el mismo que induce a Nini, el niño sabio de Las ratas, a decir
a Rosalino el Encargado que le presenta el carburador de un tractor
averiado, «de eso no sé, señor Rosalino, eso es inventado».
Esta respuesta
displicente no envuelve un rechazo de la máquina, sino un rechazo
de la máquina en cuanto a obstáculo que se interpone entre los corazones
de los hombres y entre el hombre y la Naturaleza. Mis personajes
son conscientes, como lo soy yo, su creador, de que la máquina,
por un error de medida, ha venido a calentar el estómago del hombre
pero ha enfriado su corazón.
Así, cuando
Juan Gualberto el Barbas, protagonista de La caza de la perdiz roja,
se dirige a su interlocutor el cazador, y le dice: «Desengáñese,
Jefe, los hombres de hoy no tienen paciencia. Si quieren ir a América,
agarran el avión y se plantan en América en menos tiempo del que
yo tardó en aparejar el macho para ir a Villagina. Y yo digo, si
van con estas prisas, ¿cómo van a tener paciencia para buscar la
perdiz, levantarla, cansarla y matarla luego, después de comerse
un taco tranquilamente a la abrigada charlando de esto y de lo otro?»
Cuando el Barbas dice esto, repito, con su filosofía directa y socarrona,
está exaltando lo natural frente al artificio avasallador de la
técnica, está condenando los apremios contemporáneos, el automatismo
y la falta de comunicación. En una palabra, está rechazando una
torpe idea de progreso que, para empezar ha dejado su pueblo deshabitado.
El Barbas,
como el resto de mis personajes, buscan asideros estables y creen
encontrarlos en la Naturaleza. El viejo Isidoro regresa de América
con la ilusión obsesiva de encontrar su pueblo como lo dejó. A su
modo, intuye que el verdadero progresismo ante la Naturaleza, como
dice Aquilino Duque, es el conservadurismo. En rigor una constante
de mis personajes urbanos es el retorno al origen, a las raíces,
particularmente en momentos de crisis: Pedro, protagonista de La
sombra del ciprés, refugia en el mar su misoginia; Sebastián, de
Aún es de día, escapa al campo para ordenar sus reflexiones; Sisi,
el hijo de Cecilio Rubes, descubre en la Naturaleza el sentido de
la vida; a la Desi, la criada analfabeta de La Hoja Roja, la persigue
su infancia rural como la propia sombra.
Esta actitud
se hace pasión en Lorenzo, cazador y emigrante, quien en un rapto
de exaltación, ante el anuncio de una nueva primavera, escribe en
su «Diario»: «El campo estaba hermoso con los trigos apuntados.
En la coquina de la ribera había ya chiribitas y matacandiles tempranos.
Una ganga vino a tirarse a la salina y viró al guiparnos. Volaba
tan reposada que la vi a la perfección el collarón rojo y las timoneras
picudas. Era un espectáculo. Así, cómo nosotros, debió de sentirse
Dios al terminar de crear el mundo.»
Solitarios a su pesar
Mis personajes hablan poco, es cierto, son más contemplativos
que locuaces, pero antes que como recurso para conservar su individualismo,
como dice Buckley es por escepticismo, porque han comprendido que
a fuerza de degradar el lenguaje lo hemos inutilizado para entendernos.
De ahí que el Ratero se exprese por monosílabos; Menchu en un monólogo
interminable, absolutamente vacío; y Jacinto San José trata de inventar
un idioma que lo eleve sobre la mediocridad circundante y evite
su aislamiento.
Mis personajes
no son, pues, asociales, insociables ni insolidarios, sino solitarios
a su pesar. Ellos declinan un progreso mecanizado y frío, es cierto,
pero, simultáneamente, este progreso los rechaza a ellos, porque
un progreso competitivo, donde impera la ley del más fuerte, dejará
ineludiblemente en la cuneta a los viejos, los analfabetos, los
tarados y los débiles.
Y aunque
un día llegue a ofrecerles un poco de piedad organizada, una ayuda
-no ya en cuanto semejantes sino en cuanto perturbadores de su plácida
digestión- siempre estará ausente de ella el calor.
«El hombre
es un ser vivo en equilibrio con los demás seres vivos», ha dicho
Faustino Cordón. Y así debiera ser pero nosotros, nuestro progreso
despiadado, ha roto este equilibrio con otros seres y de unos hombres
con otros hombres. De esta manera son muchas las criaturas y pueblos
que, por expresa renuncia o porque no pudieron, han dejado pasar
el tren de la abundancia y han quedado marginados. Son seres humillados
y ofendidos -la Desi, el viejo Eloy, el Tío Ratero, el Barbas, Pacífico,
Sebastián...- que inútilmente esperan, aquí en la Tierra, algo de
un Dios eternamente mudo y de un prójimo cada día más remoto.
Estas víctimas
de un desarrollo tecnológico implacable, buscan en vano un hombro
donde apoyarse, un corazón amigo, un calor, para constatar, a la
postre, como el viejo Eloy de La Hoja Roja, que «el hombre al meter
el calor en un tubo creyó haber resuelto el problema pero, en realidad,
no hizo sino crearlo porque era inconcebible un fuego sin humo y
de esta manera la comunidad se había roto».
Seguramente
esta estimación de la sociedad en que vivimos es lo que ha movido
a Francisco Umbral y Eugenio de Nora a atribuir a mis escritos un
sentido moral. Y en verdad, es este sentido moral lo único que se
me ocurre oponer como medida de urgencia, a un progreso cifrado
en el constante aumento del nivel de vida.
A mi juicio,
el primer paso para cambiar la actual tendencia del desarrollo,
y, en consecuencia, de preservar la integridad del Hombre y de la
Naturaleza, radica en ensanchar la conciencia moral universal. Esta
conciencia moral universal, fue, por encima del dinero y de los
intereses políticos, la que detuvo la intervención americana en
el Vietnam y la que viene exigiendo juego limpio en no pocos lugares
de la Tierra. Esta conciencia, que encarno preferentemente en un
amplio sector de la juventud que ha heredado un mundo sucio en no
pocos aspectos, justifica mi esperanza.
Muchos jóvenes
del Este y del Oeste reclaman hoy un mundo más puro, seguramente,
como dice Burnet, por ser ellos la primera generación con DDT en
la sangre y estroncio 90 en sus huesos.
Porque si
la aventura del progreso, tal como hasta el día la hemos entendido,
ha de traducirse inexorablemente, en un aumento de la violencia
y la incomunicación; de la autocracia y la desconfianza; de la injusticia
y la prostitución de la Naturaleza; del sentimiento competitivo
y del refinamiento de la tortura; de la explotación del hombre por
el hombre y la exaltación del dinero, en ese caso, yo, gritaría
ahora mismo, con el protagonista de una conocida canción americana:
«¡Que paren la Tierra, quiero apearme!»
Miguel
Delibes
Novelista
vallisoletano
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