De
diversas partes se nos ha reprochado el que no hayamos expuesto las relaciones
económicas que forman la base material de la lucha de clases y de las
luchas nacionales de nuestros días. Sólo hemos examinado intencionadamente
estas relaciones allí donde se imponían directamente en las colisiones
políticas.
Tratábase, principalmente, de seguir la lucha de clases en la
historia cotidiana, y demostrar empíricamente, con los materiales históricos
existentes y con los que iban apareciendo todos los días, que con el sojuzgamiento de la clase obrera, protagonista de febrero y
marzo, fueron vencidos, al propio tiempo, sus adversarios: en Francia, los
republicanos burgueses, y en todo el continente europeo, las clases burguesas y
campesinas en lucha contra el absolutismo feudal; que el triunfo de la
«república honesta» en Francia fue, al mismo tiempo, la derrota de las naciones
que habían respondido a la revolución de febrero con heroicas guerras de
independencia; y, finalmente, que con la derrota de los obreros
revolucionarios, Europa ha vuelto a caer bajo su antigua doble esclavitud: la
esclavitud anglo-rusa. La batalla de junio en París, la caída de Viena,
la tragicomedia del noviembre berlinés de 1848, los esfuerzos desesperados de
Polonia, Italia y Hungría, el sometimiento de Irlanda por el hambre: tales
fueron los acontecimientos principales en que se resumió la lucha europea de
clases entre la burguesía y la clase obrera, y a través de los cuales hemos
demostrado que todo levantamiento revolucionario, por muy alejada que parezca
estar su meta de la lucha de clases, tiene necesariamente que fracasar mientras
no triunfe la clase obrera revolucionaria, que toda reforma social no será más
que una utopía mientras la revolución proletaria y la contrarrevolución feudal
no midan sus armas en una guerra mundial. En nuestra descripción lo
mismo que en la realidad, Bélgica y Suiza eran estampas de
género, caricaturescas y tragicómicas en el gran cuadro histórico: una, el
Estado modelo de la monarquía burguesa; la otra, el Estado modelo de la
república burguesa, y ambas, Estados que se hacen la ilusión de estar tan
libres de la, lucha de clases como de la revolución europea.
Ahora que nuestros lectores han visto ya
desarrollarse la lucha de clases, durante el año 1848, en formas políticas
gigantescas, ha llegado el momento de analizar más de cerca las relaciones económicas
en que descansan por igual la existencia de la burguesía y su dominación de
clase, así como la esclavitud de los obreros.
Expondremos en tres grandes apartados:
1) La relación entre el trabajo asalariado y el
capital, la esclavitud del obrero, la dominación del capitalista.
2) La inevitable ruina, bajo el sistema actual,
de las clases medias burguesas y del llamado estamento campesino.
3) El sojuzgamiento y
la explotación comercial de las clases burguesas de las distintas naciones
europeas por Inglaterra, el déspota del mercado mundial.
Nos esforzaremos por conseguir que nuestra
exposición sea lo más sencilla y popular posible, sin dar por supuestas ni las
nociones más elementales de la Economía Política. Queremos que los obreros nos
entiendan. Además, en Alemania reinan una ignorancia y una confusión de
conceptos verdaderamente asombrosas acerca de las relaciones económicas más
simples, que van desde los defensores patentados del orden de cosas existente
hasta los taumaturgos socialistas y los genios políticos
incomprendidos, que en la desmembrada Alemania abundan todavía más que los
«padres de la Patria».
Pasemos, pues, al primer problema:
¿Qué es el salario? ¿Cómo se determina?
Si preguntamos a los obreros qué salario perciben,
uno nos contestará: «Mi burgués me paga un marco por la jornada de trabajo»; el
otro: «Yo recibo dos marcos», etc. Según las distintas ramas del trabajo a que
pertenezcan, nos indicarán las distintas cantidades de dinero que los burgueses
respectivos les pagan por la ejecución de una tarea determinada, v.gr., por tejer una vara de lienzo o por componer un
pliego de imprenta. Pero, pese a la diferencia de datos, todos coinciden en un
punto: el salario es la cantidad de dinero que el capitalista paga por un
determinado tiempo de trabajo o por la ejecución de una tarea determinada.
Por tanto, diríase que
el capitalista les compra con dinero el trabajo de los obreros. Estos le
venden por dinero su trabajo. Pero esto no es más que la apariencia. Lo
que en realidad venden los obreros al capitalista por dinero es su fuerza
de trabajo. El capitalista compra esta fuerza de trabajo por un día, una
semana, un mes, etc. Y, una vez comprada, la consume, haciendo que los obreros
trabajen durante el tiempo estipulado. Con el mismo dinero con que les compra
su fuerza de trabajo, por ejemplo, con los dos marcos, el capitalista podría
comprar dos libras de azúcar o una determinada cantidad de otra mercancía
cualquiera. Los dos marcos con los que compra dos libras de azúcar son el precio
de las dos libras de azúcar. Los dos marcos con los que compra doce horas de
uso de la fuerza de trabajo son el precio de un trabajo de doce horas. La
fuerza de trabajo es, pues, una mercancía, ni más ni menos que el azúcar.
Aquélla se mide con el reloj, ésta, con la balanza.
Los obreros cambian su mercancía, la fuerza de
trabajo, por la mercancía del capitalista, por el dinero y este cambio se
realiza guardándose una determinada proporción: tanto dinero por tantas horas
de uso de la fuerza de trabajo. Por tejer durante doce horas, dos marcos. Y
estos dos marcos, ¿no representan todas las demás mercancías que pueden
adquirirse por la misma cantidad de dinero? En realidad, el obrero ha cambiado
su mercancía, la fuerza de trabajo, por otras mercancías de todo género, y siempre
en una determinada proporción. Al entregar dos marcos, el capitalista le
entrega, a cambio de su jornada de trabajo, la cantidad correspondiente de
carne, de ropa, de leña, de luz, etc. Por tanto, los dos marcos expresan la
proporción en que la fuerza de trabajo se cambia por otras mercancías, o sea el
valor de cambio de la fuerza de trabajo. Ahora bien, el valor de cambio
de una mercancía, expresado en dinero, es precisamente su precio.
Por consiguiente, el salario no es más que un nombre especial con que se
designa el precio de la fuerza de trabajo, o lo que suele llamarse precio
del trabajo, el nombre especial de esa peculiar mercancía que sólo toma
cuerpo en la carne y la sangre del hombre.
Tomemos un obrero cualquiera, un tejedor, por
ejemplo. El capitalista le suministra el telar y el hilo. El tejedor se pone a
trabajar y el hilo se convierte en lienzo. El capitalista se adueña del lienzo
y lo vende en veinte marcos, por ejemplo. ¿Acaso el salario del tejedor
representa una parte del lienzo, de los veinte marcos, del producto de
su trabajo? Nada de eso. El tejedor recibe su salario mucho antes de venderse
el lienzo, tal vez mucho antes de que haya acabado el tejido. Por tanto, el
capitalista no paga este salario con el dinero que ha de obtener del lienzo,
sino de un fondo de dinero que tiene en reserva. Las mercancías entregadas al
tejedor a cambio de la suya, de la fuerza de trabajo, no son productos de su
trabajo, del mismo modo que no lo son el telar y el hilo que el burgués le ha
suministrado. Podría ocurrir que el burgués no encontrase ningún comprador para
su lienzo. Podría ocurrir también que no se reembolsase con el producto de su
venta ni el salario pagado. Y puede ocurrir también que lo venda muy
ventajosamente, en comparación con el salario del tejedor. Al tejedor todo esto
le tiene sin cuidado. El capitalista, con una parte de la fortuna de que
dispone, de su capital, compra la fuerza de trabajo del tejedor, exactamente lo
mismo que con otra parte de la fortuna ha comprado las materias primas —el
hilo— y el instrumento de trabajo —el telar—. Una vez hechas estas compras,
entre las que figura la de la fuerza de trabajo necesaria para elaborar el
lienzo, el capitalista produce ya con materias primas e instrumentos de
trabajo de su exclusiva pertenencia. Entre los instrumentos de trabajo va
incluido también, naturalmente, nuestro buen tejedor, que participa en el
producto o en el precio del producto en la misma medida que el telar; es decir,
absolutamente en nada.
Por tanto, el salario no es la parte del obrero
en la mercancía por él producida. El salario es la parte de la mercancía ya
existente, con la que el capitalista compra una determinada cantidad de fuerza
de trabajo productiva.
La fuerza de trabajo es, pues, una mercancía que
su propietario, el obrero asalariado, vende al capital. ¿Para qué la vende?
Para vivir.
Ahora bien, la fuerza de trabajo en acción, el
trabajo mismo, es la propia actividad vital del obrero, la manifestación misma
de su vida. Y esta actividad vital la vende a otro para asegurarse los medios
de vida necesarios. Es decir, su actividad vital no es para él más que un
medio para poder existir. Trabaja para vivir. El obrero ni siquiera considera
el trabajo parte de su vida; para él es más bien un sacrificio de su vida. Es
una mercancía que ha adjudicado a un tercero. Por eso el producto de su
actividad no es tampoco el fin de esta actividad. Lo que el obrero produce para
sí no es la seda que teje ni el oro que extrae de la mina, ni el palacio que
edifica. Lo que produce para sí mismo es el salario; y la seda, el oro y
el palacio se reducen para él a una determinada cantidad de medios de vida, si
acaso a una chaqueta de algodón, unas monedas de cobre y un cuarto en un
sótano. Y para el obrero que teje, hila, taladra, tornea, construye, cava,
machaca piedras, carga, etc., por espacio de doce horas al día, ¿son estas doce
horas de tejer, hilar, taladrar, tornear, construir, cavar y machacar piedras
la manifestación de su vida, su vida misma? Al contrario. Para él, la vida comienza
allí donde terminan estas actividades, en la mesa de su casa, en el banco de la
taberna, en la cama. Las doce horas de trabajo no tienen para él sentido alguno
en cuanto a tejer, hilar, taladrar, etc., sino solamente como medio para ganar
el dinero que le permite sentarse a la mesa o en el banco de la taberna y
meterse en la cama. Si el gusano de seda hilase para ganarse el sustento como
oruga, sería un auténtico obrero asalariado. La fuerza de trabajo no ha sido
siempre una mercancía. El trabajo no ha sido siempre trabajo asalariado,
es decir, trabajo libre. El esclavo no vendía su fuerza de
trabajo al esclavista, del mismo modo que el buey no vende su trabajo al
labrador. El esclavo es vendido de una vez y para siempre, con su fuerza de
trabajo, a su dueño. Es una mercancía que puede pasar de manos de un dueño a
manos de otro. El es una mercancía, pero su fuerza de trabajo no es una
mercancía suya. El siervo de la gleba sólo vende una parte de su
fuerza de trabajo. No es él quien obtiene un salario del propietario del suelo;
por el contrario, es éste, el propietario del suelo, quien percibe de él un
tributo.
El siervo de la gleba es un atributo del suelo y
rinde frutos al dueño de éste. En cambio, el obrero libre se vende él
mismo y además, se vende en partes. Subasta 8, 10, 12, 15 horas de su vida, día
tras día, entregándolas al mejor postor, al propietario de las materias primas,
instrumentos de trabajo y medios de vida; es decir, al capitalista. El obrero
no pertenece a ningún propietario ni está adscrito al suelo, pero las 8, 10,
12, 15 horas de su vida cotidiana pertenecen a quien se las compra. El obrero,
en cuanto quiera, puede dejar al capitalista a quien se ha alquilado, y el
capitalista le despide cuando se le antoja, cuando ya no le saca provecho
alguno o no le saca el provecho que había calculado. Pero el obrero, cuya única
fuente de ingresos es la venta de su fuerza de trabajo, no puede desprenderse
de toda la clase de los compradores, es decir, de la clase de los
capitalistas, sin renunciar a su existencia. No pertenece a tal o cual
capitalista, sino a la clase capitalista en conjunto, y es incumbencia
suya encontrar un patrono, es decir, encontrar dentro de esta clase capitalista
un comprador.
Antes de pasar a examinar más de cerca la relación
entre el capital y el trabajo asalariado, expondremos brevemente los factores
más generales que intervienen en la determinación del salario.
El salario es, como hemos visto, el precio
de una determinada mercancía, de la fuerza de trabajo. Por tanto, el salario se
halla determinado por las mismas leyes que determinan el precio de cualquier
otra mercancía.
Ahora bien, nos preguntamos: ¿Cómo se determina
el precio de una mercancía?
¿Qué es lo que determina el precio de una
mercancía?
Es la competencia entre compradores y vendedores,
la relación entre la demanda y la oferta, entre la apetencia y la oferta. La
competencia que determina el precio de una mercancía tiene tres aspectos.
La misma mercancía es ofrecida por diversos
vendedores. Quien venda mercancías de igual calidad a precio más barato, puede
estar seguro de que eliminará del campo de batalla a los demás vendedores y se
asegurará mayor venta. Por tanto, los vendedores se disputan mutuamente la
venta, el mercado. Todos quieren vender, vender lo más que puedan, y, si es
posible, vender ellos solos, eliminando a los demás. Por eso unos venden más
barato que otros. Tenemos, pues, una competencia entre vendedores, que abarata
el precio de las mercancías puestas a la venta.
Pero hay también una competencia entre
compradores, que a su vez, hace subir el precio de las mercancías
puestas a la venta.
Y, finalmente, hay la competencia entre
compradores y vendedores; unos quieren comprar lo más barato posible, otros
vender lo más caro que puedan. El resultado de esta competencia entre
compradores y vendedores dependerá de la relación existente entre los dos
aspectos de la competencia mencionada más arriba; es decir, de que predomine la
competencia entre las huestes de los compradores o entre las huestes de los
vendedores. La industria lanza al campo de batalla a dos ejércitos
contendientes, en las filas de cada uno de los cuales se libra además una
batalla intestina. El ejército cuyas tropas se pegan menos entre sí es el que
triunfa sobre el otro.
Supongamos que en el mercado hay 100 balas de
algodón y que existen compradores para 1.000 balas. En este caso, la demanda
es, como vemos, diez veces mayor que la oferta. La competencia entre los
compradores será, por tanto, muy grande; todos querrán conseguir una bala, y si
es posible las cien. Este ejemplo no es ninguna suposición arbitraria. En la
historia del comercio hemos asistido a períodos de mala cosecha algodonera, en
que unos cuantos capitalistas coligados pugnaban por comprar, no ya cien balas,
sino todas las reservas de algodón de la tierra. En el caso que citamos, cada
comprador procurará, por tanto, desalojar al otro, ofreciendo un precio
relativamente mayor por cada bala de algodón. Los vendedores, que ven a las
fuerzas del ejército enemigo empeñadas en una rabiosa lucha intestina y que
tienen segura la venta de todas sus cien balas, se guardarán muy mucho de irse
a las manos para hacer bajar los precios del algodón, en un momento en que sus
enemigos se desviven por hacerlos subir. Se hace, pues, a escape, la paz entre
las huestes de los vendedores. Estos se enfrentan como un solo hombre
con los compradores, se cruzan olímpicamente de brazos. Y sus exigencias no
tendrían límite si no lo tuvieran, y muy concreto, hasta las ofertas de los
compradores más insistentes.
Por tanto, cuando la oferta de una mercancía es
inferior a su demanda, la competencia entre los vendedores queda anulada o muy
debilitada. Y en la medida en que se atenúa esta competencia, crece la
competencia entablada entre los compradores. Resultado: alza más o menos
considerable de los precios de las mercancías.
Con mayor frecuencia se da, como es sabido, el
caso inverso, y con inversos resultados: exceso considerable de la oferta sobre
la demanda; competencia desesperada entre los vendedores; falta de compradores;
lanzamiento de las mercancías al malbarato.
Pero, ¿qué significa eso del alza y la baja de los
precios? ¿Qué quiere decir precios altos y precios bajos? Un grano de arena es
alto si se le mira al microscopio, y, comparada con una montaña. una torre
resulta baja. Si el precio está determinado por la relación entre la oferta y
la demanda, ¿qué es lo que determina esta relación entre la oferta y la
demanda?
Preguntemos al primer burgués que nos salga al
paso. No separará a meditar ni un instante, sino que, cual nuevo Alejandro
Magno, cortará este nudo metafísico [1] con la
tabla de multiplicar. Nos dirá: si el fabricar la mercancía que vendo me ha
costado cien marcos y la vendo por 110 —pasado un año, se entiende—, esta
ganancia es una ganancia moderada, honesta y decente. Si obtengo, a cambio de
esta mercancía, 120, 130 marcos, será ya una ganancia alta; y si consigo hasta
200 marcos, la ganancia será extraordinaria, enorme. ¿Qué es lo que le sirve a
nuestro burgués de criterio para medir la ganancia? El coste de producción
de su mercancía. Si a cambio de esta mercancía obtiene una cantidad de otras
mercancías cuya producción ha costado menos, pierde. Si a cambio de su mercancía
obtiene una cantidad de otras mercancías cuya producción ha costado más, gana.
Y calcula la baja o el alza de su ganancia por los grados que el valor de
cambio de su mercancía acusa por debajo o por encima de cero, por debajo o por
encima del coste de producción.
Hemos visto que la relación variable entre la
oferta y la demanda lleva aparejada tan pronto el alza como la baja de los
precios determina tan pronto precios altos como precios bajos. Si el precio de
una mercancía sube considerablemente, porque la oferta baje o porque crezca
desproporcionadamente la demanda, con ello necesariamente bajará en proporción
el precio de cualquier otra mercancía, pues el precio de una mercancía no hace
más que expresar en dinero la proporción en que otras mercancías se entregan a
cambio de ella. Si, por ejemplo, el precio de una vara de seda sube de cinco
marcos a seis, bajará el precio de la plata en relación con la seda, y asimismo
disminuirá, en proporción con ella, el precio de todas las demás mercancías que
sigan costando igual que antes. Para obtener la misma cantidad de seda ahora
habrá que dar a cambio una cantidad mayor de aquellas otras mercancías. ¿Qué
ocurrirá al subir el precio de una mercancía? Una masa de capitales afluirá a
la rama industrial floreciente, y esta afluencia de capitales al campo de la
industria favorecida durará hasta que arroje las ganancias normales; o más
exactamente, hasta que el precio de sus productos descienda, empujado por la
superproducción, por debajo del coste de producción.
Y viceversa. Si el precio de una mercancía
desciende por debajo de su coste de producción, los capitales se retraerán de
la producción de esta mercancía. Exceptuando el caso en que una rama industrial
no corresponda ya a la época, y, por tanto, tenga que desaparecer, esta huida
de los capitales irá reduciendo la producción de aquella mercancía, es decir,
su oferta, hasta que corresponda a la demanda, y, por tanto, hasta que su
precio vuelva a levantarse al nivel de su coste de producción, o, mejor dicho, hasta
que la oferta sea inferior a la demanda; es decir, hasta que su precio rebase
nuevamente su coste de producción, pues el precio corriente de una mercancía
es siempre inferior o superior a su coste de producción.
Vemos que los capitales huyen o afluyen
constantemente del campo de una industria al de otra. Los precios altos
determinan una afluencia excesiva, y los precios bajos, una huida exagerada.
Podríamos demostrar también, desde otro punto de
vista, cómo el coste de producción determina, no sólo la oferta, sino también
la demanda. Pero esto nos desviaría demasiado de nuestro objetivo.
Acabamos de ver cómo las oscilaciones de la oferta
y la demanda vuelven a reducir siempre el precio de una mercancía a su coste de
producción. Es cierto que el precio real de una mercancía es siempre
superior o inferior al coste de producción, pero el alza y la baja se compensan
mutuamente, de tal modo que, dentro de un determinado período de tiempo,
englobando en el cálculo el flujo y el reflujo de la industria, puede afirmarse
que las mercancías se cambian unas por otras con arreglo a su coste de
producción, y su precio se determina, consiguientemente, por aquél.
Esta determinación del precio por el coste de
producción no debe entenderse en el sentido en que la entienden los
economistas. Los economistas dicen que el precio medio de las mercancías
equivale al coste de producción; que esto es la ley. Ellos consideran
como obra del azar el movimiento anárquico en que el alza se nivela con la baja
y ésta con el alza. Con el mismo derecho podría considerarse, como lo hacen en
efecto otros economistas, que estas oscilaciones son la ley, y la determinación
del precio por el coste de producción, fruto del azar. En realidad, si se las
examina de cerca. se ve que estas oscilaciones acarrean las más espantosas
desolaciones y son como terremotos que hacen estremecerse los fundamentos de la
sociedad burguesa. son las únicas que en su curso determinan el precio por el
coste de producción. El movimiento conjunto de este desorden es su orden. En el
transcurso de esta anarquía industrial, en este movimiento cíclico, la
concurrencia se encarga de compensar, como si dijésemos, una extravagancia con
otra.
Vemos, pues, que el precio de una mercancía se
determina por su coste de producción, de modo que las épocas en que el precio
de esta mercancía rebasa el coste de producción se compensan con aquellas en
que queda por debajo de este coste de producción, y viceversa. Claro está que
esta norma no rige para un producto industrial concreto, sino solamente para la
rama industrial entera. No rige tampoco, por tanto, para un solo industrial,
sino únicamente para la clase entera de los industriales.
La determinación del precio por el coste de
producción equivale a la determinación del precio por el tiempo de trabajo
necesario para la producción de una mercancía, pues el coste de producción está
formado:
1) por las materias primas y el desgaste de los
instrumentos, es decir, por productos industriales cuya fabricación ha costado
una determinada cantidad de jornadas de trabajo y que representan, por tanto,
una determinada cantidad de tiempo de trabajo. y
2) por el trabajo directo; cuya medida es también
el tiempo.
Las mismas leyes generales que regulan el precio
de las mercancías en general regulan también, naturalmente, el salario,
el precio del trabajo.
La remuneración del trabajo subirá o bajará según
la relación entre la demanda y la oferta, según el cariz que presente la
competencia entre los compradores de la fuerza de trabajo, los capitalistas, y
los vendedores de la fuerza de trabajo, los obreros. A las oscilaciones de los
precios de las mercancías en general les corresponden las oscilaciones del
salario. Pero, dentro de estas oscilaciones, el precio del trabajo se
hallará determinado por el coste de producción, por el tiempo de trabajo
necesario para producir esta mercancía, que es la fuerza de trabajo.
Ahora bien, ¿cuál es el coste de producción de
la fuerza de trabajo?
Es lo que cuesta sostener al obrero como tal
obrero y educarlo para este oficio.
Por tanto, cuanto menos tiempo de aprendizaje
exija un trabajo, menor será el coste de producción del obrero, más bajo el
precio de su trabajo, su salario. En las ramas industriales que no exigen
apenas tiempo de aprendizaje, bastando con la mera existencia corpórea del
obrero, el coste de producción de éste se reduce casi exclusivamente a las
mercancías necesarias para que aquél pueda vivir en condiciones de trabajar.
Por tanto, aquí el precio de su trabajo estará determinado por el precio
de los medios de vida indispensables.
Pero hay que tener presente, además, otra
circunstancia.
El fabricante, al calcular su coste de producción,
y con arreglo a él el precio de los productos, incluye en el cálculo el
desgaste de los instrumentos de trabajo. Si una máquina le cuesta, por ejemplo,
mil marcos y se desgasta totalmente en diez años, agregará cien marcos cada año
al precio de las mercancías fabricadas, para, al cabo de los diez años, poder
sustituir la máquina ya agotada, por otra nueva. Del mismo modo hay que incluir
en el coste de producción de la fuerza de trabajo simple el coste de
procreación que permite a la clase obrera estar en condiciones de multiplicarse
y de reponer los obreros agotados por otros nuevos. El desgaste del obrero
entra, por tanto, en los cálculos, ni más ni menos que el desgaste de las
máquinas.
Por tanto, el coste de producción de la fuerza de
trabajo simple se cifra siempre en los gastos de existencia y reproducción
del obrero. El precio de este coste de existencia y reproducción es el que
forma el salario. El salario así determinado es lo que se llama el salario
mínimo. Al igual que la determinación del precio de las mercancías en
general por el coste de producción, este salario mínimo no rige para el individuo,
sino para la especie. Hay obreros, millones de obreros, que no ganan lo
necesario para poder vivir y procrear; pero el salario de la clase obrera en
conjunto se nivela, dentro de sus oscilaciones, sobre la base de este
mínimo.
Ahora, después de haber puesto en claro las leyes
generales que regulan el salario, al igual que el precio de cualquier otra
mercancía, ya podemos entrar de un modo más concreto en nuestro tema.
El capital está formado por materias primas,
instrumentos de trabajo y medios de vida de todo género que se emplean para
producir nuevas materias primas, nuevos instrumentos de trabajo y nuevos medios
de vida. Todas estas partes integrantes del capital son hijas del trabajo,
productos del trabajo, trabajo acumulado. El trabajo acumulado que sirve
de medio de nueva producción es el capital.
Así dicen los economistas.
¿Qué es un esclavo negro? Un hombre de la raza
negra. Una explicación vale tanto como la otra.
Un negro es un negro. Sólo en determinadas
condiciones se convierte en esclavo. Una máquina de hilar algodón es una
máquina para hilar algodón. Sólo en determinadas condiciones se convierte en capital.
Arrancada a estas condiciones, no tiene nada de capital, del mismo modo que el
oro no es de por sí dinero, ni el azúcar el precio del azúcar.
En la producción, los hombres no actúan solamente
sobre la naturaleza, sino que actúan también los unos sobre los otros. No
pueden producir sin asociarse de un cierto modo, para actuar en común y
establecer un intercambio de actividades. Para producir los hombres contraen
determinados vínculos y relaciones, y a través de estos vínculos y relaciones
sociales, y sólo a través de ellos, es cómo se relacionan con la naturaleza y
cómo se efectúa la producción.
Estas relaciones sociales que contraen los
productores entre sí, las condiciones en que intercambian sus actividades y
toman parte en el proceso conJunto de la producción
variarán, naturalmente según el carácter de los medios de producción. Con la
invención de un nuevo instrumento de guerra, el arma de fuego, hubo de cambiar
forzosamente toda la organización interna de los ejércitos. cambiaron las
relaciones dentro de las cuales formaban los individuos un ejército y podían
actuar como tal, y cambió también la relación entre los distintos ejércitos.
Las relaciones sociales en las que los individuos
producen, las relaciones sociales de producción, cambian, por tanto, se
transforman, al cambiar y desarrollarse los medios materiales de producción,
las fuerzas productivas. Las relaciones de producción forman en conjunto
lo que se llaman las relaciones sociales, la sociedad, y concretamente, una
sociedad con un determinado grado de desarrollo histórico, una sociedad de
carácter peculiar y distintivo. La sociedad antigua, la sociedad feudal,
la sociedad burguesa, son otros tantos conjuntos de relaciones de
producción, cada uno de los cuales representa, a la vez, un grado especial de
desarrollo en la historia de la humanidad.
También el capital es una relación social
de producción. Es una relación burguesa de producción, una relación de
producción de la sociedad burguesa. Los medios de vida, los instrumentos de
trabajo, las materias primas que componen el capital, ¿no han sido producidos y
acumulados bajo condiciones sociales dadas, en determinadas relaciones
sociales? ¿No se emplean para un nuevo proceso de producción bajo condiciones
sociales dadas, en determinadas relaciones sociales? ¿Y no es precisamente este
carácter social determinado el que convierte en capital los productos
destinados a la nueva producción?
El capital no se compone solamente de medios de
vida, instrumentos de trabajo y materias primas, no se compone solamente de
productos materiales; se compone igualmente de valores de cambio. Todos
los productos que lo integran son mercancías. El capital no es, pues,
solamente una suma de productos materiales; es una suma de mercancías, de
valores de cambio, de magnitudes sociales.
El capital sigue siendo el mismo, aunque
sustituyamos la lana por algodón, el trigo por arroz, los ferrocarriles por
vapores, a condición de que el algodón, el arroz y los vapores —el cuerpo del
capital— tengan el mismo valor de cambio, el mismo precio que la lana, el trigo
y los ferrocarriles en que antes se encarnaba. El cuerpo del capital es
susceptible de cambiar constantemente, sin que por eso sufra el capital la
menor alteración.
Pero, si todo capital es una suma de mercancías,
es decir, de valores de cambio, no toda suma de mercancías, de valores de
cambio, es capital.
Toda suma de valores de cambio es un valor de
cambio. Todo valor de cambio concreto es una suma de valores de cambio. Por
ejemplo, una casa que vale mil marcos es un valor de cambio de mil marcos. Una
hoja de papel que valga un pfennig, es una suma de
valores de cambio de fennig.
Los productos susceptibles de ser cambiados por
otros productos son mercancías. La proporción concreta en que pueden
cambiarse constituye su valor de cambio, o, si se expresa en dinero, su precio.
La cantidad de estos productos no altera para nada su destino de mercancías, de
ser un valor de cambio o de tener un determinado precio. Sea grande o pequeño,
un árbol es siempre un árbol. Por el hecho de cambiar hierro por otros
productos en medias onzas o en quintales, ¿cambia su carácter de mercancía, de
valor de cambio? Lo único que hace el volumen es dar a una mercancía mayor o
menor valor, un precio más alto o más bajo.
Ahora bien, ¿cómo se convierte en capital una suma
de mercancías, de valores de cambio?
Por el hecho de que, en cuanto fuerza
social independiente, es decir, en cuanto fuerza en poder de una parte de la
sociedad, se conserva y aumenta por medio del intercambio con la fuerza
de trabajo inmediata, viva. La existencia de una clase que no posee nada
más que su capacidad de trabajo es una premisa necesaria para que exista el
capital.
Sólo el dominio del trabajo acumulado, pretérito,
materializado sobre el trabajo inmediato, vivo, convierte el trabajo acumulado
en capital.
El capital no consiste en que el trabajo acumulado
sirva al trabajo vivo como medio para nueva producción. Consiste en que el
trabajo vivo sirva al trabajo acumulado como medio para conservar y aumentar su
valor de cambio.
¿Qué acontece en el intercambio entre el
capitalista y el obrero asalariado?
El obrero obtiene a cambio de su fuerza de trabajo
medios de vida, pero, a cambio de estos medios de vida de su propiedad, el
capitalista adquiere trabajo, la actividad productiva del obrero, la fuerza
creadora con la cual el obrero no sólo repone lo que consume, sino que da al
trabajo acumulado un mayor valor del que antes poseía. El obrero recibe del
capitalista una parte de los medios de vida existentes. ¿Para qué le sirven
estos medios de vida? Para su consumo inmediato. Pero, al consumir los medios
de vida de que dispongo, los pierdo irreparablemente, a no ser que emplee el
tiempo durante el cual me mantienen estos medios de vida en producir otros, en
crear con mi trabajo, mientras los consumo, en vez de los valores destruidos al
consumirlos, otros nuevos. Pero esta noble fuerza reproductiva del trabajo es
precisamente la que el obrero cede al capital, a cambio de los medios de vida
que éste le entrega. Al cederla, se queda, pues, sin ella.
Pongamos un ejemplo. Un granjero abona a su
jornalero cinco silbergroschen por día. Por los cinco
silbergroschen el jornalero trabaja la tierra del
granjero durante un día entero, asegurándole con su trabajo un ingreso de diez silbergroschen. El granjero no sólo recobra los valores que
cede al jornalero, sino que los duplica. Por tanto, invierte, consume de un
modo fecundo, productivo. los cinco silbergroschen que
paga al jornalero. Por estos cinco silbergroschen
compra precisamente el trabajo y la fuerza del jornalero, que crean productos
del campo por el doble de valor y convierten los cinco silbergroschen
en diez. En cambio, el jornalero obtiene en vez de su fuerza productiva, cuyos
frutos ha cedido al granjero, cinco silbergroschen,
que cambia por medios de vida, los cuales se han consumido de dos modos: reproductivamente para el capital, puesto que éste
los cambia por una fuerza de trabajo [*] que
produce diez silbergroschen; improductivamente
para el obrero, pues los cambia por medios de vida que desaparecen para siempre
y cuyo valor sólo puede recobrar repitiendo el cambio anterior con el granjero.
Por consiguiente, el capital presupone el trabajo asalariado, y éste, el
capital. Ambos se condicionan y se engendran recíprocamente.
Un obrero de una fábrica algodonera ¿produce
solamente tejidos de algodón? No, produce capital. Produce valores que sirven
de nuevo para mandar sobre su trabajo y crear, por medio de éste, nuevos
valores.
El capital sólo puede aumentar cambiándose por
fuerza de trabajo, engendrando el trabajo asalariado. Y la fuerza de trabajo
del obrero asalariado sólo puede cambiarse por capital acrecentándolo,
fortaleciendo la potencia de que es esclava. El aumento del capital es, por
tanto, aumento del proletariado, es decir, de la clase obrera.
El interés del capitalista y del obrero es, por
consiguiente, el mismo, afirman los burgueses y sus economistas. En
efecto, el obrero perece si el capital no le da empleo. El capital perece si no
explota la fuerza de trabajo, y, para explotarla, tiene que comprarla. Cuanto
más velozmente crece el capital destinado a la producción, el capital
productivo, y, por consiguiente, cuanto más próspera es la industria, cuanto
más se enriquece la burguesía, cuanto mejor marchan los negocios, más obreros
necesita el capitalista y más caro se vende el obrero.
Por consiguiente, la condición imprescindible para
que la situación del obrero sea tolerable es que crezca con la mayor rapidez
posible el capital productivo.
Pero, ¿qué significa el crecimiento del capital
productivo? Significa el crecimiento del poder del trabajo acumulado sobre el
trabajo vivo. El aumento de la dominación de la burguesía sobre la clase
obrera. Cuando el trabajo asalariado produce la riqueza extraña que le domina,
la potencia enemiga suya, el capital, refluyen a él, emanados de éste, medios
de trabajo, es decir, medios de vida, a condición de que se convierta de nuevo
en parte integrante del capital, en palanca que le haga crecer de nuevo con
ritmo acelerado
Decir que los intereses del capital y los
intereses de los obreros son los mismos, equivale simplemente a decir que el
capital y el trabajo asalariado son dos aspectos de una misma relación. El uno se halla condicionado por el otro, como el
usurero por el derrochador, y viceversa.
Mientras el obrero asalariado es obrero
asalariado, su suerte depende del capital. He ahí la tan cacareada comunidad de
intereses entre el obrero y el capitalista.
Al crecer el capital, crece la masa del trabajo
asalariado, crece el número de obreros asalariados; en una palabra, la
dominación del capital se extiende a una masa mayor de individuos. Y,
suponiendo el caso más favorable: al crecer el capital productivo, crece la
demanda de trabajo y crece también, por tanto, el precio del trabajo, el
salario.
Sea grande o pequeña una casa, mientras las que la
rodean son también pequeñas cumple todas las exigencias sociales de una
vivienda, pero, si junto a una casa pequeña surge un palacio, la que hasta
entonces era casa se encoge hasta quedar convertida en una choza. La casa
pequeña indica ahora que su morador no tiene exigencias, o las tiene muy reducidas;
y, por mucho que, en el transcurso de la civilización, su casa gane en altura,
si el palacio vecino sigue creciendo en la misma o incluso en mayor proporción,
el habitante de la casa relativamente pequeña se irá sintiendo cada vez más
desazonado, más descontento, más agobiado entre sus cuatro paredes.
Un aumento sensible del salario presupone un
crecimiento veloz del capital productivo. A su vez, este veloz crecimiento del
capital productivo provoca un desarrollo no menos veloz de riquezas, de lujo,
de necesidades y goces sociales. Por tanto, aunque los goces del obrero hayan
aumentado, la satisfacción social que producen es ahora menor, comparada con
los goces mayores del capitalista, inasequibles para el obrero, y con el nivel
de desarrollo de la sociedad en general. Nuestras necesidades y nuestros goces
tienen su fuente en la sociedad y los medimos, consiguientemente, por ella, y
no por los objetos con que los satisfacemos. Y como tienen carácter social, son
siempre relativos.
El salario no se determina solamente, en general,
por la cantidad de mercancías que pueden obtenerse a cambio de él. Encierra
diferentes relaciones.
Lo que el obrero percibe, en primer término, por
su fuerza de trabajo, es una determinada cantidad de dinero. ¿Acaso el salario
se halla determinado exclusivamente por este precio en dinero?
En el siglo XVI, a consecuencia del descubrimiento
en América de minas más ricas y más fáciles de explotar, aumentó el volumen de
oro y plata que circulaba en Europa. El valor del oro y la plata bajó, por
tanto, en relación con las demás mercancías. Los obreros seguían cobrando por
su fuerza de trabajo la misma cantidad de plata acuñada. El precio en dinero de
su trabajo seguía siendo el mismo, y, sin embargo, su salario había disminuido,
pues a cambio de esta cantidad de plata, obtenían ahora una cantidad menor de
otras mercancías. Fue ésta una de las circunstancias que fomentaron el
incremento del capital y, el auge de la burguesía en el siglo XVI.
Tomemos otro caso. En el invierno de 1847, a consecuencia
de una mala cosecha, subieron considerablemente los precios de los artículos de
primera necesidad: el trigo, la carne, la mantequilla, el queso, etc.
Suponiendo que los obreros hubiesen seguido cobrando por su fuerza de trabajo
la misma cantidad de dinero que antes, ¿no habrían disminuido sus salarios?
Indudablemente. A cambio de la misma cantidad de dinero obtenían menos pan,
menos carne, etc. Sus salarios bajaron, no porque hubiese disminuido el valor
de la plata, sino porque aumentó el valor de los víveres.
Finalmente, supongamos que la expresión monetaria
del precio del trabajo siga siendo el mismo, mientras que todas las mercancías
agrícolas y manufacturadas bajan de precio, merced a la aplicación de nueva
maquinaria, a la estación más favorable, etc. Ahora, por el mismo dinero los
obreros podrán comprar más mercancías de todas clases. Su salario, por tanto,
habrá aumentado, precisamente por no haberse alterado su valor en dinero.
Como vemos, la expresión monetaria del precio del
trabajo, el salario nominal, no coincide con el salario real, es decir, con la
cantidad de mercancías que se obtienen realmente a cambio del salario. Por
consiguiente, cuando hablamos del alza o de la baja del salario. no debemos
fijarnos solamente en la expresión monetaria del precio del trabajo, en el
salario nominal.
Pero, ni el salario nominal, es decir, la suma de
dinero por la que el obrero se vende al capitalista, ni el salario real, o sea,
la cantidad de mercancías que puede comprar con este dinero, agotan las
relaciones que encierra el salario.
El salario se halla determinado, además y sobre
todo, por su relación con la ganancia, con el beneficio obtenido por el
capitalista: es un salario relativo, proporcional.
El salario real expresa el precio del trabajo en
relación con el precio de las demás mercancías; el salario relativo acusa, por
el contrario, la parte del nuevo valor creado por el trabajo, que percibe el
trabajo directo, en proporción a la parte del valor que se incorpora al trabajo
acumulado, es decir, al capital.
Decíamos más arriba, en la pág.
14: «El salario no es la parte del obrero en la mercancía por él producida. El
salario es la parte de la mercancía ya existente, con la que el capitalista
compra una determinada cantidad de fuerza de trabajo productiva. Pero el
capitalista tiene que reponer nuevamente este salario, incluyéndolo en el
precio por el que vende el producto creado por el obrero; y tiene que reponerlo
de tal modo, que, después de cubrir el coste de producción desembolsado, le
quede además, por regla general, un remanente, una ganancia. El precio de venta
de la mercancía producida por el obrero se divide para el capitalista en tres
partes: la primera, para reponer el precio desembolsado en comprar
materias primas, así como para reponer el desgaste de las herramientas,
máquinas y otros instrumentos de trabajo adelantados por él; la segunda,
para reponer los salarios por él adelantados, y la tercera, el remanente
que queda después de saldar las dos partes anteriores, la ganancia del capitalista.
Mientras que la primera parte se limita a reponer valores que ya existían,
es evidente que tanto la suma destinada a reembolsar
los salarios abonados como el remanente que forma la ganancia del capitalista
salen en su totalidad del nuevo valor creado por el trabajo del obrero y
añadido a las materias primas. En este sentido, podemos considerar tanto
el salario como la ganancia, para compararlos entre sí, como partes del
producto del obrero.
Puede ocurrir que el salario real continúe siendo
el mismo e incluso que aumente, y, no obstante, disminuya el salario relativo.
Supongamos, por ejemplo, que el precio de todos los medios de vida baja en dos
terceras partes, mientras que el salario diario sólo disminuye en un tercio, de
tres marcos a dos, v. gr. Aunque el obrero, con estos dos marcos, podrá comprar
una cantidad mayor de mercancías que antes con tres, su salario habrá
disminuido, en relación con la ganancia obtenida por el capitalista. La
ganancia del capitalista (por ejemplo, del fabricante) ha aumentado en un
marco; es decir, que ahora el obrero, por una cantidad menor de valores de
cambio, que el capitalista le entrega, tiene que producir una cantidad mayor de
estos mismos valores. La parte obtenida por el capital aumenta en comparación
con la del trabajo. La distribución de la riqueza social entre el capital y el
trabajo es ahora todavía más desigual que antes. El capitalista manda con el
mismo capital sobre una cantidad mayor de trabajo. El poder de la clase de los
capitalistas sobre la clase obrera ha crecido, la situación social del obrero
ha empeorado, ha descendido un grado más en comparación con la del capitalista
.
¿Cuál es la ley general que rige el alza y la
baja del salario y la ganancia, en sus relaciones mutuas?
Se hallan en razón inversa. La parte de que se apropia el capital, la ganancia,
aumenta en la misma proporción en que disminuye la parte que le toca al
trabajo, el salario, y viceversa. La ganancia aumenta en la medida en que
disminuye el salario y disminuye en la medida en que éste aumenta.
Se objetará acaso que el capital puede obtener
ganancia cambiando ventajosamente sus productos con otros capitalistas, cuando
aumenta la demanda de su mercancía, sea mediante la apertura de nuevos
mercados, sea al aumentar momentáneamente las necesidades en los mercados
antiguos. etc.; que, por tanto. las ganancias de un capitalista pueden aumentar
a costa de otros capitalistas, independientemente del alza o baja del salario,
del valor de cambio de la fuerza de trabajo; que las ganancias del capitalista
pueden aumentar también mediante el perfeccionamiento de los instrumentos de
trabajo, la nueva aplicación de las fuerzas naturales, etc.
En primer lugar, se reconocerá que el resultado
sigue siendo el mismo, aunque se alcance por un camino inverso. Es cierto que
la ganancia no habrá aumentado porque haya disminuido el salario. pero el
salario habrá disminuido por haber aumentado la ganancia. Con la misma cantidad
de trabajo ajeno, el capitalista compra ahora una suma mayor de valores de
cambio, sin que por ello pague el trabajo más caro; es decir, que el trabajo
resulta peor remunerado, en relación con los ingresos netos que arroja para el
capitalista.
Además, recordamos que, pese a las oscilaciones de
los precios de las mercancías, el precio medio de cada mercancía, la proporción
en que se cambia por otras mercancías, se determina por su coste de
producción. Por tanto, los lucros conseguidos por unos capitalistas a costa
de otros dentro de la clase capitalista se nivelan necesariamente entre sí. El perfeccionamiento
de la maquinaria, la nueva aplicación de las fuerzas naturales al servicio de
la producción, permiten crear en un tiempo de trabajo dado y con la misma
cantidad de trabajo y capital una masa mayor de productos, pero no, ni mucho
menos, una masa mayor de valores de cambio. Si la aplicación de la máquina de
hilar me permite fabricar en una hora el doble de hilado que antes de su
invención, por ejemplo, cien libras en vez de cincuenta, a cambio de estas cien
libras de hilado no obtendré a la larga más mercancías que antes a cambio de
las cincuenta, porque el coste de producción se ha reducido a la mitad o
porque, ahora, con el mismo coste puedo fabricar el doble del producto.
Finalmente, cualquiera que sea la proporción en
que la clase capitalista, la burguesía, bien la de un solo país o la del
mercado mundial entero, se reparta los ingresos netos de la producción, la suma
global de estos ingresos netos no será nunca otra cosa que la suma en que el
trabajo vivo incrementa en bloque el trabajo acumulado. Por tanto, esta suma
global crece en la proporción en que el trabajo incrementa el capital; es
decir, en la proporción en que crece la ganancia, en comparación con el
salario.
Vemos, pues, que, aunque nos circunscribimos a
las relaciones entre el capital y el trabajo asalariado, los intereses del
trabajo asalariado y los del capital son diametralmente opuestos.
Un aumento rápido del capital equivale a un rápido
aumento de la ganancia. La ganancia sólo puede crecer rápidamente si el precio
del trabajo, el salario relativo, disminuye con la misma rapidez. El salario
relativo puede disminuir aunque aumente el salario real simultáneamente con el
salario nominal, con la expresión monetaria del valor del trabajo, siempre que
éstos no suban en la misma proporción que la ganancia. Si, por ejemplo, en una
época de buenos negocios, el salario aumenta en un cinco por ciento y la
ganancia en un treinta por ciento, el salario relativo, proporcional, no habrá aumentado,
sino disminuido.
Por tanto, si, con el rápido incremento del
capital, aumentan los ingresos del obrero, al mismo tiempo se ahonda el abismo
social que separa al obrero del capitalista, y crece, a la par, el poder del
capital sobre el trabajo, la dependencia de éste con respecto al capital.
Decir que el obrero está interesado en el rápido
incremento del capital, sólo significa que cuanto más aprisa incrementa el
obrero la riqueza ajena, más sabrosas migajas le caen para él, más obreros
pueden encontrar empleo y ser echados al mundo, más puede crecer la masa de los
esclavos sujetos al capital.
Hemos visto, pues:
Que, incluso la situación más favorable
para la clase obrera, el incremento más rápido posible del capital, por
mucho que mejore la vida material del obrero, no suprime el antagonismo entre
sus intereses y los intereses del burgués, los intereses del capitalista. Ganancia
y salario seguirán hallándose, exactamente lo mismo que antes, en razón
inversa.
Que si el capital crece rápidamente, pueden
aumentar también los salarios, pero que aumentarán con rapidez
incomparablemente mayor las ganancias del capitalista. La situación material
del obrero habrá mejorado, pero a costa de su situación social. El abismo
social que le separa del capitalista se habrá ahondado.
Y, finalmente:
Que el decir que la condición más favorable para
el trabajo asalariado es el incremento más rápido posible del capital
productivo, sólo significa que cuanto más rápidamente la clase obrera aumenta y
acrecienta el poder enemigo, la riqueza ajena que la domina, tanto mejores serán
las condiciones en que podrá seguir laborando por el incremento de la riqueza
burguesa, por el acrecentamiento del poder del capital, contenta con forjar
ella misma las cadenas de oro con las que le arrastra a remolque la burguesía.
El incremento del capital productivo y el
aumento del salario, ¿son realmente dos
cosas tan inseparablemente enlazadas como afirman los economistas burgueses? No
debemos creerles simplemente de palabra. No debemos siquiera creerles que
cuanto más engorde el capital, mejor cebado estará el esclavo. La burguesía es
demasiado instruida. demasiado calculadora, para compartir los prejuicios del
señor feudal, que alardeaba con el brillo de sus servidores. Las condiciones de
existencia de la burguesía la obligan a ser calculadora.
Deberemos, pues, investigar más de cerca lo
siguiente: ¿Cómo influye el crecimiento del capital productivo sobre el
salario?
Si crece el capital productivo de la sociedad
burguesa en bloque, se produce una acumulación más multilateral de
trabajo. Crece el número y el volumen de capitales. El aumento del
número de capitales hace aumentar la concurrencia entre los capitalistas.
El mayor volumen de los capitales permite lanzar al campo de batalla
industrial ejércitos obreros más potentes, con armas de guerra más gigantescas.
Sólo vendiendo más barato pueden unos capitalistas
desalojar a otros y conquistar sus capitales. Para poder vender más barato sin
arruinarse, tienen que producir mas barato; es decir, aumentar todo lo posible
la fuerza productiva del trabajo. Y lo que sobre todo aumenta esta fuerza
productiva es una mayor división del trabajo, la aplicación en mayor
escala y el constante perfeccionamiento de la maquinaria. Cuanto mayor
es el ejército de obreros entre los que se divide el trabajo, cuanto más gigantesca
es la escala en que se aplica la maquinaria, más disminuye relativamente el
coste de producción, más fecundo se hace el trabajo. De aquí que entre los
capitalistas se desarrolle una rivalidad en todos los aspectos para incrementar
la división del trabajo y la maquinaria y explotarlos en la mayor escala
posible.
Si un capitalista, mediante una mayor división del
trabajo, empleando y perfeccionando nuevas máquinas, explotando de un modo más
provechoso y más extenso las fuerzas naturales. encuentra los medios para
fabricar, con la misma cantidad de trabajo o de trabajo acumulado, una suma
mayor de productos, de mercancías, que sus competidores; si, por ejemplo, en el
mismo tiempo de trabajo en que sus competidores tejen media vara de lienzo. él
produce una vara entera, ¿cómo procederá este capitalista?
Podría seguir vendiendo la media vara de lienzo al
mismo precio a que venía cotizándose anteriormente en el mercado, pero esto no
sería el medio más adecuado para desalojar a sus adversarios de la liza y extender
sus propias ventas. Sin embargo, en la misma medida en que se dilata su
producción, se dilata para él la necesidad de mercado. Los medios de
producción, más potentes y más costosos que ha puesto en pie, le permiten
vender su mercancía mas barata, pero al mismo tiempo le obligan a vender más
mercancías, a conquistar para éstas un mercado incomparablemente mayor;
por tanto, nuestro capitalista venderá la media vara de lienzo más barata que
sus competidores.
Pero, el capitalista no venderá una vara entera de
lienzo por el mismo precio a que sus competidores venden la media vara, aunque
a él la producción de una vara no le cueste más que a los otros la media. Si lo
hiciese así, no obtendría ninguna ganancia extraordinaria; sólo recobraría por
el trueque el coste de producción. Por tanto, aunque obtuviese ingresos
mayores, éstos provendrían de haber puesto en movimiento un capital mayor, pero
no de haber logrado que su capital aumentase más que los otros. Además, el fin
que persigue, lo alcanza fijando el precio de su mercancía tan sólo unos puntos
más bajo que sus competidores. Bajando el precio, los desaloja y les
arrebata por lo menos una parte del mercado. Y, finalmente, recordamos que el
precio corriente es siempre superior o inferior al coste de producción,
según que la venta de una mercancía coincida con la temporada favorable o
desfavorable de una rama industrial. Los puntos que el capitalista, que aplica
nuevos y más fecundos medios de producción, puede añadir a su coste real de
producción, al fijar el precio de su mercancía, dependerán de que el precio de
una vara de lienzo en el mercado sea superior o inferior a su anterior coste
habitual de producción.
Pero el privilegio de nuestro capitalista
no es de larga duración; otros capitalistas, en competencia con él, pasan a
emplear las mismas máquinas, la misma división del trabajo y en una escala
igual o mayor, hasta que esta innovación acaba por generalizarse tanto, que el
precio del lienzo queda por debajo, no ya del antiguo, sino incluso de su
nuevo coste de producción.
Los capitalistas vuelven a encontrarse, pues, unos
frente a otros, en la misma situación en que se encontraban antes de
emplear los nuevos medios de producción; y si, con estos medios, podían
suministrar por el mismo precio el doble de producto que antes, ahora se
ven obligados a entregar el doble de producto por menos del precio
antiguo. Y comienza la misma historia, sobre la base de este nuevo coste de
producción. Más división del trabajo, más maquinaria en una escala mayor. Y la
competencia vuelve a reaccionar, exactamente igual que antes, contra este
resultado.
Vemos, pues, cómo se subvierten, se revolucionan
incesantemente el modo de producción y los medios de producción, cómo la
división del trabajo acarrea necesariamente otra división mayor del trabajo, la
aplicación de la maquinaria, otra aplicación mayor de la maquinaria, la
producción en gran escala, una producción en otra escala mayor.
Tal es la ley que saca constantemente de su viejo
cauce a la producción burguesa y obliga al capital a tener constantemente en
tensión las fuerzas productivas del trabajo, por haberlas puesto antes
en tensión; la ley que no le deja punto de sosiego y le susurra incesantemente
al oído: ¡Adelante! ¡Adelante!
Esta ley no es sino la que, dentro de las
oscilaciones de los períodos comerciales, nivela necesariamente el
precio de una mercancía con su coste de producción.
Por potentes que sean los medios de producción que
un capitalista arroja a la liza, la concurrencia se encargará de generalizar el
empleo de estos medios de producción, y, a partir del momento en que se hayan
generalizado, el único fruto de la mayor fecundidad de su capital es que ahora
tendrá que dar por el mismo precio diez, veinte, cien veces más producto
que antes. Pero como, para compensar con la cantidad mayor del producto vendido
el precio más bajo de venta, tendrá que vender acaso mil veces más, porque
ahora necesita una venta en masa, no sólo para ganar más, sino para reponer el
coste de producción, ya que los propios instrumentos de producción van siendo,
como hemos visto, cada vez más caros, y como esta venta en masa no es una
cuestión vital solamente para él, sino también para sus rivales, la vieja
contienda se desencadena con tanta mayor violencia cuanto más fecundos son
los medios de producción ya inventados. Por tanto, la división del
trabajo y la aplicación de maquinaria seguirán desarrollándose de nuevo, en una
escala incomparablemente mayor.
Cualquiera que sea la potencia de los medios de
producción empleados, la competencia procura arrebatar al capital los frutos de
oro de esta potencia, reduciendo el precio de las mercancías al coste de
producción, y, por tanto, convirtiendo en una ley imperativa el que en la
medida en que pueda producirse más barato, es decir, en que pueda producirse
más con la misma cantidad de trabajo, haya que abaratar la producción, que
suministrar cantidades cada vez mayores de productos por el mismo precio. Por
donde el capitalista, como fruto de sus propios desvelos, sólo saldría ganando
la obligación de rendir más en el mismo tiempo de trabajo; en una palabra, condiciones
más difíciles para el aumento del valor de su capital. Por tanto, mientras
que la concurrencia le persigue constantemente con su ley del coste de
producción, y todas las armas que forja contra sus rivales se vuelven contra él
mismo, el capitalista se esfuerza por burlar constantemente la competencia
empleando sin descanso, en lugar de las antiguas, nuevas máquinas, que, aunque
más costosas, producen más barato e implantando nuevas divisiones del trabajo
en sustitución de las antiguas, sin esperar a que la competencia haga envejecer
los nuevos medios.
Representémonos esta agitación febril proyectada
al mismo tiempo sobre todo el mercado mundial, y nos formaremos una idea
de cómo el incremento, la acumulación y concentración del capital trae consigo
una división del trabajo, una aplicación de maquinaria nueva y un
perfeccionamiento de la antigua en una carrera atropellada e ininterrumpida, en escala cada vez más gigantesca.
Ahora bien, ¿cómo influyen estos factores,
inseparables del incremento del capital productivo, en la determinación del
salario?
Una mayor división del trabajo permite a un
obrero realizar el trabajo de cinco, diez o veinte; aumenta, por tanto, la
competencia entre los obreros en cinco, diez o veinte veces. Los obreros no
sólo compiten entre sí vendiéndose unos más barato que otros, sino que compiten
también cuando uno solo realiza el trabajo de cinco, diez o veinte; y la
división del trabajo, implantada y constantemente reforzada por el
capital, obliga a los obreros a hacerse esta clase de competencia.
Además, en la medida en que aumenta la división
del trabajo, éste se simplifica. La pericia especial del obrero no
sirve ya de nada. Se le convierte en una fuerza productiva simple y monótona,
que no necesita poner en juego ningún recurso físico ni espiritual. Su trabajo
es ya un trabajo asequible a cualquiera. Esto hace que afluyan de todas partes
competidores; y, además, recordamos que cuanto más sencillo y más fácil de aprender
es un trabajo, cuanto menor coste de producción supone el asimilárselo, más
disminuye el salario, ya que éste se halla determinado, como el precio de toda
mercancía, por el coste de producción.
Por tanto, a medida que el trabajo va
haciéndose más desagradable, más repelente, aumenta la competencia y disminuye
el salario. El obrero se esfuerza por
sacar a flote el volumen de su salario trabajando más; ya sea trabajando más
horas al día o produciendo más en cada hora. Es decir, que, acuciado por la necesidad,
acentúa todavía más los fatales efectos de la división del trabajo. El
resultado es que, cuanto más trabaja, menos jornal gana; por la sencilla
razón de que en la misma medida hace la competencia a sus compañeros, y
convierte a éstos, por consiguiente, en otros tantos competidores suyos, que se
ofrecen al patrono en condiciones tan malas como él; es decir, porque, en
última instancia, se hace la competencia a sí mismo, en cuanto miembro de la
clase obrera.
La maquinaria produce los mismos efectos en una escala mucho mayor, al sustituir los
obreros diestros por obreros inexpertos, los hombres por mujeres, los adultos
por niños, y porque, además, la maquinaria, dondequiera que se implante por
primera vez, lanza al arroyo a masas enteras de obreros manuales, y, donde se
la perfecciona, se la mejora o se la sustituye por máquinas más productivas, va
desalojando a ;los obreros en pequeños pelotones. Más arriba, hemos descrito a
grandes rasgos la guerra industrial de unos capitalistas con otros. Esta
guerra presenta la particularidad de que en ella las batallas no se ganan tanto
enrolando a ejércitos obreros, como licenciándolos. Los generales, los
capitalistas rivalizan a ver quién licencia más soldados industriales.
Los economistas nos dicen, ciertamente, que los
obreros a quienes la maquinaria hace innecesarios encuentran nuevas
ramas en que trabajar.
No se atreven a afirmar directamente que los
mismos obreros desalojados encuentran empleo en nuevas ramas de trabajo, pues
los hechos hablan demasiado alto en contra de esta mentira. Sólo afirman, en
realidad, que se abren nuevas posibilidades de trabajo para otros sectores
de la clase obrera; por ejemplo, para aquella parte de la generación obrera
juvenil que estaba ya preparada para ingresar en la rama industrial
desaparecida. Es, naturalmente, un gran consuelo para los obreros eliminados. A
los señores capitalistas no les faltarán carne y sangre fresca explotables y
dejarán que los muertos entierren a sus muertos. Pero esto servirá de consuelo
más a los propios burgueses que a los obreros. Si la maquinaria destruyese
íntegra la clase de los obreros asalariados, ¡que espantoso sería esto para el
capital, que sin trabajo asalariado dejaría de ser capital!
Pero, supongamos que los obreros directamente
desalojados del trabajo por la maquinaria y toda la parte de la nueva
generación que aguarda la posibilidad de colocarse en la misma rama encuentren
nuevo empleo. ¿Se cree que por este nuevo trabajo se les habría de pagar
tanto como por el que perdieron? Esto estaría en contradicción con todas las
leyes de la economía. Ya hemos visto cómo la industria moderna lleva
siempre consigo la sustitución del trabajo complejo y superior por otro más
simple y de orden inferior.
¿Cómo, pues, una masa de obreros expulsados por la
maquinaria de una rama industrial va a encontrar refugio en otra, a no ser con salarios
más bajos, peores?
Se ha querido aducir como una excepción a los
obreros que trabajan directamente en la fabricación de maquinaria. Visto que la
industria exige y consume más maquinaria, se nos dice, las máquinas tienen,
necesariamente, que aumentar, y con ellas su fabricación, y, por tanto, los
obreros empleados en la fabricación de la maquinaria; además, los obreros que
trabajan en esta rama industrial son obreros expertos, incluso instruidos.
Desde el año 1840, esta afirmación, que ya antes
sólo era exacta a medias, ha perdido toda apariencia de verdad, pues en la
fabricación de maquinaria se emplean cada vez en mayor escala máquinas, ni más
ni menos que para la fabricación de hilo de algodón, y los obreros que trabajan
en las fábricas de maquinaria sólo pueden desempeñar el papel de máquinas
extremadamente imperfectas, al lado de las complicadísimas que se utilizan.
Pero, ¡en vez del hombre adulto desalojado por la
máquina, la fábrica da empleo tal vez a tres niños y a una mujer!
¿Y acaso el salario del hombre no tenía que bastar para sostener a los tres
niños y a la mujer? ¿No tenía que bastar el salario mínimo para conservar y
multiplicar el género? ¿Qué prueba, entonces, este favorito tópico burgués?
Prueba únicamente que hoy, para pagar el sustento de una familia obrera,
la industria consume cuatro vidas obreras por una que consumía antes.
Resumiendo: cuanto más crece el capital
productivo, mas se extiende la división del trabajo y la aplicación de
maquinaria. Y cuanto más se extiende la división del trabajo y la
aplicación de la maquinaria, más se acentúa la competencia entre los obreros y
más se reduce su salario.
Además, la clase obrera se recluta también entre capas
más altas de la sociedad. Hacia ella va descendiendo una masa de pequeños
industriales y pequeños rentistas, para quienes lo más urgente es ofrecer sus
brazos junto a los brazos de los obreros. Y así, el bosque de brazos que se
extienden y piden trabajo es cada vez más espeso, al paso que los brazos mismos
que lo forman son cada vez más flacos.
De suyo se entiende que el pequeño industrial no
puede hacer frente a esta lucha, una de cuyas primeras condiciones es producir
en una escala cada vez mayor, es decir, ser precisamente un gran y no un
pequeño industrial.
Que el interés del capital disminuye en la misma
medida que aumentan la masa y el número de capitales. en la que crece el
capital, y que, por tanto, el pequeño rentista no puede seguir viviendo de su
renta y tiene que lanzarse a la industria, ayudando de este modo a engrosar las
filas de los pequeños industriales. y, con ello las de los candidatos a
proletarios, es cosa que tampoco requiere más explicación.
Finalmente, a medida que los capitalistas se ven
forzados, por el proceso que exponíamos más arriba, a explotar en una escala
cada vez mayor los gigantescos medios de producción ya existentes, viéndose
obligados para ello a poner en juego todos los resortes del crédito, aumenta la
frecuencia de los terremotos industriales, en los que el mundo comercial sólo
logra mantenerse a flote sacrificando a los dioses del averno una parte de la
riqueza, de los productos y hasta de las fuerzas productivas; aumentan, en una
palabra, las crisis. Estas se hacen más frecuentes y más violentas, ya
por el solo hecho de que. a medida que crece la masa de producción y, por
tanto, la necesidad de mercados más extensos, el mercado mundial va
reduciéndose más y más, y quedan cada vez menos mercados nuevos que explotar, pues
cada crisis anterior somete al comercio mundial un mercado no conquistado
todavía o que el comercio sólo explotaba superficialmente. Pero el capital no vive
sólo del trabajo. Este amo, a la par distinguido y bárbaro, arrastra consigo a
la tumba los cadáveres de sus esclavos, hecatombes enteras de obreros que
sucumben en las crisis. Vemos, pues, que, si el capital crece rápidamente,
crece con rapidez incomparablemente mayor todavía la competencia entre
los obreros, es decir, disminuyen tanto más, relativamente, los medios de
empleo y los medios de vida de la clase obrera; y, no obstante esto, el rápido
incremento del capital es la condición más favorable para el trabajo asalariado.
Escrito por C. Marx;
sobre la base de las conferencias
pronunciadas en la segunda quincena de diciembre de 1847.
Se publica de acuerdo con el texto del folleto.
Traducido del alemán.
[1] Alusión a la leyenda del complicado nudo con que Gordio, rey de Frigia, unió el yugo al timón de su carro;
según la predicción de un oráculo, quien lo desanudase sería el soberano de
Asia; Alejandro de Macedonia, después de varias tentativas infructuosas, lo
cortó con su espada.
[*] En este lugar el término «fuerza de trabajo» no fue
introducido por Engels, sino que figura ya en el
texto publicado por Marx en la «Neue
Rheinische Zeitung» (N. de
la Edit.)