PLATÓN
MENÓN
INTRODUCCIÓN
1. Naturaleza del diálogo
Quizás en ningún otro diálogo como en el Mentón. logró Platón concentrar, en un espacio tan reducido, y sin quitar soltura
ni vivacidad al contenido, una formulación tan lúcida como ajustada de algunas
de las que serán sus principales tesis.
Por el tema que trata ––el
de si la virtud es enseñable o no–– y por el momento de su composición, se
emparenta con el Protágoras, el Gorgias y el Eutidemo.
Pero difiere de ellos, en lo que
ahora nos interesa destacar, por el rigor casi ascético del tratamiento y el
alcance programático de su propuesta. En efecto, por un lado, la sobriedad de
la exposición llega a límites tales, que personajes y cuestiones irrumpen súbitamente
sin presentación alguna ––lo que ha escandalizado a unos y llevado a otros a
considerarlo un escrito temprano (A. E. Taylor)––; por
el otro, el contenido doctrinario encierra una intención no del todo escondida,
hasta entonces inédita en los diálogos anteriores de Platón, que le ha hecho
pensar a Wilamowitz-Moellendorff que el Menón, en el fondo, no es otra cosa que el programa mismo de la Academia platónica.
Es justamente Wilamowitz
quien ha señalado, con razón, que este diálogo constituye como un puente tendido entre los escritos anteriores
y las grandes obras de la madurez. Con una mano ––la primera parte del Menón
(70a––80d)––, Platón nos vuelve a poner en presencia de los caminos de la
refutación, que ya tanto nos había hecho transitar y con los que estábamos familiarizados;
con la otra ––todo el resto (80d-l00c)––, nos abre la vía al ejercicio nuevo,
por ahora tímidamente dialéctico, de atrevernos a echar las bases sobre las
que pueda ser posible, especulativamente, asentar una filosofía. Frente a ese
nuevo horizonte, de naturaleza más arquitectónica, el de los primeros diálogos
adquiere claramente su función propedéutica, indispensable, pero a la vez
insuficiente.
El aspecto constructivo de la segunda parte está marcado
por el recurso a dos herramientas que, si bien no son nuevas en él, están aquí,
por primera vez, hábil y novedosamente entretejidas y complementadas, cual
expedientes ineludibles de todo ascenso metafísico para el futuro Platón: el
mito ––pero no empleado a la manera sofística–– y las «hipótesis», de cuyo
manejo los geómetras ofrecen un modelo.
2.
Personajes y arquetipos
Intervienen en el diálogo, además de Sócrates, otros
tres personajes: Menón, un servidor de Menón, un esclavo sin duda, y Ánito.
Menón es un joven de Tesalia, hermoso y rico, de
ilustre familia, con cierto interés por la filosofía y discípulo o admirador
de Gorgias. Su estancia en Atenas es circunstancial ––se aloja entonces en
casa de Ánito––, y por Jenofonte sabemos que muy poco tiempo después, en el
401 a. C., se hallaba en Colosas, en Asia Menor, al frente de mil hoplitas y quinientos
peltastas, formando parte de la expedición de Ciro (I 2, 6). Un año después
murió, castigado, a manos del Gran Rey (II 6, 29).
Ánito es un rico ateniense, dirigente del grupo
político democrático. Fue estratego en el 409, y, adversario de los Treinta
Tiranos, se convirtió, junto a Trasibulo, en uno de los restauradores de la
democracia en Atenas. Apoyó, como se sabe, la acusación contra Sócrates en el
399. Platón no está interesado particularmente en ellos ––ni en el anónimo
esclavo––, sino simplemente los maneja como arquetipos: el del joven y
prometedor aristócrata y el del adulto e influyente demócrata. «Ánito ––dice
Koyré–– representa el conformismo social en todo su horror; Menón, al
intelectual emancipado.» Ambos coinciden en una concepción más político-social
que moral de la virtud y ambos revelan la misma limitación en reconocer la
necesidad de fundar la política en el conocimiento o el saber. Poco importa que
uno sea admirador de un sofista ––Gorgias–– y el otro los rechace
apasionadamente a todos: en el fondo comparten las concepciones de ellos, tal
vez sin saberlo. Lo único que, en todo caso, los diferencia es la actitud: bastante
más dúctil la del primero, a pesar de cierta impetuosidad; absolutamente
anquilosada e intransitable la del segundo. En cuanto a su formación, el
contraste con la rousseauniana ingenuidad y disposición del primitivo esclavo
de Menón lo dice todo.
3. Estructura
del diálogo
Éste se abre, sin preámbulo alguno, con una abrupta
pregunta de Menón: «Me puedes decir, Sócrates: ¿es enseñable la virtud?, ¿o no
es enseñable, sino que sólo se alcanza con la práctica?, ¿o ni se alcanza con
la práctica ni puede aprenderse, sino que se da en los hombres naturalmente o
de algún otro modo?» Esta triple inquisición frontal contrasta con la sosegada
recapitulación de los logros alcanzados en la conversación con que se cierra
el diálogo (98b-100c).
La primera parte (70a-80d) está constituida por la
aclaración socrática de los requisitos que debe reunir toda respuesta al qué
es de algo, y por los tres intentos ––que no resultan satisfactorios–– de
ofrecer, por parte de Menón, una definición
de la virtud. Sin embargo, el resultado de estas refutaciones no es por
completo negativo: su cara positiva consiste en que Menón reconoce su desconcierto
y admite no saber definir la cuestión. Se abre, así, el tránsito de la propia
conciencia del no-saber al esforzado ejercicio de la búsqueda del saber.
La segunda parte (80d-100c) se articula en varios momentos.
Arranca el primero con la respuesta de Sócrates a una objeción de principio que
formula Menón acerca de la posibilidad del conocimiento (80d-e). Esa respuesta
consta de tres pasos: una deducción de la doctrina de la reminiscencia a partir
de la creencia mítica en la preexistencia y transmigración del alma (81a-82a);
una demostración efectiva de esa doctrina mediante una experiencia de corte
mayéutico llevada a cabo con la intervención de un esclavo (82b-85b), y una
recapitulación, al final, de los resultados alcanzados (85c-86c). Los dos
primeros desarrollos están admirablemente unidos: por vía mítica se deduce
la reminiscencia a partir de la creencia en la inmortalidad del alma, y
por medio de una constatación empírica se infiere, a partir de la
reminiscencia, la inmortalidad o preexistencia del alma. Lo que era, en un
principio, presupuesto mítico, con función de fundamento, como dice G. Reale, se transforma
en conclusión mediante una adecuada experiencia. Ambos desarrollos se vuelven,
pues, inseparables.
El segundo momento (86d-89e) intenta establecer si
la virtud es enseñable, no a partir del previo conocimiento de lo que ella es,
sino por un procedimiento de «hipótesis» que permitirá arribar a conclusiones
que se contrastarán con los hechos. La «hipótesis», que se apoya en los
resultados del momento anterior (85c-86c), es que «la virtud es un conocimiento».
Si lo es, sería enseñable; pero los hechos hacen dudar de ello: si lo fuera,
habría maestros y discípulos. Y, ¿quiénes son esos maestros?
En el tercer momento (86e-95a) aparece la figura de
Ánito que, con Sócrates, tratará de precisar quiénes pueden ser efectivamente
los maestros buscados. La conclusión es clara: no sólo cualquier ateniense
«bello y bueno», no es capaz de enseñar la virtud ––como sugiere Ánito––, sino
tampoco los mejores atenienses, sus notables estadistas, han sido capaces de
enseñarla a sus hijos ––como muestra Sócrates––. Por tanto, los hechos llevan a
afirmar que la virtud no es enseñable, o no lo parece ser, y consiguientemente
la «hipótesis» de que es un conocimiento no resulta adecuada.
El último momento (95a-100c), apoyado en el
anterior, trata de establecer de qué manera se ha dado la virtud en los hombres
políticos. Y así, junto al conocimiento, hace lugar Platón a la «opinión
verdadera», que se recibe como una gracia o don divino, y que, desde el punto
de vista práctico, es tan útil como el conocimiento. Pero no se la enseña ni se
la aprende; tampoco se la posee por naturaleza: es un don, algo exclusivo e
intrasferible. Allí ––y no en otro lado–– tiene su origen la virtud.
Nos equivocaríamos, sin embargo, si supusiéramos que
ésa es la conclusión del diálogo. El pasaje 100a
––sobre
el final mismo de la obra–– muestra la intención de Platón. La de un Platón
que exhibe su rostro y se atreve a anteponerse a su maestro Sócrates. Así
serán, en efecto, las cosas «a menos que, entre los hombres políticos, haya uno
capaz de hacer políticos también a los demás». Y ése ha de ser precisamente el
que sepa sujetar las móviles figuras de Dédalo ––las opiniones verdaderas––, y
al hacerlo, las transforme en conocimiento. Sólo entonces la virtud podrá enseñarse,
porque ha llegado a ser conocimiento. Y ello, nada menos, es lo que pretende el
Platón que funda la Academia.
4. Acción dramática y ubicación del
diálogo
Los escasos pero precisos datos que ofrece el
diálogo mismo y las referencias apuntadas de Jenofonte permiten establecer la
fecha de la acción dramática a fines de enero o principios de febrero del 402 a. C.
En cuanto al momento en que fue escrito, hay coincidencia
en sostener que tiene que haber sido después del 387, es decir, al regreso del
primer viaje a la Magna Grecia. Contribuyen a ello el manejo de las doctrinas
órficopitagóricas, el empleo bastante amplio de la geometría y la utilización
de «hipótesis», como la intención pedagógico-doctrinaria de formar un nuevo
tipo de políticos.
Acerca de su ubicación relativa con los otros
diálogos del período de transición, las posiciones pueden resumirse así:
Lutoslawski y Bluck lo colocan antes que el Gorgias. Lutoslawski, Raeder
y Wilamowitz sostienen que el Menón precede al Eutidemo, mientras
que Von Arnim, Ritter, Bluck y Dodds
afirman la anterioridad del Eutidemo. De todos modos, estas discrepancias
menudas no afectan la cuestión principal, que es la de la proximidad de
estas tres obras: Menón, Eutidemo y Gorgias.
MENÓN
MENÓN, SÓCRATES, SERVIDOR DE MENÓN, ÁNITO
70a
MENÓN. –– Me puedes decir, Sócrates: ¿es enseñable
la’ virtud?, ¿o no es enseñable, sino que sólo se alcanza con la práctica?, ¿o
ni se alcanza con la práctica ni puede aprenderse, sino que se da en los hombres
naturalmente o de algún otro modo?
b 71a c b
SÓCRATES. –– ¡Ah... Menón! Antes eran los tesalios famosos entre los
griegos tanto por su destreza en la equitación como por su riqueza; pero
ahora, por lo que me parece, lo son también por su saber, especialmente los
conciudadanos de tu amigo Aristipo[1],
los de Larisa. Pero esto se lo debéis a Gorgias: porque al llegar a vuestra
ciudad conquistó, por su saber, la admiración de los principales de los
Alévadas[2]
––entre los que está tu enamorado Aristipo–– y la de los demás tesalios. Y, en
particular, os ha inculcado este hábito de responder, si alguien os pregunta
algo, con la confianza y magnificencia propias de quien sabe, precisamente como
él mismo lo hace, ofreciéndose a que cualquier griego que quiera lo interrogue
sobre cualquier cosa, sin que haya nadie a quien no dé respuesta[3].
En cambio, aquí[4], querido
Menón, ha sucedido lo contrario. Se ha producido como una sequedad del saber y
se corre el riesgo de que haya emigrado de estos lugares hacia los vuestros.
Sólo sé, en fin, que si quieres hacer una pregunta semejante a alguno de los de
aquí, no habrá nadie que no se ría y te conteste: « Forastero, por lo visto me
consideras un ser dichoso ––que conoce, en efecto, que la virtud es enseñable o
que se da de alguna otra manera––; en cambio, yo tan lejos estoy de conocer si
es enseñable o no, que ni siquiera conozco qué es en sí la virtud. »
También yo, Menón, me encuentro en ese caso: comparto
la pobreza de mis conciudadanos en este asunto y me reprocho el no tener por
completo ningún conocimiento sobre la virtud. Y, de lo que ignoro qué es, ¿de
qué manera podría conocer precisamente cómo es [5]?
¿O te parece que pueda haber alguien que no conozca por completo quién es Menón
y sea capaz de conocer si es bello, rico y también noble, o lo contrario de
estas cosas? ¿Te parece que es posible?
c
MEN. –– A mí no, por cierto. Pero tú, Sócrates, ¿no conoces
en verdad qué es la virtud? ¿Es esto lo que tendremos que referir de ti también
en mi patria?
SÓC. –– Y no sólo eso, amigo, sino que aún no creo
haber encontrado tampoco alguien que la conozca.
MEN. –– ¿Cómo? ¿No encontraste a
Gorgias cuando estuvo aquí [6]?
SÓC. –– Sí.
MEN. –– ¿Y te parecía entonces que
no lo conocías?
d
SÓC. –– No me acuerdo bien, Menón, y no te puedo decir en este
momento qué me parecía entonces. Es posible que él lo conociera, y que tú sepas
lo que decía. En ese caso, hazme recordar qué es lo que decía. Y, si prefieres,
habla por ti mismo. Seguramente eres de igual parecer que él.
MEN. –– Yo sí.
e
SÓC. –– Dejémoslo, pues, a él, ya que, además, está ausente. Y tú mismo
Menón, ¡por los dioses!, ¿qué afirmas que es la virtud? Dilo y no te rehúses,
para que resulte mi error el más feliz de los errores, si se muestra que tú y
Gorgias conocéis el tema, habiendo yo sostenido que no he encontrado a nadie
que lo conozca.
72a
MEN. –– No hay dificultad en ello, Sócrates. En primer
lugar, si quieres la virtud del hombre, es fácil decir que ésta consiste en ser
capaz de manejar los asuntos del Estado [7],
y manejándolos, hacer bien por un lado a los amigos, y mal, por el otro, a los
enemigos[8],
cuidándose uno mismo de que no le suceda nada de esto último. Si quieres, en
cambio, la virtud de la mujer, no es difícil responder que es necesario que
ésta administre bien la casa, conservando lo que está en su interior y siendo
obediente al marido. Y otra ha de ser la virtud del niño, se trate de varón o
mujer, y otra la del anciano, libre o esclavo, según prefieras. Y hay otras
muchas virtudes, de manera que no existe problema en decir qué es la virtud. En
efecto, según cada una de nuestras ocupaciones y edades, en relación con cada
una de nuestras funciones, se presenta a nosotros la virtud, de la misma manera
que creo, Sócrates, se presenta también el vicio.
b
SÓC. ––Parece que he tenido mucha suerte, Menón, pues buscando una
sola virtud he hallado que tienes todo un enjambre de virtudes en ti para
ofrecer. Y, a propósito de esta imagen del enjambre, Menón, si al preguntarte
yo qué es una abeja, cuál es su naturaleza[9],
me dijeras que son muchas y. de todo tipo, qué me contestarías si yo continuara
preguntándote: «¿Afirmas acaso que es por ser abejas por lo que son muchas, de
todo tipo y diferentes entre sí? ¿O bien, en nada difieren por eso, sino por
alguna otra cosa, como la belleza, el tamaño o algo por el estilo?» Dime,
¿qué contestarías si te preguntara así?
MEN. –– Esto contestaría: que en
nada difieren una de la otra, en tanto que abejas.
SÓC. ––Y si después de eso te preguntara: «Dime, Menón,
aquello precisamente en lo que en nada difieren, por lo que son todas iguales,
¿qué afirmas que es?» ¿Me podrías decir algo?
c
MEN. –– Podría.
d
SÓC. –– Pues lo mismo sucede con las virtudes. Aunque sean muchas y de
todo tipo, todas tienen una única y misma forma[10],
por obra de la cual son virtudes y es hacia ella hacia donde ha de
dirigir con atención su mirada quien responda a la pregunta y muestre, efectivamente,
en qué consiste la virtud. ¿O no comprendes lo que digo?
MEN. –– Me parece que comprendo;
pero, sin embargo, todavía no me he dado cuenta, como quisiera, de lo que me
preguntas.
SÓC. –– ¿Te parece que es así, Menón, sólo a
propósito de la virtud, que una es la del hombre, otra la que se da en la
mujer, y análogamente en los otros casos, o también te parece lo mismo a
propósito de la salud, el tamaño y la fuerza? ¿Te parece que una es la salud
del hombre, y otra la de la mujer? ¿O no se trata, en todos los casos, de la
misma forma, siempre que sea la salud, tanto se encuentre en el hombre como en
cualquier otra persona?
e
MEN. –– Me parece que es la misma salud, tanto la del hombre
como la de la mujer.
SÓC. ––¿Entonces también el tamaño y la fuerza? Si
una mujer es fuerte, ¿será por la forma misma, es decir por la fuerza misma por
lo que resultará fuerte? Y por «misma» entiendo esto: la fuerza, en cuanto
fuerza, no difiere en nada por el hecho de encontrarse en un hombre o en una
mujer. ¿O te parece que difiere en algo?
73a
MEN. ––Me parece que no.
SÓC. –– ¿Y la virtud, con
respecto al ser virtud, diferirá en algo por
encontrarse en un niño, en un anciano, en una mujer o en un hombre?
MEN. –– A mí me parece, en cierto
modo, Sócrates, que esto ya no es semejante a los casos anteriores.
SÓC. –– ¿Por qué? ¿No decías que la virtud del
hombre consiste en administrar bien el Estado, y la de la mujer, la casa?
MEN. –– Sí.
b
SÓC. –– ¿Y es posible administrar bien el Estado, la casa o lo que fuere,
no haciéndolo sensata y justamente?
MEN. –– En absoluto.
SÓC. –– Y si administran justa y sensatamente, ¿administran
por medio de la justicia y de la sensatez?
MEN. –– Necesariamente.
SÓC. –– Ambos, en consecuencia, tanto la mujer como
el varón, necesitarán de las mismas cosas, de la justicia y de la sensatez, si
pretenden ser buenos.
MEN. ––Así parece.
SÓC. –– ¿Y el niño y el anciano? ¿Podrían, acaso, llegar
a ser buenos, siendo insensatos e injustos?
MEN. –– En absoluto.
SÓC. –– ¿Y siendo sensatos y justos?
c
MEN. –– Sí.
SÓC. –– Luego todos los hombres son buenos del mismo
modo, puesto que llegan a serlo poseyendo las mismas cosas.
MEN. –– Parece.
SÓC. –– Y, desde luego, no serían buenos del mismo
modo si, en efecto, no fuera una misma la virtud.
MEN. –– Desde luego que no.
d
SÓC. –– Entonces, puesto que la virtud es la misma en todos, trata de
decir y de recordar qué afirmaba Gorgias que es, y tú con él.
MEN. ––Pues, ¿qué
otra cosa que el ser capaz de gobernar a los hombres?, ya que buscas algo
único en todos los casos.
SÓC. –– Eso es lo que estoy buscando, precisamente.
Pero, ¿es acaso la misma virtud, Menón, la del niño y la del esclavo, es
decir, ser capaz de gobernar al amo? ¿Y te parece que sigue siendo esclavo el
que gobierna?
MEN. –– Me parece que no, en modo
alguno, Sócrates.
SÓC. –– En efecto, no es probable, mi distinguido
amigo; porque considera todavía esto: tú afirmas «ser capaz de gobernar». ¿No
añadiremos a eso un «justamente y no de otra manera»?
e
MEN. –– Creo que sí, porque la justicia, Sócrates, es una
virtud.
SÓC. ––¿Es la
virtud, Menón, o una virtud?
MEN. ––¿Qué dices?
SÓC. –– Como de cualquier otra cosa. De la redondez,
supongamos, por ejemplo, yo diría que es una
cierta figura y no simplemente que es la
figura. Y diría así, porque hay también otras figuras.
MEN. –– Y dices bien tú, porque yo
también digo que no sólo existe la justicia sino también otras virtudes.
SÓC. ––¿Y cuáles son ésas? Dilas. Así como yo podría
decirte, si me lo pidieras, también otras figuras, dime tú también otras
virtudes.
MEN. –– Pues a mí me parece que la
valentía es una virtud, y la sensatez, el saber, la magnificencia y muchísimas
otras.
b
SÓC. –– Otra vez, Menón, nos ha sucedido lo mismo: de nuevo hemos
encontrado muchas virtudes buscando una sola, aunque lo hemos hecho ahora de
otra manera. Pero aquella única, que está en todas ellas, no logramos
encontrarla.
MEN. –– Es que, en cierto modo, aún
no logro concebir, Sócrates, tal como *tú lo pretendes, una única virtud en
todos los casos, así como lo logro en los otros ejemplos.
SÓC. –– Y es natural. Pero yo pondré todo el empeño
del que soy capaz para que progresemos. Te das cuenta, por cierto, que lo que
sirve para un caso, sirve para todos. Si alguien te preguntase lo que, hace un
momento, decía: «¿Qué es la figura, Menón?», y si tú le contestaras que es la
redondez, y si él te volviera a preguntar, como yo: «¿Es la redondez la figura o bien una figura?», dirías, sin duda, que es una figura.
c
MEN. ––Por supuesto.
SÓC. ––¿Y no será porque hay además otras figuras?
MEN–– Sí.
SÓC. ––Y si él te continuara preguntando cuáles, ¿se
las dirías?
MEN. –– Claro.
SÓC. –– Y si de nuevo, ahora acerca del color, te
preguntara del mismo modo, qué es, y al responderle tú que es blanco,
el que te pregunta agregase, después de eso: «¿Es el blanco un color o el color?», ¿le contestarías
tú que es un color, puesto que hay además otros?
MEN. –– Claro.
d
SÓC. –– Y si te pidiera que nombrases otros colores, ¿le dirías otros
colores que lo son tanto como el blanco lo es?
MEN. –– Sí.
SÓC. –– Y
si, como yo, continuara el razonamiento y dijese: «Llegamos siempre a una multiplicidad,
y no es el tipo de respuesta que quiero, sino que, puesto que a esa
multiplicidad la designas con un único nombre ––y afirmas que ninguna de ellas
deja de ser figura, aunque sean también contrarias entre sí––, ¿qué es eso que
incluye no menos lo redondo que lo recto, y que llamas figuras, afirmando que
no es menos figura lo ‘redondo’ [11]
que lo ‘recto’?» ¿O no dices así?
e
MEN. –– En efecto.
SÓC. –– Entonces,
cuando dices así, ¿afirmas acaso que lo ‘redondo’ no es más redondo que lo
recto y lo ‘recto’ no es más recto que lo redondo?
MEN. –– Por supuesto que no,
Sócrates.
SÓC. –– Pero
afirmas que lo ‘redondo’ no es menos figura que lo ‘recto’.
MEN. –– Es verdad.
70a b
SÓC. –– ¿Qué es entonces eso
que tiene este nombre de figura? Trata de decirlo. Si al que te pregunta de esa
manera sobre la figura o el color contestas: «Pero no comprendo, hombre, lo
que quieres, ni entiendo lo que dices», éste quizás se asombraría y diría: «¿No
comprendes que estoy buscando lo que es
lo mismo en todas esas cosas?» O tampoco, a propósito de esas cosas, podrías
contestar, Menón, si alguien te preguntase: «¿Qué hay en lo “redondo’, lo ‘recto’,
y en las otras cosas que llamas figuras, que es lo mismo en todas?» Trata de
decirlo, para que te sirva, además, como ejercicio para responder sobre la virtud.
MEN. –– No; dilo tú, Sócrates.
SÓC. –– ¿Quieres
que te haga el favor?
MEN. –– Por cierto.
SÓC. –– ¿Y
me contestarás tú, a tu vez, sobre la virtud?
MEN. –– Yo sí
SÓC. –– Entonces pongamos todo el empeño. Vale la
pena.
MEN. –– ¡Y mucho!
c
SÓC. –– Pues bien; tratemos de
decirte qué es la figura. Fíjate si aceptas esto: que la figura sea para
nosotros aquella única cosa que acompaña siempre al color. ¿Te es suficiente, o
lo prefieres de otra manera? Por mi parte, me daría por satisfecho si me
hablaras así acerca de la virtud.
MEN. –– Pero
eso es algo simple, Sócrates.
SÓC. –– ¿Cómo
dices?
MEN. –– Si
entiendo, figura es, en tu explicación, aquello que acompaña siempre al color [12]. Bien.
Pero si alguien afirmase que no conoce
el color y tuviera así dificultades como con respecto de la figura, ¿qué crees
que le habrías contestado?
d
SÓC. –– La verdad, pienso yo. Y
si el que pregunta fuese uno de los
sabios, de esos erísticos o de esos que buscan las controversias, le contestaría:
«Ésa es mi respuesta, y si no digo bien, es tarea tuya examinar el argumento y
refutarme.» Y si, en cambio, como ahora tú y yo, fuesen amigos los que quieren
discutir entre sí, sería necesario entonces contestar de manera más calma y
conducente a la discusión [13].
Pero tal vez, lo más conducente a la discusión consista no sólo en contestar
la verdad, sino también con palabras que quien pregunta admita conocer. Yo
trataré de proceder así. Dime, pues: ¿llamas a algo «fin»? Me refiero a algo
como límite o extremo ––y con todas estas palabras indico lo mismo––. Tal vez Pródico[14]
disentiría de nosotros, pero tú, por lo menos, hablas de algo como limitado y
terminado. Esto es lo que quiero decir, nada complicado.
e
MEN. –– Así
hablo, y creo entender lo que dices.
76a
SÓC. ––¿Y entonces? ¿Llamas a algo «plano» y a otra cosa, a su
vez, «sólido», como se hace, por ejemplo, en los problemas geométricos?
MEN. –– Así hago.
SÓC. –– Entonces
ya puedes comprender, a partir de eso, lo que yo entiendo por figura. De toda
figura digo, en efecto, esto: que
ella es aquello que limita lo sólido, o, más brevemente, diría que la figura es
el límite de un sólido [15].
MEN. ––¿Y del
color, Sócrates, qué dices?
b
SÓC. –– ¡Eres un
desconsiderado, Menón! Sometes a un anciano a que te conteste estas cuesti6ñes
y tú no quieres recordar y decir qué afirmó Gorgias que es la virtud.
MEN. –– Pero
no bien me hayas contestado eso, Sócrates, te lo diré.
SÓC. –– Aun
con los ojos vendados, Menón, cualquiera sabría, al dialogar contigo, que eres
bello y que también tienes tus enamorados.
M EN. –– ¿Por
qué?
c
SÓC. –– Porque cuando hablas
no haces otra cosa que mandar, como los niños consentidos, que proceden cual
tiranos mientras les dura su encanto; y al mismo tiempo, habrás notado seguramente
en mí que no resisto a los guapos. Te daré, pues, ese gusto y te contestaré.
MEN. –– Hazlo, por
favor.
SÓC. –– ¿Quieres
que te conteste a la manera de Gorgias, de modo que puedas seguirme mejor?
MEN. –– Lo
quiero, ¿por qué no?
SÓC. ––¿No
admitís vosotros, de acuerdo con Empédocles [16],
que hay ciertas emanaciones de las
cosas?
MEN. –– Ciertamente.
SÓC. –– ¿Y
que hay poros hacia los cuales y a través de los cuales pasan las emanaciones?
MEN. –– Exacto.
d
SÓC. –– ¿Y que, de las
emanaciones, algunas se adaptan a ciertos poros, mientras que otras son
menores o mayores?
MEN. –– Eso es.
SÓC. ––¿Y no
es así que hay también algo que llamas vista?
MEN. –– Sí.
SÓC. ––A
partir de esto, entonces, «comprende lo que te digo», como decía Píndaro[17];
el color es una emanación de las figuras, proporcionado a la vista y, por
tanto, perceptible.
MEN. –– Excelente
me ha parecido, Sócrates, esta respuesta que has dado.
e
SÓC. –– Seguramente porque la
he formulado de una manera a la cual estás habituado; además, creo, te has dado
cuenta que a partir de ella, podrías también decir qué es el sonido, el olor y
otras cosa similares.
MEN. ––Así es.
SÓC. –– Es
una respuesta, en efecto, de alto vuelo [18],
y por eso te agrada más que la relativa a la figura.
MEN. –– A mí sí.
77a
SÓC. –– Pero ésta no me convence, hijo de Alexidemo, sino que aquélla [19]
es mejor. Y creo que tampoco a ti te lo parecería, si no tuvieras necesidad de
partir, como me decías ayer, antes de los misterios, y pudieras quedarte y ser
iniciado [20].
MEN. –– Pues me quedaría, Sócrates,
si me dijeras muchas cosas de esta índole.
b
SÓC. –– No es empeño, desde luego, lo que me va a faltar, tanto por
ti como por mí, para hablar de estas cosas. Temo, sin embargo, no ser capaz de
decirte muchas como ésta. Pero, en fin, trata también tú de cumplir la promesa
diciéndome, en general[21]
, qué es la virtud, y deja de
hacer una multiplicidad de lo que es uno, como afirman los que hacen bromas de
quienes siempre rompen algo, sino, que, manteniéndola entera e intacta, dime
qué es la virtud. Los ejemplos de cómo debes proceder, tómalos de los que ya te
he dado.
MEN. –– Pues me parece, entonces,
Sócrates, que la virtud consiste, como dice el poeta, en «gustar de lo bello y
tener poder» [22].
Y así llamo yo virtud a esto: desear las cosas bellas y ser capaz de procurárselas.
SÓC. –– ¿Afirmas, por tanto, que quien desea cosas
bellas desea cosas buenas?
MEN. –––– Ciertamente.
c
SÓC. –– ¿Como si hubiera entonces algunos que desean cosas malas y
otros, en cambio, que desean cosas buenas? ¿No todos, en tu opinión, mi
distinguido amigo, desean cosas buenas?
MEN. –– Me parece que no.
SÓC. –– ¿Algunos desean las malas?
MEN. –– Sí.
SÓC. –– Y creyendo que las malas son buenas ––dices––, ¿o conociendo también que son malas, sin
embargo las desean?
MEN. ––Ambas cosas,
me parece.
SÓC. –– ¿De modo que te parece, Menón, que si uno conoce
que las cosas malas son malas, sin embargo las desea?
d
MEN. –– Ciertamente.
SÓC.––¿Qué entiendes por «desear»? ¿Querer hacer
suyo?
MEN. –– Desde luego, ¿qué otra cosa?
SÓC. –– ¿Considerando que las cosas malas son útiles
a quien las hace suyas o sabiendo que los males dañan a quien se le presentan?
MEN. –– Hay quienes consideran que
las cosas malas son útiles y hay también quienes saben que ellas dañan.
SÓC. ––¿Y te parece también que saben que las cosas
malas son malas quienes consideran que ellas son útiles?
MEN. –– Me parece que no, de ningún
modo.
e
SÓC. –– Entonces es evidente que no desean las cosas malas quienes no
las reconocen como tales, sino que desean las que creían que son buenas,
siendo en realidad malas. De manera que quienes no las conocen como malas y
creen que son buenas, evidentemente las desean como buenas, ¿o no?
MEN. –– Puede que ésos sí.
SÓC. ––¿Y entonces? Los que desean las cosas malas,
como tú afirmas, considerando, sin embargo, que ellas dañan a quien las hace suyas,
¿saben sin duda que se van a ver dañados por ellas?
78a
MEN. –– Necesariamente.
SÓC. –– ¿Y no creen ésos que los que reciben el daño
merecen lástima en la medida en que son dañados?
MEN. –– Necesariamente, también.
SÓC. –– ¿Y los que merecen lástima, no son desventurados?
MEN. –– Así lo creo.
SÓC. ––Ahora bien, ¿hay alguien que quiera merecer
lástima o ser desventurado?
MEN. –– No me parece, Sócrates.
b
SÓC. –– Luego nadie quiere [23],
Menón, las cosas malas, a no ser que quiera ser tal. Pues, ¿qué otra cosa es
ser merecedor de lástima sino desear y poseer cosas malas?
MEN. –– Puede que digas verdad,
Sócrates, y que nadie desee las cosas malas.
SÓC. –– ¿No afirmabas hace un momento que la virtud
consiste en querer cosas buenas y poder poseerlas?
MEN. –– Sí, eso afirmaba.
SÓC. –– Y, dicho eso, ¿no pertenece a todos el
querer, de modo que en este aspecto nadie es mejor que otros?
MEN. –– Es evidente.
SÓC. –– Pero es obvio que, si uno es mejor que otro,
lo sería con respecto al poder.
c
MEN. –– Bien cierto.
SÓC. –– Esto es, entonces, según parece, la virtud,
de acuerdo con tus palabras: una capacidad de procurarse las cosas buenas.
MEN. –– Es exactamente así,
Sócrates, me parece, tal como lo acabas de precisar.
SÓC. –– Veamos entonces también esto, y si estás en
lo cierto al afirmarlo: ¿dices que la virtud consiste en ser capaces de
procurarse las cosas buenas?
MEN. ––Así es.
SÓC. ––¿Y no llamas cosas buenas, por ejemplo, a la
salud y a la riqueza?
MEN. –– Y también digo el poseer oro
y plata, así como honores y cargos públicos.
SÓC. –– ¿No llamas buenas a otras cosas, sino sólo a
ésas?
d
MEN. –– No, sino sólo a todas aquellas de este tipo.
SÓC. –– Bien. Procurarse oro, entonces, y plata,
como dice Menón, el huésped hereditario del Gran Rey [24],
es virtud. ¿No agregas a esa adquisición, Menón, las palabras «justa y
santamente», o no hay para ti diferencia alguna, pues si alguien se procura
esas cosas injustamente, tú llamas a eso también virtud?
MEN. –– De ninguna manera, Sócrates.
SÓC.––¿Vicio, entonces?
MEN. –– Claro que sí.
e
SÓC. –– Es necesario, pues, según parece, que a esa adquisición se añada
justicia, sensatez, santidad, o alguna otra parte de virtud; si no, no será
virtud, aunque proporcione cosas buenas.
MEN. –– ¿Cómo podría llegar a ser
virtud sin ellas?
SÓC. –– El no buscar oro y plata, cuando no sea
justo, ni para sí ni para los demás, ¿no es acaso ésta una virtud, la no-adquisición
[25]?
MEN. –– Parece.
79a
SÓC. –– Por lo tanto, la adquisición de cosas buenas no sería más
virtud que su no––adquisición, sino que, como parece, será virtud si va acompañada
de justicia, pero vicio, en cambio, si carece de ellas.
MEN. –– Me parece que es
necesariamente como dices.
SÓC. –– ¿No afirmábamos hace un instante que cada
una de ellas ––la justicia, la sensatez y las demás de este tipo–– eran una
parte de la virtud?
MEN. –– Sí.
SÓC. –– Entonces, Menón, ¿estás jugando conmigo?
MEN. –– ¿Por qué, Sócrates?
b
SÓC. ––Porque habiéndote pedido hace poco que no partieras ni hicieras
pedazos la virtud, y habiéndote dado ejemplos conforme a los cuales tendrías
que haber con testado, no has puesto atención en ello y me dices que la virtud
consiste en procurarse cosas buenas con justicia, ¡y de ésta afirmas que es una
parte de la virtud!
MEN. –– Sí, claro.
c
SÓC. –– ¡Pero de lo que tú admites se desprende que la virtud consiste
en esto: en hacer lo que se hace con una parte de la virtud! En efecto, afirmas
que la justicia es una parte de la virtud y lo mismo cada una de las otras.
Digo esto, porque habiéndote pedido que me hablaras de la virtud como un todo,
estás muy lejos de decir qué es; yen cambio afirmas
que toda acción es virtud, siempre que se realice con una parte de la virtud,
como si hubieras dicho qué es en general la virtud y yo ya la conociese,
aunque tú la tengas despedazada en partes. Me parece entonces necesario, mi
querido Menón, que te vuelva a replantear desde el principio la misma pregunta
«qué es la virtud» y si es cierto que toda acción acompañada de una parte de la
virtud es virtud. Porque ése es, después de todo, el significado que tiene el
decir que toda acción hecha con justicia es virtud. ¿O no te parece que haga
falta repetir la misma pregunta, sino que crees que cualquiera sabe qué es una
parte de la virtud, sin saber lo que es ella misma?
d
MEN. ––Me parece que no.
SÓC. –– Si recuerdas, en efecto, cuando yo te
contesté hace poco sobre la figura, rechazábamos ese tipo de respuesta que
emplea términos que aún se están buscando y sobre los cuales no hay todavía
acuerdo [26].
MEN. –– Y hacíamos bien en rechazarlas,
Sócrates.
e
SÓC. –– Entonces, querido, no creas tampoco tú que mientras se está
aún buscando qué es la virtud como un todo, podrás ponérsela en claro a alguien
contestando por medio de sus partes, ni que podrás por lo demás poner en claro
cualquier otra. cosa con semejante procedimiento. Es menester, pues, de nuevo,
replantearse la misma pregunta: ¿qué es esa virtud de la que dices las cosas
que dices? ¿O no te parecen bien mis palabras?
MEN. ––Me parecen
perfectamente bien.
SÓC. –– Responde entonces otra vez desde el
principio: ¿qué afirmáis que es la virtud tú y tu amigo?
b 80a
MEN. –– ¡Ah... Sócrates! Había oído yo, aun antes de encontrarme contigo, que no
haces tú otra cosa que problematizarte y problematizar a los demás. Y ahora,
según me parece, me estás hechizando, embrujando y hasta encantando por
completo al punto que me has reducido a una madeja de confusiones. Y si se me
permite hacer una pequeña broma, diría que eres parecidísimo, por tu figura
como por lo demás, a ese chato pez marino, el torpedo. También él, en efecto,
entorpece al que se le acerca y lo toca, y me parece que tú ahora has producido
en mí un resultado semejante. Pues, en verdad, estoy entorpecido de alma y de
boca, y no sé qué responderte. Sin embargo, miles de veces he pronunciado
innumerables discursos sobre la virtud, también delante de muchas personas, y
lo he hecho bien, por lo menos así me parecía. Pero ahora, por el contrario, ni
siquiera puedo decir qué es. Y me parece que has procedido bien no zarpando de
aquí ni residiendo fuera: en cualquier otra ciudad, siendo extranjero y
haciendo semejantes cosas, te hubieran recluido por brujo.
SÓC. –– Eres astuto, Menón, y por poco me hubieras
engañado.
c
MEN. –– ¿Y por qué, Sócrates?
SÓC. –– Sé por qué motivo has hecho esa comparación
conmigo.
MEN. ––¿Y por cuál crees?
d
SÓC. –– Para que yo haga otra contigo. Bien sé que a todos los bellos
les place el verse comparados ––les favorece, sin duda, porque bellas son,
creo, también las imágenes de los bellos––; pero no haré ninguna comparación
contigo. En cuanto a mí, si el torpedo, estando él entorpecido, hace al mismo
tiempo que los demás se entorpezcan, entonces le asemejo; y si no es así, no.
En efecto, no .es que no teniendo yo problemas, problematice sin embargo a los
demás [27],
sino que estando yo totalmente problematizado, también hago que lo estén los
demás. Y ahora, «qué es la virtud», tampoco yo lo sé; pero tú, en cambio, tal
vez sí lo. sabías antes de ponerte en contacto conmigo, aunque en
este momento asemejes a quien no lo sabe. No obstante, quiero investigar contigo
e indagar qué es ella.
MEN. ––¿Y de qué manera buscarás,
Sócrates, aquello que ignoras totalmente qué es? ¿Cuál de las cosas que
ignoras vas a proponerte como objeto de tu búsqueda? Porque si dieras efectiva
y ciertamente con ella, ¿cómo advertirás, en efecto, que es ésa que buscas,
desde el momento que no la conocías?
81a e
SÓC. ––Comprendo lo que quieres decir, Menón. ¿Te das cuenta del
argumento erístico que empiezas a entretejer: que no le es posible a nadie
buscar ni lo que sabe ni lo que no sabe? Pues ni podría buscar lo que sabe ––puesto
que ya lo sabe, y no hay necesidad alguna entonces de búsqueda––, ni tampoco
lo que no sabe ––puesto que, en tal caso, ni sabe lo que ha de buscar––.
MEN. ––¿No te
parece, Sócrates, que ese razonamiento está correctamente hecho?
SÓC. –– A mí no.
MEN. –– ¿Podrías decir por qué?
SÓC. –– Yo sí. Lo he oído, en efecto, de hombres y
mujeres sabios en asuntos divinos... [28].
MEN. –– ¿Y qué es lo que dicen?
SÓC. –– Algo verdadero, me parece, y también bello.
MEN. ––¿Y qué es, y quiénes lo dicen?
b
SÓC. –– Los que lo dicen son aquellos sacerdotes y sacerdotisas que
se han ocupado de ser capaces de justificar el objeto de su ministerio. Pero
también lo dice Píndaro y muchos otros de los poetas divinamente inspirados.
Y las cosas que dicen son éstas ––y tú pon atención si te parece que dicen
verdad––: afirman, en efecto, que el alma del hombre es inmortal, y que a veces
termina de vivir ––lo que llaman morir––, a veces vuelve a renacer, pero no
perece jamás. Y es por eso por lo que es necesario llevar la vida con la
máxima santidad, porque de quienes...
Perséfone el pago de antigua condena
haya recibido, hacia el alto sol en el noveno año
c
el alma de ellos devuelve nuevamente,
de las que reyes ilustres
y varones plenos de fuerza y en sabiduría insignes
surgirán. Y para el resto de los tiempos héroes sin mácula por los hombres
serán llamados [29].
d
El alma, pues, siendo inmortal y habiendo nacido muchas veces, y
visto efectivamente todas las cosas, tanto las de aquí como las del Hades, no hay nada que no haya aprendido; de modo
que no hay de qué asombrarse si es posible que recuerde, no sólo la virtud,
sino el resto de las cosas que, por cierto, antes también conocía. Estando,
pues, la naturaleza toda emparentada consigo misma, y habiendo el alma
aprendido todo, nada impide que quien recuerde una sola cosa ––eso que los hombres
llaman aprender––, encuentre el mismo todas las demás, si es valeroso e
infatigable en la búsqueda. Pues, en efecto, el buscar y el aprender no son
otra cosa, en suma, que una reminiscencia.
e
No debemos, en consecuencia, dejarnos persuadir por ese argumento
erístico. Nos volvería indolentes, y es propio de los débiles escuchar lo
agradable; este otro, por el contrario, nos hace laboriosos e indagadores. Y
porque confío en que es verdadero, quiero buscar contigo en qué consiste la
virtud.
82a
MEN. ––Sí, Sócrates, pero ¿cómo
es que dices eso de que no aprendemos, sino que lo que denominamos aprender es
reminiscencia? ¿Podrías enseñarme que es así?
SÓC. –– Ya te dije poco antes, Menón, que eres taimado;
ahora preguntas si puedo enseñarte yo, que estoy afirmando que no hay enseñanza,
sino reminiscencia, evidentemente para hacerme en seguida caer en contradicción
conmigo mismo.
MEN. –– ¡No, por Zeus, Sócrates! No lo dije con esa intención, sino por
costumbre. Pero, si de algún modo puedes mostrarme que en efecto es así como
dices, muéstramelo.
b
SÓC. –– ¡Pero no es fácil! Sin embargo, por ti estoy dispuesto a empeñarme.
Llámame a uno de tus numerosos servidores que están aquí, al que quieras, para
que pueda demostrártelo con él.
MEN. –– Muy bien. (A un servidor.) Tú, ven aquí.
SÓC. –– ¿Es griego y habla griego?
MEN. –– Perfectamente; nació en mi casa.
SÓC. –– Pon entonces atención para ver qué te parece
lo que hace: si recuerda o está aprendiendo de mí.
MEN. –– Así haré.
SÓC. –– (Al
servidor.) Dime entonces, muchacho, ¿conoces que una superficie
cuadrada es una figura así? (La dibuja.)
SERVIDOR. –– Yo sí.
c
SÓC. –– ¿Es, pues, el cuadrado, una superficie que tiene todas estas
líneas iguales, que son cuatro?
SERVIDOR. –– Perfectamente.
SÓC. –– ¿No tienen también iguales éstas trazadas
por el medio [30]?
SERVIDOR. ––Sí.
SÓC. –– ¿Y no podría una superficie como ésta ser mayor
o menor[31]?
SERVIDOR. –– Desde luego.
SÓC. –– Si este lado fuera de dos pies y este otro
también de dos, ¿cuántos pies tendría el todo [32]? Míralo así: si fuera por aquí de dos pies, y por
allí de uno solo [33],
¿no sería la superficie de una vez dos pies [34]?
d
SERVIDOR. –– Sí.
SÓC. –– Pero puesto que es de dos pies también aquí,
¿qué otra cosa que dos veces dos resulta?
SERVIDOR. –– Así es.
SÓC. –– ¿Luego resulta, ciertamente, dos veces dos
pies?
SERVIDOR. –– Sí.
SÓC. –– ¿Cuánto es entonces dos veces dos pies? Cuéntalo
y dilo.
SERVIDOR. –– Cuatro,
Sócrates.
SÓC. –– ¿Y podría haber otra superficie, el doble de
ésta, pero con una figura similar, es decir, teniendo todas las líneas iguales
como ésta?
SERVIDOR. –– Sí.
SÓC. ––¿Cuántos pies tendrá?
e
SERVIDOR. –– Ocho.
SÓC. –– Vamos, trata ahora de decirme cuál será el
largo que tendrá cada una de sus líneas. Las de ésta tienen dos pies, ¿pero
las de ésa que es doble?
SERVIDOR. –– Evidentemente,
Sócrates, el doble [35].
SÓC.––¿Ves, Menón, que yo no le enseño nada, sino
que le pregunto todo. Y ahora él cree saber cuál es el largo del lado del que
resultará una superficie de ocho pies, ¿o no te parece?
MEN. –– A mí sí.
SÓC. –– ¿Pero lo sabe?
MEN. –– Claro que no.
SÓC. –– ¿Pero cree que es el doble de la otra?
MEN. –– Sí.
SÓC. –– Observa cómo él va a ir recordando en seguida,
como hay, en efecto, que recordar.
83a
(Al servidor.) Y tú, dime:
¿afirmas que de la línea doble se forma la superficie doble? Me refiero a una
superficie que no sea larga por aquí y corta por allí, sino que sea igual por
todas partes, como ésta, pero el doble que ésta, de ocho pies. Fíjate si
todavía te parece que resultará el doble de la línea.
SERVIDOR. ––A mí sí.
SÓC. –– ¿No resulta ésta el doble que aquélla, si
agregamos desde aquí otra cosa así [36]?
SERVIDOR. –– Por supuesto.
b
SÓC. –– ¿Y de ésta [37],
afirmas que resultará una superficie de ocho pies, si hay cuatro de ellas
iguales?
SERVIDOR. –– Sí.
SÓC. –– Dibujemos, pues, a partir de ella, cuatro
iguales [38]. ¿No
sería ésa la superficie de ocho pies que tú afirmas?
SERVIDOR. –– Por supuesto.
SÓC. –– ¿Pero no hay en esta superficie estos cuatro
cuadrados, cada uno de los cuales es igual a ése de cuatro pies [39]?
SERVIDOR. –– Sí.
SÓC. –– ¿De qué. tamaño resultará entonces? ¿No es
cuatro veces mayor?
SERVIDOR. –– Desde luego.
SOC. ––¿Y es
doble lo que es cuatro veces mayor?
SERVIDOR. –– ¡No, por Zeus!
SÓC. ––¿Cuántas veces entonces?
c
SERVIDOR. –– El cuádruple.
SÓC. –– Entonces, de la línea doble, muchacho, no resulta
una superficie doble sino cuádruple.
SERVIDOR. –– Es verdad.
SÓC. –– Y
cuatro veces cuatro es dieciséis, ¿no?
SERVIDOR. –– Sí.
SÓC. –– Entonces
la superficie de ocho pies, ¿de cuál línea resulta? De ésta [40]
nos ha resultado el cuádruple.
SERVIDOR. –– Eso digo.
SÓC. –– ¿Y esta cuarta parte resulta de la mitad de
esta línea aquí [41]?
SERVIDOR. –– Sí.
SÓC.––Bien. ¿Pero la de ocho pies no es el doble de
ésta y la mitad de ésa [42]?
SERVIDOR. –– Sí.
d
SÓC. –– ¿No resultará entonces una línea mayor que ésta, pero menor
que ésa [43], o no?
SERVIDOR. ––A mí me parece que sí.
SÓC. –– ¡Muy bien!, pues lo que a ti te parece es lo
que debes contestar. Y dime: ¿esta línea no era de dos pies y ésa de cuatro?
SERVIDOR. –– Sí.
SÓC. –– Entonces es necesario que la línea de la
superficie de ocho pies sea mayor que ésta, que tiene dos pies, y menor que
ésa, que tiene cuatro.
e
SERVIDOR. –– Es necesario.
SÓC. –– Trata de decir qué largo afirmas que tendrá.
SERVIDOR. ––Tres pies.
SÓC. –– Si ha de ser de tres pies, ¿agregamos la
mitad de ésta [44] y tendrá tres
pies? Porque ésos son dos pies, éste, uno; y por aquí, igualmente, dos éstos y
uno éste, y así resulta la superficie que tú afirmas. (Sócrates completa el
cuadrado AZPQ [45].)
SERVIDOR. ––Sí.
SÓC. –– De modo que si tiene tres por aquí y tres por
allí, ¿la superficie total resulta tres veces tres pies?
SERVIDOR. –– Evidentemente.
SÓC. ––Tres veces tres, ¿cuántos pies son?
SERVIDOR. –– Nueve.
SÓC. ––¿Y cuántos pies tiene la superficie del
doble?
SERVIDOR. –– Ocho.
SÓC. –– Entonces de la línea de tres pies tampoco
deriva la superficie de ocho.
84a
SERVIDOR. –– Desde luego que no.
SÓC. ––Pero entonces, ¿de cuál? Trata de decírnoslo
con exactitud. Y si no quieres hacer cálculos, muéstranosla en el dibujo.
SERVIDOR. –– ¡Por Zeus!, Sócrates, que yo no lo sé.
b
SÓC. –– Te das cuenta una vez más, Menón, en qué punto se encuentra
ya del camino de la reminiscencia? Porque al principio no sabía cuál era la
línea de la superficie de ocho pies, como tampoco ahora lo sabe aún; sin embargo,
creía entonces saberlo y respondía con la seguridad propia del que sabe,
considerando que no había problema. Ahora, en cambio, considera que está ya en
el problema, y como no sabe la respuesta, tampoco cree saberla.
MEN. –– Es verdad.
SÓC. ––¿Entonces está ahora en una mejor situación
con respecto del asunto que no sabía?
MEN. –– Así me parece.
SÓC. –– Al problematizarlo y entorpecerlo, como hace
el pez torpedo, ¿le hicimos algún daño?
MEN. –– A mí me parece que no.
c
SÓC. –– Le hemos hecho, al contrario, un beneficio para resc lver
cómo es la cuestión. Ahora, en efecto, buscará de buen grado, puesto que no
sabe, mientras que muchas veces antes, delante de todos, con tranquilidad,
creía estar en lo cierto al hablar de la superficie doble y suponía que había
que partir de una superficie del doble de largo.
MEN. –– Así parece.
SÓC. ––¿Crees acaso que él hubiera tratado de buscar
y ‘aprender esto que creía que
sabía, pero ignoraba, antes de verse problematizado y convencido de no saber, y
de sentir el deseo de saber?
MEN. ––Me parece que
no, Sócrates.
SÓC. ––¿Ha ganado, entonces, al verse entorpecido?
MEN. –– Me parece.
d
SÓC. –– Observa ahora, arrancando de este problema, qué es lo que
efectivamente va a encontrar, buscando conmigo, sin que yo haga más que
preguntar, y sin enseñarle. Vigila por si me coges enseñándole y explicándole
en lugar de interrogarle por sus propios pareceres.
(Al servidor.) Dime entonces tú: ¿No
tenemos aquí una superficie de cuatro pies [46]?
SERVIDOR. ––Sí.
SÓC. ––¿Podemos agregarle a ésa otra igual [47]?
SERVIDOR. –– Sí.
SÓC. –– ¿Y esta tercera, igual a cada una de ésas [48]?
SERVIDOR. –– Sí.
SÓC. –– ¿No podríamos completar, además, este ángulo
[49]?
SERVIDOR. –– Por supuesto.
e
SÓC. ––¿No resultarían entonces estas cuatro superficies iguales?
SERVIDOR. ––Sí.
SÓC. ––¿Y qué? ¿El todo éste cuántas veces es mayor
que aquél [50]?
SERVIDOR.––Cuatro veces.
SÓC. –– Pero nosotros necesitábamos que fuera doble,
¿no te acuerdas?
SERVIDOR. –– Por supuesto.
85a
SÓC. –– Entonces esta línea que va de un ángulo a otro, ¿no corta en
dos a cada una de estas superficies [51]?
SERVIDOR. –– Sí.
SÓC. –– ¿No son cuatro estas líneas iguales que
encierran esta superficie [52]?
SERVIDOR. –– Lo son, en efecto.
SÓC. ––Observa ahora: ¿qué tamaño tiene esta
superficie?
SERVIDOR. –– No entiendo.
SÓC. –– De éstas, que son cuatro, ¿no ha cortado
cada línea en su interior la mitad de cada una?, ¿o no?
SERVIDOR. –– Sí.
SÓC. ––¿Y cuántas de esas mitades hay en ésta [53]?
SERVIDOR. ––Cuatro.
SÓC. –– ¿Y cuántas en ésa[54]?
SERVIDOR. –– Dos.
SÓC. ––¿Qué es cuatro de dos?
b
SERVIDOR. –– El doble.
SÓC. –– ¿Y esta superficie [55],
¿cuántos pies tiene?
SERVIDOR. ––Ocho pies.
SÓC. –– ¿De cuál línea?
SERVIDOR. –– De ésta [56].
SÓC. –– ¿De la que habíamos trazado de ángulo a ángulo
en la superficie de cuatro pies?
SERVIDOR. –– Sí.
SÓC. ––Los sofistas [57]
la llaman «diagonal», y puesto que si «diagonal» es su nombre, de la diagonal
se llegará a obtener, como tú dices, servidor de Menón, la superficie doble.
SERVIDOR. –– Por supuesto que sí, Sócrates.
c
SÓC. –– ¿Qué te parece, Menón? ¿Ha contestado él con alguna opinión
que no le sea propia?
MEN. –– No, con las suyas.
SÓC. –– Y, sin embargo, como dijimos hace poco, antes
no sabía.
MEN. –– Es verdad.
SÓC. –– Estas opiniones, entonces, estaban en él, ¿o
no?
MEN. –– Sí.
SÓC. –– El que no sabe, por lo tanto, acerca de las
cosas que no sabe, ¿tiene opiniones verdaderas sobre eso que efectivamente no
sabe?
MEN. –– Parece.
d
SÓC. –– Y estas opiniones que acaban de despertarse ahora, en él, son
como un sueño. Si uno lo siguiera interrogando muchas veces sobre esas mismas
cosas, y de maneras diferentes, ten la seguridad de que las acabaría conociendo
con exactitud, no menos que cualquier otro.
MEN. –– Posiblemente.
SÓC. –– Entonces, ¿llegará a conocer sin que nadie
le enseñe, sino sólo preguntándole, recuperando él mismo de sí mismo el
conocimiento?
MEN. –– Sí.
SÓC. –– ¿Y este recuperar uno el conocimiento de sí
mismo, no es recordar?
MEN. –– Por supuesto.
SÓC. –– El
conocimiento que ahora tiene, ¿no es cierto que o lo adquirió, acaso, alguna
vez o siempre lo tuvo?
MEN. –– Sí.
e
SÓC. ––Si, pues, siempre lo
tuvo, entonces siempre también ha sido un conocedor; y si, en cambio, lo adquirió
alguna vez, no será por cierto en esta vida donde lo ha adquirido. ¿O le ha
enseñado alguien geometría? Porque éste se ha de comportar de la misma manera
con cualquier geometría y con todas las demás disciplinas. ¿Hay, tal vez, alguien
que le haya enseñado todo eso? Tú tendrías, naturalmente, que saberlo, puesto
que nació en tu casa y en ella se ha criado.
MEN. –– Sé
muy bien que nadie le ha enseñado nunca.
SÓC. –– ¿Tiene
o no tiene esas opiniones?
MEN. –– Indudablemente
las tiene, Sócrates.
86a
SÓC. ––Si no las adquirió en
esta vida, ¿no es ya evidente que en algún otro tiempo las tenía y las había
aprendido?
MEN. –– Parece.
SÓC. –– ¿Y no es ése, tal vez, el tiempo en que él no era todavía un hombre?
MEN. –– Sí.
SÓC. –– Si,
pues, tanto en el tiempo en que es hombre, como en el que no lo es, hay en él
opiniones verdaderas, que, despertadas mediante la interrogación, se convierten
en fragmentos de conocimientos, ¿no habrá estado el alma de él, en el tiempo
que siempre dura, en posesión del saber. Es evidente, en efecto, que durante el
transcurso del tiempo todo lo es y no lo es un ser humano [58].
b
MEN. –– Parece.
SÓC. –– Por
tanto, si siempre la verdad de las cosas está en nuestra alma, ella habrá de
ser inmortal. De modo que es necesario que lo que ahora no conozcas ––es decir,
no recuerdes–– te pongas valerosamente a buscarlo y a recodarlo.
MEN. –– Me
parece que dices bien, Sócrates, aunque no sé por qué.
SÓC. ––A mí
también me parece, Menón. Aunque en lo referente a los demás aspectos, no
insistiría tanto con este discurso; en cambio, creemos que es necesario buscar
lo que no se sabe para ser mejores, más esforzados y menos inoperantes que si
creyésemos que no conocemos ni somos capaces de encontrar, ni que es necesario
buscar. Y por esto sí estoy
plenamente dispuesto a luchar, si puedo, tanto de palabra como de obra.
c
MEN. –– También
esto, Sócrates, me parece que lo dices bien.
SÓC. –– ¿Quieres,
pues, ya que estamos de acuerdo en que hay que indagar lo que uno no sabe que
intentemos en común buscar qué es la virtud?
d
MEN. –– Por supuesto. No obstante, Sócrates, yo preferiría, desde luego, examinar y escuchar
lo que al principio te preguntaba, esto es: si hay que considerar la virtud como algo que es enseñable, o bien como
algo que se da a los hombres naturalmente o de algún otro modo.
87a e
SÓC. –– Pues si yo mandara,
Menón, no sólo sobre mí, sino también sobre ti, no investigaríamos primero si
la virtud es enseñable o si no lo es, sin antes haber indagado qué es ella misma.
Pero, desde el momento en que tú no intentas mandarte a ti mismo ––sin duda
para continuar siendo libre––, pero intentas gobernarme a mí, y en efecto me
gobiernas, te he de consentir, pues ¿podría acaso proceder de otro modo? Parece,
por lo tanto, que hay que investigar cómo es algo que todavía no sabemos qué
es. Pero, no obstante, si no todo, déjame un poco de tu gobierno y concédeme
que investiguemos si la virtud es enseñable o cómo es, y que lo hagamos a
partir de una hipótesis [59].
Y digo «a partir de una hipótesis tal
como lo hacen frecuentemente los geómetras al investigar, cuando
alguien les pregunta, supongamos, a propósito de una superficie, si, por
ejemplo, es posible inscribir como un triángulo esta superficie en este círculo.
Ellos contestarían así: «No sé todavía si esto es posible, pero, como una
hipótesis, creo que puede ser de utilidad para el caso la siguiente: si esta
superficie es tal que, al aplicarla sobre esa línea dada del círculo, le
faltase una superficie igual a la que se ha aplicado [60],
me parece que se ha de seguir un resultado, y si, por el contrarió, es
imposible que eso suceda, entonces se ha de seguir otro. Y así, pues, quiero yo
hacer una hipótesis para ver qué resulta acerca de la inscripción de esta
superficie en el círculo, si es posible o si no lo es.» Del mismo modo, también
nosotros, a propósito de la virtud, ya que ni sabemos qué es ni qué clase de
cosa es, debemos, partiendo de una hipótesis, examinar si es enseñable o no,
expresándonos así: ¿qué clase de cosa, de entre aquellas concernientes al alma,
ha de ser la virtud para que sea enseñable o no? En primer lugar, si es algo
distinto o semejante al conocimiento, ¿es enseñable o no ––o, como decíamos
hace un momento, recordable––? Pero es indiferente que usemos cualquiera de
las dos palabras; en fin, pues, ¿es enseñable? ¿O no es evidente para cualquiera
que no otra cosa se enseña a los hombres sino el conocimiento?
c b
MEN.
–– A mí me lo
parece.
SÓC. –– Si la virtud fuese un conocimiento, evidentemente
sería enseñable.
MEN. –– Por supuesto.
SÓC. –– Esto, entonces, lo hemos resuelto rápidamente:
si es así, será enseñable; si no es así, no lo será.
MEN. –– Por supuesto.
d
SÓC. –– En segundo lugar, entonces tenemos que investigar, por lo que
parece, si la virtud es un conocimiento o es algo distinto de un conocimiento.
MEN. –– También a mí me parece que
después de aquello hay que investigar esto.
SÓC. ––¿Pero qué? ¿No decimos que la virtud es un
bien, y no es ésta una hipótesis firme para nosotros?
MEN. –– Por supuesto.
SÓC. –– Pero si hay, además, algún otro bien, separado
del conocimiento, quizá la virtud no sería un conocimiento; en cambio, si no
hay ningún bien que el conocimiento no abarque, entonces estableciendo la
hipótesis de que es algo que tiene que ver con el conocimiento, procederíamos
correctamente.
MEN. ––Así es.
SÓC. ––¿Y por la virtud somos buenos?
e
MEN. –– Sí.
SÓC. –– ¿Y, si buenos, también útiles? Pues todo lo
bueno es útil, ¿no?
MEN. –– Sí.
SÓC. ––¿Y la virtud es algo útil?
MEN. –– Necesariamente, según lo que
admitimos.
SÓC. –– Investiguemos, pues, recuperándolas una por
una, cuáles son las cosas que nos son útiles. La salud, decimos, la fuerza, la
belleza y hasta la riqueza también. Éstas y otras por el estilo decimos que
son útiles, ¿no?
88a
MEN. –– Sí.
SÓC. –– Pero estas mismas cosas decimos que también,
a veces, nos dañan, ¿o afirmas tú algo distinto?
b
MEN. –– No, sino así.
SÓC. –– Observa ahora, ¿qué es lo que guía a cada
una de esas cosas cuando nos son útiles y qué cuando nos dañan? ¿No es cierto,
acaso, que son útiles cuando hay un uso correcto y que, en cambio, dañan cuando
no lo hay?
MEN. –– Por supuesto.
SÓC. –– Investiguemos también las que se refieren al
alma. ¿Llamas tú a algo sensatez, justicia, valor, facilidad para aprender,
memoria, magnificencia, etc.?
MEN. –– Yo sí.
SÓC. –– Observa entonces cuáles de éstas te parece
que no son un conocimiento, sino algo distinto del conocimiento: ¿no es cierto
que, en unos casos, dañan y, en otros, son útiles? Por ejemplo, el valor: si no
fuera discernimiento [61]
el valor, sino una suerte de temeridad, ¿no es cierto que cuando un hombre es
temerario y carece de juicio, recibe daño, mientras que saca provecho, en
cambio, cuando tiene juicio?
MEN. –– Sí.
SÓC. –– ¿Entonces también sucede de este modo con la
sensatez y la facilidad para aprender: si una es aprendida y la otra
ejercitada, y ambas lo son con juicio, entonces son útiles; sin juicio,
dañinas?
MEN. –– Seguramente.
c
SÓC. –– En suma, pues, ¿todo lo que el alma emprende y en lo que persevera,
cuando el discernimiento lo guía, acaba con felicidad; si lo hace el no-discernimientò,
acaba en lo contrario?
MEN. –– Parece.
d
SÓC. –– Por lo tanto, si la virtud es algo que está en el alma y que
necesariamente ha de ser útil, tiene que ser discernimiento, puesto que todo lo
concerniente al alma no es, en sí mismo, ni útil ni dañino, sino que, conforme
vaya acompañado de discernimiento o no, resultará útil o dañino. Por este
argumento, pues, siendo la virtud útil, tiene que ser una forma de
discernimiento.
MEN. –– A mí también me lo parece.
e
SÓC. –– Y, en efecto, con las demás cosas que hace un momento mencionábamos
––la riqueza, etc.––, que, unas veces, son buenas y, otras, dañinas, ¿no sucede
también que, lo mismo que con respecto al resto del alma [62],
el discernimiento, sirviendo de guía, hace, como vimos, útiles las cosas del
alma misma ––mientras que el nodiscernimiento las hace dañinas––, del mismo
modo el alma, usándolas y conduciéndolas correctamente las hace útiles, e
incorrectamente, dañinas?
MEN. –– Por supuesto.
SÓC. ––¿Y correctamente guía el alma racional, e incorrectamente,
la irracional?
MEN. ––Así es.
89a
SÓC. –– Entonces, puede decirse así, en general: todo para el hombre
depende del alma, mientras que lo que es relativo al alma misma depende del
discernimiento para ser bueno; y, por lo tanto, según este razonamiento, lo
útil sería discernimiento. ¿No afirmamos acaso que la virtud es útil?
MEN. –– Por supuesto.
SÓC. –– Entonces concluyamos ahora que la virtud es
discernimiento, ya todo o parte de él [63].
MEN. –– Me parece, Sócrates, que las
cosas que has dicho están bien dichas.
b
SÓC. –– Entonces, si esto es así, los buenos no lo han de ser por naturaleza.
MEN. –– Me parece que no.
SÓC. ––Además hubiera sucedido lo siguiente: si los
buenos lo fueran por naturaleza, tendríamos que haber tenido personas que
efectivamente reconocieran, de entre los jóvenes, los que son buenos por naturaleza;
y nosotros, por otra parte, nos habríamos apoderado de estos últimos, conforme
a las indicaciones de aquéllos, y los habríamos custodiado en la
acrópolis [64],
marcándolos con mayor cuidado que al oro, para que nadie los echase a perder y
pudieran, una vez alcanzada la edad conveniente, ser útiles al Estado.
MEN. –– Probablemente, Sócrates.
c
SÓC. –– ¿Si los buenos, por tanto, no lo son por naturaleza, lo llegarán
a ser por aprendizaje?
MEN. –– Me parece que no hay ya otro
remedio sino que sea así; además, es evidente, Sócrates, que es enseñable,
según nuestra hipótesis de que la virtud es conocimiento.
SÓC. ––Quizás, ¡por Zeus!, pero tal vez no estábamos en lo cierto al admitirla.
MEN. –– Parecía, sin embargo, hace
poco, que la decíamos bien.
d
SÓC. –– Pero no tiene que parecer bien dicha sólo anteriormente, sino
también ahora y después, si quiere ser válida.
MEN. –– ¿Y entonces qué? ¿Qué
obstáculo encuentras y por qué sospechas que la virtud pueda no ser un
conocimiento?
SÓC. ––Te lo diré, Menón. Sobre «que es enseñable,
si es un conocimiento», no retiro mi parecer de que esté bien dicho; pero sobre
«que sea un conocimiento», observa tú si no te parece verosímil sospecharlo.
Dime, en efecto, si cualquier asunto fuera enseñable, y no sólo la virtud, ¿no
sería necesario que de él hubiera también maestros y discípulos?
e
MEN. –– A mí me lo parece.
SÓC. –– Si, por el contrario, entonces, de algo no
hay ni maestros ni discípulos, ¿conjeturaríamos bien acerca de ello si
supusiéramos que no es enseñable?
MEN. ––Así es; pero,
¿no te parece que hay maestros de virtud?
90a
SÓC. –– A menudo, por cierto, he buscado si habría tales maestros,
pero, no obstante todos mis esfuerzos, no logro encontrarlos. Y los busco, sin
embargo, junto con muchos otros, sobre todo entre aquellos que creo que son expertos en el asunto... ¡Pero he aquí, Menón, que
precisamente ahora, en el momento más oportuno, se ha sentado junto a nosotros
Ánito! ¡Hagámoslo partícipe de nuestra búsqueda!, que procederemos bien al
hacerlo. En efecto, Ánito, en primer lugar, es hijo de padre rico y hábil,
Antemión [65], que
enriqueció no por obra del azar ni de algún legado ––como le acaba de suceder
ahora a Ismenias de Tebas [66],
que recibió los bienes de Polícrates [67]––,
sino lográndolos con su saber y su diligencia; en segundo lugar, en
cuanto al resto del carácter del padre, no se ha mostrado éste nunca como un
ciudadano arrogante, ni engreído, ni intratable, sino, por el contrario, como
un hombre mesurado y amable; en tercer lugar, crió y educó bien a su hijo, a
juicio del pueblo ateniense, ya que lo eligen, en efecto, para las más altas
magistraturas. Justo será, pues, buscar con personas como éstas los maestros de
virtud que haya o que no haya, y cuáles son. Indaga entonces con nosotros,
Ánito, conmigo y con tu huésped Menón, aquí .presente, acerca de
este asunto: cuáles pueden ser los maestros. Y haz, por ejemplo, estas
consideraciones: si quisiéramos que Menón fuese un buen médico, ¿a qué maestros
lo encomendaríamos? ¿No sería a los médicos?
c b
ÁNITO. –– Por supuesto.
SÓC. –– Y si quisiéramos, en cambio, que fuese un
buen zapatero, ¿no lo encomendaríamos a los zapateros?
ÁN. –– Sí.
SÓC. –– ¿Y así con los demás?
ÁN. –– Por supuesto.
d
SÓC. –– Dime entonces, volviendo nuevamente sobre esto: encomendándolo
a los médicos, haríamos bien si quisiéramos que fuese un buen médico. Pero
cuando decimos eso, ¿estamos sosteniendo lo siguiente: que encomendándolo a
ellos obraríamos sensatamente si lo mandáramos mejor a los que ejercen la profesión
que a los que no, a los que perciben una remuneración por este servicio y que
se declaran maestros del que quiere ir a aprender? ¿No obraríamos bien si
fijáramos nuestra atención en estas cosas?
ÁN. –– Sí.
e
SÓC. –– Entonces con el arte de tocar la flauta y con las demás, ¿no sucederá
lo mismo? Sería mucha inconsciencia el querer que alguien se haga flautista y
no encomendarlo a los que prometen enseñar ese arte y percibir por ello una
remuneración, y, en cambio, causar molestias a quienes ni pretenden ser
maestros ni tienen un solo discípulo del saber que nosotros consideramos digno
de aprender de aquel al que lo encomendamos. ¿No te parece que sería una gran
tontería?
ÁN. –– Sí, ¡por Zeus!, y también una ignorancia.
b 91a
SÓC. –– Dices bien. Ahora, entonces, es posible que me ayudes a deliberar
y lo hagas conmigo, en común, acerca de tu huésped Menón, que está aquí. Hace
rato que él me dice, Ánito, que anhela ese saber y esa virtud gracias a los
cuales los hombres gobiernan bien sus casas y el Estado, se ocupan de sus
progenitores y conocen la manera de acoger y apartar a ciudadanos y
extranjeros, tal como es propio de un hombre de bien. En relación, pues, con
esta virtud, considera tú a quiénes habríamos de encomendarlo, para que lo hiciéramos bien. ¿O es evidente,
según lo que acabamos de decir, que a aquellos que prometen ser maestros de
virtud y que se declaran abiertos a cualquiera de los griegos que quiera
aprender, habiendo fijado y percibiendo una remuneración por ello?
ÁN. –– ¿Y
quiénes son ésos, Sócrates?
SÓC. –– Lo
sabes bien tú mismo que me estoy refiriendo a los que la gente llama sofistas [68]
c
ÁN. –– ¡Por Heraclës, cállate,
Sócrates! Que ninguno de los míos, ni mis amigos más cercanos, ni mis
conocidos, conciudadanos o extranjeros, caiga en la locura de ir tras ellos y
hacerse arruinar, porque evidentemente son la ruina y la perdición de quienes
los frecuentan.
92a e d
SÓC. –– ¿Qué dices Ánito? ¿Son
ellos, acaso, los únicos de cuantos pretendiendo saber cómo producir algún beneficio,
difieren de manera tal de los demás que, no sólo no son útiles, como los otros,
cuando uno se les entrega, sino que incluso también pervierten? ¿Y por semejante
servicio se atreven manifiestamente a pedir dinero? Yo, por cierto, no imagino
cómo podré creerte. Sé, por ejemplo, que un solo hombre, Protágoras, ha ganado
más dinero con este saber que Fidias ––tan famoso por las admirables obras
que hacía–– y otros diez escultores juntos. ¡Qué extraño lo que dices! Si los
que reparan zapatos viejos y los que remiendan mantos devolvieran en peor estado
del que los recibieron tanto los zapatos como los mantos, no pasarían inadvertidos
más de treinta días, sino que, si hiciesen eso, bien pronto se morirían de hambre.
Pero he aquí que Protágoras, en cambio, sin que toda la Grecia lo advirtiera,
ha arruinado a quienes lo frecuentaban y los ha devuelto en peor estado que
cuando los había recibido, y lo ha hecho por más de cuarenta años ––ya que
creo, en efecto, que murió cerca de los setenta, después de haber consagrado
cuarenta al ejercicio de su arte [69]––,
y en todo ese tiempo y hasta el
día de hoy no ha cesado de gozar de renombre. Y no sólo Protágoras, sino
muchísimos más, algunos anteriores [70]
a él y otros todavía en vida [71].
¿Diremos, entonces, sobre la base
de tus palabras, que ellos conscientemente engañan y arruinan a los jóvenes, o
que ni ellos mismos se dan cuenta? ¿Tendremos que considerarlos tan locos
precisamente a éstos de los que algunos afirman que son los hombres más
sabios?
b
ÁN. –– ¡Locos...! No
son ellos los que lo están, Sócrates. Sí, en cambio, y mucho más los jóvenes
que les pagan. Y todavía más
que éstos, los que se lo permiten, sus familiares, pero por encima de todos,
locas son las ciudades, que les permiten la entrada y no los echan, ya sea que
se trate de un extranjero que se proponga hacer algo de esto, ya de un
ciudadano.
SÓC. –– Pero
Anito, ¿te ha hecho daño alguno de los sofistas o qué otro motivo te lleva a
ser tan duro con ellos?
ÀN. –– ¡Por Zeus!, yo nunca he frecuentado jamás a ninguno de ellos, ni dejaría que lo hiciese
alguno de los míos.
SÓC. –– ¿Pero
entonces no tienes por completo experiencia de estas personas?
ÁN. –– ¡Y
que no la tenga!
c
SÓC. –– ¡Pero hombre bendito!,
¿cómo vas a saber si en este asunto hay algo bueno o ––malo, si eres
completamente inexperto?
ÁN. –– Muy
fácil: con experiencia o sin ella, sé perfectamente bien quiénes son ésos.
d
SÓC. –– Tal vez eres un adivino, Ánito, porque me asombra, de acuerdo
con lo que tú mismo has dicho, cómo podrías de alguna otra manera saber algo
acerca de ellos. Sin embargo, nosotros no estábamos buscando quiénes son los
que echarían a perder a Menón, si él fuera con ellos ––y admitamos, si quieres,
que nos referimos a los sofistas––, sino a aquellos a los que él tendría que dirigirse,
en una ciudad tan grande, para llegar a ser digno de consideración en esta
virtud de la que hasta ahora he discurrido. Y tú tienes que decírnoslo,
haciendo así un favor a este tu amigo paterno al indicárselos.
e
ÁN. –– ¿Y tú, por qué no se los has indicado?
SÓC. –– Porque ya lo dije: yo suponía que ellos eran
los maestros de estas cosas. Pero encuentro, por lo que afirmas, que en
realidad no he dicho nada. Y; tal vez, estés en lo cierto. De modo, entonces,
que ahora te toca a ti indicar a qué atenienses habrá de dirigirse. Di también
un nombre, el del que quieras.
ÁN. ––¿Y por qué quieres oír el
nombre de uno solo? Cualquiera de los atenienses bellos y buenos [72]
con que se encuentre, sin excepción, lo harán un hombre, mejor ––siempre que
les haga caso–– que los sofistas.
93a
SÓC. ––¿Y ésos han llegado a ser bellos y buenos por azar, sin aprender
de nadie, y son, sin embargo, capaces t de enseñar a los demás lo que ellos no
han aprendido?
ÁN. –– Yo estimo que ellos han aprendido
de sus predecesores, que eran también personas bellas y buenas. ¿O no crees
que haya habido muchas en esta ciudad?
c b
SÓC. –– Lo creo, Ánito, y me parece también que hay aquí figuras buenas
en asuntos políticos, y que las ha habido, además, antes y en no menor
cantidad que hoy. ¿Pero han sido también buenos maestros de la propia virtud? Ésta
es, precisamente, la cuestión que estamos debatiendo: no si hay hombres buenos
en esta ciudad, ni si los ha habido anteriormente, sino que hace rato que
estamos indagando si la virtud es enseñable. E indagando eso, indagamos asimismo si los hombres buenos, tanto los
actuales como los del pasado, conocieron de qué manera transmitir también a
otros esa virtud que a ellos los hacía buenos, o bien si se daba el caso de
que para el hombre no es ella ni transmisible ni adquirible. Esto es,
precisamente, lo que hace rato estamos buscando yo y Menón.
Dime, según tu propio punto de vista: ¿no afirmarías
que Temístocles fue un hombre de bien?
ÁN. –– Yo sí, y en alto grado.
SÓC. –– ¿Y también un buen maestro ––pues si alguien
lo fue de la propia virtud, nadie más que él––?
ÁN. ––Pienso que
sí, de haberlo querido.
d
SÓC. ––Pero, ¿crees que no habría querido que otros fueran bellos y
buenos, y en particular su hijo? ¿O supones que le tenía envidia y que
deliberadamente no le transmitió esa virtud que a él le hacía bueno? ¿No has
oído que Temístocles hizo educar a su hijo Cleofante como buen jinete? Y éste,
en efecto, sabía mantenerse de pie, erguido, sobre el caballo y desde esa posición
arrojaba jabalinas y realizaba muchas otras y asombrosas proezas que aquél le
había hecho enseñar, convirtiéndolo en un experto en todo aquello que dependía
de los buenos. maestros; ¿o no has oído esas cosas de los viejos?
e
ÁN. –– Las he oído.
SÓC. –– Luego, eso no era debido a que la naturaleza
de su hijo fuese mala.
ÁN. –– Tal vez no.
SÓC. –– ¿Y qué entonces acerca de esto? ¿Has oído alguna
vez, por parte de algún joven o anciano, qué Cleofante, el hijo de
Temístocles, haya logrado ser un hombre de bien y sabio como su padre?
ÁN. –– No, por cierto.
SÓC. –– ¿Tendremos, pues, que suponer que él quiso
hacer educar a su hijo en esas cosas, y que, en cambio, en aquel saber del
cual él mismo se hallaba dotado, no quiso hacerlo mejor a su hijo que a sus vecinos,
si es que la virtud es enseñable?
94a
ÁN. –– ¡Por Zeus!, seguramente que
no.
SÓC. –– Y éste es, en efecto, un maestro tal de
virtud que tú también admites que fue uno de los mejores del pasado. Pero
examinemos otro: Arístides [73],
el hijo de Lisímaco [74],
¿o no admites que ha sido bueno?
ÁN. –– Yo sí, sin duda alguna.
b
SÓC. –– También ése educó a su hijo Lisímaco en lo que estuvo al
alcance de los maestros, del modo más magnífico posible entre los atenienses,
pero ¿te parece que ha lo grado hacer de él un hombre mejor que cualquier otro?
Tú lo has frecuentado y sabes cómo es. Y si quieres otro, Pericles, un hombre
tan espléndidamente lúcido, ¿sabes acaso que tuvo dos hijos, Páralo y Jántipo [75]?
ÁN. –– Sí.
c
SÓC. –– Y a ambos, como sabes también tú, les enseñó a ser jinetes no
inferiores a ninguno de los atenienses, y los hizo educar también en música, en
gimnasia y en cuan tas artes hay, de manera que tampoco fueran inferiores a
ninguno: ¿no quería entonces hacerlos hombres de bien? Yo creo que lo quería,
pero tal vez eso no fue enseñable. Y para que no supongas que son pocos, y los
más desdeñables de los atenienses los que son incapaces de lograr esto, ten en
cuenta que también Tucídides [76]
tuvo dos hijos: Melesias y Estéfano, a los que dio una excelente educación
en todo, y, especialmente en la lucha, fueron los mejores de Atenas ––uno lo
había confiado a Jantias y el otro a Eudoro, a los que se consideraba los más
eminentes luchadores de entonces––, ¿o no lo recuerdas?
ÁN. –– Sí, lo he oído.
d
SÓC. –– ¿No es evidente que éste no habría hecho enseñar a sus hijos
aquellas cosas cuya enseñanza exigía un gasto, descuidando, en cambio, de
proporcionarles las que no necesitaba pagar para hacerlos hombres de bien, si
ésas hubieran sido enseñables? ¿O era, quizás, Tucídides un hombre limitado,
que no tenía muchos amigos ni entre los atenienses ni entre sus aliados?
Procedía de una familia influyente y gozaba de gran poder tanto en la ciudad como
entre los demás griegos, de modo que si se hubiera tratado de algo enseñable, habría
encontrado quien se encargara de hacer buenos a sus hijos, ya sea entre los
ciudadanos, ya entre los extranjeros, en el caso de que él mismo no hubiese
tenido tiempo por sus ocupaciones públicas. Pero lo que sucede, amigo Anito,
es que tal vez la virtud no sea enseñable.
95a e
ÁN. –– ¡Ah... Sócrates! Me parece que
fácilmente hablas mal de los demás. Yo te aconsejaría, si me quieres hacer
caso, que te cuidaras; porque, del mismo modo que en cualquier otra ciudad es
fácil hacer mal o bien a los hombres, en ésta lo es en modo muy particular.
Creo que también tú lo sabes. (Se va, o, haciéndose a un lado, deja de participar
en la conversación.)
SÓC. ––Me parece, Menón, que Anito se ha irritado [77],
y no me asombra, ya que, en primer lugar, cree que estoy acusando a estos
hombres y, en segundo lugar, se considera
él también uno de ellos. Pero si llegara a saber alguna vez qué significa
«hablar mal» [78], cesaría de irritarse; pero
ahora lo ignora. Mas dime tú, ¿no hay entre vosotros hombres bellos y buenos?
b
MEN. –– Por supuesto.
SÓC. ––¿Y entonces? ¿Están dispuestos a ofrecerse como maestros a los jóvenes y a aceptar
que son maestros o ––lo que es lo mismo–– que la virtud es enseñable?
MEN. –– No,
¡por Zeus!, Sócrates, que unas veces les oyes decir que es enseñable y otras que no.
SÓC. –– ¿Hemos
de afirmar, entonces, que son maestros de semejante disciplina, éstos, que ni
siquiera se ponen de acuerdo sobre eso?
c
MEN. –– Me parece que no,
Sócrates.
SÓC. –– ¿Y entonces, qué? Esos sofistas, que son los únicos que como tales se presentan, ¿te parece
que son maestros de virtud?
MEN. –– He
ahí, Sócrates, lo que admiro, sobre todo, en Gorgias: que jamás se le oye prometer
eso; por el contrario, se rie de
los demás cuando oye esas promesas. Lo que él cree es que hay que hacer hábiles
a las personas en el hablar.
SÓC. –– ¿Tampoco
a ti te parece, entonces, que los sofistas son maestros?
d
MEN. –– No podría decirte,
Sócrates. A mí también me sucede como a los demás: unas veces me parece que lo
son, otras, que no.
SÓC. –– ¿Y sabes
que no sólo a ti y a los demás políticos a veces parece la virtud enseñable y
a veces no, sino que también el poeta Teognis dice estas mismas cosas? ¿Lo
sabes?
MEN. –– ¿En
cuáles versos?
SÓC. –– En
los elegíacos donde dice:
Y junto a ellos bebe y come, y con ellos
siéntate,
y procura agradarles, que tienen gran poder.
e
Porque de los buenos, cosas buenas aprenderás; mas si con los malos te
mezclas, también tu juicio has de perder [79].
¿Sabes que en ellos se
habla de la virtud como si fuese enseñable?
MEN. –– Lo
parece, efectivamente.
SÓC. –– Pero
en otros, cambiando un poco su posición, dice:
Si se pudiera forjar e implantar en un hombre el pensamiento
[80],
y continúa más o menos
así:
cuantiosas y múltiples ganancias habrían sacado[81]
los que fueran capaces de
hacer eso, y...
96a
jamás de un buen padre un mal hijo saldría,
obedeciendo sus sensatos preceptos. Pero enseñando
nunca harás de un malvado un hombre de bien[82].
¿Te das cuenta de que él
mismo, de nuevo, a propósito de la misma cuestión, cae en contradicción
consigo mismo?
MEN. –– Parece.
b
SÓC. –– ¿Podrías mencionarme
algún otro asunto en que, por un lado, quienes declaren ser sus maestros, no
sólo no son reconocidos como tales por los demás, sino que se piensa que nada
conocen de él y que son ineptos precisamente en aquello de lo que
afirman ser maestros, mientras que, por otro lado, los que son reconocidos como
hombres bellos y buenos unas veces afirman que es enseñable, otras que no; en
suma, los que andan confundidos acerca de cualquier cosa, podrías afirmar que
son maestros en el significado propio de la palabra?
MEN. –– ¡Por Zeus!, no.
c
SÓC. –– Pero si ni los sofistas ni los hombres bellos y buenos son maestros
del asunto, ¿no es evidente que tampoco podrá haber otros?
MEN. ––Me parece que
no.
SÓC. ––¿Pero si no hay maestros, tampoco hay
discípulos?
MEN. –– Me parece que es como dices.
SÓC. –– Y hemos convenido, ciertamente, que aquello
de lo que no hay maestros ni discípulos no es enseñable?
MEN. –– Lo hemos convenido.
SÓC. –– ¿Y de la virtud no parece, pues, que haya
maestros por ninguna parte?
MEN. ––Así es.
SÓC. –– ¿Pero si no hay maestros, tampoco hay
discípulos?
MEN. ––Así parece.
d
SÓC. –– ¿Por lo tanto, la virtud no sería enseñable?
MEN. –– No parece que lo sea, si es
que hemos investigado correctamente. De modo que me asombro, Sócrates, tanto
de que puedan no existir hombres de bien, como del modo en que se puedan haber
formado los que existen.
SÓC. –– Temo, Menón, que tú y yo seamos unas pobres
criaturas, y que no te haya educado satisfactoriamente a ti Gorgias, ni a mí
Pródico [83]. Así que
más que de cualquier otra cosa, tenemos que ocuparnos de nosotros mismos y
buscar a aquel que, de una manera u otra, nos haga mejores. Digo esto teniendo
la vista puesta en la indagación reciente, ya que es ridículo cómo no
advertimos que no es sólo con la guía del conocimiento con lo que los hombres
realizan sus acciones correctamente y bien; y ésta es, sin duda, la vía por la
que se nos ha escapado el saber de qué manera se forman los hombres de bien.
e
MEN. –– ¿Qué quieres decir,
Sócrates?
97a
SÓC. –– Esto: habíamos admitido correctamente que los hombres de bien
deben ser útiles y que no podría ser de otra manera, ¿no es así?
MEN. –– Si.
SÓC. –– Pero, que no sea posible guiar correctamente,
si no se es sabio, esto parece que no hemos acertado al admitirlo.
MEN. –– ¿Cómo dices?
SÓC. –– Te explicaré. Si alguien sabe el camino que
conduce a Larisa o a cualquier otro lugar que tú quieras y lo recorre guiando
a otros, ¿no los guiará correctamente y bien?
b
MEN. –– Por supuesto.
SÓC. –– Y si alguien opinase correctamente acerca de
cuál es el camino, no habiéndolo recorrido ni conociéndolo, ¿no guiaría
también éste correctamente?
MEN. –– Por supuesto.
SÓC. –– Pero mientras tenga una opinión verdadera
acerca de las cosas de las que el otro posee conocimiento, ¿no será un guía
peor, opinando sobre la verdad y no conociéndola, que él que la conoce?
MEN. –– No, ciertamente.
c
SÓC. –– Por lo tanto, la opinión verdadera, en relación con la rectitud
del obrar, no será peor guía que el discernimiento; y es esto, precisamente,
lo que antes omitíamos al investigar acerca de cómo era la virtud, cuando afirmábamos
que solamente el discernimiento guiaba correctamente el obrar. En efecto,
también puede hacerlo una opinión que es verdadera.
MEN. ––Parece.
SÓC. –– En consecuencia, no es menos útil la recta
opinión que la ciencia.
MEN. –– Excepto que, Sócrates, el
que tiene el conocimiento acertará siempre, mientras que quien tiene recta
opinión algunas veces lo logrará, otras, no.
d
SÓC. –– ¿Cómo dices? El que tiene una recta opinión, ¿no tendría que
acertar siempre, por lo menos mientras opine rectamente?
MEN. –– Me parece necesario. De modo
que me asombro, Sócrates, siendo así la cosa, de por qué el conocimiento ha
de ser mucho más preciado que la recta opinión y con respecto a qué difiere el
uno de la otra.
SÓC. –– ¿Sabes con respecto a qué te asombras, o te
lo digo yo?
MEN. –– Dímelo, por favor.
SÓC. –– Porque no has prestado atención a las
estatuas de Dédalo [84]; tal vez no las hay entre
vosotros.
MEN. –– ¿Por qué motivo dices eso?
e
SÓC. –– Porque también ellas, si no están sujetas, huyen y andan vagabundeando,
mientras que si lo están, permanecen.
MEN. –– ¿Y entonces, qué?
98a
SÓC. –– Poseer una de sus obras que no esté sujeta no es cosa digna de
gran valor; es como poseer un esclavo vagabundo que no se queda quieto. Sujeta,
en cambio, es de mucho valor. Son, en efecto, bellas obras. Pero, ¿por qué
motivo digo estas cosas? A propósito, es cierto, de las opiniones verdaderas.
Porque, en efecto, también las opiniones verdaderas, mientras permanecen
quietas, son cosas bellas y realizan todo el bien posible; pero no quieren permanecer
mucho tiempo y escapan del alma del hombre, de manera que no valen mucho hasta
que uno no las sujeta con una discriminación de la causa [85].
Y ésta es, amigo Menón, la reminiscencia, como convinimos antes [86].
Una vez que están sujetas, se convierten, en primer lugar, en fragmentos de
conocimientos y, en segundo lugar, se hacen estables. Por eso, precisamente,
el conocimiento es de mayor valor que la recta opinión y, además, difiere
aquél de ésta por su vínculo.
b
MEN. –– ¡Por Zeus, Sócrates, que
algo de eso parece!
SÓC. –– Pero yo también, sin embargo, no hablo
sabiendo, sino conjeturando [87].
Que son cosas distintas la recta opinión y el conocimiento, no me parece que lo
diga ciertamente sólo por conjetura, pero si alguna otra cosa puedo afirmar
que se ––y pocas serían las que afirme––, ésta es precisamente una de las que
pondría entre ellas.
MEN. –– Y dices bien, Sócrates.
SÓC. ––¿Y entonces? ¿No decimos también correctamente
esto: que la opinión verdadera, guiando cada acción, produce un resultado no
menos bueno que el conocimiento?
MEN. –– También en esto me parece
que dices verdad.
c
SÓC. –– Por lo tanto, la recta opinión no es peor que el conocimiento,
ni será menos útil para el obrar, ni tampoco el hombre que tiene opinión
verdadera que el que tiene conocimiento.
MEN. –– Así es.
SÓC. ––¿Y habíamos también convenido que el hombre
bueno es útil [88]?
MEN. –– Sí.
d
SÓC. –– Por consiguiente, no sólo por medio del conocimiento puede
haber hombres buenos y útiles a los Estados, siempre que lo sean, sino también
por medio de la recta opinión, pero ninguno de ellos se da en el hombre
naturalmente, ni el conocimiento ni la opinión verdadera, ¿o te parece que
alguna de estas dos cosas puede darse por naturaleza?
MEN. –– A mí, no.
SÓC. ––Si no se dan, pues, por naturaleza, ¿tampoco
los buenos podrán ser tales por naturaleza?
MEN. –– No, por cierto.
SÓC. –– Y puesto que no se dan naturalmente, investigamos
después [89] si la
verdad es enseñable.
MEN. –– Sí.
SÓC. ––¿Y no nos parecía enseñable, si la virtud era
discernimiento?
MEN. –– Sí.
SÓC. –– ¿Y que, si era enseñable, sería discernimiento
[90]?
e
MEN. –– Por supuesto.
SÓC. –– ¿Y que, si había maestros, sería enseñable,
pero, si no los había, no sería enseñable [91]?
MEN. –– Así.
SÓC. ––¿Pero no habíamos convenido en que no hay
maestros de ella [92]?
MEN. –– Eso es.
SÓC. –– Por lo tanto, ¿habíamos convenido en que no
es enseñable ni es discernimiento [93]?
MEN. –– Por supuesto.
SÓC. –– ¿Pero habíamos convenido en que era una cosa
buena [94]?
MEN. –– Sí.
SÓC. ––¿Y que es útil y bueno lo que guía correctamente
[95]?
MEN. –– Por supuesto.
99a
SÓC. –– Y que hay sólo dos cosas que pueden guiarnos bien: la opinión
verdadera y el conocimiento [96],
y que el hombre que las posee se conduce correctamente. Pero, las cosas que por
azar se producen correctamente, no dependen de la dirección humana, mientras
que aquellas cosas con las cuales el hombre se dirige hacia lo recto son dos:
la opinión verdadera y el conocimiento.
MEN. –– Me parece que es así.
SÓC. –– Entonces, puesto que no es enseñable, ¿no podemos
decir ya más que la virtud se tiene por el conocimiento?
MEN. –– No parece.
b
SÓC. –– De las dos cosas, pues, que son buenas y útiles, una ha sido
excluida y el conocimiento no podrá ser guía del obrar político.
MEN. –– Me parece que no.
SÓC. –– Luego no es por ningún saber, ni siendo
sabios, como gobernaban los Estados hombres tales como Temístocles y los otros
que hace un momento decía Ánito; y, por eso precisamente, no estaban en condiciones
de hacer a los demás como ellos, pues no eran tal como eran por obra del
conocimiento.
MEN. –– Parece Sócrates, que es como
tú dices.
c
SÓC. –– Entonces, si no es por el conocimiento, no queda sino la buena
opinión. Sirviéndose de ella los hombres políticos gobiernan los Estados y no
difieren en nada, con respecto al conocimiento, de los vates y los adivinos.
Pues, en efecto, también ellos dicen, por inspiración, muchas verdades, pero no
saben nada de lo que dicen.
MEN. –– Puede ser que así sea.
SÓC. –– ¿Será conveniente, entonces, Menón, llamar
divinos a estos hombres que, sin tener entendimiento, llevan a buen término
muchas y may grandes obras en lo que
hacen y dicen?
MEN. –– Ciertamente.
d
SÓC. –– Correctamente llamaríamos divinos a los que acabamos de
mencionar, vates, adivinos y poetas todos, y también a los políticos, no menos
que de ésos podríamos decir que son divinos e inspirados, puesto que es gracias
al hálito del dios y poseídos por él, cómo con sus palabras llevan a buen fin
muchos y grandes designios, sin saber nada de lo que dicen.
MEN. –– Por cierto.
e
SÓC: –– Y también las mujeres, Menón, llaman divinos a los hombres de
bien. Y los laconios, cuando alaban a un hombre de bien, dicen: «Hombre divino
es éste».
MEN. –– Y parece, Sócrates, que se
expresan correctamente. Pero quizás este Anito podría enojarse con tus
palabras [97].
b 100a
SÓC. –– No me importa. Con él, Menón, discutiremos en otra ocasión. En
cuanto a lo que ahora nos concierne, si en todo nuestro razonamiento hemos
indagado y hablado bien, la virtud no se daría ni por naturaleza ni sería
enseñable, sino que resultaría de un don divino, sin que aquellos que la
reciban lo sepan, a menos que, entre los hombres políticos, haya uno capaz de
hacer políticos también a los demás [98].
Y si lo hubiese, de él casi se podría decir que es, entre los vivos, como
Homero afirmó que era Tiresias entre los muertos, al decir de él que era el
«único capaz de percibir» en el Hades, mientras «los
demás eran únicamente sombras errantes» [99].
Y éste, aquí arriba, sería precisamente, con respecto a la virtud, como una
realidad entre las sombras.
MEN. –– Me parece, Sócrates, que
hablas muy bien.
c
SÓC. –– De este razonamiento, pues, Menón, parece que la virtud se da
por un don divino a quien le llega. Pero lo cierto acerca de ello lo sabremos
cuando, antes de buscar de qué modo la virtud se da a los hombres, intentemos
primero buscar qué es la virtud en sí y por sí. Ahora es tiempo para mí de
irme, y trata tú de convencer a tu huésped Anito acerca de las cosas de que te
has tú mismo persuadido, para que se calme; porque si logras persuadirlo,
habrás hecho también un servicio a los atenienses.
[1] No se trata de Aristipo de Cirene, discípulo de Sócrates, sino seguramente de aquel que menciona JENOFONTE en su Anábasis (I 1, 10
[2] Una de las familias gobernantes de la ciudad de
Larisa, en Tesalia. Larisa era la principal de las ciudades tesálicas, y
estaba ubicada junto al río Peneo, dominando una vasta y fértil llanura.
[3] Cf., sobre este modo de proceder de Gorgias, lo que
PLATÓN pone en boca de Calicles en Gorgias 447c.
[4] La escena es en Atenas.
[5] La distinción se establece
entre conocer qué es (ti estín) es
decir, la naturaleza o esencia de algo, y conocer cómo es (poiòn estín), o sea la cualidad o cualidades
(propiedades o atributos) de algo. Esta importantísima distinción platónica
constituye uno de los antecedentes más inmediatos de la que hará después
Aristóteles entre sustancia y accidente.
[6] Gorgias estuvo por primera vez en Atenas muy
posiblemente en el 427 a. C. (DIODORO, XII 53), pero no sabemos con
certeza cuántas veces lo hizo después.
[7] Cf. Protágoras 318e-319a.
[8] Cf República 334b.
[9] La palabra griega es ousía y expresa aquí el mismo
concepto que el que responde al qué es (cf. n. 5). No supone todavía
el término, en estos diálogos de transición, el significado más fuerte de
esencia trascendente, sino sólo remite a aquello común, idéntico o permanente
que poseen, en este caso, todas las abejas, no obstante diferir en tamaño, belleza,
etc. Cf. Protágoras 349b.
[10] La palabra griega es eîdos y vale de ella lo
que se acaba de decir sobre ousía
(cf. n. 9).
[11] Platón utiliza aquí stróngylon (redondo) como
equivalente de redondez (strongylótes).
Cf. 73e y 746. He colocado comillas simples en éste como en
el caso de recto a la palabra cuando
tiene el significado abstracto.
[12] Menón emplea aquí chróa para color; Sócrates
había usado siempre hasta ahora chroma.
No parece haber cambio de significado.
[13] Más dialécticamente dice
el texto, pero no tiene aquí todavía el significado técnico que adquirirá
posteriormente en Platón: En cambio, P. NATORP (Platos ldeenlehre, Leipzig, 1903, pág. 38) y H. GAUSS (Hand-kommentar zu den Dialogen
Platos, vol. II, 1, Berna, 1956, pág. 115) piensan que éste sería el primer lugar en que el término
está usado técnicamente.
[14] Véase en este volumen, n. 36 al diálogo Eutidemo.
[15] Esta definición es, probablemente, de origen
pitagórico (cf. ARISTÓTELES, Metafísica l090b5).
[16] PLUTARCO (Quaest. nat. 19, 916d) transmite las siguientes palabras de Empédocles:
«Has de saber que hay emanaciones de todas las cosas que se generan» (fr. 89 DIELS-KRANZ =
419 y 558 B. C. G.). Este pasaje del Menón es recogido, además, como testimonio
para Empédocles por DIELS-KRANZ (véase 31A92
=
420 B. C. G.).
[17] Fr. 121
(TURYN) = 94 (BOWRA) = 105 (SNELL).
[18] Tragiké dice el texto.
Acerca de la manera de traducir el término, véase R. S. BLUCK,.On tragiké, Plato, Meno 76e» Mnemosyne 14
(1961), 289-295.
[19] Cf. 76a6.
[20] Se trata, a primera vista, de una alusión a los
famosos ritos de iniciación en los misterios eleusinos que se celebraban en
Atenas en lo que seria para nosotros el mes de febrero (véase P. BOYANCÉ, «Sur
les mystéres d’Éleusis», Revue des Études Grecques 75 [1962], especialmente
págs. 460-474). Pero ya, entre otros, K. HILDEBRAND (Platon = Platone [trad. ¡tal. COLLI], Turín, 1947,
pág. 195), E. GRIMAL («A propós d’un passage du Ménon: une
définition’tragique de la couleur», Revue des Etudes Grecques 55 [1942], 12) y K.
GAISER(«Platons Menon und die Akademie», Archiv f. Geschichte der Philosophie 46 [1964],
255-6) observaron que se trata, seguramente, de una alusión más precisa a la
«consagración» a la filosofía y a las enseñanzas de la Academia. Y para el
papel de la «iniciación» en el filosofar, véanse en PLATÓN, Gorgias 497c, Banquete 209e, Teeteto 155e y Eutidenio 277d-e.
[21] Es la única vez que aparece en PLATÓN la expresión katà hólou (con genitivo) que, escrita en una sola palabra (kathólou) será el término técnico que empleará Aristóteles para designar al universal lógico.
[22] E. S. THOMPSON(The
Meno of Plato, Cambridge, 1901, pág. 100) supone que este verso desconocido puede pertenecer a un poema de Simónides
de Ceos, que vivió en Tesalia, y del que se ocupa Platón en Protágoras.
[23] «Querer y «desear» son utilizados por Platón, aquí, como sinónimos.
[24] Con ocasión de la invasión de Jerjes a Grecia, los
Alévadas (cf. n. 2), junto a otros tesalios, adoptaron una actitud pro-persa
(HERÓDOTO, VII 172-174) y, seguramente, algún antecesor de Menón estrechó vínculos
con la corte del Gran Rey de los persas.
[25] La palabra griega es aporta («no-logro», «carencia»
y también «pobreza») que juega aquí con el verbo porzesthai (procurarse).
[26] Cf. 75d.
[27] En griego se juega entre eúporon
(no teniendo problemas) y aporeîn (problematizar).
[28] W. K. C. GUTHRIE (Plato. Protagoras and Meno, Harmondsworth, 1956, pág. 129) señala que hay
seguramente aquí una pausa y un cambio de tono, que se hace más solemne en lo
que sigue. El mismo autor sostiene que el pasaje refleja concepciones órficas.
(Cf. Orpheus and Greek Religion = Orfeo y la religión
griega [trad. J. VALMARD], Buenos Aires, 1970, pág. 167.)
[29] La cita se atribuye a PÍNDARO, fr. 137 (TURYN) = 127 (BOWRA) = 133 (SNELL).
[30] Al cuadrado inicial (ABCD), Sócrates agrega las líneas.
EF y GH.
[31] Sócrates seguramente señala, primero, el cuadrado
mayor (ABCD) y, después, alguno de los menores (p. ej.: AHOE, HBFO, EOGD,
etc.).
[32] Los griegos no disponían de un término para
referirse a pies cuadrados.
[33] Sócrates compara uno de los lados del cuadrado mayor
(p. ej.: BC) con otro de la figura menor
(p. ej.: el AE de la figura ABFE).
[34] Es decir, dos pies
cuadrados.
[35] Obviamente, la respuesta es equivocada.
«ésta» (AJ); «aquélla» (AB); «otra» (BJ).
[37] La línea AJ
[39] Sócrates agrega al dibujo anterior las líneas CM y CN con lo que
resulta la siguiente figura:
[40] De AJ
[41] ABCD es la cuarta parte de AJKL, y AB la mitad de AJ.
[42] «Ésta» (ABCD), «ésa» (AJKL).
[43] «Ésta» (AB), =ésa» (AJ).
[44] La mitad de BJ.
[46] El cuadrado ABCD. Guthrie y Bluck piensan que es probable
que, en este momento, Sócrates borre las figuras anteriores o dibuje al lado de
ellas una nueva.
[47] DCNL.
[48] CMKN
[49] El formado por los lados BC y CM.
[50] «Este» (AJKL); «aquél» (ABCD).
[51]
Es la
línea DB-BM-MN-ND
[52] La superficie DBMN.
[53] En DBMN.
[54] En ABCD.
[55] DBMN.
[56] Cualquiera de las diagonales, pero, por lo que sigue, es, probablemente, DB.
[57] Con el significado de «expertos», «técnicos» o
«especialistas, sin connotaciones peyorativas. (Véase n. 8 de Protágoras.)
[58] Adviértase el empleo de
las dos expresiones referidas al tiempo: tón
aeì chrónon (el tiempo que dura siempre)
y tón pànta chrónon (el transcurso del tiempo todo).
[59] «Hipótesis» significa para Platón un enunciado que sirve como punto de
partida o condición para poder aceptar o rechazar otro. No tiene, pues, el
significado moderno de «conjetura», ni es tampoco un enunciado que, en cuanto
tal, deba ser sometido a prueba. Es algo, en Platón, que se supone en el examen
de una cuestión cuyo estudio no puede hacerse, si no es de ese modo.
[60] El pasaje es difícil y la traducción aproximada.
Para saber, en particular, si Platón tenía en su mente algún teorema
determinado se han dado numerosas interpretaciones. Puede verse la n. 56 que se
inicia en la pág. 36 de la edición de A. Ruiz de Elvira (Platón. Menón, Madrid,
1958) y consultarse el apéndice que incorpora R. S. BLUCK en su edición del diálogo (Plato’s Meno, Cambridge, 1961, págs.
441-61). A pesar de que W. K. C.
GUTHRIE afirma que «no es necesario comprender el ejemplo para captar el
método hipotético que Sócrates expone. (op.
cit.
en n. 28, pág. 140) ––cosa que, en parte, es cierta–– y de los sutiles intentos
de exponer el teorema ––cosa que, en parte, es también interesante––, creo que
no deben olvidarse, por su consistencia y sencillez, dos de las observaciones
que apunta L. Robin en su traducción
del Menón, a propósito de este pasaje. Una se refiere a la índole de la figura
aludida: «entre las trazadas anteriormente, Sócrates alude sin duda a aquella en que, en el
cuadrado de dieciséis pies, está inscrito el de ocho; de los triángulos
rectángulos que la figura presenta, los que son interiores al primer cuadrado y
exteriores al segundo son los que merecen especial atención; tomando la hipotenusa
de uno de ellos como diámetro de un círculo que él dibuja, Sócrates muestra
que el triángulo considerado cubre el semicírculo, mientras que la otra mitad
queda vacía; si puede cubrirse con un triángulo semejante al primero y construido
sobre la misma línea dada, entonces se desprende...; si no puede cubrirse, se
seguiría que ...• La otra, al significado del ejemplo: «Estamos en presencia no
del enunciado de un problema, sino de un simple esquema de método; si tantas
discrepancias se han producido es que se ha querido leer entre las líneas. Para
Sócrates se trataba tan sólo de dar una idea del método que empleará para
trata] la cuestión de los caracteres de la virtud en las condiciones anormales
que le habían sido impuestas por Menón. Lo esencial es lo siguiente: p ej., si
la virtud se enseña y se transmite, hay, por una parte, maestro: y discípulos,
y por otra parte, lo mismo, discípulos y maestros; si la vir tud es sólo una
opinión recta, hallada por una buena fortuna, de un lado están los padres,
personas de bien, pero, con los hijos, el otro lado queda vacío.. (L. ROBIN, Platon, Oeuvres complètes, vol. 1, París, 1950, págs 1292-3.)
[61] He mantenido siempre como
traducción de phrónesis la palabra discernimiento.
[62] Lo que no es discernimiento.
[63] El razonamiento, obviamente, es así: lo útil es discernimiento;
la virtud es útil; por tanto, la virtud es discernimiento.
[64] En Atenas, como en otras
ciudades, los tesoros públicos se guardaban en los templos de la acrópolis.
[65] Aparte de un escolio al Eutifrón,
que lo menciona como derivando su fortuna del trabajo o comercio con los
cueros, éstas son las únicas referencias que se tienen del padre de Anito.
Pero hay que tomar con cuidado estos datos, porque, como señala bien A.
CROISET, «Platón se entretiene en el elogio de Antemión sin duda para subrayar
un contraste entre padre e hijo y hacer de éste, por un efecto de ironía, como
un ejemplo en apoyo de la tesis que Sócrates ha de sostener. (Platon, Oeuvres complètes, vol. III, 2.4 parte, París,
Les Belles Lettres, 1923, pág. 265,
n.).
[66] Se trata, seguramente, de la persona de que habla
JENOFONTE (Helénicas III 5, 2)
y que fue dirigente del partido antiespartano en Tebas. Platón lo
menciona también en República 336a.
[67] Probablemente, no se
refiere al tirano de Samos ––que vivió en el
siglo VI––, sino a un retórico ateniense, contemporáneo de Sócrates, partidario
de la democracia, autor de un Elogio de Trasibulo y una Acusación
de Sócrates y que podría haber ayudado económicamente a la causa de
Ismenias (cf. n. 66).
[68] Para el término «sofista», cf. la n. 8 de la pág.
509 del vol. 1 de estos
Diálogos. Una presentación actualizada de la vieja sofística griega es la de W.
K. C. GUTHRIE, A History of Greek Philosophy, vol.
III,
Cambridge, 1969, págs. 27-54. Quien
busque un enfoque diferente del platónico, hará bien en recurrir al aún hoy
válido cap. 57 de la obra de G. GROTE, History of Greece, 8 vols., Londres, 1846-55 (hay numerosas reediciones).
[69] Se estima que Protágoras vivió entre 491/490 y
421/420 a. C. (Ct. GUTHRIE, A History..., pág. 262.)
[70] Cf. Protágoras 316d-e.
[71] Probablemente, Hipias, Pródico y Gorgias. (CC.
Apologia 19e.)
[72] Para el alcance de la
expresión griega, véase n. 52 de Protágoras.
Por otra parte, en lo que sigue deberán tomarse como sinónimas las expresiones
«hombre bueno» y «hombre de bien»..
[73] Cf. Gorgias 526b.
[74] Es, además, personaje del Laques.
[75] Cf. Protágoras 315a.
[76] Se refiere al hijo de
Melesiás, nacido hacia el 505 a. C., miembro del grupo antidemocrático y
vigoroso rival de Pericles. Es, probablemente, el abuelo materno del historiador
del mismo nombre (nacido hacia 455).
[77] Ánito no ha comprendido lo que ha dicho Sócrates.
Los datos que éste ha traído a colación sobre Temístocles, Arístides, Pericles
y Tucídides no los ha sabido tomar como tales, sino como calumnias o maledicencias.
El propósito de Platón es el de reflejar el tipo de mentalidad de estas figuras
influyentes del momento.
[78] La expresión griega lo mismo puede significar
«ofender», «infamar», «denigrar» (así la entiende Anito), que «hablar
incorrectamente de. (así la entiende Sócrates). Cf. n. 55 del Eutidenro.
[79] Versos 33-36 (DIEHL).
[80] Verso 435 (DIEHL).
[81] Verso 434 (DIEHL).
[82] Versos 436-8 (DIEHL).
[83] Véanse n. 36 al Eutidemo y n. 58 al Protágoras
[84] Se decía que las estatuas
de Dédalo, con los ojos abiertos, los brazos extendidos y las piernas
separadas, en actitud de caminar, producían la impresión vital del movimiento y
de la visión. (Cf. DIODORO, IV 76, y el escoliasta de este
pasaje del Menón.) A ellas
también se refiere PLATÓN en Eutifrón
(11b-c y 15b), en Ión (533ª-b) y en Hipias Mayor (282a).
[85] aitías logisnloí, es decir, más técnicamente,
«secuencia causal», « razonamiento fundado en la causalidad» o «consideración del fundamento» (RUIZ DE ELVIRA, Platón.
Menón)
[86] Cf. 85c9-d1.
[87] Con el significado de «hipótesis» (cf. n. 59) y no
con el significado más técnico que tiene el término en República (especialmente,
en 51 le y 534a).
[88] Cf. 87e1.
[89] Cf. 89b y ss.
[90] Cf. 87c2-3.
[91] Cf. 89d-e
[92] Cf. 96b7-9.
[93] Cf. 96c 10d1
[94] Cf. 87d2-4.
[95] Cf. 88b-e.
[96] Cf. 96e-97c.
[97] La adjudicación de estas líneas ––y de las iniciales
siguientes ha sido discutida por los estudiosos. La distribución de la versión
latina de Aristipo (siglo x11 d. C.) es la siguiente: SÓC. –– Pero quizás...
palabras. MEN. –– No me importa. SÓC. –– Con él, Menón... etc. (Plato
Latinus, vol.
1: «Meno» interprete
Henrico Aristippo, ed. KORDEUTER,
Londres,
1940, pág. 44). FRIEDI.AEND.ER(Plato, vol. II, trad. inglesa, págs. 273
y 358), sobre la base de una corrección en el códice parisino 1811, sugiere que
«No me importa» podría adjudicarse a Ánito, que volvió a acercarse a los interlocutores.
Esta posición la había sostenido también, en un principio, P. MAAS (Hermes 60
[1925],492), pero luego aceptó el texto que ofrece Aristipo.
[98] Éste es, para Platón, precisamente el caso de
Sócrates. Véanse las observaciones a este pasaje de W. JAEGER, Paideia, trad.
cast., México, 1957, pág. 562.
[99] Odisea X 495.