Platón

LAQUES

 

INTRODUCCIÓN

 

El Laques presenta las características de los diá­logos de la primera época de Platón: extensión breve, estructura dramática sencilla, final aporético, y discu­sión sobre un tema ético1. Aquí se trata de intentar definir una virtud tradicional como la andreta, es decir, el valor. Como es habitual en estas inquisiciones so­cráticas, la cuestión se plantea enlazada con otras no menos importantes, como la cuestión de la educación de los hijos, y la afirmación de que tal virtud está en relación de parte a todo con la areté en general. Tam­bién resulta claro que la única conclusión válida de este coloquio es el rechazo de las opiniones admitidas sin previo análisis y el reconocimiento de la ignorancia de los interlocutores en cuanto a lo que es, en defini­tiva, la virtud sometida a examen, por lo que Sócrates les incita a comprometerse en tal búsqueda.

1. Uno de los últimos estudiosos del diálogo, R. DIETERLE (en su disertación Platons «Laches» und «Charmides»: Untersuchun­gen zur elenktisch-aporetischen Struktur der platonischen Frühdialoge, Friburgo, 1966), lo considera como «tal vez la más antigua de las obras de Platón». Para otras consideraciones crí­ticas actuales, remito a la clara exposición de W. K. C. Gvrmm, en A History ot Greek Philosophy, vol. IV: Plato. The Man and his Dialogues. Earlier Period, Cambridge, 1975, págs. 124134.

 

Por su temática. concreta, se diría que el diálogo está próximo al Protágoras, que reiterará con más deteni­miento alguno de los motivos centrales 2. Por su sencillo planteamiento y la ausencia de términos filosóficos es­pecializados, puede suponerse que es anterior al Euti­frón, al Lisis y al Cármides 3.

El diálogo tiene una notable vivacidad, y en el colo­quio Platón sabe dibujar los rasgos característicos de la personalidad de cada uno de los personajes con finos trazos. Saca un buen partido del contraste entre los dos generales presentados como supuestos expertos en la materia: el impetuoso Laques y el educado Ni­cias. La rivalidad de ambos en el terreno intelectual en que se plantea la discusión confiere a ésta un toque humorístico. Lisímaco, un ateniense honorable, pre­ocupado por la, educación de sus hijos, y Sócrates, diestro en preguntar e irónicamente incisivo, contri­buyen a ofrecer un curioso cuadro de caracteres vivos.

2 Por ejemplo, el tema de la educación de los hijos, de si es posible cuidar de que no desmerezcan de sus padres, con ejemplos de algunos casos concretos; la advertencia, por parte de Sócrates, de que la educación supone un riesgo para el alma de los muchachos; las definiciones del «valor» y del «miedo», coincidentes en ambos diálogos (cf. Prot. 360d, 3584), y el des­tacar, en oposición a la audacia irreflexiva, el valor consciente y experto (cf. Prot. 350b). Platón volverá más tarde, con una teoría más desarrollada, sobre este tema de la andreía, el «valor», como areté. (En Rep. 430b y en Leyes 963c-e.) El Laques plantea por primera vez el problema de la unidad de las vir­tudes y su relación con una ciencia, con un saber, una epistgmé, que volverá a plantearse repetidamente en otras obras (p. ej., en el Protdgoras y en el libro IV de la República).

3. Destaquemos que no aparecen en este diálogo términos como eîdos, idéa o ousía, que poco a poco irán cobrando, en los textos platónicos posteriores, un sentido técnico. En 192b, Sócrates echa mano del vocablo dynamis para aludir a la «ca­pacidad» o «poder» general del valor.

 

El encuentro tiene lugar en algún gimnasio público de Atenas, donde los interlocutores acaban de asistir a la representación de una hoplomachía, un simulacro de combate con todas las armas del hoplita, a cargo de un famoso experto en ese tipo de lucha. Los per­sonajes del diálogo son: Lisímaco, hijo del famoso Arístides .gel Justo», preocupado porque sus hijos logren destacar, gracias a una buena educación, en el servicio de la ciudad. Junto a él, asiste a la charla, como per­sonaje mudo, Melesias, hijo de Tucídides, un impor­tante jefe del partido aristocrático rival de Pericles (sin relación con el historiador del mismo nombre). Tanto Lisímaco como Melesias son ciudadanos honora­bles, hijos de personajes ilustres en la política., que no han realizado nada digno de su noble ascendencia. El hecho de que piensen que una buena educación puede permitir a sus hijos superar esta medianía y recobrar el renombre de sus abuelos es un signo de los tiempos en que los sofistas acudían a la democrática Atenas, ofreciéndose como maestros de virtud para la juventud distinguida. Por otra parte, el hecho de que duden si la hoplomachía será conveniente para la educación de los jóvenes muestra lo despistados que ambos padres están respecto al futuro de la educación. Tal vez el considerar importante la educación en artes marciales sea un signo del carácter conservador de estos honorables ciuda­danos.

Invitados por ellos a la representación y al colo­quio, están allí Laques y Nicias. Uno y otro fueron es­trategos de renombre. Laques, que murió en la batalla de Mantinea en 418 a. C., elogia aquí a Sócrates que combatió a su lado en la retirada de Delion en 424. (Estas fechas permiten situar el momento del diálogo hacia el 420 a. C.) Sus palabras le retratan como un carácter vehemente, noble y elemental.

Nicias es uno de los grandes personajes de la es­cena política ateniense desde la desaparición de Peri­cles, al comienzo de la Guerra del Peloponeso. Su nota­ble carrera política, sus virtudes como ciudadano y como general son bien conocidas, así como su invo­luntaria participación en la expedición ateniense contra Sicilia, su indecisión en el momento decisivo y su trá­gico final, tan admirablemente descrito éste por Tucí­dides. Cuando Sócrates dice (en 198d-199a) que el gene­ral debe dar órdenes a los adivinos, y no recibirlas de éstos, está criticando, hirientemente, la conducta de Nicias en aquella ocasión. (Claro que Platón escribe esto unos veinte años después de la terrible catástrofe siciliana.) En contraste con Laques, Nicias' aparece como un hombre de una cultura cuidada: ha encargado a Damón, un discípulo de Pródico, de la educación mu­sical de su hijo; él mismo gusta de conversar y apren­der de este sofista, y está al tanto del modo de dialogar de Sócrates, a quien trata con una cierta familiaridad. De modo significativo, y aludiendo a palabras de Só­crates, es él quien insiste en que el valor es un cierto saber, una epistémé de lo temible y lo reconfortante. Esta vertiente intelectual de la definición de Nicias despierta la suspicaz oposición de Laques, quien antes había postulado que el valor era una virtud del tempe­ramento, un tanto al margen de lo racional, cosa que ya había sido refutada por Sócrates. También será re­chazada, tras la discusión, la definición dada por Nicias, como inespecífica, puesto que parece convenir a la virtud en general, y no sólo al valor.

Queda así en evidencia que ninguno de los dos fa­mosos estrategos puede dar razón de esa virtud por la que parece que destacan entre los atenienses. Y Sócra­tes se despide de Lisunaco, prometiéndole una próxima visita para proseguir la charla sobre el tema de la educa­ción de los jóvenes 4.

4 El Laques pertenece a los diálogos de tipo «mayéutico» -de acuerdo con el símil de Sócrates, en Teeteto 149a y sigs., de que la «mayéutica» espiritual del diálogo ayuda a que las almas de los interlocutores «den a luz» sus propias ideas.

 

 

 

 

 

 

LAQUES

 

LISÍMACO, MELESIAS, NICIAS, LAQUES, HIJOS DE LISÍMACO Y MELESIAS, SÓCRATES

 

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LISÍMACO. - Ya habéis visto, Nicias y Laques, pelear a ese hombre equipado con sus armas 1. En cuanto al motivo de haberos invitado este Melesias y yo a asistir al espectáculo a nuestro lado, no os lo dijimos antes, pero ahora os lo vamos a decir. Es porque pensamos que con vosotros debemos hablar con toda franqueza. Pues hay quienes se burlan de semejantes ejercicios, y si uno les pide su opinión, no dirían lo que piensan, sino que, por miramientos hacia quien les consulta, dicen otras cosas en contra de su propia opinión. Nos­otros, que os consideramos capaces de adoptar un jui­cio y, una vez adoptado, decir sencillamente lo que opináis, por eso os hemos traído para decidir en común sobre el tema que vamos a consultaros. Y esto acerca de lo que os hago tan largo proemio es lo siguiente.

Éstos de aquí son nuestros hijos. Éste es el de Me­lesias, que lleva el nombre de su abuelo paterno: Tucí­dides. Y éste es el mío. También él tiene el nombre de su abuelo, de mi padre, pues le llamamos Arístides. 1. Se trata de una exhibición de hoplomachía, una especie de esgrima o combate con el armamento completo del hoplita, es decir, del soldado de infantería «pesada'. Incluso algunos sofistas enseñaban este arte marcial, según se cuenta en el Eutidemo 271d.

 

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Nosotros hemos decidido cuidarnos de ellos al má­ximo, y no hacer como la mayoría que, una vez que sus hijos llegan a muchachos, los sueltan a lo que quieran hacer, sino comenzar precisamente ya ahora a ocupar­nos de ellos en todo cuanto podamos. Como sabemos que también vosotros tenéis hijos, pensamos que os habréis preocupado por ellos, más que nadie, de cómo lleguen a ser los mejores gracias a vuestros cuidados. Y, en caso de que no hubierais aplicado a menudo vues­tra atención a tal asunto, vamos a recordaros que no debe descuidarse y os exhortamos a dedicar, en común con nosotros, cierta atención a vuestros hijos.

Y por qué hemos decidido esto, Nicias y Laques, debéis escucharlo, aunque me extienda un poco más.

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El caso es que acostumbramos este Melesias y yo a comer juntos, y los chicos comen a nuestro lado. Como ya os dije al comenzar mi charla, seremos del todo francos con vosotros. Cada uno de nosotros tiene, desde luego, muchas y hermosas acciones de su propio padre para referírselas a los muchachos, de cuántas cosas llevaron a cabo en la guerra y cuántas en la paz, administrando los asuntos de los aliados2 y los de nuestra ciudad. Pero de nuestras propias acciones nin­guno de los dos puede hablar. De eso nos sentimos avergonzados ante éstos, y culpamos a nuestros padres de habernos dejado holgar a nuestro gusto cuando éramos muchachos, mientras ellos se ocupaban de los asuntos de los demás.

Y a estos muchachos les ponemos eso mismo como ejemplo, diciéndoles que, si se despreocupan de sí mis­mos y no nos hacen caso, serán unas personas insigni­ficantes; pero que, si se aplican, pronto podrán hacerse dignos de los nombres que llevan.

2. Arístides, el padre de Lisímaco, fue el primer administra­dor del tesoro de la Primera Liga Marítima, que fue depositado en la isla sagrada de Delos.

 

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Afirman ellos que nos van a obedecer. Así que nos­otros inquirimos qué es lo que han de aprender o prac­ticar a fin de hacerse muy excelentes. Entonces alguien nos recomendó esta enseñanza, diciendo que era her­moso para un joven aprender a combatir con arma­mento. Y nos elogiaba a ése que habéis visto hacer la demostración, y nos; estuvo animando a presenciarla. Así que nos pareció que debíamos venir a ver la función y que nos acompañarais tanto a nivel de coespectadores como para ser nuestros consejeros y compañeros, si queréis, en el cuidado de la educación de nuestros hijos.

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Esto es lo que queríamos comunicaros. Ahora ya es cosa vuestra aconsejarnos, tanto acerca de esta en­señanza, si os parece, o no, que debe aprenderse, como acerca de las demás, si podéis recomendar alguna en­señanza o ejercicio para un hombre joven y decirnos, además, qué es lo que vais a hacer en cuanto a vuestra colaboración con nosotros.

NICIAS. - Por mi parte, Lisímaco y Melesias, elogio vuestro plan y estoy dispuesto a participar en él, y creo que también lo esté Laques.

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LAQUES. -Pues lo crees acertadamente, Nicias., Por­que lo que decía hace un momento Lisímaco sobre su padre y el de Melesias me parece que está muy bien dicho, tanto de aquéllos como de nosotros y de todos cuantos se ocupan de los asuntos de la ciudad, que les suele ocurrir más o menos eso que él decía: que se des­entienden de sus hijos y de sus asuntos privados y actúan descuidadamente. Así que en eso dices bien, Lisímaco. Pero que nos convoques a nosotros como con­sejeros para la educación de los muchachos, y no llames a éste de aquí, a Sócrates, me sorprende, en primer lugar, porque es de tu demo 3 y, luego, porque allí pasa siempre sus ratos de charlas sobre dónde hay algo de eso que tú buscas para los jóvenes: una hermosa en­señanza o ejercicio.

3 Del demo (barrio, distrito ciudadano) de Alópece (cf. Gorgias 495d), como Arístides (cf. PLUT., Arist. 1) y Tucídides, el padre de Melesias (cf. PLUT., Pericles 11).

 

LIS. - ¿Cómo dices, Laques? ¿Es que este Sócrates se ha preocupado por alguno de estos temas?

LAQ. - Desde luego que sí, Lisímaco.

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NIC. - Eso te lo podría decir también yo no menos que Laques. Precisamente a mí me presentó hace poco, como maestro de música para mi hijo, a Damón, discípulo de Agatocles4, un hombre no sólo muy bien do­tado para la música, sino valioso, además, en todos los demás temas en los que quieras que converse con mu­chachos de esa edad.

4 Damón, músico y filósofo, fue, junto a Anaxágoras, maes­tro también de Pericles. (Cf. PLAT., Alcibíades 118c; PLUT., Peri­cles 4.)

 

LIS. -Los hombres de mi generación, por lo visto, Sócrates, Nicias y Laques, ya no conocemos a los más jóvenes, puesto que pasamos la mayor parte del tiempo recluidos en nuestra casa a causa de la edad. No obs­tante, si también tú, hijo de Sofronisco, puedes dar un buen consejo a éste tu camarada de demo, debes acon­sejarme.

Y estás en tu derecho. Pues sucede que eres amigo e nuestro por parte de tu padre; siempre tu padre y yo fuimos compañeros y amigos, y murió él sin que antes nos hubiera distanciado ninguna rencilla.

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Pero, además, me ronda un cierto recuerdo de lo que éstos decían hace poco. Que estos chicos, dialogando entre sí en casa, a menudo hacen mención de Sócrates y lo elogian mucho. Sin embargo, jamás les pregunté si se referían al hijo de Sofronisco. Entonces, muchachos, decidme: ¿Es a este Sócrates, a quien os referís una y otra vez?

MUCHACHOS. - Desde luego, padre, él es.

LIS. -Bien está, ¡por Hera!, Sócrates, que manten­gas en pie el prestigio de tu padre, que era el mejor de los hombres, y especialmente que nos resulten fami­liares a nosotros tus cosas y a ti las nuestras.

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LAQ. -Pues bien, Lisímaco, no sueltes ya a este hombre. Que yo en otro lugar lo he visto defender no sólo el prestigio de su padre, sino también el de su pa­tria. Porque en la retirada de Delion5 marchaba a mi lado, y yo te aseguro que, si los demás se hubieran com­portado como él, nuestra ciudad se habría mantenido firme y no hubiera sufrido entonces. semejante fracaso.

5. En Delion, en Beocia, al Norte del Ática, los atenienses fueron derrotados en 424 a. C. A la valerosa conducta de Só­crates en tal ocasión se refiere Alcibíades en un conocido pasaje del Banquete 221a.

 

LIS. - Ah, Sócrates, es, desde luego, un buen elogio, éste que tú ahora recibes de personas dignas de ser creí­das y en cosas tales como las que éstos elogian.

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Ten por cierto, pues, que yo me alegro al oír eso de tu buena reputación, y piensa tú que yo te tengo el mayor aprecio. Hubiera sido conveniente que ya antes nos hubieras visitado con frecuencia y que nos hubieras considerado familiares tuyos, como es justo; pero ahora, a partir de hoy mismo, que nos hemos reencontrado, no dejes de hacerlo. Trátanos e intima con nosotros y con estos jóvenes, a fin de que también vosotros hagáis perdurar nuestra amistad. Conque vas a hacerlo así, y ya te lo recordaremos nosotros.

¿Pero qué decís del tema del que empezamos a tratar? ¿Qué os parece? ¿Esa enseñanza, el aprender a combatir con las armas, es conveniente para los mu­chachos, o no?

SÓCRATES. -Bueno, sobre eso, Lisímaco, también yo d intentaré aconsejar lo que pueda, y luego trataré de hacer todo lo que me pidas. Sin embargo, me parece más justo, al ser yo más joven y más inexperto que éstos, escucharles antes qué dicen y aprender de ellos. Y si sé alguna otra cosa al margen de lo que ellos digan, entonces será el momento de explicárosla e intentar convenceros, a ellos y a ti. ¿Así que, Nicias, por qué no tomáis la palabra uno de los dos?

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NIC. - No hay inconveniente, Sócrates. Me parece que recibir esa enseñanza es provechoso para los jóve­nes en varios sentidos. Pues ya está bien de que pasen su tiempo en otro sitio, en esos que los jóvenes gustan de frecuentar en sus diversiones, siempre que tienen ocio, y no en éste, donde forzosamente fortificarán su cuerpo -pues, como ejercicio, no es inferior ni comporta menor esfuerzo que cualquier otro-; y, al mismo tiempo, éste entretenimiento gimnástico es de lo más apropiado a un hombre libre, tanto como la equitación. Sólo éstos, que se ejercitan con los instrumentos de la guerra, se adiestran para el certamen del que somos atletas y para aquello en lo que se nos plantea la com­petición.

Luego este aprendizaje les será una cosa útil en la batalla misma, cuando sea preciso luchar junto a otros muchos. Pero su provecho será máximo cuando se quie­bren las formaciones y, entonces, tengan que luchar cuerpo a cuerpo, bien para atacar persiguiendo a uno que se retira, o para defenderse en retirada de otro que carga sobre ellos. El que domina ese arte no se dejará vencer, ni enfrentado contra uno, ni siquiera atacado por más, sino que se impone en cualquier trance gracias a él. Además, ese aprendizaje incita el deseo de otro nuevo y hermoso conocimiento: pues cualquiera que ha aprendido el combate de las armas deseará el es­tudio inmediato del combatir en formación, y, después de adquirir éste y ganar reputación en sus manejos, se lanzará al estudio total de la estrategia. Ya queda claro que las prácticas derivadas de esto, las enseñanzas y ejercicios, son algo hermoso y digno de enseñanza y de entretenimiento para un ciudadano, y a ellos pue­de guiarles este aprendizaje.

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A eso sumaremos una ventaja no pequeña: que este saber puede hacer a cualquier hombre mucho más confiado y valeroso, superándose a sí mismo. No des­deñemos decir, aunque pueda parecerle a alguno de menor importancia, que también da una figura más arrogante en las ocasiones en que el hombre debe presentarla, con lo que, gracias a esa apuesta actitud, pare­cerá.a la vez más temible a sus enemigos.

Por consiguiente, Lisímaco, a mí, como digo, me parece que debe enseñarse eso a los jóvenes y ya he dicho mis razones. Pero yo escucharía muy a gusto a Laques, si tiene algo que añadir.

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LAQ. - Es difícil, Nicias, decir de cualquier tipo de enseñanza que no debe aprenderse. Pues todo conoci­miento parece ser bueno. Es el caso de esta enseñanza del manejo de las armas; si es una ciencia, como afir­man los que la enseñan y como Nicias dice, debe apren­derse. Pero si no es una ciencia, y engañan los que lo aseguran, o resulta ser una enseñanza pero, sin embargo, poco seria, ¿por qué entonces habría de aprenderse?

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Digo eso sobre el tema fijándome en lo siguiente: que yo pienso que, si valiera algo, no les habría pasado inadvertido a los lacedemonios, a quienes no les pre­ocupa ninguna otra cosa en la vida sino el buscar y practicar aquello con cuyo conocimiento y ejercicio puedan aventajar a los demás en la guerra. Y si ellos no lo hubieran advertido, al menos no se les habría es­capado a los maestros de tal arte este mismo hecho, que aquéllos son los que más se afanan entre los griegos por esas cosas y que cualquiera que fuera renombrado entre ellos al respecto podría obtener ganancias abun­dantes en otras regiones, al modo como lo hace un autor de tragedias reputado entre nosotros. Desde luego que quien se cree capaz de componer bien una tragedia no anda en gira fuera del Ática para hacer su representación, sino que se viene derecho aquí y, naturalmente, la pone en escena ante nosotros. Pero a los maestros de armas yo los veo que consideran a Lacedemonia como un santuario infranqueable, al que no pisan ni con la punta del pie, sino que la rodean en círculo des­viándose y hacen sus demostraciones en cambio por doquier, incluso con preferencia ante aquellos que re­conocerían que hay muchos que los aventajan en los asuntos de la guerra.

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Además, Lisímaco, yo he contemplado a muchos de éstos en plena acción y sé cómo son. Y nos es posible contarlo a partir de un dato: que, desde luego, ninguno de los que se dedican de oficio a estos manejos de armas ha resultado jamás un hombre famoso en la guerra. Si bien en las demás cosas los renombrados surgen de entre aquellos que, en cada caso, se dedican habitual­mente a ellas, éstos, al parecer, al contrario de los demás, andan muy desafortunados al respecto. Pues incluso ese Estesíleo, que vosotros habéis admirado conmigo al hacer su demostración ante tanta gente, con las palabras grandilocuentes que decía al hablar de sí mismo, yo le he visto mejor en otra parte dando, a pesar suyo, una demostración más auténtica.

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Al abordar su navío, en el que iba como epibátēs6, a una nave de carga, lo vi que combatía con una pica armada de guadaña, arma tan sobresaliente como so­bresaliente era él entre los demás. El resto de las haza­ñas del individuo no vale la pena mencionarlas; sólo me referiré a cómo acabó el inventor de la guadaña adosada al asta de la lanza. Mientras luchaba, ésta se e trabó de algún modo en las drizas de la nave y quedó enganchada. Estesíleo daba tirones queriendo soltarla, pero no podía. Y la nave pasaba a todo lo largo de la otra. Mientras tanto, él corría por la cubierta agarrado a su lanza. Al alejarse la nave, como le arrastraba co­gido a su lanza, dejó que se deslizara el mango por su  mano, hasta empuñar el cuento de la misma. Ya había burlas y befas en la nave de carga ante su situación, pero cuando, al dispararle alguno una piedra junto a sus pies sobre el puente del navío, soltó la lanza, en­tonces ya ni siquiera los tripulantes de nuestra trirreme fueron capaces de contener la risa, viendo la famosa lanza-guadaña bambolearse colgada del otro barco. No sé si esto valdrá para algo, como Nicias dice, pero lo que yo he presenciado son esas cosas.

6 El epibátēs era un hoplita embarcado para combatir desde la proa de una trirreme.

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Así que lo que dije al principio: tanto si se trata de una ciencia de poco provecho, como si no es tal saber, sino que sólo lo dicen y fingen, no vale la pena intentar aprenderlo. Porque me parece que, si uno que es cobar­de se cree poseer tal saber, al hacerse más osado pondrá en mayor evidencia su natural. Y, si es valiente, obser­vado por los demás va a sufrir, en cuanto falle un poco, muchas censuras, ya que la pretensión de una tal ciencia se presta a la envidia, de modo que, al no realizar algo tan 'admirable que supere en valor a los demás, no tendrá modo de escapar a la burla quienquiera que afirme poseer esa ciencia.

Esa es mi opinión, Lisímaco, en cuanto al empeño de que eso sea un saber. Pero, como te decía antes, no hay que soltar ahora a este Sócrates, sino pedirle que nos dé su consejo sobre qué le parece el tema pro­puesto.

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LIS.-Pues te ruego yo, Sócrates. Que, en efecto, d nuestro consejo me parece que necesita ahora de alguien que dé la sentencia. Si estos dos hubieran concordado, un tal arbitraje sería menos necesario. Ahora, en cam­bio -pues, como ves, Laques ha depositado un voto opuesto al de Nicias-, conviene que te escuchemos también a ti, para saber a cuál de los dos votos agre­gas el tuyo.

SÓC. -¿Por qué, Lisímaco? ¿Vas a aceptar lo que apruebe la mayoría de nosotros?

LIS. - ¿Pues qué podría hacer uno, Sócrates?

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SÓC. - ¿Acaso también tú, Melesias, obrarías de igual modo? Y si hubiera una reunión para decidir acerca de la preparación gimnástica de tu hijo, en qué debe ejercitarse, ¿harías caso a la mayoría de nosotros o a aquel que estuviera precisamente formado y adiestra­do por un buen maestro de gimnasia?

MEL. - A aquél, lógicamente, Sócrates.

SÓC. - ¿Le harías más caso a él, que a nosotros cuatro?

MEL. - Probablemente.

SÓC. - Supongo, entonces, que lo que ha de juzgarse bien debe juzgarse según la ciencia, y no según la ma­yoría.

MEL. - ¿Cómo no?

SÓC. -Así pues, también ahora toca examinar esto en primer término: si alguno de nosotros es, o no, un técnico7 en el tema que consideramos. Y si lo es, obedecerle, aunque sea uno solo, y prescindir de los demás. Y si no lo hay, buscar a algún otro. ¿O creéis que os arriesgáis en algo de poca monta tú y Lisímaco, y no sobre esa posesión que es efectivamente la mayor de las vuestras? Se trata de si vuestros hijos se harán personas de bien o lo contrario, y toda la casa del padre se administrará según como resulten sus hijos.

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7. Se utiliza generalmente, la palabra - «técnico» para traducir el término griego technikds («experto», «especialista»), que de­signa al profesional que domina una téchné («arte» «oficio») basada en una epistemē o «saber» científico determinado.

 

MEL. - Dices verdad.

SÓC. -Por tanto, conviene mantener gran previsión en eso.

MEL. -Desde luego.

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SÓC. - ¿Cómo, pues, según yo decía hace un mo­mento, podríamos averiguar, caso de que decidiéramos hacer el examen, quién de nosotros es un buen técnico en atletismo? ¿No sería aquel que lo hubiera aprendido y practicado, y que hubiera tenido buenos maestros de ese arte?

MEL. - Me parece que sí.

SÓC. - Por tanto, ¿de qué asunto, en principio, vamos a buscar a los maestros?

MEL. - ¿Cómo dices?

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SÓC. -Tal vez será más claro de esta manera. Me parece que no hemos reflexionado desde el comienzo qué es lo que examinamos y sobre lo que deliberamos: quién de nosotros es experto, quién ha tenido buenos maestros al respecto, y quién no.

NIC. - ¿Es que no indagamos, Sócrates, acerca del combatir con armas: si es preciso, o no, que los jóvenes lo aprendan?

SÓC. - Desde luego que sí, Nicias. Pero, cuando algu­no indaga acerca de una medicina para los ojos, si debe untársela, o no, ¿crees que entonces la deliberación versa sobre el fármaco, o sobre los ojos?

NIC. -Sobre los ojos.

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SÓC. - ¿Por tanto, también cuando uno examina si debe aplicarle, o no, un freno al caballo, y cuándo; acaso, entonces, delibera sobre el caballo, y no sobre el freno?

NIC. - Verdaderamente.

SÓC. -Entonces, en una palabra, ¿cuando uno exa­mina una cosa en función de algo, la deliberación re­sulta ser sobre aquello que es el motivo final del exa­men, y no sobre lo que se investiga en función de otra cosa?

NIC. - Precisamente.

SÓC. -Por consiguiente, hay que observar también si el consejero es técnico en el cuidado de aquello en función de lo cual planteamos el examen.

NIC. -Desde luego.

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SÓC. - Por tanto ahora, ¿decimos que tratamos de la enseñanza con vistas al alma de los muchachos?

NIC. - Sí.

SÓC. -Entonces hay que buscar a aquel de entre nosotros que sea un técnico en el cuidado del alma, que, asimismo, sea capaz de cuidar bien de ella y que haya tenido buenos maestros de eso.

LAQ. - ¿Por qué, Sócrates? ¿No has visto que algunos han resultado más técnicos en algunos temas sin maes­tros que con ellos?

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SÓC. - Yo sí, Laques. Pero tú no querrías confiar en ellos, aunque aseguraran ser excelentes artistas, a no ser que pudieran enseñarte alguna obra bien ejecutada de su arte, una o más de una.

LAQ. - Tienes razón en eso.

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SÓC. - Entonces, Laques y Nicias, debemos nosotros ahora, ya que Lisímaco y Melesias nos han invitado a deliberar con ellos acerca de sus hijos, en su afán por darles cualquier cosa que mejore sus almas, si decimos que tenemos tal calidad, demostrársela e indicar qué maestros tuvimos y cómo, siendo antes buenos perso­nalmente, cuidaron de las almas de muchos jóvenes y, además, nos transmitieron a las claras sus enseñanzas. O si alguno de nosotros afirma que no tuvo maestro, pero en efecto puede referir sus propias obras, ha de indicar quiénes de los atenienses o de los extranjeros, esclavos o libres, se han hecho gracias a él personas de mérito reconocido. Si no está a nuestro alcance nada de eso, invitémosle a buscar a otros y no nos arriesgue­mos, con hijos de nuestros compañeros, a corromperlos y a recibir los más graves reproches de sus familiares más próximos.

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El caso es que yo, Lisímaco y Melesias, soy el pri­mero en confesar que no he tenido ningún maestro en la materia. A pesar de que siento pasión por el tema desde mi juventud. Pero no puedo pagar sueldos a los sofistas, que son los únicos que se pregonaban capaces de hacerme una persona honorable. Y, además, yo por mi cuenta soy incapaz de descubrir ese arte, por lo menos hasta ahora.

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Pero, si Nicias o Laques lo han descubierto o apren­dido, no me sorprendería. Pues tienen más posibilida­des que yo por su dinero y, por tanto, pueden haberlo aprendido de otros, y también son de más edad, de modo que pueden haberlo encontrado ya. Me parecen en efecto capaces de educara una persona. Nunca se habrían expresado sin temor acerca de los entrena­mientos útiles o nocivos a un joven, si no se creyeran saberlo suficientemente. Por lo demás, yo también con­fío en ellos. Pero lo de que disientan uno de otro me ha sorprendido.

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Así que yo te suplico, a mi vez, Lisímaco, y al modo como hace un momento Laques te exhortaba a no sol­tarme y a preguntarme, también te exhorto a que no dejes a Laques ni a Nicias, sino que les preguntes, diciéndoles que Sócrates asegura no estar al tanto del tema y no ser capaz de juzgar cuál de los dos tiene razón, porque no es ni inventor ni discípulo de nadie en tales materias. Tú, Laques, y Nicias, decidnos, uno y otro, qué entendido en la educación de los jóvenes tuvisteis como maestro y si estáis enterados por haber­lo aprendido de otro o habiéndolo indagado por vos­otros mismos. Si lo habéis aprendido, decidnos quién fue el maestro de cada uno y quiénes sus competidores, para que, si los asuntos de la ciudad os privan a vos­otros de tiempo libre, acudamos a ellos y les persua­damos con regalos o favores, o ambas cosas, a ocuparse de nosotros y de nuestros hijos, para que no avergüen­cen a sus antepasados por su mediocridad. Y en caso de que ambos seáis descubridores de tal conocimiento, dadnos un ejemplo de a qué otros habéis transformado, al cuidaros de ellos, de mediocres en personas de mé­rito. Porque, si empezáis ahora, por primera vez, a educar, hay que advertir que el riesgo de vuestro experi­mento no recae sobre un cario 8, sino sobre vuestros hijos y los hijos de vuestros amigos, y que no os ocurra, sencillamente, el dicho del refrán: «Empezar el oficio de alfarero con una jarra». Decidnos, pues, cuál de estos supuestos os sirve y conviene, o por el contrario, cuál no.

Esto, Lisímaco, pregúntaselo, y no los sueltes.

­8 Los carios surtían a los griegos de mercenarios y de es­clavos y mano de obra para los oficios más despreciados.

 

c

 
LIS. -Me parece, amigos, que Sócrates habla acer­tadamente. Pero a vosotros os toca decidir, Nicias y Laques, si os viene bien y de grado ser interrogados y dar explicación sobre esos temas. Para mí y para Me­lesias está claro que nos sería agradable el que qui­sierais exponer en un diálogo todo lo que Sócrates os pregunta. Porque, como os decía al principio, os invita­mos a consejo con motivo de que pensábamos que os habríais preocupado, como es natural, por estos temas, especialmente porque vuestros hijos tienen casi la mis­ma edad que los nuestros para la educación. A no ser que tengáis algún reparo, asentid y examinad la cues­tión en común con Sócrates, dando y aceptando vues­tros razonamientos unos y otros. Porque él tiene razón también en eso de que ahora tratamos del más impor­tante de nuestros asuntos. Conque ved si opináis que así ha de hacerse.

e

 

d

 
NIC. - ¡Ah, Lisímaco, me parece que de verdad cono­ces a Sócrates sólo por su padre y que no lo has tratado, a no ser de niño, cuando en alguna ocasión entre la gente de tu demo se te acercara acompañando a su padre, en un templo o en alguna otra reunión del ba­rrio! Está claro que, desde que se hizo mayor, no has tratado con' este hombre.

LIS. - ¿Por qué, Nicias?

c

 

188a

 

b

 
NIC. -Me parece que ignoras que, si uno se halla muy cerca de Sócrates en una discusión 9 o se le apro­xima dialogando con él, le es forzoso, aun si se empezó a dialogar sobre cualquier otra cosa, no despegarse, arrastrado por él en el diálogo, hasta conseguir que dé explicación de sí mismo, sobre su modo actual de vida Sa y el que ha llevado en su pasado. Y una vez que han caído en eso, Sócrates no lo dejará hasta que lo sopese bien y suficientemente todo. Yo estoy acostumbrado a éste; sé que hay que soportarle estas cosas, como tam­bién que estoy a punto ya de sufrir tal experiencia per­sonal. Pero me alegro, Lisímaco, de estar en contacto con este hombre, y no creo que sea nada malo el recor­dar lo que no hemos hecho bien o lo que no hacemos; más bien creo que para la vida posterior está forzosa­mente mejor predispuesto el que no huye de tal expe­riencia, sino el que la enfrenta voluntariamente y, según el precepto de Solón, está deseoso de aprender mien­tras viva10, y no cree que la vejez por sí sola aporte sen­tido común. Para mí no resulta nada insólito ni des­agradable exponerme a las pruebas de Sócrates, sino que desde hace tiempo sabía que, estando presente Sócrates, la charla no sería sobre los muchachos sino sobre nosotros mismos. Como os digo, por mi parte no hay inconveniente en coloquiar con Sócrates tal como él lo prefiera. Mira qué opina este Laques acerca del tema.

9 Acepto la exclusión de hósper génei, que no da sentido.

10 Alusión al fragmento de SOLÓN, 22, 7 Diles.: «Envejezco aprendiendo continuamente muchas cosas.»

 

e

 

d

 
LAQ. -Mi posición, Nicias, sobre los coloquios es sencilla. O, si lo prefieres, no sencilla, sino doble. Desde luego, a unos puedo parecerles amigo de los razona­mientos y a otros, enemigo. Cuando oigo dialogar acerca de la virtud o sobre algún tipo de sabiduría a un hom­bre que es verdaderamente un hombre y digno de las palabras que dice, me complazco extraordinariamente al contemplar al que habla y lo que habla en recíproca conveniencia y armonía. Y me parece, en definitiva, que el hombre de tal clase es un músico que ha conseguido la más bella armonía, no en la lira ni en instrumentos de juego, sino al armonizar en la vida real su propio vivir con sus palabras y hechos, sencillamente, al modo dorio y no al jonio, pienso, y, desde luego, no al frigio ni al lidio, pues aquél es el único tipo de armonía grie­go11. Así que un tal orador hace que me regocije y que pueda parecerle a cualquiera que soy amigo de los discursos. Tan animosamente recojo sus palabras. Pero el que obra al contrario me fastidia, tanto más cuanto mejor parece hablar, y hace que yo parezca enemigo cíe las palabras.

b

 

189a

 
Yo no tengo experiencia de los parlamentos de Só­crates, pero ya antes, como se ha visto, he tenido conoci­miento de sus hechos, y en tal terreno lo encontré digno de bellas palabras y lleno de sinceridad. Si eso es así, le doy mi consentimiento, y de muy buen grado me dejaré examinar por él, y no me pesará aprender, pues también yo admito la sentencia de Solón, añadiéndole sólo un requisito: dispuesto estoy a envejecer apren­diendo muchas cosas sólo de las personas de bien12. Que se me conceda esto: que también el maestro sea persona digna, a fin de no resultar torpe en el apren­dizaje por aprender a disgusto. No me importa que el enseñante sea más joven, o poco famoso todavía, o con algún otro reparo semejante. Conque a ti, Sócrates, te invito a enseñarme y a examinarme en lo que quie­ras, y a enterarte de lo que yo a mi vez sé. Mereces mi afecto desde aquel día en que desafiaste el peligro a mi lado y ofreciste una prueba de tu valor como debe darlas quien quiere darlas justamente. Di, pues, lo que te parezca, sin ponerle ningún reparo a mi edad.

11. Como otros pensadores de la época, Platón concede una gran importancia a los modos musicales, por su influencia en suscitar distintas pasiones en el alma de los oyentes, y destaca su papel en la educación. Cf. Rep. III 398d.

12. Laques cita aquí la misma sentencia de Sólon, pero le añade una restricción en sentido conservador.

c

 
 


SÓC. - No os reprocharemos, según parece, por no estar dispuestos a colaborar en el consejo y la investi­gación.

d

 
LIS. - Ya es nuestro turno, Sócrates. Pues ya te cuento como uno de nosotros. Inquiere ahora en mi lugar, en favor de los muchachos, lo que necesitamos aprender de éstos y delibera en común dialogando con ellos. Porque yo me olvido ya de muchos detalles a causa de mi edad, de aquello que pienso preguntar; y, a la vez, las respuestas, en cuanto hay otras digresiones por el medio, no las recuerdo bien. Por tanto hablad y conversad entre vosotros sobre lo que os hemos pro­puesto. Yo os escucharé y, después de haberos escu­chado, junto con Melesias, haré lo que a vosotros os parezca bien.

e

 
SÓC. - Habrá que obedecer, Nicias y Laques, a Lisí­maco y a Melesias. En cuanto a lo que ahora intentamos inquirir: quiénes fueron nuestros maestros en la educa­ción ésa, o a qué otros hemos hecho mejores, probable­mente no esté mal que nosotros lo sometamos a examen. Pero creo que también una indagación como la actual nos conduce al mismo punto e, incluso, que en con­junto es más fundamental.

190a

 
Si conocemos algo, cualquier cosa que ello sea, cuya presencia hace mejor a aquello en lo que se presenta y, además, somos capaces de efectuar su presentación, es evidente que sabemos qué es tal cosa y que, acerca de ella, podemos hacernos consejeros en cuanto al modo de adquirirla más fácilmente y mejor. Tal vez no com­prendáis lo que quiero decir, pero lo entenderéis mejor de este modo.

b

 
Si sabemos, por caso, que la presencia de la vista en los ojos hace mejores a los que la poseen y, además, somos capaces de procurar su presencia en los ojos, está claro que sabemos lo que es la vista y, acerca de ella, podríamos ser consejeros de cómo uno puede adquirirla del modo más fácil y mejor. Pues si no supié­ramos esto, lo que es la vista, o lo que es el oído, en vano pretenderíamos ser consejeros de algún valor, o médicos de ojos o de oídos, en cuanto al mejor modo de poder uno obtener vista u oído.

LAQ. -Tienes razón, Sócrates.

SÓC. - Pues bien, Laques, también ahora éstos nos han invitado a deliberar conjuntamente sobre cómo la presencia de la virtud haría mejores las almas de sus hijos.

LAQ. - Desde luego.

c

 
SÓC. - Entonces debe estar a nuestro alcance eso: el saber lo que es la virtud. Pues si no supiéramos en absoluto lo que es la virtud, ¿de qué manera podríamos ser consejeros para cualquiera en esto: sobre el mejor modo de adquirirla?

LAQ. - De ninguna, a mi parecer, Sócrates.

SÓC. - Entonces afirmamos, Laques, saber lo que es.

LAQ. - Lo afirmamos, sí.

SÓC. - Por tanto, si lo sabemos, Laques, podemos decir, desde luego, qué es.

LAQ. - ¿Cómo no?

d

 
SÓC. - Sin embargo, amigo mío, no tratemos directa­mente de la virtud en general, pues acaso sea excesivo trabajo. Miremos en primer lugar si nos hallamos en buena disposición de conocer alguna de sus partes. Así, probablemente, nos resultará más fácil el análisis.

LAQ. - Hagámoslo, Sócrates, tal como tú lo prefieras.

SÓC. - ¿Cuál de las partes de la virtud vamos a elegir? ¿Está claro que aquella hacia la que parece tender la enseñanza de las armas? Sin duda que a la mayoría les parecerá que el valor. ¿O no?

e

 
LAQ. - Ésa es, desde luego, mi opinión.

SÓC. - Y eso es lo que intentaremos en primer tér­mino, Laques: decir qué es el valor. A continuación examinaremos también de qué manera puede presentar­se en los jóvenes, en la medida en que sea posible ob­tenerlo a partir de entrenamientos y enseñanzas. Con que intenta responder a lo que digo: ¿qué es el valor?

LAQ. - ¡Por Zeus!, Sócrates, no es difícil responder. Si uno está dispuesto a rechazar, firme en su formación, a los enemigos y a no huir, sabes bien que ese tal es valiente.

SÓC. -Dices bien, Laques. Pero quizás soy yo cul­pable, al no haberme expresado con claridad, de que tú no respondieras a lo que tenía intención de pre­guntarte, sino a otra cosa.

191a

 
LAQ. - ¿Cómo es eso que dices, Sócrates?

SÓC. - Voy a explicártelo, si soy capaz. Sin duda es valiente, como tú dices, el que, resistiendo firme en su formación, combate contra los enemigos.

LAQ. -Yo, desde luego, lo afirmo.

SÓC. - Y yo. ¿Pero qué dices de quien, huyendo y no resistiendo firme, combate contra los enemigos?

LAQ. - ¿Cómo «huyendo»?

b

 
SÓC. -Al modo como dicen que combaten los exci­tas, no menos huyendo que persiguiendo, y según Ho­mero en algún lugar dijo, elogiando los caballos de Eneas: que éstos sabían «perseguir y huir velozmente por aquí y por allá»13. También elogió Homero al mis­mo Eneas por eso, por su ciencia de la fuga, y dijo de él que era un «maestro de la fuga».

LAQ. - Y con razón, Sócrates, pues hablaba con res­pecto a los carros. También tú hablabas sobre los jine­tes escitas. La caballería de éstos combate de ese modo, pero la infantería de los griegos lo hace como yo digo.

c

 
SÓC. - A excepción tal vez, Laques, de la infantería de los lacedemonios. Pues dicen que los lacedemonios, cuando en Platea se enfrentaron a los guerróforos persas, no quisieron pelear con ellos aguardando a pie firme, sino que huyeron y, una vez que se quebraron las líneas de formación de los persas, dándose la vuelta como jinetes, pelearon y así vencieron en aquella ba­talla 14.

13. Ilíada V 221 y.sigs., VIII 105 y sigs. Lo que Platón cuenta de los escitas se decía también de la táctica de combate de los partos. Por otro lado, en la cita de Homero. (Ilíada VIII 108) acerca de Eneas, Platón, que cita seguramente de memoria, in­troduce una modificación del texto.

14. En Platea, de Beocia, los griegos, reunidos bajo el mando del espartano Pausanias, derrotaron a las tropas persas de Jerjes en agosto de 479 a. C. Cf. HERÓDOTO, IX 53. Los gérra eran una especie de escudos de mimbre. Cf. HER., VII 61.

 

LAQ. - Dices la verdad.

e

 

d

 
Sác. - De ahí lo que te decía hace poco, que soy yo el culpable de que tú no respondieras bien, puesto que no te pregunté bien. Quería, pues, saber no sólo acerca de los valientes de la infantería, sino también acerca de los de la caballería y de todo género de combatientes, pero, además, de los que son valientes en los peligros del mar y de cuantos lo son frente a las enfermedades, ante la pobreza y ante los asuntos públicos, y aún más, de cuantos son valientes no sólo ante dolores o terrores, sino también ante pasiones o placeres, tanto resistiendo como dándose la vuelta; pues, en efecto, existen, La­ques, algunos valientes también en tales situaciones.

LAQ. - Y mucho, Sócrates:

SÓC. - Por tanto, son valientes todos éstos, pero unos demuestran su valor ante los placeres, otros, ante los dolores, otros, ante las pasiones y otros, ante los temores. Otros, creo, muestran su cobardía en las mis­mas circunstancias.

LAQ. - Desde luego.

SÓC. -Qué es, en definitiva, cada una de estas dos cosas, eso preguntaba. De nuevo, pues, intenta definir primero el valor: qué es lo idéntico en todos los casos. ¿O aún no comprendes lo que pregunto?

192a

 
LAQ. - No del todo.

SÓC. - Pongo un ejemplo: como si te preguntara qué es la rapidez, que se da en el correr y en el tocar la cítara y en el hablar y en el comprender y en otras muchas cosas, y que en general poseemos, en lo que vale la pena decir, en las acciones de las manos, pier­nas, boca, voz y pensamiento. ¿No lo estimas tú así?

b

 
LAQ. -Desde luego.

SÓC. -Si, en tal caso, uno me preguntara: «¿Sócra­tes, cómo defines eso que tú llamas `rapidez' en todos los casos?» Contestaría que a la capacidad de realizar en poco tiempo muchas cosas yo la llamo «rapidez» tanto respecto a la voz, como a la carrera y a todo lo demás.

LAO. - Y contestarás correctamente.

SÓC. - Intenta ahora también tú, Laques, definir así el valor: en qué consiste su capacidad, la misma ante el placer y ante el dolor y en todo en lo que hace un momento decíamos que se presentaba, por la que recibe el nombre de «valor».

c

 
LAQ. - Entonces, me parece que es un cierto coraje del alma, si debe decirse lo que se da en todos los ejem­plos.

SÓC. - En efecto se debe, al menos si queremos contestarnos a nosotros mismos. Sin embargo, se me ocurre esto: según pienso, no cualquier coraje te parece valor. Lo deduzco de esto: que de seguro, Laques,: que tú consideras el valor una cosa de las muy hermosas.

LAQ. - Ten bien cierto que de las más hermosas.

SÓC. - ¿No es, pues, bello y digno el coraje acompa­ñado de sensatez?

LAQ. -Desde luego.

d

 
SÓC. - ¿Y qué si le acompaña el desvarío? ¿No será, por el contrario, dañino y criminal?

LAO. - Sí.

SÓC. - ¿Es que llamarás hermoso a lo que es dañino y criminal?

LAQ. -No sería justo, Sócrates:

SÓC. - ¿No reconocerás, por tanto, que un coraje de esa clase sea valor, puesto que no es hermoso, y el valor es algo bello?

LAQ. - Tienes razón.

SÓC. -¿Entonces el coraje sensato sería, según tu definición, el valor?

e

 
LAQ. -Al parecer.

SÓC. - ¿Veamos ahora a qué se refiere su sensatez? ¿Acaso a todo, a lo grande y a lo pequeño? Por ejemplo, si uno tiene el coraje de gastar su dinero sensatamente, conociendo que, mediante ese gesto, adquirirá más, ¿a ése tú lo llamarías valiente?

LAQ. -Yo no, ¡por Zeus!

193a

 
SÓC. -¿Y en el caso de uno que es médico, que tiene a su hijo o a algún otro enfermo de pneumonía y que, pidiéndole que le dé de beber o de comer, no se doblega, sino que mantiene su firmeza?

LAQ. -Tampoco se trata de eso, de ningún modo.

b

 
SÓC. - En cambio, el hombre que en la guerra resiste con coraje y quiere pelear, pero que, reflexionando sen­satamente y sabiendo que otros le socorrerán, va a com­batir contra oponentes menores en número y más co­bardes que los que están de su parte, y que domina un terreno más favorable, ése que con tal sensatez y pre­visión se reviste de coraje, ¿dirías que es más valiente que el que en el campamento contrario está dispuesto a enfrentarse a él y a resistir con coraje su ataque?

LAQ. - Éste del campamento contrario me lo parece más, Sócrates.

SÓC. - Sin embargo, el coraje de éste es más in­sensato que el del otro.

LAQ. - Tienes razón.

SÓC. - Y el que combate firme en una batalla ecues­tre con conocimiento científico de la equitación, ¿dirás que es menos valiente que el que lo hace sin tal conoci­miento?

LAQ. - Me parece que sí.

c

 
SÓC. -¿E igual, el que resiste lleno de coraje- con su pericia en el manejo de la honda o del arco o de cualquier otra cosa?

LAQ. - Desde luego.

SÓC. - Y todos los que están dispuestos a bajar a un pozo y sumergirse con pleno coraje en tal acción, o en otra semejante, no siendo expertos, ¿vas a decir que son más valientes que los expertos al respecto?

LAO. - ¿Qué otra cosa puede uno decir, Sócrates?

SÓC. - Ninguna otra, siempre que así lo creas.

LAQ. - Pues yo, desde luego, lo creo.

SÓC. -Pero sin duda, Laques, ésos se arriesgan y tienen coraje más insensatamente que los que lo hacen con conocimiento técnico.

d

 
LAQ. - Al parecer.

SÓC. -. ¿Y no nos pareció en lo anterior que esa audacia y coraje insensatos eran viciosos y dañinos?

LAQ. - Desde luego.

SÓC. - ¿Y que el valor se había reconocido que era algo hermoso?

LAQ. - Se había reconocido, en efecto.

SÓC. -Ahora, en cambio, afirmamos que esa cosa fea, el coraje insensato, es valor.

LAQ. - Así parece que hacemos.

SÓC. - ¿Te parece, entonces, que decimos bien?

LAQ. - ¡Por Zeus!, Sócrates, a mí no.

e

 
SÓC. - Por tanto, según tu expresión, no nos hemos armonizado al modo dorio tú y yo, Laques. Pues nues­tros actos no están acordes con nuestras palabras. Ya que, si alguien nos escuchara dialogar ahora, diría que, de hecho, ambos participamos del valor; pero que, de palabra, según sospecho, no.

LAQ. - Dices la pura verdad.

SÓC. - ¿Qué entonces? ¿Te parece bien que nos­otros nos quedemos así?

LAQ. -De ningún modo.

SÓC. - ¿Quieres, pues, que hagamos caso en todo a lo que decíamos?

194a

 
LAQ. - ¿Qué es eso, y a qué vamos a atender?

SÓC. -Al razonamiento que nos invita a mostrar coraje. Si estás dispuesto, también nosotros resistire­mos y persistiremos con firmeza en la encuesta, para que el valor mismo no se burle de nosotros, de que no lo hemos buscado valerosamente, si es que muchas veces ese coraje en persistir es el valor.

b

 
LAQ. - Yo estoy dispuesto, Sócrates, a no abandonar. Sin embargo, estoy desacostumbrado a los diálogos de este tipo. Pero, además, se apodera de mí un cierto ardor por la discusión ante lo tratado, y de verdad me irrito, al no ser como ahora capaz de expresar lo que pienso. Pues creo, para mí, que tengo una idea de lo que es el valor, pero no se cómo hace un momento se me ha escabullido, de modo que no puedo captarla con mi lenguaje y decir en qué consiste.

SÓC. - Desde luego, amigo mío, el buen cazador debe proseguir la persecución y no dejarla15.

15. La metáfora de la caza, y el filósofo como «cazador» de la verdad, es una de las más frecuentes en Platón, desde los primeros diálogos. Cf. Lisis 218c, Rep. IV 432b.

 

LAQ. - Hasta el final, en efecto.

c

 
SÓC. - ¿Quieres, pues, que invitemos a Nicias a nues­tra partida de caza, por si es más diestro que nosotros?

LAQ. - De acuerdo. ¿Cómo no?

SÓC. - Venga, Nicias, socorre a tus amigos que están apurados en la discusión y no encuentran la salida, si tienes alguna fuerza. Ya ves cuán atrapados están nues­tros intentos. Tú di lo que crees que es el valor, líbranos de nuestro apuro y asegura con tu palabra lo que pien­sas.

NIC. - Por cierto que desde hace tiempo me parece, Sócrates, que no definíais bien el valor. Pues no os re­feríais a algo que yo te he oído mencionar a ti con buen acierto en charlas anteriores.

d

 
SÓC. - ¿A qué, Nicias?

NIC. - Te he oído decir muchas veces que cada uno de nosotros es bueno en, aquello que es sabio, y malo, en aquello que ignora.

SÓC. - Por Zeus, es verdad lo que dices, Nicias.

NIC. - Por tanto, si el valiente es bueno, es evidente que es sabio.

SÓC. - ¿Lo has oído, Laques?

LAQ. - Sí, y no entiendo bien lo que quiere decir.

SÓC. - Yo sí creo entenderlo, y me parece que nues­tro amigo dice que el valor es una especie de saber.

e

 
LAQ. - ¿Qué tipo de saber, Sócrates?

SÓC. - ¿A él le preguntas eso?

LAQ. - Sí.

SÓC. -Venga, pues, contéstale, Nicias, qué clase de saber sería el valor, según tu propuesta. Porque, sin duda, no se trata del saber tocar la flauta.

NIC. -En modo alguno.

SÓC. - Ni del tocar la cítara.

NIC. - No, ciertamente.

SÓC. - ¿Pues qué ciencia es ésa y cuál es su objeto?

LAQ. -Muy bien, la pregunta, Sócrates; pero que nos diga cuál es esa ciencia.

195a

 
NIC. -Yo digo, Laques, que ésa es la ciencia de las cosas en que hay que confiar o que temer, tanto en la guerra como en todo lo demás.

LAO. - ¡Cuán absurdo es lo que dice, Sócrates!

SÓC. - ¿A qué te refieres al decir esto, Laques?

LAQ. - ¿A qué? La sabiduría es, ciertamente, algo aparte del valor.

SÓC. - Nicias afirma que no.

LAO. - ¡Desde luego que no es lo que afirma, por Zeus! En eso dice tonterías.

SÓC. - Entonces aleccionémosle, pero no le insulte­mos.

NIC. - Lo que me parece que pasa, Sócrates, es que Laques desea que quede en evidencia que yo respondo bobadas, porque él ha quedado tan al descubierto hace poco.

b

 
LAQ. -Desde luego, Nicias, que dices bobadas, e intentaré demostrarlo. ¿Por de pronto, en las enfermeda­des no son los médicos los que conocen los peligros? ¿Es que te parece que los valientes los conocen? ¿O llamas tú valientes a los médicos?

NIC. -De ningún modo.

c

 
Lao. - Tampoco, a los agricultores. Aunque en la agricultura ellos, sin duda, conocen las cosas que temer, también todos los demás artesanos saben lo que hay que temer y lo que es seguro en sus oficios respectivos. Pero en nada son, por eso, éstos más valientes.

SÓC. -¿Qué te parece lo que dice Laques, Nicias? Parece, desde luego, que es importante.

LAQ. - Tal vez es importante, pero no es cierto.

SÓC. - ¿Cómo entonces?

d

 
NIC. -Porque se cree que los médicos saben algo más acerca de los enfermos que distinguir entre lo sano y lo enfermo. Tan sólo saben eso. ¿Pero si para alguien el estar sano es más grave que el estar enfermo, crees tú, Laques, que los médicos lo saben? ¿O no crees tú que para muchos es mejor no recobrarse de una enfermedad que recobrarse? Dime: ¿consideras tú que para todos es mejor vivir, y no es mejor para muchos estar muertos?

LAQ. - En eso sí estoy yo de acuerdo.

NIC. - ¿Entonces para ésos a los que les conven­dría estar muertos, crees que son de temer las mismas cosas que para los que les conviene vivir?

LAQ. - Yo, no.

NIC. -Ahora bien, ¿concedes tú ese conocimiento a los médicos o a algún otro artesano, excepto a aquel conocedor de lo que es temible y no temible, al que yo llamo valiente?

e

 
SÓC. - ¿Captas, Laques, lo que quiere decir?

LAQ. -Sí, que identifica a los adivinos y a los va­lientes. ¿Pues qué otra persona va a saber para quién es mejor vivir o estar muerto? Y bien, ¿tú, Nicias, es que te reconoces adivino, o piensas que no eres ni adivino ni valiente?

NIC. - ¿Cómo? ¿Ahora crees que es propiedad del adivino conocer las cosas temibles y las seguras?

LAQ. -Sí, ¿pues de qué otro?

NIC. -Mucho más de quien yo digo, amigo. Puesto que el adivino debe sólo conocer los signos de los suce­sos: si ocurrirá la muerte de alguien, o la enfermedad, o la pérdida de sus riquezas; si sobrevendrá la victoria o la derrota, bien sea a causa de la guerra o de alguna otra competición. Pero lo que para cualquiera es mejor sufrirlo o no sufrirlo, en qué le toca más a un adivino que a otro cualquiera juzgarlo?

c

 

b

 

196a

 
LAQ. - Entonces no entiendo, Sócrates, lo que quie­re decir. Pues queda claro que no aplica su definición del valiente ni al adivino ni al médico ni a ningún otro, a no ser que diga que se refiere a algún dios. A mí me parece que este Nicias no quiere reconocer que dice bobadas, y se revuelve arriba y abajo intentando ocultar su apuro. También nosotros habríamos sido capa­ces, tú y yo, hace un momento, de dar vueltas, si hubié­ramos querido ocultar nuestras contradicciones. Si estas explicaciones fueran ante un tribunal, tendría alguna disculpa ese proceder. Pero ahora, en una reunión como ésta, ¿a qué viene que él se adorne en vano con pala­bras huecas?

SÓC. -Me parece que a nada, Laques. Mas veamos si acaso Nicias cree decir algo de valor, y no dice esas cosas por hablar. Intentemos interrogarle más clara­mente sobre lo que piensa. Y si parece que dice algo interesante, lo concederemos, y si no, se lo demostra­remos.

LAQ. -Tú, Sócrates, si quieres interrogarle, interró­gale. Yo creo estar ya bastante enterado.

SÓC. - No tengo inconveniente. La encuesta será común, en tu nombre y en el mío.

LAQ. -Muy bien.

d

 
SÓC. - Dime, Nicias, o mejor, dinos, pues Laques y yo hacemos en común la pregunta: ¿afirmas que el valor es la ciencia de lo temible y de lo seguro?

NIC. - Sí.                                                                        

SÓC. -Pero conocer eso no está en poder de cual­quiera, cuando ni el médico ni el adivino poseerán tal conocimiento, ni serán valientes, a no ser que dominen por añadidura tal ciencia. ¿No decías eso?

NIC. - Exactamente.

SÓC. - Entonces, en realidad, según el dicho, «no puede cualquier cerdo conocerlo ni ser valiente»16.

16 El dicho popular debía de decir algo así como «cualquier cerdo sabe eso», tomando al cerdo como prototipo de bestia de por sí impulsiva y estúpida.

 

e

 
NIC. - Opino que no.

SÓC. -Está claro, Nicias, que tú, al menos, ni si­quiera crees que fue valiente la cerda de Cromión 17. Y lo digo no por bromear, sino porque forzosamente quien da tal definición no aceptará el valor de ningún animal, ni concederá que algún animal sea tan sabio, que afir­me que lo que pocas personas saben por ser difícil de conocer, eso parecen saberlo un león o una pantera o cualquier jabalí. Pero es necesario que el que ha esta­blecido que el valor es eso que tú postulas afirme que, en relación con el valor, son iguales el león y el ciervo, el toro y el mono.

197a

 
LAQ. - ¡Por los dioses, que dices bien, Sócrates! Y con toda sinceridad, respóndenos, Nicias, si conside­ramos que son más sabios que nosotros esos animales, que todos reconocemos que son valientes, o te atreves, en contra de la opinión de todos, a no llamar valientes a éstos.

b

 
NIC. -De ningún modo, Laques, llamo yo valientes ni a los animales ni a nadie que no sienta temor por su ignorancia, sino temerario y loco. ¿O crees que tam­bién voy a llamar valientes a todos los niños, que por su desconocimiento no tienen miedo a nada? Yo pienso que la temeridad y el valor no son lo mismo y, asimis­mo, que son muy pocos los que participan del valor y la previsión; pero que, en cambio, los que participan de la brutalidad, de la audacia y de la temeridad acom­pañada de imprevisión son muy numerosos, tanto en hombres como en mujeres, y en niños como en anima­les. Ésos a los que tú llamas valientes, como los que más, yo los llamo temerarios, y valientes sólo llamo a los sensatos de los que hablo.

17 La «cerda de Cromión» era un famoso monstruo mítico que devastaba ese lugar, cercano a Corinto, y que fue muerta por Teseo.

c

 
 


LAQ. - Ya observas, Sócrates, qué bien se adorna éste, a lo que parece, con su explicación. Y pretende privar a los que todos reconocen ser valientes de tal honor.

NIC. - Yo no, Laques; no te preocupes. Que afirmo que tú eres sabio, y también Lámaco 18, si sois valientes, y otros muchos atenienses.

d

 
LAQ. - Aunque podría replicar, nada diré contra eso, para que no digas que soy verdaderamente del demo de Exoneas19.

SÓC. - No repliques, Laques. Me parece que no has captado que éste ha recibido esa sabiduría de nuestro compañero Damón, y Damón se ha impregnado mucho de la de Pródico m, que parece el más diestro de los sofistas en distinguir ese tipo de nombres.

e

 
LAQ. - Desde luego, está bien, Sócrates, que tales cosas sean más honorables para un sofista, que para un hombre al que la ciudad considera digno de estar al frente de ella.

SÓC. - Conviene, sin embargo, amigo mío, que quien está al frente de los asuntos más importantes de la ciudad participe de la inteligencia. Me parece que Ni­cias es digno de que se le examine para saber hacia dónde apunta su aplicación del nombre del «valor».

LAQ. -Examínalo, entonces, tú, Sócrates.

SÓC. - Voy a hacerlo, amigo. Mas no creas que vaya a dejarte escapar de nuestra asociación en el diálogo; por tanto, presta atención y examina con nosotros lo que digamos.

18. Lámaco, junto con Àlcibíades y Nicias, fueron elegidos por la Asamblea para conducir la expedición a Sicilia en el 415, y allí murió el primero ante los muros de Siracusa. (Cf. Tuc., VI 8, 49, 101.) Frente a Nicias era un general más bien impulsivo y audaz.

19. Según algunos escoliastas, los pobladores de este demo eran amigos de rencillas y peleas.

20. Sobre Pródico, véanse las notas a sus intervenciones en el Protágoras.

 

198a

 
LAQ.. - Sea así, si te parece preciso.

SÓC. - Me lo parece. Tú, Nicias, vuelve a contestar­nos desde un principio. ¿Recuerdas que, al comenzar el diálogo, tratábamos del valor, examinándolo como una parte de la virtud?

NIC. -Desde luego.

SÓC. - ¿Entonces tú respondiste que es una parte, como otras muchas existentes, de un todo al que se de­nomina virtud?

NIC. - ¿Cómo no?

b

 
SÓC. - ¿Entonces dices lo mismo que yo? Yo aplico ese nombre, además de al valor, a la cordura, a la jus­ticia y a otras cosas por el estilo. ¿Tú no?

NIC. -Desde luego que sí.

SÓC. -Bien está. Eso lo reconocemos; en cuanto a lo temible y a lo seguro examinémoslo, para que inter­cambiemos nuestras opiniones. Lo que nosotros pensa­mos, te lo diremos. Tú, si no estás de acuerdo, lo dirás. Nosotros pensamos que son temibles, precisamente, las cosas que causan temor, y seguras, las que no causan temor. Y causan temor no los males pasados ni los presentes, sino también los esperados. Pues el temor consiste en la espera de un mal futuro. ¿O no piensas tú también así, Laques?

c

 
LAQ. -Totalmente de acuerdo, Sócrates.

SÓC. - ¿Oyes nuestra proposición, Laques, que de­cimos que son temibles los males futuros, y seguras las cosas que no van a ser males, o que van a ser bie­nes? ¿Y tú opinas así, o de otro modo, sobre eso?

NIC. - Yo, de ese modo.

SÓC. -¿Y al conocimiento de estas cosas lo deno­minas valor?

NIC. - Exactamente.

SÓC. - Veamos ya el tercer punto si también te pare­ce lo mismo que a nosotros.

NIC. - ¿Cuál es?

199a

 

e

 

d

 
SÓC. -Yo te lo explicaré. Nos parece a éste y a mí que, acerca de aquellas cosas de las que existe un cono­cimiento científico, no es uno el conocimiento con rela­ción al pasado, para saber de qué modo fueron, y otro diferente en cuanto a su presente, para saber de qué modo se presentan, y otro, aún sobre el modo cómo pueden suceder de la mejor manera y cómo sucederá lo que todavía no ha sucedido, sino que este saber es el mismo. Por ejemplo, respecto a la salud, esta ciencia no es otra que la medicina, que, siendo única para todos los tiempos, advierte de qué modo suceden tanto las cosas presentes como las pasadas y las futuras. Y, a su vez, respecto a lo que nace de la tierra, la agricultura, se porta de igual modo. Y, en efecto, en cuanto a los asuntos de la guerra, vosotros podéis atestiguar que la estrategia prevé de modo óptimo todos los detalles en relación con lo que va a suceder, y no tiene para sí que deba recurrir a la mántica, sino que da órdenes, como que sabe mejor, en las cosas de la guerra, tanto el pre­sente como el futuro21. Y así lo ordena la ley, que no mande el adivino al general, sino el general al adivino. ¿Afirmaremos esto, Laques?

21 Hay en este pasaje una alusión dura a la supersticiosa actitud de Nicias en Sicilia, que condujo a una trágica catás­trofe a las tropas atenienses. Cf. Tuc., VII 50; PLUT. Nicias 23.

 

LAQ. - Lo afirmaremos.

SÓC. - ¿Y qué? ¿Tú, Nicias, estás de acuerdo en proclamar que la ciencia es idéntica sobre las mismas cosas, tanto si son futuras como presentes y pasadas?

NIC. - Sí. También yo opino así, Sócrates.

b

 
SÓC. - ¿Luego, amigo, también el valor es el conoci­miento firme de las cosas temibles y de las seguras, como tú dices? ¿O no?

NIC. - Sí.

SÓC. - ¿Queda reconocido que las cosas temibles son los males por venir, y las reconfortantes, las buenas por venir?

NIC. -Muy reconocido.

SÓC. - La ciencia de las mismas cosas es idéntica, tanto si éstas son futuras como si son de otro modo.

NIC. - Así es.

c

 
SÓC. - Entonces el valor sería conocimiento no sólo de las cosas temibles o de las reconfortantes. Pues no sólo se refiere a los bienes y males por venir, sino tam­bién a los presentes y pasados y de cualquier condi­ción, como ocurre con los demás saberes.

NIC. -Parece que sí.

d

 
SÓC. - Por tanto, Nicias, nos has respondido sobre un tercio aproximadamente de lo que es el valor. Aun­que nosotros te preguntábamos qué era el valor en su conjunto. Y ahora, según parece, de acuerdo con tu res­puesta, el valor es no sólo el conocimiento de lo temible y lo reconfortante, sino, en general, el conocimiento de lo bueno y lo malo de cualquier condición, y esto, según tu definición de ahora, sería valor. ¿Así que admites esa modificación ahora, o qué dices, Nicias?

NIC. - Estoy de acuerdo, Sócrates.

e

 
SÓC. - ¿Te parece, buen amigo, que le faltaría algo de la virtud a la persona que conociera los bienes en su totalidad y completamente y cómo suceden, sucederán y han sucedido, y lo mismo, los males? ¿Y crees tú que estaría falto de cordura o de justicia o de piedad ese individuo al que precisamente le incumbe precaver­se ante los dioses y ante los hombres de las cosas temi­bles y las no temibles, y procurarse las buenas, si sabe tratarlos correctamente?

NIC. - Me parece importante, Sócrates, lo que dices.

SÓC. -Por tanto, Nicias, lo que tú ahora dices, no sería una parte de la virtud, sino toda la virtud.

NIC. - Parece que sí.

SÓC. - Pero decíamos que el valor era una parte de la virtud.

NIC. -Lo decíamos en efecto.

SÓC. - Sin embargo, lo que ahora afirmábamos no lo parece.

NIC. - No lo parece.

SÓC. - Por tanto, no hemos encontrado, Nicias, en qué consiste la virtud.

NIC. -Parece que no.

200a

 
LAQ. - Por más que yo, querido Nicias, suponía que tú lo encontrarías, después de que despreciaras mis respuestas a Sócrates. Y tenía una muy grande esperan­za en que ibas a dar con ello gracias a la sabiduría pro­cedente de Damón.

c

 

b

 
NIC. - ¡Enhorabuena, Laques! Porque ya no consi­deras tú gran cosa haber evidenciado hace poco que nada sabes acerca del valor; sino que, aunque yo tam­bién quedo en tal situación, atiendes sólo a eso y nada te va a importar, según parece, que tú, junto conmigo, nada sepamos de aquello cuya ciencia debe poseer un hombre que se crea de algún mérito. Considero que te entregas a una acción verdaderamente humana: no te miras a ti mismo, sino a los demás. Yo creo haberme explicado convenientemente en el tema de que hablába­mos, y si alguna de esas cosas no se ha expresado su­ficientemente, luego la corregiré con la ayuda de Damón, de quien tú crees poder burlarte, y eso, cuando jamás has visto a Damón, en compañía de otros. Y una vez que me haya asegurado en esto, te lo enseñaré tam­bién a ti, sin rencor. Pues me parece que te falta mucho por aprender.

LAQ. - Por cierto que tú eres sabio, Nicias. Pero, en fin, yo a este Lisímaco y a Melesias les aconsejo que, en cuanto a la educación de los muchachos, nos dejen en paz a ti y a mí, y que, en cambio, no suelten a éste, a Sócrates, como ya decía al principio. Si mis hijos es­tuvieran en edad; yo haría lo mismo.

d

 
NIC. -En eso yo coincido. Si Sócrates quiere en­cargarse de los muchachos, no hay que buscar a ningún otro. Puesto que yo le confiaría muy a gusto a Nicera­to22, si él quisiera. Pero cada vez que le propongo a él algo en este terreno, me recomienda a otros, y él se desentiende. Con que mira, Lisímaco, si a ti te hace más caso Sócrates.

e

 
LIS. - Sería justo, Nicias, puesto que yo estaría dispuesto a hacer en favor suyo muchas cosas que no haría en favor de muchos otros. ¿Qué dices, Sócrates? ¿Me harás algún caso y velarás con nosotros para que estos jóvenes se hagan mejores?

SÓC. -Sí que sería terrible, Lisímaco, el negarse a colaborar en el empeño de alguien por hacerse mejor. Si, en efecto, en las intervenciones de hace poco se hu­biera demostrado que yo sabía y que éstos dos no sa­bían, sería justo que me invitaras, precisamente a mí, a esta tarea. Pero ahora, todos nos quedamos en medio del apuro. ¿Por qué nos escogería alguien a cualquiera de nosotros? A mí me parece, desde luego, que no hay que escoger a ninguno. Mas, como nos hallamos en tal situación, atended si os parece bien lo que os aconsejo. Yo afirmo amigos, que todos nosotros debemos buscar en común -ya que nadie está al margen de la discu­sión- un maestro lo mejor posible, primordialmente para nosotros, pues lo necesitamos, y luego, para los muchachos, sin ahorrar gastos de dinero ni de otra cosa. Quedarnos en esta situación, como ahora estamos, no lo apruebo. Y si alguno se burla de nosotros porque, a nuestra edad, pensamos en frecuentar las escuelas, me parece que hay que citarle a Homero, que dijo: «No es buena la presencia de la vergüenza en un hombre necesitado» 23. Con que, mandando a paseo al que ponga reparos, tomemos tal empeño en común por nosotros mismos y por los muchachos.

c

 

b

 

201a

 
LIS. -Me gusta lo que dices, Sócrates. Y quiero, en la medida que soy el más viejo, tanto más animosa­mente aprender junto a los muchachos. Pero, por favor, hazlo así: mañana por la mañana ven a visitarme, y no lo evites, para que tratemos estos mismos asuntos. Por el momento disolvamos la reunión.

SÓC. - Lo haré, Lisímaco; iré mañana, si Dios quie­re, a tu casa.

22. Nicerato está nombrado también en Rep. I 327c. «Buen demócrata», según Lisies, XVIII 6; fue asesinado por los Treinta. (Cf. JEN., Hel. 11 3, 39.)

23. Odisea XVII 347. Palabras de Telémaco a Ulises, disfra­zado de mendigo.

 

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