PLATÓN

GORGIAS

 

INTRODUCCIÓN

El Gorgias es un diálogo considerablemente más lar­go que los que le preceden en la serie cronológica. Dentro de toda la obra platónica es el cuarto en extensión. Su es­tructura es distinta de la que presentan los diálogos an­teriores y también los posteriores, con la excepción del libro I de la República, por el hecho de que no es un inter­locutor principal el que conversa con Sócrates desde el principio hasta el fin. En este diálogo intervienen sucesi­vamente Gorgias, Polo y Calicles y, durante la interven­ción de cada uno de ellos, los otros son personajes mu­dos, aunque continúan sin retirarse escuchando a los de­más. La sucesión de interlocutores se funda en que quien toma la palabra admite que el anterior ha cometido un error. Si él no rectifica el desarrollo de la conversación desde el punto en que se ha cometido el error, hay que aceptar una conclusión contraria a su pensamiento. Las contradicciones en que caen sucesivamente Gorgias y Polo son de tipo moral, al aceptar opiniones admitidas por la mayor parte de la gente. La distinta personalidad de los interlocutores presta nuevos matices a la conversación.

No sólo por esta estructura formal es el Gorgias un diá­logo que llama la atención. Ha sido siempre destacado el hecho de que está escrito apasionadamente. En él pesa mu­cho más el vigor de las afirmaciones profundamente sen­tidas que el rigor lógico deseable. Las obras inmediatas a la muerte de Sócrates o que se relacionan con su proce­so y juicio, sin que oculten la indignación, ofrecen opinio­nes más tranquilas y suaves, diríamos resignadas, ante el dolor por la injusticia cometida con el maestro. Podría­mos decir que en esas obras tenemos claramente expre­sada la actitud entristecida del discípulo ante la muerte de Sócrates. El apasionamiento manifestado en el Gorgias parece que procede de otro motivo diferente del de la muerte de Sócrates o de cualquier otro hecho con ella relacionado 1. Hay que buscar una razón distinta. Proba­blemente se trata de una crisis personal. A la edad de cua­renta años, a su regreso de Sicilia, Platón tiene acumula­da una experiencia enorme, aunque poco agradable. Na­ció tres años después de empezar la guerra del Pelopone­so. A la edad de catorce años tuvo que recibir con estu­por la información, que llegaba, del desastre de la expe­dición a Sicilia y las sucesivas noticias desagradables so­bre el curso adverso de la guerra. Tampoco son buenas las noticias en política interior, la revolución de los Cua­trocientos, el regreso de Alcibíades, etc. La ruina de Ate­nas en 404, el gobierno de los Treinta, del que formaban parte sus parientes próximos Critias y Cármides, el res­tablecimiento de la democracia manchada, para él, por la iniusta muerte de Sócrates y, especialmente, la dura ex­periencia del viaje a Sicilia, emprendido con tantas espe­ranzas, son las secuencias siempre agitadas que le han acompañado hasta sus 40 años. No era posible en una po­lis griega apartarse de la vida política en la medida en que le es posible hacerlo a un hombre de nuestros días. El es­píritu reflexivo de Platón pudo ejercitarse ampliamente pensando en el hecho mismo de la organización política. Para su mente, tenía valor, sobre todo, el establecimien­to de una sociedad justa en la ciudad. El poder que esta última pudiera alcanzar no merecía estimación positiva, si ese poder no era justo.

 

1.  No me es posible hoy mantener la idea expuesta en 1951 de que el escrito contra Sócrates del retórico Polícrates fuera la causa del ca­rácter apasionado de este diálogo.

 

Ésta es la causa central de la crisis personal de Platón que se manifiesta en el Gorgias. Ya desde la Antigüedad lleva este diálogo el subtítulo de «Sobre la retórica» que se deduce obviamente de la discusión con Gorgias. Si al terminar esta conversación hubiera terminado el diálogo, éste no diferiría de otros de la primera época ni en el de­sarrollo ni tampoco en el tamaño. Pero esta primera par­te queda englobada en la totalidad del diálogo que man­tiene una unidad indudable.

La discusión sobre si este diálogo trata realmente so­bre retórica o sobre moral se mantiene aún en nuestros días, pero ya procede de la Antigüedad. Olimpiodoro es­cribe: «algunos dicen que su objeto es tratar sobre la re­tórica, otros que es una conversación sobre lo justo y lo injusto». Parece que la unidad de que queremos hablar no es la de una integración de dos elementos diferentes que se potencian a medida que se tratan uno y otro sucesivamente 2.

 

2. Véase, en este sentido, la opinión de E. R. DODDS, Plato. Gorgias, Oxford, 1959, pág. 3. El mismo DODDS, ibid., pág. 1, que hace la cita en griego, no la utiliza para delimitar el objeto del Gorgias, sino para de­mostrar que ya en la Antigüedad no se consideraba acertado afirmar que la cuestión tratada en el Gorgias era la retórica. Guthrie considera que la definición de Olimpiodoro, que damos en pág. 13, es «difícilmente mejorable».

 

La retórica, en la vida ateniense, era prácticamente la única vía de la actividad política. Nadie que no estuviera capacitado para hablar en público podía dedicarse a la po­lítica. Hasta para actuar ante los tribunales, como acusa­do o como acusador, era necesario dirigirse personalmen­te a los jueces, aunque la defensa o la acusación que se exponía hubiera sido escrita por profesionales dedicados a esta función. En una ciudad como Atenas, el conocimien­to y dominio de la retórica no era simplemente el adies­tramiento en un bello ejercicio, sino una aspiración muy viva y generalizada, y una necesidad para todos los que tuvieran el proyecto de ejercer la política. El pueblo de­cidía, pero decidía lo que el orador más persuasivo había propuesto. Un orador hábil era, en consecuencia, un polí­tico poderoso; o, dicho de otro modo, el único medio de llegar a ser un ciudadano influyente lo proporcionaba, casi con exclusividad, la retórica. No era difícil confundir ora­toria y política. En efecto, el término griego rhētōr sirve lo mismo para indicar orador que político. No debe, pues, extrañarnos que Platón haya atacado conjuntamente a la retórica y a la política ateniense; con más precisión, que haya atacado a la política a través de la retórica.

De este instrumento de la acción política se trata en el Gorgias. Lo que deja fuera de combate a Gorgias en la conversación es, precisamente, haber admitido que el ora dor conoce lo justo y lo injusto. Porque no podemos olvi­dar en qué plano coloca Platón la actividad política. Para él, no se puede realizar más que dentro del ámbito de la moral. Cuando Tucídides (II 100) nos habla de Arquelao, dice que hizo por Macedonia más que los ocho reyes que le precedieron. El juicio pragmático de este historiador no tiene en cuenta más que las realizaciones políticas de Arquelao. Para Tucídides, no cuenta nada la moral en la política. En cambio, el juicio que Platón hace de Arque­lao (repetidamente, en 470d y ss., 479d y 525d) es la otra cara de la moneda. Para él, es el hombre más perverso y será, en el Hades, un típico ejemplo de las almas incura­bles a causa de la magnitud monstruosa de los delitos co­metidos. La razón es que, para Platón, la política es una parte de la moral. Cabe decir aún más: es la única vía efec­tiva de ejercer una moral social. No sólo social sino tam­bién individual, porque Platón piensa que la moral del in­dividuo está en relación con la moral de la sociedad.

Por las razones que se han ido exponiendo resulta bas­tante claro que en este diálogo no se tratan dos cuestio­nes, ni hay interrelación de una con la otra. De principio a fin hay un solo objeto perfectamente definido ya por Olimpiodoro: «discutir sobre los principios morales que nos conducen al bienestar político». Podríamos pregun­tarnos por qué Platón no ha colocado a un político como interlocutor de Sócrates desde el comienzo. Supongamos que ha querido dejar claro, en boca del más prestigioso maestro, que la oratoria, el instrumento por antonoma­sia de la actividad política, es ajena al conocimiento de lo justo y lo injusto. Gorgias tiene que retirarse de la con­versación más bien por error de concepto que por una to­ma de postura moral. Por el contrario, Polo empieza afir­mando que el hombre injusto es feliz, lo que explica que la discusión tome un tono más vivo. Pero las afirmacio­nes de Polo no tienen otro alcance que el de la expresión de un estado de cosas evidente para un análisis superfi­cial. Muy distinta es la posición de Calicles, que pretende sentar racionalmente la necesidad de la injusticia. Sólo los esclavos y los débiles ––dice–– pueden alabar la justi­cia, pero el hombre fuerte no puede por menos de ser in­justo. Más aún, sostiene la paradoja de que lo verdadera­mente justo para el fuerte es cometer injusticia.

 

En cuanto a la fecha de composición, la opinión más admitida actualmente es la de que la obra fue escrita des­pués del viaje a Sicilia. Hay numerosos datos en el Gorgias que inclinan a pensar en el efecto todavía vivo del re­ciente viaje. Como se observará en la lectura del diálogo, hay frecuentes alusiones a Italia y Sicilia y a desarrollos de ideas allí nacidas, de las que no es presumible que se tuviera adecuada información desde Atenas. Además, to­das esas alusiones llevan la connotación de algo adquiri­do directamente más que a través de otras personas lle­gadas a Atenas o de escritos. Tanto Dodds como Guthrie, por citar autores recientes, admiten sin mayor discusión una fecha inmediatamente posterior al primer viaje a Sicilia.

«El Gorgias es el diálogo más moderno de los diálogos de Platón»3. Esta afirmación es fácilmente comprobable por la propia lectura del diálogo. Los problemas en él tra­tados son los mismos que preocupan al hombre de hoy. Además, están expuestos con gran belleza literaria. La ten­sión emocional del autor se transmite aún íntegramente al lector. Por otra parte, es un diálogo que se puede se­guir de principio a fin sin una preparación filosófica pre­via. Las conclusiones precipitadas o las faltas de lógica que el lector puede encontrar, que requerirían mayor ex­plicación, no entorpecen la secuencia de las ideas y tie­nen el contrapeso literario del apasionamiento en la ex­posición. En estos datos podemos resumir la «moderni­dad» del Gorgias.

Las fechas límites dentro de las que puede situarse la acción de este diálogo son los años 427 y 405. En la pri­mera de ellas, Gorgias fue por primea vez a Atenas como jefe de la embajada que enviaron los leontinos para pedir ayuda contra Siracusa. En favor de esta fecha habla tam­bién la referencia a la reciente muerte de Pericles (503c), acaecida en el año 429. Otros datos, sin embargo, nos apar­tan mucho de esta posibilidad. Se habla de Arquelao co­mo tirano de Macedonia (470d), situación que no alcanzó hasta el año 413. Hay una evidente alusión al proceso con­tra los generales vencedores en el combate naval de las Arginusas (473c), hecho que nos lleva hasta el año 406. Por tanto, la acción pudo tener lugar en una fecha indetermi­nada, entre los años 427 y 405. ­

 

3.        DODDS, ibid., pág. 387.

 

Pero hay que tener en cuenta que los diálogos platóni­cos no son el fiel relato de conversaciones realmente man­tenidas por los personajes que en ellos intervienen. Se trata de obras literarias en las que no sólo los pensamien­tos, sino también los escenarios y las fechas son produc­to de la imaginación del autor. Si Platón hace intervenir juntos a personajes que quizá jamás se reunieron en el mis­mo lugar, o si se permite algún dislate cronológico que puede extrañar al gusto minucioso y detallista de los mo­dernos, téngase en cuenta que sus contemporáneos, más inclinados a lo abstracto, no fijaban su atención en estos puntos. Para ellos escribió sus obras; no debemos, por tan­to, aplicar nuestras ideas a lo que no fue escrito para nosotros.

La acción del diálogo se desarrolla así. A un lugar im­preciso, que lo mismo pudiera ser un gimnasio o cualquier otro recinto, llega Sócrates acompañado de Querefonte, en el momento en que Gorgias ha terminado una de esas disertaciones a que tan aficionados eran los sofistas. Da principio el diálogo con una breve conversación entre Que­refonte y Polo sobre el arte de Gorgias. A partir de 449a, Sócrates mantiene la conversación a lo largo de todo el diálogo, primero con Gorgias, luego con Polo, posterior­mente con Calicles y, por último, cuando éste abandona la discusión, continúa solo hasta el fin.

Manifiesta Sócrates que, puesto que Gorgias es orador y maestro de retórica, debe estar en condiciones de decir cuál es el objeto del arte que profesa (449d). En opinión de Gorgias, la retórica es el arte que trata de los discur­sos. Pero también otras muchas artes ––objeta Sócrates­–– versan sobre discursos; la medicina, por ejemplo, sobre los que se refieren a la curación de los enfermos. Gorgias añade que en las demás artes intervienen operaciones ma­nuales. Pero esto no sucede ––dice Sócrates–– con la arit­mética y la geometría, a las que, evidentemente, Gorgias no desearía llamar retórica. En vista de la objeción, afir­ma éste que los discursos de los que se ocupa su arte se refieren al mayor bien para el hombre, esto es, producir la persuasión por medio de la palabra. Y ¿sobre qué persuade la retórica? Según Gorgias, sobre lo justo y lo in­justo ante los tribunales y las asambleas. Pero, en este ca­so, hay que distinguir entre ciencia y creencia; puede ha­ber una creencia falsa y otra verdadera, pero no sucede lo mismo con la ciencia. ¿De qué persuasión es artífice la retórica, de la que da lugar a la creencia o a la ciencia? Es evidente ––dice Gorgias–– que sólo de la que produce la creencia (454e), pero su poder es maravilloso. Son los oradores, no los expertos en la guerra, los que aconsejan en las asambleas cuando se trata de elegir generales, y lo mismo sucede respecto a otros técnicos. Más aún, el ora­dor persuade a un enfermo con más facilidad que el pro­pio médico y, ante la multitud, hace prevalecer su opinión sobre la de cualquier otra persona. Ahora bien, si un ora­dor hace uso injusto del gran poder que le proporciona su arte, no se debe culpar de ello a la retórica ni a los maes­tros que la enseñan.

Gorgias trata de poner fin a la discusión con un fútil pretexto, pero ante el deseo de los oyentes se ve forzado a proseguir (458d). Así pues, al reanudarse el diálogo, Só­crates insiste sobre algunas afirmaciones hechas por Gor­gias. Ante la multitud el orador es más persuasivo que el médico y, por lo tanto, el que no sabe, más que el que sa­be; también respecto a las demás artes, aun sin conocer­las, puede aparecer más sabio que los que realmente sa­ben. ¿Y respecto a lo justo y lo injusto? ¿Es suficiente que pase por tener estos conocimientos, o es preciso que los tenga realmente? (459d). Gorgias admite lo segundo. So­crates concluye que quien conoce lo justo es justo y que el justo jamás puede obrar injustamente. Por tanto, ¿có­mo es posible decir que no se debe acusar a la retórica, si un orador obra injustamente?

En este momento empieza la intervención de Polo (461-481). En su opinión, el error de Gorgias ha consisti­do en decir que el orador debe conocer lo justo. Manifies­ta Sócrates que, á su entender, la retórica no es más que una práctica y una rutina, del mismo modo que el arte cu­linaria; una y otra son formas de la adulación que tratan de sustituir al conocimiento razonado de las verdaderas artes. Se produce una sutil discusión sobre si el que hace lo que quiere es poderoso, suponiendo que el poder es un bien para quien lo posee.

A continuación nos encontramos con uno de los temas más importantes del diálogo: el mayor mal es cometer in­justicia (469b). Esta afirmación resulta inadmisible para Polo, y a fin de probar su falsedad, cita el caso de Arque­lao, quien, a pesar de sus numerosos e infames crímenes, es feliz, puesto que reina en Macedonia. Pero ––alega Sócrates–– la discusión exige pruebas, no testigos; pues el único testigo válido es el interlocutor. El injusto jamás puede ser feliz, pues si recibe castigo será muy desgra­ciado, y si no lo recibe lo será aún más (472e). Cometer injusticia es más feo que sufrirla y, por tanto, más perju­dicial. Puesto que la injusticia afecta al alma, es el mayor de los males y, en consecuencia, será un bien librarse de ella por medio del castigo, mientras que no sufrir éste es permanecer en la mayor desgracia (479a). Si lo mejor pa­ra el injusto es pagar su pena, ¿cuál es la utilidad de la retórica? En todo caso podría servir para acusarnos a nosotros mismos y, así, quedar cuanto antes libres de la injusticia.

Las conclusiones anteriores han sacado de quicio a Ca­licles, fiero defensor del derecho del más fuerte: Asom­brado por las insólitas afirmaciones que acaba de oír, só lo puede suponer que Sócrates ha hablado en broma. En su intervención (481-523), Calicles expone su famosa teo­ría, proclamada también por otros sofistas y que tanta re­sonancia ha tenido en el pensamiento moderno. Según él, hay que distinguir entre naturaleza y ley; por naturaleza es más feo sufrir injusticia; por ley, en cambio, cometer­la. Las leyes están establecidas por los débiles a fin de con­tener y atemorizar a los fuertes; por tanto, éstos deben despreciarlas y pisotearlas. En su opinión, Sócrates po­dría comprenderlo fácilmente, si abandonara la filosofía, que, si bien es admisible para la juventud, resulta inclu­so nociva para un hombre maduro. Valiéndose de pasa­jes de los poetas, que le sirven al mismo tiempo para ha­cer gala de erudición, zahiere y ridiculiza a Sócrates con el pretexto de aconsejarle (486d).

Al examinar lo expuesto por su interlocutor, Sócrates cree necesario aclarar el sentido que da Calicles al con­cepto de «más fuerte». Responde que el hombre más fuer­te es el capaz de alimentar las mayores y más numerosas pasiones (491e). Dos bellas alegorías, de procedencia pi­tagórica, establecen una solución de continuidad en la su­cesión de preguntas y respuestas, pero no convencen a Ca­licles de que la vida moderada es mejor que la disoluta. Así pues, ante la persistencia de su interlocutor, Sócra­tes entabla una discusión encaminada a demostrar que el placer y el bien no son la misma cosa, hasta llegar a la conclusión de que unos placeres son buenos y otros ma­los (499b).

En opinión de Sócrates, la cuestión que se debate es de máxima importancia; se trata de saber de qué modo hay que vivir. ¿Se debe elegir la política, como aconseja Calicles, o la filosofía? Puede haber una oratoria política que tienda al bien de los ciudadanos; pero, según Sócrates, no ha existido en Atenas más que la que trata de adularlos (5036). ¿Intentaban los famosos políticos que nombra Ca­licles mejorar a los gobernados por ellos? Esta cuestión conduce a determinar previamente en qué consiste el bien del alma. Para Sócrates, en el orden, la moderación y la justicia; el castigo y la reprensión son, sin duda, mejores que el desenfreno que Calicles había defendido.

Al llegar aquí, Calicles, que ya antes había intentado abandonar la discusión, se niega a continuarla. A petición de Gorgias, que expresa el deseo de los demás oyentes, So­crates establece las conclusiones que se deducen de la con­versación: el hombre moderado es justo, y el justo, feliz; por tanto, hay que huir del desenfreno y practicar la jus­ticia. Un hombre justo puede sufrir infinitos daños y ul­trajes, pero es mayor el perjuicio para quien se los causa (508e). Quizá el justo no pueda defenderse ante la injusti­cia, pero el injusto no puede librarse de ella más que por el castigo de sus culpas. Los medios que colocan a un hom­bre en situación de no padecer injusticia le conducen, sin embargo, casi fatalmente a cometerla, y esto, según ha quedado demostrado, es el mayor de los males (511a). Cuanto más larga sea la vida del injusto, mayor es su des­gracia; en consecuencia, no se debe procurar conservar la vida a toda costa, sino vivir lo mejor posible. Sócrates censura a Temístocles, Cimón, Milcíades y Pericles. Aun­que fueron buenos servidores del pueblo, no buscaron si­no saciarle en sus apetitos, y no se ocuparon de moderar y reprimir sus pasiones, única misión del buen ciudada­no (517c). Tan absurdo es que los políticos se quejen de ser tratados injustamente por sus gobernados, como que los sofistas, que aseguran enseñar la virtud, digan que sus discípulos obran injustamente con ellos (519c). La verda­dera política, según Sócrates, es la que él ejercita; pero como no trata de agradar, sino de procurar el mayor bien a los ciudadanos, le sería muy difícil defenderse si su vi­da corriera peligro. Pero la muerte se puede soportar fá­cilmente, cuando no se ha dicho ni hecho nada injusto con­tra los dioses ni contra los hombres.

Termina el diálogo con el bellísimo mito sobre el jui­cio de los muertos y el destino final de las almas 4. Sin que el relato pierda unidad, se intercalan en él ideas que sirven para elevar a un plano ético sublime las conclusio­nes conseguidas. Así, la opinión corriente, aplicada aquí a la vida_      ultraterrena., sobre los efectos del castigo. Sólo es provechoso para los que han cometido delitos repara­bles; sirven en cambio, únicamente de ejemplo para los demás hombres los terribles sufrimientos de aquellos cu­yos delitos son irreparables; entre estos últimos estará, sin duda, Arquelao, a quien sus injusticias habrían hecho feliz, según Polo. Si bien es cierto que Sócrates sería in­capaz de defenderse de una acusación ante un tribunal, ¿qué hará Calicles ante el juez que ha de decidir su desti­no después de la muerte? La conclusión final es que el me­jor género de vida consiste en vivir y morir practicando la justicia  y todas las demás virtudes.

 

4. Comparar este mito con los de otros diálogos de Platón (Fed. 107c y ss., Rep. 614b y ss.). C1. C. GARCIA GUAL, Mitos, viajes, héroes, Madrid, 1981, págs. 45-61.

 

 

GORGIAS

 

CALICLES, SÓCRATES, QUEREFONTE, GORGIAS, POLO 1

447a

 
 


CALICLES. –– Así dicen que conviene llegar a la guerra y al combate 2, Sócrates.

SÓCRATES. –– ¿Quizá nos hemos retrasado y, como suele decirse, hemos llegado después de la fiesta?

CAL. –– Y por cierto después de una magnífica fiesta, pues hace un momento Gorgias ha disertado 3 magistral­mente sobre muchas y bellas cuestiones.

b

 
SÓC. –– Aquí tienes, Calicles, al responsable de nues­tro retraso, Querefonte, que nos ha obligado a detenernos en el ágora.

QUEREFONTE. –– No importa, Sócrates, pues yo lo reme­diaré; Gorgias es amigo mío y repetirá su exposición ante nosotros, si te parece ahora o, si quieres, en otra ocasión.

CAL. –– ¿Qué dices, Querefonte? ¿Desea Sócrates oír a Gorgias?

QUER. –– Precisamente para eso hemos venido.

c

 
CAL. –– Pues entonces venid a mi casa cuando queráis; Gorgias se aloja en ella y disertará ante vosotros.

SÓC. –– Muy bien, Calicles; pero ¿estaría dispuesto Gor­gias a dialogar con nosotros? Porque yo deseo preguntar­le cuál es el poder de su arte y qué es lo que proclama y enseña. Que deje el resto de su exposición para otra vez, como tú dices.

CAL. –– Lo mejor es preguntarle a él mismo, Sócrates, pues precisamente era éste uno de los puntos de su expo­sición; nos invitaba 4 ahora mismo a que cada uno de los que aquí estamos le preguntara lo que quisiera y asegu­raba que contestaría a todo.

SÓC. –– Dices bien, Querefonte, pregúntale.

QUER. –– ¿Qué debo preguntarle?

 

1. Calicles nos es conocido sólo a través de este diálogo. Ni Platón lo nombra en otro diálogo ni tampoco lo cita ningún otro autor. Se ha supuesto que sería un personaje imaginado por Platón. Tan bien trazado está el tipo humano, que parece difícil pensar que no se trate de una per­sona real. Se le asigna un demo, lo que no sería necesario; se citan ami­gos suyos bien caracterizados. Desprecia a los sofistas (520a) y aparece con vocación totalmente política. Es muy digna de tener en cuenta la opi­nión de E. R. Donas (Plato. Gorgias, Oxford, 1959, pág. 13) de que puede tratarse de un joven valioso cuyas aspiraciones y, quizá, la vida se malo­graron en los años próximos al fin de la guerra del Peloponeso. –– Querefonte, del demo de Esfeto, era amigo y admirador de Sócrates, al que acompañaba con frecuencia. Pertenecía a los demócratas y se exilió durante el gobierno de los Treinta. Hizo la pregunta al oráculo de Delfos de si había alguien más sabio que Sócrates (Apol. 21 a). En las Nubes, Aris­tófanes conjunta su nombre con el de Sócrates en el «Pensatorio». Mu­rió antes del proceso de Sócrates. –– Gorgias de Leontinos. Aunque la tra­dición lo incluye entre los sofistas, no debía de ser ésa la opinión de Pla­tón, que lo considera maestro, si bien distinguido, de retórica y orador. Si entonces se lo hubiera considerado sofista no serían explicables las frases de Calicles en 520a. Alcanzó gran longevidad, pues debía de ser unos diez años mayor que Sócrates y murió bastantes años después que él. Es un personaje muy interesante en muchos otros aspectos, pero, so­bre todo lo es por la influencia de su estilo en la retórica y en la prosa artística. Su discípulo más caracterizado fue Isócrates. Su primera es­tancia en Atenas fue en el año 427. Probablemente murió en Tesalia. –– Polo de Acragante es discípulo de Gorgias. Se le conoce sólo por el Gor­gias y por un pasaje del Fedro (267c). En 462b, Sócrates dice haber leído un libro suyo sobre retórica.

2. Frase con que se recibía al que llegaba tarde a un espectáculo interesante o agradable, como lo es para Calicles la exposición hecha por Gorgias.

Con el verbo epideíknysthai y el sustantivo epídeiksis, se expresan, frecuentemente, los alardes de elocuencia y erudición de que hacían ga­la los sofistas y que tanto atraían a la juventud ateniense. Véanse Pro­tág. 310b y ss., Hip. May. 282c.

4. Parece que fue Gorgias el que inició la costumbre, seguida por to­dos los sofistas, de pedir a su auditorio que le propusiera las más dife­rentes cuestiones. CICERÓN, De Finib. II 1.

 

d

 
SÓC. –– Qué es.

QUER. –– ¿Qué quieres decir?

SÓC. –– Por ejemplo, si hiciera calzado respondería, sin duda, que es zapatero; ¿no comprendes lo que digo?

448a

 
QUER. –– Te comprendo y voy a interrogarle. Dime, Gor­gias, ¿es verdad lo que dice Calicles, que te ofreces volun­tariamente a contestar a lo que se te pregunte?

GORGIAS. –– Es verdad, Querefonte; así lo he proclama­do hace un momento y sostengo que durante muchos años nadie me ha presentado una cuestión nueva para mí.

QUER. –– Entonces responderás con facilidad, Gorgias.

GOR. –– Puedes hacer una prueba de ello, Querefonte.

POLO. –– Por Zeus, Querefonte, si quieres haz la prue­ba conmigo. Me parece que Gorgias está fatigado porque, hace poco, ha tratado sobre muchas cosas.

b

 
QUER. –– ¿Qué dices, Polo? ¿Crees que tú contestas me­jor que Gorgias?

POL. –– ¿Qué importa, si respondo suficientemente a tus preguntas?

QUER. –– No importa nada, pero, ya que es tu deseo, contesta.

POL. –– Pregunta.

QUER. –– Ésta es mi pregunta. Si Gorgias fuera cono­cedor del mismo arte que su hermano Heródico 5, ¿qué nombre apropiado le daríamos? ¿No le daríamos el mis­mo que a aquél?

POL. –– Sin duda.

QUER. –– Así pues, nos expresaríamos con propiedad llamándole médico.

POL. –– Sí.

QUER. –– Y si fuera experto en el mismo arte en que lo es Aristofonte 6, hijo de Aglaofonte, o que el hermano de Aristofonte, ¿qué nombre le daríamos para llamarle con propiedad?

 

5. Respecto a la forma de la pregunta, cf. Protág. 311e. No debe con­fundirse a este Heródico, hermano de Gorgias, con Heródico de Mégara o de Selimbria, del que habla Platón en Protág. 316e y Fedro 227d.

6. Aristofonte y Aglaofonte fueron pintores famosos, citados por Pli­nio el Viejo; el hermano de Aristofonte fue el célebre Polignoto.

 

c

 
POL. –– Es evidente que pintor.

QUER. –– Pues, en este caso, ¿de qué arte es conocedor y qué le llamaríamos para expresarnos rectamente?

d

 
POL. –– Existen entre los hombres, Querefonte, mu­chas artes elaboradas hábilmente partiendo de la ex­periencia'. En efecto, la experiencia hace que nuestra vida avance con arreglo a una norma; en cambio, la inex­periencia la conduce al azar. De entre estas artes unos ejer­cen unas y otros otras de modo distinto, y los mejores practican las más elevadas. Entre estos últimos se encuen­tra Gorgias, que cultiva la más bella de las artes.

SÓC. –– Parece, Gorgias, que Polo está bien preparado para pronunciar discursos, pero no cumple lo que prome­tió a Querefonte.

GOR. ––¿Qué dices exactamente, Sócrates?

SÓC. –– Me parece que no contesta plenamente a lo que se le pregunta.

GOR. –– Pues interrógale tú, si quieres.

e

 
SÓC. –– No; me gustaría más preguntarte a ti, si estás dispuesto a contestar. Pues, por lo que ha dicho, es para mí evidente que Polo se ha ejercitado más en la llamada retórica que en dialogar.

POL. –– ¿Por qué, Sócrates?

SÓC. –– Porque al preguntarte Querefonte qué arte pro­fesa Gorgias, tú alabas este arte como si alguien lo ataca­ra, pero no respondes cuál es.

POL. –– ¿Pues no he contestado que era la más bella?

449a

 
SÓC. –– Sin duda; pero no se te preguntaba cómo es el arte de Gorgias, sino cuál es y qué se debe llamar a Gor­gias. Del mismo modo que antes respondiste con exacti­tud y brevedad a los ejemplos que te propuso Querefon­te, dime también ahora cuál es el arte de Gorgias y qué nombre debemos dar a éste. Pero, mejor aún, Gorgias, dinos tú mismo qué debemos llamarte, en razón de que eres hábil en qué arte.

GOR. –– En la retórica, Sócrates.

SÓC. –– Así pues, hay que llamarte orador.

GOR. –– Y buen orador, Sócrates, si quieres llamarme lo que rne ufano de ser 8, como decía Homero.

SÓC. –– Sí quiero.

b

 
GOR. –– Pues llámame así.

SÓC. ––¿Debemos decir también que eres capaz de ha­cer oradores 9 a otros?

GOR. –– Proclamo esto no sólo aquí, sino también en otras partes.

SÓC. ––¿Estarías dispuesto, Gorgias, a continuar dia­logando como ahora lo estamos haciendo, preguntando unas veces y respondiendo otras, y a dejar para otra oca­sión esos largos discursos de los que Polo ha empezado a darnos una muestra? No dejes de cumplir lo que pro­metes y dispónte a contestar con brevedad a las preguntas.

c

 
GOR. –– Ciertamente, Sócrates, algunas contestaciones requieren mayor amplitud; no obstante, intentaré respon­der con la máxima brevedad. Precisamente es ésta tam­bién una de las cosas que afirmo: que nadie sería capaz de decir las mismas cosas en menos palabras que yo.

SÓC. ––Eso es lo que hace falta, Gorgias; hazme una demostración de esto mismo, de la brevedad, y deja los largos discursos para otra vez.

GOR. –– Así lo haré y tendrás que decir que no has oído a nadie expresarse con mayor concisión.

d

 
SÓC. –– Veamos. Puesto que dices que conoces el arte de la retórica y que podrías hacer oradores a otros, dime de qué se ocupa la retórica. Por ejemplo, el arte de tejer se ocupa de la fabricación de los vestidos; ¿no es así?

 

7. Según los escolios, parece ser que esta frase está tomada de una obra de Polo, quizá la que se cita en 462c; pero es posible que Platón ha­ya imitado solamente su estilo ridiculizándolo. La traducción no puede recoger la asociación de elementos expresivos de la frase.

8. Véase Odisea I 180.

9. En griego rhētōr significa a la vez orador y maestro de retórica.

 

GOR. –– Sí.

SÓC. ––¿Y la música de la composición de melodías?

GOR. –– Sí.

SÓC. –– Por Hera 10, Gorgias, que me admiran tus res­puestas, pues contestas con increíble brevedad.

GOR. –– Creo, en efecto, Sócrates, que lo hago muy acertadamente.

SÓC. –– Tienes razón. Veamos; contéstame también así respecto a la retórica; ¿cuál es el objeto de su conoci­miento?

e

 
GOR. –– Los discursos.

SÓC. –– ¿Qué discursos, Gorgias? ¿Acaso los que indi­can a los enfermos con qué régimen podrían sanar?

GOR. –– No.

SÓC. –– Entonces la retórica no se refiere a todos los discursos.

GOR. –– Desde luego que no.

SÓC. –– Pero, sin embargo, capacita a los hombres pa­ra hablar.

GOR. –– Sí.

SÓC. –– ¿Les capacita también para pensar sobre las cuestiones de las que hablan?

450a

 
GOR. –– Pues ¿cómo no?

SÓC. ––¿No es verdad que la medicina, que acabamos de nombrar, hace a los hombres capaces de pensar y ha­blar sobre la curación de los enfermos?

GOR. –– Necesariamente.

SÓC. –– Luego también la medicina, según parece, se ocupa de los discursos.

GOR. –– Sí.

 

10. Parece que era una costumbre personal de Sócrates jurar por He­ra; aunque habitual, este juramento era propio de mujeres. Es la diosa hija de Crono y esposa de Zeus.

 

SÓC. ––Por lo menos de los que se refieren a las enfermedades.

GOR. –– Exactamente.

SÓC. –– ¿Y la gimnasia no se ocupa también de los dis­cursos que se refieren al buen o mal estado de los cuerpos?

GOR. –– Desde luego.

b

 
SÓC. –– Y, por cierto, también las demás artes, Gorgias, están en la misma situación; cada una de ellas se ocupa de los discursos que se refieren a su objeto.

GOR. –– Eso parece.

SÓC. ––¿Por qué, entonces, no llamas retóricas a las demás artes, ya que también se refieren a discursos, si lla­mas retórica a la que se ocupa de los discursos?

c

 
GOR. –– Porque se podría decir que todo el conocimien­to de las demás artes se refiere a operaciones manuales y a otras ocupaciones de esta clase; pero ninguna de es­tas obras manuales es propia de la retórica, sino que en ella toda la actividad y eficacia se producen por medio de la palabra. Por esta causa yo estimo que el arte de la retó­rica se refiere a los discursos, y tengo razón, según afirmo.

SÓC. –– No sé si entiendo bien qué cualidad quieres atribuirle. Pronto voy a saberlo con más claridad. Contés­tame: existen artes, ¿no es verdad?

GOR. –– Sí.

d

 
SÓC. –– Entre todas las artes, según mi opinión, hay unas en las que la actividad manual constituye la parte principal y necesitan poco de la palabra, algunas de ellas no la necesitan en absoluto, sino que podrían llevar a ca­bo su función en silencio, como la pintura, la escultura y otras muchas. Me parece que dices que es con éstas con las que no tiene relación la retórica. ¿No es así?

GOR. –– Sí, Sócrates; lo comprendes muy bien.

e

 
SÓC. –– Existen otras que ejercen toda su función por medio de la palabra y, por así decirlo, prescinden de la acción total o casi totalmente; por ejemplo, la aritmética, el cálculo, la geometría, las combinaciones en los juegos de azar y otras muchas artes, en algunas de las cuales la palabra y la acción son casi iguales; pero en la mayoría es la palabra la que predomina e, incluso, solamente por medio de ella se lleva a cabo su realización y eficacia. Me parece que dices que una de éstas es la retórica.

GOR. –– Así es.

451a

 
SÓC. –– Sin embargo, no creo que quieras dar a ningu­na de ellas el nombre de retórica, si bien literalmente has dicho que la retórica es la que alcanza su eficacia por me­dio de la palabra, y se podría argüir, si se quisiera sutili­zar, «¿Luego dices que la aritmética es retórica, Gorgias?» Pero yo no creo que tú llames retórica ni a aritmética ni a la geometría.

GOR. –– Crees bien, Sócrates, y comprendes exactamen­te mi pensamiento.

c

 

b

 
SÓC. –– Éa, completa ahora tu respuesta a mi pre­gunta 11. Puesto que la retórica es una de las artes que se sirven preferentemente de la palabra pero hay también otras en estas condiciones, procura decir sobre qué obje­to ejerce su eficacia la retórica por medio del lenguaje. Por ejemplo, si sobre alguna de las artes de que ahora ha­blaba, alguien me preguntara: «Sócrates, ¿qué es la arit­mética?», le contestaría, como tú ahora, que es una de las artes que produce su eficacia por medio de la palabra. Si, continuando la pregunta, me dijera: «¿Sobre qué objeto?», le contestaría que sobre lo par y lo impar y la cantidad de cada uno. Si nuevamente me preguntara: «¿Qué es el cálculo?», le diría que también es una de las artes que tie­nen toda su eficacia en la palabra, y si insistiera: «Sobre qué objeto?», le respondería, como los que redactan las propuestas en la asamblea, que en cuanto a lo demás es igual 12  la aritmética que el cálculo, se refieren a lo mismo, a lo par y a lo impar; se diferencian solamente en que el cálculo examina las relaciones de cantidad de lo par y lo impar respecto a sí mismos y a unos con otros. Y si se me interrogara por la astronomía y, al decir yo que tam­bién ésta ejerce toda su eficacia por medio de la palabra, se me preguntara:« ¿Sobre qué objeto se aplica el lengua­je de la astronomía, Sócrates?», diría que sobre el curso de los astros, del sol y de la luna y sobre la relación de velocidades de unos con otros.

d

 
GOR. –– Tu contestación sería acertada, Sócrates.

SÓC. –– Pues dala tú también, Gorgias. La retórica es una de las artes que realizan toda su obra y son eficaces por medio de la palabra; ¿es cierto?

GOR. ––Así es.

SÓC. ––Di sobre qué objeto; ¿cuál es, entre todas las cosas, aquella de la que tratan estos discursos de que se sirve la retórica?

GOR. –– Los más importantes y excelentes de los asun­tos humanos.

 

11. Véase 449d.

12        Cuando en la asamblea se procedía a la lectura de una proposi­ción de ley o de un decreto, se citaba primero el nombre de su autor, la filiación y el demo al que pertenecía. Si después se daba lectura a otra proposición de la misma persona, para evitar la repetición se decía sim­plemente: «lo demás conforme a esto mismo» (tà mèn álla katá tà autá).

 

e

 
SÓC. –– Pero, Gorgias, también esa respuesta es discu­tible y carece aún de precisión. Supongo que habrás oído cantar en los banquetes ese escolio 13 en el que, al enume­rar los bienes humanos, se dice que lo mejor es tener sa­lud, lo segundo, ser hermoso, y lo tercero, como dice el poeta del escolio, adquirir riquezas sin fraude.

452a

 
GOR. ––Sí, lo he oído; pero ¿por qué lo citas ahora?

d

 

c

 

b

 
SÓC. –– Porque si, por ejemplo, estuvieran delante de ti los que profesan las artes que alabó el autor del esco­lio: el médico, el maestro de gimnasia y el banquero, y, en primer lugar, dijera el médico: «Sócrates, Gorgias te engaña; no es su arte el que procura el mayor bien a los hombres, sino el mío», y yo le preguntara: «¿Qué eres tú, para expresarte así», contestaría probablemente que mé­dico. «¿Qué dices? ¿El producto de tu arte es el mayor bien?» «¿Cómo no, Sócrates?, diría quizá. ¿Hay algún bien mayor para el hombre que la salud?» Si después de éste, el maestro de gimnasia dijera: «También a mí me causa­ría sorpresa, Sócrates,, que Gorgias pudiera demostrarte que su arte produce un bien mayor que el mío»; igualmen­te preguntaría yo a éste: «¿Qué eres, amigo, y qué obra realizas?» «Maestro de gimnasia, diría, y mi obra consis­te en dar a los cuerpos fuerza y belleza. » Después del maes­tro de gimnasia, el banquero, con gran desprecio para to­dos los demás, según yo creo, diría: «Examina, Sócrates, si encuentras en Gorgias o en cualquier otro un bien ma­yor que la riqueza.» Le diríamos: «Es que tú eres el artífi­ce de la riqueza?» Contestaría afirmativamente.« ¿Qué eres?» «Banquero.» «¿Crees que el mayor bien para los hombres es la riqueza?» «¿Cómo no?», respondería. Nos­otros le diríamos: «Pues aquí tienes a Gorgias que afir­ma, contra lo que tú dices, que su arte es causa de un bien mayor que el tuyo.» Es evidente que después de tal afir­mación él preguntaría: «¿Qué bien es ése? Que conteste Gorgias». Pues bien, Gorgias, piensa que ellos y yo te ha­cemos esta pregunta y contéstanos: ¿Cuál es ese bien que, según dices, es el mayor para los hombres y del que tú eres artífice?

GOR. –– El que, en realidad, Sócrates, es el mayor bien; y les procura la libertad y, a la vez permite a cada uno dominar a los demás en su propia ciudad.

e

 
SÓC. –– ¿Qué quieres decir?

GOR. –– Ser capaz de persuadir, por medio de la pala­bra, a los jueces en el tribunal, a los consejeros en el Con­sejo, al pueblo en la Asamblea y en toda otra reunión en que se trate de asuntos públicos 14. En efecto, en virtud de este poder, serán tus esclavos el médico y el maestro de gimnasia, y en cuanto a ese banquero, se verá que no ha adquirido la riqueza para sí mismo, sino para otro, pa­ra ti, que eres capaz de hablar y persuadir a la multitud.

 

13. El escolio era una canción, generalmente de asunto moral, que se cantaba al final de los banquetes.

14.       Después de muchas vacilaciones, Gorgias define la retórica como el arte de la persuasión; pero en sus palabras se manifiesta la tendencia de la. pura utilidad para el orador y se deja ver que una oratoria com­prendida de este modo está al margen de la justicia. Por un hábil force­jeo dialéctico, Sócrates le lleva a decir que la persuasión que produce la retórica es, precisamente, sobre lo justo y lo injusto.

453a

 
 


SÓC. –– Me parece, Gorgias, que ahora has expuesto ca­si con exactitud lo que, según tú, es la retórica; y si te he entendido bien, dices que es artífice de la persuasión y que toda su actividad y el coronamiento de su obra acaban en esto. ¿Puedes decir que su potencia se extiende a más que a producir la persuasión en el ánimo de los oyentes?

GOR. –– A nada más, Sócrates; me parece que la has de­finido suficientemente; éste es, en efecto, su objeto fundamental.

b

 
SÓC. –– Escucha, pues, Gorgias. Es preciso, sin duda, que sepas que si hay alguien que al dialogar quiera cono­cer exactamente el objeto sobre el que se discute, yo estoy persuadido de que soy uno de ellos. Creo que tú tam­bién eres así.

GOR. –– ¿Por qué lo dices, Sócrates?

c

 
SÓC. –– Voy a explicartelo. Debo advertirte que yo no sé claramente cuál es, en realidad, la persuasión que, se­gún tú, produce la retórica, ni sobre qué objetos, aunque sospecho a qué persuasión te refieres y sobre qué. No obs­tante, voy a preguntarte qué clase de persuasión produ­ce, a tu juicio, la retórica y sobre qué cosas. ¿Por qué, su­poniéndolo, te interrogo en lugar de decirlo yo mismo? No es por ti, sino por nuestra conversación, para que avan­ce de modo que nos aclare todo lo posible el objeto sobre el que discutimos. Examina si te parece justo mi modo de interrogar; por ejemplo: si te hubiera preguntado qué pintor es Zeuxis 15 y me hubieras contestado que es pin­tor de animales, ¿no tendría razón en volver a pregun­tar qué clase de animales pinta y de qué modo?

d

 
GOR. –– Sin duda.

SÓC. –– ¿Acaso porque también hay otros pintores que pintan otras muchas especies de animales?

GOR. –– Sí.

SÓC. –– Pero si sólo Zeuxis los pintara, ¿no hubiera si­do perfecta tu contestación?

GOR. –– Evidentemente.

SÓC. –– Pues di también, respecto a la retórica, si tú crees que sólo ella produce la persuasión o también la pro­ducen otras artes. Quiero decir que si el que enseña cual­quier cosa consigue convencer de lo que enseña o no.

e

 
GOR. –– Sí que convence, Sócrates, y más que nadie.

SÓC. –– Volvamos de nuevo a las mismas artes de que ahora hablábamos 16; ¿no nos enseñan la aritmética y el maestro de ella todo lo que tiene relación con el número?

GOR. –– Desde luego.

SÓC. –– ¿No nos convencen también?

GOR. –– Sí.

SÓC. ––Así pues, también la aritmética es artífice de la persuasión.

GOR. –– Eso parece.

454a

 
SÓC. –– Y si se nos pregunta de qué persuasión y so­bre qué objeto, responderemos probablemente que de una persuasión didáctica respecto a los números par e impar y a su cantidad. También podremos demostrar que todas las demás artes de que ahora hablábamos son artífices de la persuasión e indicar de qué persuasión y el objeto a que ésta se refiere; ¿no es así?

GOR. –– Sí.

SÓC. –– Entonces la retórica no es el único artífice de la persuasión.

GOR. –– Es cierto.

 

15. Zeuxis, pintor que gozó de gran celebridad, citado por numero­sos testimonios. Su período de actividad se coloca entre 435 y 390.

16        Véase 45

 

b

 
SÓC. –– Puesto que no es la única que produce este efec­to, sino que también otras lo producen, estaría justifica­do, como en el caso del pintor, que al llegar a este punto siguiéramos preguntando a nuestro interlocutor: «¿Qué persuasión produce la retórica y sobre qué objeto?» ¿No te parece justificada esta nueva pregunta?

GOR. –– Sí me lo parece.

SÓC. –– Pues contéstala, Gorgias, ya que también a ti te parece así.

GOR. –– Yo me refiero, Sócrates, a la persuasión que se produce en los tribunales y en otras asambleas, según decía hace un momento, sobre lo que es justo e injusto.

c

 
SÓC. –– Ya suponía yo que era ésta y sobre esto la per­suasión de que tú querías hablar, Gorgias; pero te he in­terrogado a fin de que no te cause extrañeza aunque a continuación te pregunte algo que parece evidente y, sin em­bargo, insista yo sobre ello. Repito que lo hago así no por . ti, sino para que la discusión llegue a su término ordena­damente y no nos acostumbremos a anticipar, por meras conjeturas, los pensamientos del otro, y, asimismo, para que puedas desarrollar hasta el fin tu pensamiento como quieras, con arreglo a tus propias ideas.

GOR. ––Me parece muy bien tu procedimiento, Sócrates.

SÓC. ––Continuemos; vamos a examinar lo siguiente: ¿Existe algo a lo que tú llames saber?

GOR. –– Sí.

SÓC. ––¿Y algo a lo que llames creer?,

d

 
GOR. –– También.

SÓC. ––Te parece que saber y creer son lo mismo o que son algo distinto el conocimiento y la creencia?

GOR. –– Creo que son algo distinto, Sócrates.

SÓC. ––Así es; lo comprobarás por lo siguiente. Si te Preguntaran: «¿Hay una creencia falsa y otra verdadera, Gorgias?», contestarías afirmativamente, creo yo.

GOR. ––Sí.

SÓC. –– Pero ¿existe una ciencia falsa y otra verdadera?

GOR. –– En modo alguno.

SÓC. ––Luego es evidente que no son lo mismo.

e

 
GOR. –– Es cierto.

SÓC. –– Sin embargo, los que han adquirido un cono­cimiento y los que tienen una creencia están igualmente persuadidos.

GOR. ––Así es.

SÓC. –– Si te parece, establezcamos, pues, dos clases de persuasión: una que produce la creencia sin el saber; otra que origina la ciencia.

GOR. –– De acuerdo.

SÓC. –– ¿Cuál es, entonces, la persuasión a que da lu­gar la retórica en los tribunales y en las otras asambleas respecto a lo justo y lo injusto? ¿Aquella de la que nace la creencia sin el saber o la que produce el saber?

455a

 
GOR. –– Es evidente, Sócrates, que aquella de la que na­ce la creencia.

SÓC. ––Luego la retórica, según parece, es artífice de la persuasión que da lugar a la creencia, pero no a la en­señanza sobre lo justo y lo injusto.

GOR. –– Sí.

SÓC. –– Luego tampoco el orador es instructor de los tribunales y de las demás asambleas sobre lo justo y lo injusto, sino que únicamente les persuade. En efecto, no podría instruir en poco tiempo a tanta multitud sobre cuestiones de tan gran importancia.

b

 
GOR. –– Claro que no.

SÓC. –– Veamos, pues, lo que realmente estamos dicien­do respecto a la retórica, porque ni yo mismo puedo ha­cerme una idea clara de lo que digo. Cuando en la ciudad se celebra una asamblea para elegir médicos o construc­tores de naves o cualquier otra clase de artesanos, ¿no es cierto que, en esa ocasión, el orador no deberá dar su opi­nión? Porque es evidente que en cada elección se debe pre­ferir al más hábil en su oficio. Tampoco dará su consejo cuando se trate de la construcción de murallas o del esta­blecimiento de puertos o arsenales, porque entonces lo da­rán los arquitectos. Menos aún cuando se delibere sobre la elección de generales, sobre el orden de batalla contra los enemigos o sobre la captura de algún puesto; en este caso serán los expertos en la guerra los que darán su con­sejo, y no los oradores. ¿Qué dices a esto, Gorgias? Pues­to que afirmas que tú eres orador y capaz de hacer ora­dores a otros, conviene conocer de ti lo concerniente a tu arte. Piensa que ahora yo me preocupo por tus intereses, pues quizá algunos de los presentes desea ser tu discípu­lo ––supongo que incluso son muchos––, pero tal vez no se atreven a interrogarte. Así pues, considera, al ser pre­guntado por mí, que son también ellos los que te pregun­tan: «¿Qué provecho obtendremos, Gorgias, si seguimos tus lecciones? ¿Sobre qué asuntos seremos capaces de aconsejar a la ciudad? ¿Sólo sobre lo justo y lo injusto o también sobre lo que ahora decía Sócrates?» Así pues, pro­cura darles una contestación.

e

 

d

 

c

 
GOR. –– Pues bien, voy a intentar, Sócrates, descubrir­te, con claridad toda la potencia de la retórica; tú mismo me has indicado el camino perfectamente. Sabes, según creo, que estos arsenales, estas murallas de Atenas y la construcción de los puertos proceden, en parte, de los con­sejos de Temístocles 17, en parte, de los de Pericles, pero no de los expertos en estas obras.

SÓC. –– Eso es, Gorgias, lo que se dice respecto a Te­mistocles; en cuanto a Pericles, yo mismo le he oído cuan­do nos aconsejaba la construcción de la muralla inter­media 18.

 

17. Después de las Guerras Médicas los atenienses, por consejo de Te­místocles, fortificaron su ciudad y el puerto del Pireo, trasladando a éste los arsenales del Falero, el otro puerto de Atenas.

18. Dos murallas iban de la ciudad hasta el Pireo, otra tercera iba al Falero. El muro de que aquí habla Platón se llamaba muro del Sur o Inierior, pues quedaba entre el del Norte o Exterior y el que conducía al Falero.

 

456a

 
GOR. –– Y observarás, Sócrates, que, cuando se trata de elegir a las personas de que hablabas ahora, son los oradores los que dan su consejo y hacen prevalecer su opi­nión sobre estos asuntos.

SÓC. ––Por la admiración que ello me produce, Gor­gias, hace tiempo que vengo preguntándote cuál es, en rea­lidad, el poder de la retórica. Al considerarlo así, me pa­rece de una grandeza maravillosa.

c

 

b

 
GOR. –– Si lo supieras todo, Sócrates, verías que, por así decirlo, abraza y tiene bajo su dominio la potencia de todas las artes. Voy a darte una prueba convincente. Me ha sucedido ya muchas veces que, acompañando a mi her­mano y a otros médicos a casa de uno de esos enfermos que no quieren tomar la medicina o confiarse al médico para una operación o cauterización, cuando el médico no podía convencerle, yo lo conseguí sin otro auxilio que el de la retórica. Si un médico y un orador van a cualquier ciudad y se entabla un debate en la asamblea o en alguna otra reunión sobre cuál de los dos ha de ser elegido como médico, yo te aseguro que no se hará ningun caso del mé­dico, y que, si él lo quiere, será elegido el orador. Del mis­mo modo, frente a otro artesano cualquiera, el orador con­seguiría que se le eligiera con preferencia a otro, pues no hay materia sobre la que no pueda hablar ante la multi­tud con más persuasión que otro alguno, cualquiera que sea la profesión de éste.

d

 
Tal es la potencia de la retórica y hasta tal punto al­canza; no obstante, Sócrates, es preciso utilizar la retóri­ca del mismo modo que los demás medios de combate. Por el hecho de haberlos aprendido, no se deben usar contra todo el mundo indistintamente; el haber practicado el pu­gilato, la lucha o la esgrima, de modo que se pueda ven­cer a amigos y enemigos, no autoriza a golpear, herir o matar a los amigos. Pero tampoco, por Zeus, si alguno que ha frecuentado la palestra y ha conseguido robustez y ha­bilidad en el pugilato golpea a su padre, a su madre o a alguno de sus parientes o amigos, no se debe por ello odiar ni desterrar a los maestros de gimnasia y de esgrima. És­tos les han enseñado sus artes con intención de que las emplearan justamente contra los enemigos 19 y los malhe­chores, en defensa propia, sin iniciar el ataque; pero los discípulos, tergiversando este propósito, usan mal de la superioridad que les procura el arte. En este caso los maestros no son malvados, ni su arte es por ello culpable ni perversa, sino, en mi opinión, lo son los que no se sir­ven de ella rectamente.

c

 

b

 

457a

 

e

 
El mismo razonamiento se aplica también a la retóri­ca. En efecto, el orador es capaz de hablar contra toda cla­se de personas y sobre todas las cuestiones, hasta el pun­to, de producir en la multitud mayor persuasión que sus adversarios sobre lo que él quiera pero esta ventaja no le autoriza a privar de su reputación a los médicos ni a los de otras profesiones, solamente por el hecho de ser ca­paz de hacerlo, sino que la retórica, como los demás me­dios de lucha, se debe emplear también con justicia. Se­gún creo yo, si alguien adquiere habilidad en la oratoria y, aprovechando la potencia de este arte, obra injustamen­te, no por ello se debe odiar ni desterrar al que le instru­ya, éste transmitió su arte para un empleo justo, y el dis­cípulo lo utiliza con el fin contrario. Así pues, es de justi­cia odiar, desterrar o condenar a muerte al que hace mal uso, pero no al maestro.

b

 

458a

 

e

 

d

 
SÓC. –– Supongo, Gorgias, que tú también tienes la ex­periencia de numerosas discusiones y que has observado en ellas que difícilmente consiguen los interlocutores pre­cisar el objeto sobre el que intentan dialogar y, de este modo, poner fin a la reunión después de haber recogido y expresado recíprocamente sus pensamientos. Por el con­trario, si hay diferencia de opiniones y uno de ellos afir­ma que el otro no habla con exactitud o claridad, se irri­tan y se imaginan que se les contradice con mala inten­ción, y así disputan por amor propio sin examinar el ob­jeto propuesto en la discusión. Algunos terminan por se­pararse de manera vergonzosa, después de injuriarse y ha­ber dicho y oído tantas ofensas que hasta los asistentes se indignan consigo mismos por haberse prestado a escu­char a tales personas. ¿Por qué digo esto? Porque ahora me parece que tus palabras no son consecuentes ni están de acuerdo con las que dijiste al principio sobre la retóri­ca. Sin embargo, no me decido a refutarte temiendo que supongas que hablo por rivalidad contra ti y no por el de­seo de esclarecer el objeto de nuestra discusión. Por tan­to, si tú eres del mismo tipo de hombre que yo soy, te in­terrogaré con gusto; si no, lo dejaré. ¿Qué clase de hom­bre soy yo? Soy de aquellos que aceptan gustosamente que se les refute, si no dicen la verdad, y de los que refutan con gusto a su interlocutor, si yerra; pero que prefieren ser refutados a refutar a otro, pues pienso que lo prime­ro es un bien mayor, por cuanto vale más librarse del peor de los males que librar a otro; porque creo que no existe mal tan grave como una opinión errónea sobre el tema que ahora discutimos 20. Por lo tanto, si dices que también tú eres así, continuemos; pero si crees que conviene dejar la conversación, dejémosla ya .y pongámosle fin.

GOR. ––Te aseguro, Sócrates, que también soy de la misma manera de ser que tú indicas; sin embargo, quizá conviniera tener en cuenta el interés de los que aquí es­tán, porque ya antes de llegar vosotros había yo diserta­do ampliamente, y si ahora continuamos la conversación, quizá nos extendamos demasiado. Así pues, es preciso con­sultarles, no sea que retengamos a alguien que quiera aten­der a otra cosa.

c

 
QUER. –– Ya oís, Gorgias y Sócrates, el clamor de todos éstos, que desean oíros si continuáis; en cuanto a mí, oja­lá no se me presente una ocupación tan imperiosa que me obligue a abandonar conversaciones de tanta importan­cia y llevadas de tal modo para dar preferencia a otro asunto.

CAL. ––Por los dioses, Querefonte, también yo me he encontrado en muchas discusiones y no sé si alguna vez he sentido tanto placer como ahora; por consiguiente, me daréis gran satisfacción, aunque estéis dispuestos a con­versar durante todo el día.

SÓC. –– Por mi parte, Calicles, no hay inconveniente, si Gorgias consiente en ello.

e

 
GOR. –– En esta situación, Sócrates, resulta ya vergon­zoso que no acepte; tanto más cuanto que yo mismo me he ofrecido espontáneamente a que cada uno me pregun­te lo que quiera. Así pues, si les parece bien a los presen­tes, continúa la conversación e interroga lo que desees.

SÓC. –– Escucha, Gorgias, lo que me causa extrañeza en tus palabras; quizá has hablado rectamente, pero yo no te comprendo bien. ¿Afirmas que eres capaz de ense­ñar la retórica al que quiera ser tu discípulo_ ?

GOR. –– Sí.

SÓC. –– ¿De manera que sobre todos los objetos produz­ea convicción en la multitud, persuadiéndola sin ins­truirla?

GOR. ––Exactamente.

459a

 
SÓC. –– Decías hace un momento 21 que incluso sobre la salud el orador será más persuasivo que el médico.

GOR. –– Sí que lo decía, pero sólo ante la multitud.

SÓC. –– Decir ante la multitud, ¿no es decir ante los ignorantes? Pues, sin duda, ante los que saben no puede ser el orador más persuasivo que el médico

 

19. Gorgias expone aquí la moral de su época, que consiste en hacer bien al amigo y mal al enemigo. Platón se opone a ella afirmando que en ningún caso se debe hacer mal a nadie. Véase Rep. 335-36; Critón 49b­-c. Pero a veces, en pura dialéctica, pone en boca de Sócrates estas mis­mas ideas. Véase 480e, 481b.

20. En a discusión, Sócrates repite a sus interlocutores esta frase frecuentemente y en variadas formas (472c, 500c). En ella vemos que un mal tan grave no puede ser una opinión errónea sobre la retórica como simple arte.

21. Véase 456b.

 

GOR. –– Es verdad.

SÓC. –– Y si es más persuasivo que el médico resulta más persuasivo que el que sabe.

b

 
GOR. ––Así es.

SÓC. ––Sin ser médico, ¿no es cierto?

GOR. –– Sí.

SÓC. –– El que no es médico es ignorante, y el médico sabe.

GOR. –– Es evidente.

SÓC. –– Luego ante ignorantes el que no sabe será más persuasivo que el que sabe, puesto que el orador aventa­ja al médico. ¿Resulta esto o no?

GOR. ––En este caso, al menos, sí resulta.

c

 
SÓC. –– Y respecto de todas las otras artes, se encuen­tra en la misma situación el orador y la retórica. No ne­cesita conocer los objetos en sí mismos, sino haber inventado cierto procedimiento de persuasión que, ante los ig­norantes, le haga parecer más sabio que los que realmen­te saben.

GOR. –– ¿Y no es una gran comodidad, Sócrates, que, sin aprender las demás artes, con ésta sola el orador no resulte inferior a los que las profesan?

460a

 

e

 

d

 
SÓC. –– Si el orador, por ser así, aventaja o no a los de otras profesiones, lo examinaremos en seguida 22, si en algo interesa a nuestra discusión; pero ahora debemos examinar en primer lugar lo siguiente. ¿Respecto a lo justo y lo injusto, lo bello y lo feo, lo bueno y lo malo, el cono­cedor de la retórica se encuentra en la misma situación que respecto a la salud y a los objetos de las otras artes, y, desconociendo en ellas qué es bueno o malo, qué es be­llo o feo y qué es justo o injusto, se ha procurado sobre estas cuestiones un medio de persuasión que le permite aparecer ante los ignorantes como más sabio que el que realmente sabe, aunque él no sepa? ¿O bien es necesario que quien tiene el propósito de aprender la retórica po­sea estos conocimientos y los haya adquirido antes de di­rigirse a ti? Y en caso contrario, tú, que eres maestro de retórica, ¿prescindirás de enseñar a tu discípulo esto, por­que no es función tuya, y harás que ante la multitud pa­rezco que lo sabe, cuando lo ignora, y que pase por bueno sin serlo? ¿O te será completamente imposible enseñarle la retórica, si previamente no conoce la verdad sobre es­tas materias? ¿Cómo es esto, Gorgias? Por Zeus, como has dicho antes, descúbrenos el poder de la retórica y explí­canos en qué consiste.

GOR. –– Yo creo, Sócrates, que, si acaso las descono­ce, las, aprenderá también de mí.

SÓC. –– No sigas; tu contestación es suficiente. Si has de hacer orador a alguien, es preciso que conozca lo jus­to y lo injusto, bien lo sepa antes de recibir tus lecciones o bien lo aprenda contigo.

b

 
GOR. –– Exactamente.

SÓC. –– ¿Pero qué? El que ha aprendido la construcción es constructor, ¿no es así?

GOR. –– Sí.

SÓC. ––¿El que ha aprendido la música es músico?

GOR. –– Sí, lo es.

SÓC. ––¿Y el que ha aprendido medicina es médico? ¿Y en la misma relación, las demás artes, de modo que el que aprende una de éstas adquiere la cualidad que le proporciona su conocimiento?

GOR. –– Sin duda.

SÓC. –– Siguiendo el mismo razonamiento, el que co­noce lo justo, ¿no es justo?

GOR. –– Indudablemente.

SÓC. –– Y el justo obra justamente.

c

 
GOR. –– Sí.

SÓC. –– Por consiguiente, ¿no es preciso que el orador sea justo y que el justo desee obrar con justicia?

GOR. ––Así parece.

SÓC. –– Luego jamás querrá el orador obrar injusta­mente.

GOR. –– Parece que no.

d

 
SÓC. –– ¿Te acuerdas de que hace poco decías z' que no se debe acusar ni desterrar a los maestros de gimna­sia en el caso de que un púgil se sirva injustamente de su arte, y que, del mismo modo, si un orador se sirve de la retórica para un fin injusto, tampoco se debe acusar ni expulsar de la ciudad a su maestro, sino al que obra in­justamente y hace un uso indebido de este arte? ¿Dijiste esto o no?

GOR. –– Sí, lo dije.

e

 
SÓC. –– Pero ahora resulta que este mismo orador ja­más obraría injustamente. ¿No es verdad?

GOR. ––Así parece.

SÓC. –– Al comenzar esta conversación 14 se dijo que la retórica no trataba de los discursos sobre el número par y el impar, sino de los referentes a lo justo y lo injusto; ¿es así?

GOR. ––Así es.

b

 

461a

 
SÓC. –– Al oírte decir esto concebí la idea de que la re­tórica no podía ser nunca algo injusto, puesto que sus dis­cursos tratan siempre sobre la justicia; cuando poco des­pués dijiste que el orador podía también emplear su arte injustamente, entonces, sorprendido y considerando que no había concordancia en tus palabras, dije aquello de que, si tú estabas de acuerdo conmigo en que es provechoso ser refutado, era conveniente seguir conversación; en el caso contrario, abandonarla. Después, al examinar la cuestión, tú mismo ves que de nuevo nos resulta imposible que el orador haga uso injusto de la retórica y que quie­ra obrar injustamente. Por el perro, Gorgias, no es cosa de una breve conversación el aclarar suficientemente có­mo es esto en realidad.

 

22.. Véase 466a.

­23. Véase 456d.

24. Véase 454b.

 

c

 
POL. –– ¿Qué dices, Sócrates? ¿Tu opinión sobre la re­tórica es la que acabas de expresar? ¿Crees que puedes sustentarla porque Gorgias haya sentido vergüenza en concederte que el orador no conoce lo justo, lo bello y lo bueno, y haya añadido a continuación que enseñaría esto al discípulo que se le presentara sin conocer esto? Y qui­zá a consecuencia de esta concesión, se ha producido cier­ta contradicción; esto es lo que te deleita, y tú mismo con­duces la discusión a semejantes argucias...; pero 25 ¿quién será capaz de negar que conoce la justicia y que puede enseñarla a los demás? Llevar la conversación a ta­les extremos es una gran rusticidad.

d

 
SÓC. –– Encantador Polo, precisamente tenemos ami­gos e hijos para que, cuando nos hacemos viejos y damos algún paso en falso, vosotros los jóvenes, estando a nues­tro lado, rectifiquéis nuestra vida en las acciones y en las palabras. Así ahora, si Gorgias y yo hemos cometido al­gún error en la discusión, rectifícalo tú que estás aquí; es tu obligación; por mi parte, estoy dispuesto a plantear de nuevo lo que tú quieras, si crees que algo de lo que hemos convenido no está bien, con tal de que cumplas una sola condición.

POL. –– ¿Y qué es ello?

SÓC. –– Reprimir, Polo, el afán de pronunciar largos discursos, como intentaste hacer al principio de esta conversación.

e

 
POL. –– ¿Pero qué? ¿No se me permitirá decir todo lo que quiera?

462a

 
SÓC. –– Sufrirías un gran daño, excelente Polo, si ha­biendo venido a Atenas, el lugar de Grecia donde hay ma­yor libertad para hablar, sólo tú aquí fueras privado de ella. Pero considera el caso contrario: si tú pronuncias lar­gos discursos sin querer responder a lo que te pregunte, ¿no sufriré yo un gran daño si no se me permite marchar­me y dejar de escucharte? Si tienes interés en la cuestión que hemos tratado y quieres rectificarla, pon de nuevo a discusión, como acabo de decir, lo que te parezca; pregun­ta y contesta alternativamente, como Gorgias y yo; refú­tame y permite que te refute. Tú afirmas, sin duda, que sabes tanto como Gorgias, ¿no es así?

POL. –– Sí.

SÓC. ––Así pues, ¿también tú invitas a que cada uno te pregunte lo que quiera porque estás seguro de que sa­bes contestar?

b

 
POL. ––Desde luego.

SÓC. –– Pues haz lo que prefieras; pregunta o responde.

POL. –– Eso voy a hacer. Contesta, Sócrates, qué es la retórica en tu opinión, puesto que crees que Gorgias tie­ne dificultad para definirla.

SÓC. ––¿Me preguntas qué arte es, a mi juicio?

POL. –– Exactamente.

SÓC. ––Ninguna, Polo, si he de decirte la verdad.

POL. ––¿Pues qué es la retórica según tú?

c

 
SÓC. –– Algo que tú afirmas haber hecho arte en un es­crito que he leído hace poco 26.

POL. –– ¿Qué es, entonces?

SÓC. –– Una especie de práctica.

POL. ––¿Según tú, la retórica es una práctica?

SÓC. –– Eso pienso, a no ser que tú digas otra cosa.

POL. –– Una práctica ¿de qué?

SÓC. –– De producir cierto agrado y placer.

POL. ––Así pues, ¿crees que la retórica es algo bello, puesto que es capaz de agradar a los hombres?

 

25. Polo entra en la discusión con un impetu y una vehemencia que se manifiestan en la forma de la frase. Esta se halla, en efecto, llena de anacolutos y cortes que la traducción trata de reflejar en lo posible.

26. Véase nota en 448c.

 

d

 
SÓC. –– Pero, Polo, ¿te has informado ya por mis pala­bras de lo que yo digo que es la retórica como para se­guirme preguntando si me parece bella?

POL. –– Pero ¿no sé que has dicho que es una especie de práctica?

SÓC. –– Puesto que estimas el causar agrado, ¿quieres procurarme uno, aunque sea pequeño?

POL. –– Sí quiero.

SÓC. –– Pregúntame, entonces, qué arte es la culinaria, en mi opinión.

POL. ––Te lo pregunto, ¿qué arte es la culinaria?

SÓC. –– Ninguna, Polo.

POL. –– Pues ¿qué es? Dilo.

SÓC. –– Una especie de práctica.

POL.–– ¿De qué? Habla.

e

 
SÓC. –– Voy a decírtelo; una práctica de producir agra­do y placer, Polo.

POL. –– Luego, ¿son lo mismo la culinaria y la retórica?

SÓC. ––De ningún modo, pero son parte de la misma actividad.

POL. –– ¿A qué actividad te refieres?

463a

 
SÓC. –– Temo que sea un poco rudo decir la verdad; no me decido a hacerlo por Gorgias, no sea que piense que yo ridiculizo su profesión. Yo no sé si es ésta la retórica que practica Gorgias, pues de la discusión anterior no se puede deducir claramente lo que él piensa; lo que yo lla­mo retórica es una parte de algo que no tiene nada dé bello.

GOR. –– ¿De qué, Sócrates? Dilo y no tengas reparo por mí.

b

 
SÓC. –– Me parece, Gorgias, que existe cierta ocupación que no tiene nada de arte, pero que exige un espíritu sa­gaz, decidido y apto por naturaleza para las relaciones hu­manas; llamo adulación a lo fundamental de ella. Hay, se­gún yo creo, otras muchas partes de ésta; una, la cocina, que parece arte, pero que no lo es, en mi opinión, sino una práctica y una rutina. También llamo parte de la adula­ción a la retórica, la cosmética y la sofística, cuatro par­tes que se aplican a cuatro objetos. Por tanto, si Polo quie­re interrogarme, que lo haga, pues aún no ha llegado a sa­ber qué parte de la adulación es, a mi juicio, la retórica; no ha advertido que aún no he contestado y, sin embargo, sigue preguntándome si no creo que es algo bello. No pien­so responderle si considero bella o fea la retórica hasta que no le haya contestado previamente qué es. No sería conveniente, Polo; pero, si quieres informarte, pregúnta­me qué parte de la adulación es, a mi juicio, la retórica.

d

 

c

 
POL. –– Te lo pregunto; responde qué parte es.

SÓC. –– ¿Vas a entender mi contestación? Es, según yo creo, un simulacro de una parte de la política.

POS. ––¿Pero qué? ¿Dices que es bella o fea?

SÓC. –– Fea, pues llamo feo a lo malo, puesto que es pre­ciso contestarte como si ya supieras lo que pienso.

e

 
GOR. –– Por Zeus, Sócrates, tampoco yo entiendo lo que dices.

SÓC. –– Es natural, Gorgias. Aún no he expresado cla­ramente mi pensamiento, pero este Polo es joven e im­paciente.

GOR. –– No te ocupes de él; dime qué quieres decir al afirmar que la retórica es el simulacro de una parte de la política.

464a

 
SÓC. –– Voy a intentar explicar lo que me parece la re­tórica; si no es como yo pienso, aquí está Polo que me re­futará. ¿Existe algo a lo que llamas cuerpo y algo a lo que llamas alma?

GOR. –– ¿Cómo no?

SÓC. –– ¿Crees que hay para cada uno de ellos un esta­do saludable?

GOR. –– Sí.

SÓC. ––¿Y no es posible un estado saludable aparente sin que sea verdadero? Por ejemplo, hay muchos que pa­rece que tienen sus cuerpos en buena condición y difícil­mente alguien que no sea médico o maestro de gimnasia puede percibir que no es buena.

GOR. –– Tienes razón.

b

 
SÓC. –– Digo que esta falsa apariencia se encuentra en el cuerpo y en el alma, y hace que uno y otra produzcan la impresión de un estado saludable que en realidad no tienen.

GOR. ––Así es.

e

 

d

 

c

 
SÓC. –– Veamos, pues; voy a aclararte, si puedo, lo que pienso con una exposición seguida. Digo que, puesto que son dos los objetos, hay dos artes, que corresponden una al cuerpo y otra al alma; llamo política a la que se refiere al alma, pero no puedo definir con un solo nombre la que se refiere al cuerpo, y aunque el cuidado del cuerpo es uno, lo divido en dos partes: la gimnasia y la medicina; en la política, corresponden la legislación a la gimnasia, y la jus­ticia a la medicina. Tienen puntos en común entre sí, pues­to que su objeto es el mismo, la medicina con la gimnasia y la justicia con la legislación; sin embargo, hay entre ellas alguna diferencia. Siendo estas cuatro artes las que pro­curan siempre el mejor estado, del cuerpo las unas y del alma las otras, la adulación, percibiéndolo así, sin cono­cimiento razonado, sino por conjetura, se divide a sí mis­ina en cuatro partes e introduce cada una de estas partes en el arte correspondiente, fingiendo ser el arte en el que se introduce; no se ocupa del bien, sino que, captándose a la insensatez por medio de lo más agradable en cada oca­sión, produce engaño, hasta el punto de parecer digna de gran valor. Así pues, la culinaria se introduce en la medi­cina y finge conocer los alimentos más convenientes pa­ra el cuerpo, de manera que si, ante niños u hombres tan insensatos como niños, un cocinero y un médico tuvieran que poner en juicio quién de los dos conoce mejor los ali­mentos beneficiosos y nocivos, el médico moriría de ham­bre. A esto lo llamo adulación y afirmo que es feo, Polo ––pues es a ti a quien me dirijo––, porque pone su punto de mira en el placer sin el bien; digo que no es arte, sino práctica, porque no tiene ningún fundamento por el que ofrecer las cosas que ella ofrece ni sabe cuál es la natura­leza de ellas, de modo que no puede decir la causa de ca­da una. Yo no llamo arte a lo que es irracional; si tienes algo que objetar sobre lo que he dicho, estoy dispuesto a explicártelo.

466a

 

e

 

d

 

c

 

b

 

465a

 
Así pues, según digo, la culinaria, como parte de la adu­lación, se oculta bajo la medicina; del mismo modo, bajo la gimnástica se oculta la cosmética, que es perjudicial, falsa, innoble, servil, que engaña con apariencias, colores, pulimentos y vestidos, hasta el punto de hacer que los que se procuran esta belleza prestada descuiden la belleza na­tural que produce la gimnástica. Para no extenderme más, voy a hablarte como los geómetras, pues tal vez así me comprendas: la cosmética es a la gimnástica lo que la cu­linaria es a la medicina; o, mejor: la cosmética es a la gim­nástica lo que la sofística a la legislación, y la culinaria es a la medicina lo que la retórica es a la justicia. Como digo, son distintas por naturaleza, pero, como están muy próximas, se confunden, en el mismo campo y sobre los mismos objetos, sofistas y oradores, y ni ellos mismos sa­ben cuál es su propia función ni los demás hombres có­mo servirse de ellos. En efecto, si el alma no gobernara al cuerpo, sino que éste se rigiera a sí mismo, y si ella no inspeccionara y distinguiera la cocina de la medicina, si­no que el cuerpo por sí mismo juzgara, conjeturando por sus propios placeres, se vería muy cumplida la frase de Anaxágoras 27 que tú conoces bien, querido Polo, «todas las cosas juntas» estarían mezcladas en una sola, quedan­do sin distinguir las que pertenecen a la medicina, a la hi­giene y a la culinaria. Así pues, ya has oído lo que es para mí la retórica: es respecto al alma lo equivalente de lo que es la culinaria respecto al cuerpo. Quizá he obrado de mo­do inconsecuente prohibiéndote los largos discursos y ha­biendo alargado el mío demasiado. Sin embargo, tengo una disculpa, pues cuando hablaba brevemente no me comprendías ni eras capaz de sacar provecho de mis res­puestas, sino que necesitabas explicación. Por tanto, si tampoco yo puedo servirme de las tuyas, alarga tus dis­cursos; pero, en caso contrario, déjame utilizarlas, pues es justo. Ahora, si puedes servirte en algo de mi contesta­ción, sírvete.

POL. –– ¿Qué dices? ¿Te parece que la retórica es adulación?

SÓC. –– He dicho una parte de la adulación; pero ¿no tienes memoria a tu edad, Polo? ¿Qué va a ser después?

b

 
POL. ––¿Acaso piensas que los buenos oradores son mal considerados en las ciudades porque se les cree aduladores?

SÓC. –– ¿Me haces una pregunta o empiezas un discurso?

POL. –– Pregunto.

SÓC. –– Me parece que no se les considera en absoluto.

POL. ––¿Cómo que no se les considera? ¿No son los más poderosos en las ciudades?

SÓC. –– No, si dices que el poder es un bien para quien lo posee 28.

POL –– En efecto, eso digo.

SÓC. –– Entonces creo que los oradores 29 son los ciu­dadanos menos poderosos.

 

27. Anaxágoras de Clazómenas nació en los primeros años del s. v y murió en el 428. Durante mucho tiempo vivió en Atenas en el circulo de Pericles. A consecuencia de una acusación de impiedad marchó a Lámp­saco, donde murió. Fue uno de los más destacados entre los llamados «filósofos de la naturaleza. La novedad más notable en Anaxágoras es que el proceso de mezcla y separación de los elementos no es ni pura­mente mecánico ni casual. En el fondo de todo el proceso está un espíri­tu que lo domina todo: el noûs. La frase citada es: pánta chrēnzata ên ho­moû eîta noûs elthòn autà diekósmese (todas las cosas estaban mezcla­das después vino «el espíritu» y las ordenó) (Fr. B 1 DK).

28. Sobre esta idea de si el poder es un bien para el que lo posee se insiste en 525e y ss., donde se indica la situación de los poderosos respecto a la justicia y se aclara que algunos poderosos pueden ser justos.

29. La palabra orador tiene también en griego la acepción de polí­tico (véase Apol. 32b). Éste es el sentido que toma frecuentemente en es­te diálogo.

 

c

 
POL. –– Pero ¿qué dices? ¿No pueden, como los tiranos, condenar a muerte al que quieran y despojar de sus bie­nes y desterrar de las ciudades a quien les parezca?

SÓC. –– Por el perro,. Polo, que dudo respecto a cada co­sa que dices si haces una afirmación y expones un pensa­miento o si me estás interrogando.

POL. –– Te interrogo.

SÓC. –– Está bien, amigo. ¿Entonces me haces al mis­mo tiempo dos preguntas?

d

 
POL. ––¿Cómo dos?

SÓC. –– ¿No acabas de decir algo así como que los ora­dores condenan a muerte a los que quieren, del mismo mo­do que los tiranos, y despojan de sus bienes y destierran de las ciudades al que les parece?

POL. –– Sí.

e

 
SÓC. –– Entonces insisto en que son dos preguntas y voy a responder a las dos. Sostengo, Polo, que los oradores y los tiranos tienen muy poco poder en las ciudades, como he dicho hace un momento; en efecto, por así decirlo, no hacen nada de lo que quieren, aunque hacen lo que les parece mejor.

POL. –– ¿No es esto tener un gran poder?

SÓC. –– No, al menos según dice Polo.

POL. –– ¿Digo yo que no? Al contrario, lo afirmo.

SÓC. –– Por el..., no lo afirmas, puesto que dices que te­ner un gran poder es un bien para quien lo posee.

POL. –– Y lo mantengo.

SÓC. –– ¿Crees, en efecto, que es un bien para una per­sona privada de razón hacer lo que le parece mejor? ¿Lla­mas a esto tener un gran poder?

POL. –– No.

467a

 
SÓC. –– Entonces refútame y demuestra que los orado­res son hombres cuerdos y que la retórica es arte y no adu­lación. Pero si no me refutas, los oradores, que hacen en la ciudad lo que les parece, e igualmente los tiranos, no poseen ningún bien con esto, pues el poder, como tú di­ces, es un bien, pero tú mismo reconoces que hacer lo que a uno le parece, cuando está privado de razón, es un mal. ¿No es así?

POL. –– Sí.

b

 
SÓC. ––Entonces, ¿cómo es posible que los oradores o los tiranos tengan gran poder en las ciudades, si Polo no convence a Sócrates de que hacen lo que quieren?

POL. –– Este hombre...

SÓC. –– Afirmo que no hacen lo que quieren; refútame.

POL. ––¿No acabas de reconocer que hacen lo que les parece mejor?

SÓC. –– Y sigo reconociéndolo.

POL. ––Entonces, ¿no hacen lo que quieren?

SÓC. –– Digo que no.

POL. ––¿Al hacer lo que les parece bien?

SÓC. –– Eso.

POL. –– Dices cosas sorprendentes y absurdas, Só­crates.

c

 
SÓC. –– Oh excelente Polo 30, para dirigirme a ti según tu modo de hablar, no me acuses; si puedes interrogar­me, demuéstrame que estoy equivocado; en caso contra­rio, responde a mis preguntas.

POL. –– Prefiero contestar, para saber lo que quieres decir.

SÓC. –– ¿Piensas que los hombres quieren lo que en ca­da ocasión hacen o quieren aquello por lo que lo hacen? Por ejemplo, los que toman una medicina administrada por el médico, ¿crees que quieren lo que hacen: beberla y sufrir la molestia, o aquello por lo que la beben: reco­brar la salud?

 

30. Sócrates imita el modo de hablar de Polo. No es posible conser­var en la traducción la simetría cuantitativa y acentual del griego ni la aliteración.

 

d

 
POL. –– Es evidente que recobrar la salud.

SÓC. ––Así pues, también los navegantes y los que tra­fican en otros negocios no quieren lo que hacen en cada ocasión, pues ¿quién quiere navegar, correr peligros y su­frir molestias? Lo que quieren, según yo creo, es el fin por el que navegan: enriquecerse; en efecto, navegan buscan­do la riqueza.

POL. ––Así es.

SÓC. ––¿No es así también respecto a todo lo demás? ¿No es verdad que, cuando se hace una cosa en razón de algo, no se quiere lo que se hace, sino aquello por lo que se hace?

POL. –– Sí.

e

 
SÓC. ––¿Existe algo que no sea bueno, malo o interme­dio entre lo bueno y lo malo?

POL. –– Por fuerza ha de ser algo de eso.

SÓC. ––¿Llamas buenas a la sabiduría, la salud, la ri­queza y a otras cosas semejantes, y malas a sus contrarias?

POL. –– Sí.

468a

 
SÓC. ––¿Y dices que ni son buenas ni malas las que unas veces participan de lo bueno, otras de lo malo, otras ni de lo uno ni de lo otro, como estar sentado, andar, co­rrer y navegar y también las piedras, la madera y otros cuerpos semejantes? ¿No es así? ¿O es algo distinto a lo que tú llamas ni bueno ni malo?

POL. –– No, es a esto.

SÓC. –– ¿Acaso se hacen estas cosas intermedias, cuan­do se hacen, buscando las buenas, o se hacen las buenas buscando las intermedias?

POL. –– Sin duda, las intermedias para alcanzar las buenas.

b

 
SÓC. –– Luego, cuando andamos lo hacemos buscando el bien, creyendo que ello es mejor, y, al contrario, cuan­do estamos parados lo hacemos, asimismo, por el bien. ¿No es cierto?

POL. –– Sí.

SÓC. –– Luego, cuando matamos a alguien, si lo mata­mos, o lo desterramos o le privamos de sus bienes, ¿no lo hacemos creyendo que es mejor para nosotros hacer es­to que no hacerlo?

POL. –– Desde luego.

SÓC. –– Luego los que hacen todo esto lo hacen buscan­do el bien.

POL. ––Así es.

c

 
SÓC. –– Pues bien, habíamos convenido en que no es precisamente lo que hacemos en razón de algo lo que que­remos, sino aquello por lo que lo hacemos.

POL. –– Exactamente.

SÓC. ––Por tanto, no deseamos simplemente matar, desterrar de las ciudades ni quitar los bienes; deseamos hacer todas estas cosas cuando son provechosas, y cuán­do son perjudiciales, no las queremos. En efecto, quere­mos, como tú dices, lo bueno, y no queremos lo que no es ni bueno ni malo, ni tampoco lo malo. ¿No es así? ¿Crees que digo verdad, Polo, o no? ¿Por qué no res­pondes?

d

 
POL. –– Es verdad.

SÓC. –– Luego si estamos de acuerdo en esto, en el ca­so de que alguien, sea tirano u orador, mate, destierre de la ciudad o quite los bienes a alguno, en la creencia de que esto es lo mejor para él, cuando en realidad es lo peor, éste tal hace, sin duda, lo que le parece. ¿No es así?

POL. –– Sí.

SÓC. ––¿Y hace también lo que quiere cuando lo que hace es, en realidad, un mal para él? ¿Por qué no Contestas?

POL. ––Creo que no hace lo que quiere.

e

 
SÓC. ––¿Es posible que tal hombre tenga gran poder en la ciudad, si tener gran poder es un bien, según tú admites?

POL. ––No es posible.

SÓC. –– Entonces tenía yo razón al decir que es posi­ble que un hombre haga en la ciudad lo que le parezca bien, sin que esto signifique que tiene un gran poder y que hace lo que quiere.

POL. –– Como si tú, Sócrates, no prefirieras tener fa­cultad de hacer en la ciudad lo que te parezca a no tener­la, y no sintieras envidia al ver que uno condena a muerte al que le parece bien, le despoja de sus bienes o lo en­carcela 31.

469a

 
SÓC. ––¿Te refieres a cuando obra justa o injusta­mente?

POL. –– Como quiera que obre, ¿no es, en ambos casos, un hombre envidiable? 32.

SÓC. –– Refrena tus palabras, Polo.

POL. ––¿Por qué?

SÓC. –– Porque no se debe envidiar a los que no son en­vidiables ni a los desgraciados, sino compadecerlos.

POL. ––¿Qué dices? ¿Crees que es ésta la situación de los hombres de que yo hablo?

SÓC. –– ¿Pues cómo no?

POL. –– Luego el que condena a muerte a quien le pa­rece bien y lo hace con justicia, ¿es en tu opinión desgra­ciado y digno de compasión?

SÓC. –– No; pero tampoco envidiable.

b

 
POL. –– ¿No acabas de decir que es desgraciado?

SÓC. –– Me refiero al que condena a muerte injustamen­te, amigo, y además es digno de compasión; el que lo hace justamente tampoco es envidiable.

 

31. Estas salidas son frecuentes en Polo. Cuando un razonamiento le deja convicto, recurre a los procedimientos de persuasión propios de la retórica, tales como los sentimientos personales, el juicio de la mayoría, la exageración de las opiniones del contrario, etc. A partir de aquí hasta 473e, Polo ofrece buena muestra de todos ellos.

32. Para esta opinión de Polo, puede verse un paralelo en lo que di­ce Trasímaco en Rep. I 345b y ss.

 

POL. –– Sin duda, el que muere injustamente es digno de compasión y desgraciado.

SÓC. –– Menos que el que le mata, Polo, y menos que el que muere habiéndolo merecido.

POL. ––¿Cómo es posible, Sócrates?

SÓC. ––Porque el mayor mal es cometer injusticia.

POL. –– ¿Éste es el mayor mal? ¿No es mayor recibirla? SÓC. –– De ningún modo.

POL. –– Entonces, ¿tú preferirías recibir la injusticia a cometerla?

c

 
SÓC. –– No quisiera ni lo uno ni lo otro; pero si fuera necesario cometerla o sufrirla, preferiría sufrirla a cometerla.

POL. ––¿Luego tú no aceptarías ejercer la tiranía?

SÓC. –– No, si das a esta palabra el mismo sentido que yo.

POL. –– Entiendo por ello, como decía hace un momen­to, la facultad de hacer en la ciudad lo que a uno le pare­ce bien: matar, desterrar y obrar en todo con arreglo al propio arbitrio.

e

 

d

 
SÓC. –– Afortunado Polo, déjame hablar y después ob­jétame. Si cuando la plaza está llena de gente, llevando yo un puñal oculto bajo el brazo, te dijera: «Polo, acabo de adquirir un poder y una tiranía maravillosos; en efec­to, si me parece que uno de los hombres que estás viendo debe morir, al momento morirá; si me parece que alguno de ellos debe tener la cabeza rota, la tendrá al instante; si me parece que alguien tenga su manto desgarrado, que­dará desgarrado; tan grande es mi poder en esta ciudad.» Si, al no darme crédito, te mostrara el puñal, quizá me dijeras al verlo: «Sócrates, así todos serían poderosos, ya que, por el mismo procedimiento, podrías incendiar la ca­sa que te pareciera, los arsenales y las trirremes de Ate­nas y todas las naves, lo mismo públicas que particulares.» Luego, tener un gran poder no es hacer lo que a uno le parece. ¿Piensas tú que sí?

470a

 
POL. –– No lo es, al menos en estas condiciones.

SÓC. ––¿Puedes decirme por qué censuras esta clase de poder?

POL. –– Sí.

SÓC. –– ¿Por qué? Dilo.

POL. –– Porque necesariamente el que obra así es castigado.

SÓC. –– Ser castigado, ¿no es un mal?

POL. ––Sin duda.

b

 
SÓC. –– Por consiguiente, admirable Polo, de nuevo ves que si, al hacer lo que a uno le parece, le sigue una utili­dad, esto es el bien y, según parece, esto es tener gran poder; en caso contrario, es un mal y un poder mínimo. Exa­minemos lo siguiente: ¿No hemos acordado que algunas veces es mejor hacer lo que decíamos, condenar a muer­te, desterrar y privar de los bienes, y que otras veces no lo es?

POL. –– Ciertamente.

SÓC. –– Según parece, en este punto estamos los dos de acuerdo.

POL. –– Sí.

SÓC. –– Entonces, ¿cuándo es mejor hacer esto? Di cuál es el límite que pones.

c

 
POL. –– Responde tú mismo a esa pregunta, Sócrates.

SÓC. –– Si prefieres que hable yo, Polo, digo que es me­jor cuando se obra justamente y peor cuando se obra injustamente.

POL. –– Por cierto que es difícil refutarte, Sócrates; ¿no te probaría incluso un niño que no dices la verdad?

SÓC. –– Mucho le agradecería a ese niño e, igualmen­te, te agradeceré a ti que me refutes y me libres de mi ton­tería. No te canses de hacer bien a un amigo; convénceme de mi error.

d

 
POL. –– Ciertamente, Sócrates, no hay necesidad de re­futarte con ejemplos antiguos; los de ayer, los recientes son bastante para refutarte y demostrarte que muchos hombres injustos son felices.

SÓC. –– ¿Qué ejemplos son ésos?

POL. –– ¿No ves a Arquelao 33, hijo de Perdicas, reinan­do en Macedonia? .

SÓC. –– Si no lo veo, al menos oigo hablar de él.

POL. –– En tu opinión, ¿es feliz o desgraciado?

SÓC. –– No lo sé; aún no he tenido relación con él.

e

 
POL. –– Pero ¿qué dices? ¿Si lo trataras, podrías saber lo, y desde aquí no tienes otro medio de conocer que es feliz?

SÓC. –– No, por Zeus.

POL. –– Seguramente, Sócrates, que ni siquiera del rey de Persia dirás que sabes que es feliz.

SÓC. –– Y diré la verdad, porque no sé en qué grado está de instrucción y justicia.

POL. –– Pero ¿qué dices? ¿En eso está toda la felicidad?

471a

 
SÓC. –– En mi opinión sí, Polo, pues sostengo que el que es bueno y honrado, sea hombre o mujer, es feliz, y que el malvado e injusto es desgraciado.

POL. –– Entonces, según tú piensas, ¿es desgraciado es­té Arquelao?

SÓC. –– Sí, amigo, si es injusto.

 

33. Arquelao, hijo de Perdicas II, rey de Macedonia desde 413 a 399, supo hacer de su corte un centro de atracción de los más famosos poetas Y Puso los cimientos del poderío macedonio. TUCÍDIDES(II 100, 2) dice que 419 más impulso a la potencia militar de su pueblo que los ocho reyes que le precedieron. Platón no juzga aquí más que la ruindad moral de sus acciones. Véase 525d. Su padre, Perdicas II, reinó desde 450 a 413 en contactos alternativamente amigables y hostiles con Atenas.

 

d

 

c

 

b

 
POL. –– Pues ¿cómo no ha de serlo? No tenía ningún de­recho al reino que ocupa, ya que es hijo de una esclava de Alcetas, el hermano de Perdicas, y con arreglo al dere­cho sería esclavo de Alcetas, y si hubiera querido obrar en justicia estaría sometido a él y sería feliz, según tu opi­nión. Pero la verdad es que se ha hecho increíblemente desgraciado, puesto que ha cometido las mayores injusti­cias. En primer lugar, llamó a Alcetas, su dueño y tío, con el pretexto de devolverle el reino del que le había despo­jado Perdicas; lo hospedó 34 en su casa y lo embriagó a él y a su hijo Alejandro, primo de Arquelao y casi de su mis­ma edad; los metió en un carro y, sacándolos durante la noche, degolló a ambos y los hizo desaparecer. Habiendo cometido este crimen, no advirtió que se había hecho com­pletamente desgraciado, ni se arrepintió de él, sino que, poco después, renunció a la felicidad de educar, como era justo, a su hermano, el hijo legítimo de Perdicas, niño de unos siete años, y de devolverle el reino que le correspon­día en justicia; por el contrario, lo arrojó a un pozo, lo aho­gó y dijo a su madre, Cleopatra 35, que, al perseguir a un ganso, había caído en el pozo y había muerto. Por consi­guiente, puesto que, entre los que habitan en Macedonia, él ha cometido los mayores crímenes, es el más desgra­ciado de todos los macedonios y no el más feliz; y quizá algún ateniense, comenzando por ti, aceptaría ser un ma­cedonio cualquiera antes que Arquelao.

SÓC. –– Ya al principio de esta conversación 36, Polo, te alabé porque, en mi opinión, estás bien instruido para la retórica; pero dije que habías descuidado el modo de mantener un diálogo. Y ahora, ¿es acaso éste el razona­miento con el que hasta un niño podría refutarme, y con el que, según crees, has refutado mi afirmación de que el injusto no es feliz? ¿De dónde, amigo? En verdad, no es­toy de acuerdo con nada de'lo que dices.

 

34. Como señala Dodds, la palabra xenísas indica que la víctima ha­bía sufrido, además, el quebrantamiento de un vínculo religioso.

35. Cleopatra, esposa del rey de Macedonia Perdicas II. Tras la muer­te de éste fue también esposa de su sucesor Arquelao, que había elimina­do al hijo de ella y de Perdicas II. Orestes, hijo de ambos, sucedió a Ar­quelao en el 399.

36. Véase 448d.

 

e

 
POL. –– Porque no quieres, ya que, por lo demás, pien­sas como yo digo.

d

 

c

 

b

 

472a

 
SÓC. –– Oh feliz Polo, intentas convencerme con proce­dimientos retóricos como los que creen que refutan ante los tribunales. En efecto, allí estiman que los unos refu­tan a los otros cuando presentan, en apoyo de sus afirma­ciones, numerosos testigos dignos de crédito, mientras el que mantiene lo contrario no presenta más que uno solo o ninguno. Pero ésta clase de comprobación no tiene va­lor alguno para averiguar la verdad, pues, en ocasiones, puede alguien ser condenado por los testimonios falsos de muchos y, al parecer, prestigiosos testigos. Sobre lo que dices vendrán ahora a apoyar tus palabras casi todos los atenienses y extranjeros, si deseas presentar contra mí tes­tigos de que no digo verdad. Tendrás de tu parte, si es que quieres, a Nicias 37, el hijo de Nicérato, y con él a sus her­manos, cuyos trípodes están colocados en fila en el tem­plo de Dioniso; asimismo, si quieres, tendrás también a Arlstócrates 38, hijo de Escelio, el donante de esa hermo­sa ofrenda que está en el templo 39 de Apolo y, si quieres, a todo el linaje de Pericles o a cualquier otra familia de Atenas que elijas. Pero yo, aunque no soy más que uno, no acepto tu opinión; en efecto, no me obligas a ello con razones, sino que presentas contra mí muchos testigos fal­sos e intentas despojarme de mi posesión y de la verdad. Yo, por mi parte, si no te presento como testigo de lo que yo digo a ti mismo, que eres uno solo, considero que no he llevado a cabo nada digno de tenerse en cuenta sobre el objeto de nuestra conversación. Creo que tampoco tú habrás conseguido nada si yo, aunque soy uno solo, no es­toy de acuerdo contigo, y si no abandonas todos estos otros testimonios. Así pues, existe esta clase de prueba en la que creéis tú y otros muchos, pero hay también otra que es la mía. Comparemos, por tanto, una y otra y examinemos si difieren en algo. Pues, precisamente, las cuestiones que discutimos no son mínimas, sino, casi con seguridad, aque­llas acerca de las cuales saber la verdad es lo más bello, e ignorarla lo más vergonzoso. En efecto, lo fundamental de ellas consiste40 en conocer o ignorar quién es feliz y quién no lo es. Empezando por la cuestión que ahora tra­tamos, tú crees posible que el hombre que obra mal y es injusto sea dichoso, si realmente estimas que Arquelao es injusto por una parte y por la otra es feliz 41. ¿Debe­mos pensar que es esta tu opinión?

POL. –– Indudablemente.

SÓC. –– Pues yo afirmo que es imposible. He aquí un punto sobre el que discrepamos. Empecemos por él. ¿Aca­so el que obra injustamente será feliz, si recibe la justicia y el castigo?

e

 
POL. ––De ningún modo, ya que en ese caso sería desgraciadísimo.

SÓC. –– Pero si escapa a la justicia el que obra injusta­mente, ¿será feliz, según tus palabras?

POL. –– Eso afirmo.

SÓC. –– Pues en mi opinión, Polo, el que obra mal y es injusto es totalmente desgraciado; más desgraciado, sin embargo, si no paga la pena y obtiene el castigo de su cul­pa, y menos desgraciado si paga la pena y alcanza el cas­tigo por parte de los dioses y de los hombres 42.

 

 

37        Nicias, famoso político ateniense, nacido hacia 470 y muerto en 413. Era un demócrata moderado, partidario de la paz con Esparta. Fue eiegido estratego en numerosas ocasiones. La paz de 421 lleva su nom­bre. Aunque no se le puede atribuir la derrota de la expedición a Sicilia, sí es responsable del desastre final, por no haberse retirado a tiempo. Los trípodes dedicados por él y por sus hermanos Éucrates y Diogneto en el templo de Dioniso fueron ganados por ellos como coregos.

38. Aristócrates, ateniense de noble linaje. En el año 411, en el gobier­no de los Cuatrocientos, fue con Terámenes uno de los moderados. Fue uno de los generales condenados tras la batalla de las Arginusas en 406.

39. El texto dice en Pythíou (hierôi). Es el templo de Apolo en Atenas, construido en tiempos de Pisístrato, en el que colocaban los trípodes los vencedores del concurso de ditirambos en las Targelias.

40. Véase 458b.

41. Estaba muy extendida la creencia de que se puede ser feliz aun en la máxima injusticia. Véase Rep. 344a y ss., donde Trasímaco asegura que cuanto más injusticia se cometa, mayor felicidad se alcanza.

42. Platón insiste con frecuencia en que el castigo redunda en bene­dici del culpable. En 525b afirma que es el único medio de librarse de la injusticia.  Véase Rep. 380b.

 

473a

 
POL. –– Te has propuesto decir absurdos, Sócrates.

SÓC. –– Sin embargo, voy a tratar de conseguir que di­gas lo mismo que yo, amigo, pues te considero amigo. La cuestión sobre la que ahora estamos en desacuerdo es és­ta; examínala también tú. He dicho en algún momento de nuestra conversación 43 que cometer injusticia es peor que sufrirla.

POL. ––Ciertamente.

SÓC. –– Y tú, por el contrario, que es peor sufrirla.

POL. ––Sí.

SÓC. –– También dije que los que obran injustamente son desgraciados y tú me contradijiste.

b

 
POL. –– Sí, por Zeus.

SÓC. ––Al menos, según crees, Polo.

POL. –– Y mi opinión es verdadera.

SÓC. –– Tal vez. Tú dijiste, por el contrario, que los que obran injustamente son felices si se libran del castigo.

POL. –– Exactamente.

SÓC. –– Sin embargo, yo afirmo que son muy desgra­ciados, y que los que sufren el castigo lo son menos. ¿Quie­res refutar también esto?

POL. ––¡Por cierto que resulta esa refutación aún más difícil, Sócrates!

SÓC. –– No, de seguro; más bien es imposible, pues la verdad jamás es refutada.

d

 

c

 
POL. –– ¿Qué dices? Si un hombre, obrando injustamen­te al tratar de hacerse con la tiranía, es apresado y, una vez detenido, es torturado, se le mutila, se le queman los ojos y, después de haber sufrido él mismo otros muchos ultrajes de todas clases y de haber visto sufrirlos a sus hijos y a su mujer, es finalmente crucificado o untado de pez y quemado 44, ¿este hombre será así más feliz que si se libra de estos suplicios, se establece como tirano y go­bierna durante toda su vida haciendo lo que quiere, envi­diado y considerado feliz por los ciudadanos y los extran­jeros? ¿Dices que refutar esto es imposible?

SÓC. –– Tratas de asustarme 45, noble Polo, pero no me refutas, igual que cuando hace poco presentabas testigos. Sin embargo, aclárame un pormenor. ¿Has dicho: al tra­tar injustamente de hacerse con la tiranía?

POL. –– Sí.

e

 
SÓC. –– Ciertamente jamás serán felices ninguno de los dos, ni el que ha alcanzado injustamente la tiranía ni el que, apresado, sufre la pena, pues entre dos desgraciados ninguno puede ser más feliz; sin embargo, es más desgra­ciado el que escapa al castigo y consigue ser tirano. ¿Qué es eso, Polo? ¿Te ríes? ¿Es éste otro nuevo procedimien­to de refutación? ¿Reírse cuando el interlocutor dice al­go, sin argumentar contra ello?

POL. –– ¿No crees que quedas refutado, Sócrates, cuan­do dices cosas tales que ningún hombre se atrevería a de­cir? En efecto, pregunta a alguno de éstos.

b

 

474a

 
SÓC. –– No soy político, Polo; el año pasado, habiéndo­me correspondido por sorteo ser miembro del Consejo 46, cuando mi tribu ejercía la presidencia y yo debía dirigir la votación, di que reír 47 y no supe hacerlo. Así pues, no me mandes ahora recoger el voto de los que están aquí; si no tienes un medio de refutación mejor que éstos, cé­deme el turno, como te acabo de decir, y comprueba la clase de refutación que yo creo necesaria. En efecto, yo no sé presentar en apoyo de lo que digo más que un solo testigo, aquel con quien mantengo la conversación, sin preocuparme de los demás, y tampoco sé pedir más voto que el suyo; con la multitud ni siquiera hablo 48. En con­secuencia, mira si quieres por tu parte ofrecerte a una re­futación respondiendo a mis preguntas. Creo firmemen­te que yo, tú y los demás hombres consideramos que co­meter injusticia es peor que recibirla y que escapar al cas­tigo es peor que sufrirlo.

 

43. Véase 469b-c.

44. Véase una descripción semejante en Rep. 362a.

45. Platón usa la forma verbal mormolyttēi; mormō era un espanta­jo en forma de mujer para asustar a los niños traviesos.

46. Para formar el Consejo de los Quinientos cada una de las diez tri­bus designaba cincuenta delegados llamados prítanes. Una especie de co­misión permanente de cincuenta miembros funcionaba todo el año, rele­vándose para ello las tribus cada treinta y cinco o treinta y seis días. Du­rante este tiempo le correspondía a la tribu que formaba dicha comisión la presidencia del Consejo.

47. Se refiere a su actitud en el proceso contra los generales vencedores en la batalla naval de las Arginusas, que por circunstancias largas de relatar fueron sometidos a juicio. En esta ocasión, Sócrates fue el único que. Con grave riesgo de su vida, se opuso a un juicio en bloque, alegan­do que la ley ordenaba que se les juzgara individualmente (véase JENOF., Hel. 17, 14; PLATÓN, Apol. 32). Aquí alude con fina ironía a su heroica intransigencia, diciendo que produjo risa.

48. El desprecio de Platón por las opiniones de la multitud puede ver­se también en Rep. 492 y ss., y en Protág. 317a.

 

POL. –– Y yo creo que ni yo ni ningún otro hombre pien­sa así, porque tú mismo, ¿preferirías recibir injusticia a cometerla?

SÓC. ––Tú también lo preferirías y todos los demás.

c

 
POL. –– Está muy lejos de ser así; al contrario, ni yo ni tú ni ningún otro prefiere eso.

SÓC. –– ¿No me vas a contestar?

POL. –– Desde luego que sí, porque deseo saber qué vas a decir.

SÓC. –– Para que lo sepas, respóndeme como si empe­zando de nuevo te preguntara: ¿Qué es peor, a tu juicio, cometer injusticia o recibirla?

POL. ––Recibirla, según mi opinión.

SÓC. –– ¿Y qué es más feo, cometer injusticia o recibir­la? Contesta.

POL. ––Cometerla.

SÓC. –– Por consiguiente, es también peor, puesto que es más feo.

d

 
POL. –– De ningún modo.

SÓC. –– Ya comprendo; crees, según parece, que no es lo mismo lo bello y lo bueno, lo malo y lo feo.

POL. –– No, por cierto.

SÓC. ––¿Y qué piensas de esto? A todas las cosas be­llas, como los cuerpos, los colores, las figuras, los soni­dos y las costumbres, ¿las llamas en cada ocasión bellas sin ninguna otra referencia? Por ejemplo, en primer lu­gar, a los cuerpos bellos, ¿no los llamas bellos o por su utilidad, con relación a «lo que cada uno de ellos es útil, o por algún deleite, si su vista produce gozo a quienes los contemplan? ¿Puedes decir algo más aparte de esto sobre la belleza del cuerpo?

e

 
POL. –– No puedo.

SÓC. –– Y del mismo modo todo lo demás; las figuras y los colores, ¿no los llamas bellos por algún deleite, por alguna utilidad o por ambas cosas?

POL. –– Sí.

SÓC. –– ¿Y, asimismo, los sonidos y todo lo referente a la música?

POL. –– Sí.

SÓC. –– Ciertamente también en lo referente a las le­yes y costumbres; las que son bellas no carecen, sin du­da, de esta cualidad, la de ser útiles o agradables o am­bas cosas juntas.

475a

 
POL. –– No carecen, en verdad, según creo.

SÓC. –– ¿Y así es también la belleza de los conoci­mientos?

POL. –– Exactamente. Por cierto que ahora das una bue­na definición al definir lo bello por el placer y el bien.

SÓC. –– ¿No se define, entonces, lo feo por lo contra­rio, por el dolor y el mal?

POL. –– Forzosamente.

SÓC. –– Así pues, cuando entre dos cosas bellas una es más bella que la otra, es porque la supera en una de estas dos cualidades o en ambas; esto es, en placer, en utilidad o en uno y otra.

POL. ––Cierto.

b

 
SÓC. ––También cuando entre dos cosas feas una es más fea que la otra es porque la supera en dolor o en da­ño; ¿no es preciso que sea así?

POL. –– Sí.

SÓC. ––Pues prosigamos. ¿Qué decíamos hace poco so­bre cometer injusticia y recibir injusticia? ¿No decías que recibirla es peor y que cometerla es más feo?

POL. –– Sí lo decía.

SÓC. –– Luego, si cometer injusticia es más feo que re­cibirla, ¿no es, ciertamente, más doloroso y sería más feo porque lo supera en dolor o en daño, o en ambas cosas juntas? ¿No es preciso que sea así también esto?

c

 
POL. –– ¿Cómo no?

SÓC. –– Examinemos en primer lugar esto; ¿acaso co­meter injusticia produce mayor dolor que recibirla, y los que cometen injusticia experimentan mayor sufrimiento que los que la reciben?

POL. –– Esto de ningún modo, Sócrates.

SÓC. ––Luego no lo supera en dolor.

POL. –– Ciertamente, no.

SÓC. –– Y bien, si no lo supera en dolor, tampoco en am­bas cosas juntas.

POL. –– Parece que no.

SÓC. ––Queda, pues, que lo supere en la otra.

POL. ––Sí.

SÓC. –– En el daño.

POL. ––Es probable.

SÓC. –– Entonces, si lo supera en daño, cometer injus­ticia es peor que recibirla.

d

 
PoL. –– Es evidente.

SÓC. ––¿No es cierto que la mayoría de los hombres reconocen, y también tú lo reconocías hace poco, que es más feo cometer injusticia que recibirla?

POL. –– Sí.

SÓC. –– Y ahora resulta evidente que es más dañoso.

POL. ––Así parece.

e

 
SÓC. –– ¿Preferirías, entonces, lo más dañoso y lo más feo a lo menos? No vaciles en responder, Polo; no vas a sufrir ningún daño. Entrégate valientemente a la razón como a un médico y responde; di sí o no a lo que te pregunto.

POL. –– Pues no lo preferiría, Sócrates.

SÓC. –– ¿Lo preferiría alguna otra persona?

POL. –– Me parece que no, al menos según este razona­miento.

SÓC. ––Luego era verdad mi afirmación de que ni yo, ni tú, ni ningún otro hombre preferiría cometer injusti­cia a recibirla, porque es precisamente más dañoso.

POL. ––Así parece.

476a

 
SÓC. –– Ves entonces, Polo, que, comparado un modo de refutación con el otro, no se parecen en nada 49. Por una parte, todos están de acuerdo contigo excepto yo; por otra, a mí me es suficiente tu solo asentimiento y testi­monio y recojo solamente tu voto sin preocuparme de los demás. Dejemos esto así. Examinemos a continuación el segundo punto sobre el que teníamos distinta opinión 50. ¿Que el que comete injusticia reciba su castigo es acaso el mayor de los males, como tú creías, o es mayor que no lo reciba, como creía yo? Examinémoslo de este modo. ¿No es cierto que en tu opinión es lo mismo, cuando se comete un delito, pagar la culpa y ser castigado con justicia?

b

 
POL. –– Ciertamente.

SÓC. –– ¿Puedes afirmar que todo lo justo no es bello en cuanto es justo? Reflexiona y contesta.

 

49. Es el resultado de la revisión propuesta por Sócrates en 472c.

50. Véase 473b.

 

POL. ––Me parece que sí es bello, Sócrates.

SÓC. ––Considera también lo que voy a decir. ¿No es cierto que si alguien hace alguna cosa es necesario que exista algo que reciba la acción del que obra?

POL. ––Me parece que sí.

SÓC. ––¿Y no es cierto que este algo recibe lo que ha­ce el que obra y del mismo modo que lo hace el que obra? Digo lo siguiente: si alguien da golpes, ¿no es preciso que algo los reciba?

POL. –– Es preciso.

c

 
SÓC. –– Y si da golpes violenta o rápidamente, ¿no es preciso que los reciba también del mismo modo lo que es golpeado?

POL. –– Sí.

SÓC. ––Entonces ¿el efecto en lo golpeado es tal como lo produce lo que golpea?

POL. –– Desde luego.

SÓC. –– También, si alguien quema, ¿no es preciso que algo sea quemado?

POL. –– ¿Cómo no?

SÓC. –– Y si quema violenta o dolorosamente, ¿no es preciso que reciba la quemadura lo que es quemado del mismo modo que la produce el que quema?

POL. –– Ciertamente.

SÓC. ––Así pues, también si alguien corta, ¿no sucede lo mismo, que algo es cortado?

POL. –– Sí.

d

 
SÓC. –– Y si la cortadura es grande, profunda o dolo­Osa, ¿lo que es cortado la recibe según la produce el que corta?

POL. –– Evidentemente.

SÓC. –– En resumen, mira si estás de acuerdo, respec­to a todas las cosas, con lo que yo decía hace un momen­to: tal como produce la acción lo que obra la sufre lo que la recibe.

POL. –– Sí que lo acepto.

SÓC. –– Puesto que ya estamos de acuerdo en esto, ¿su­frir el castigo es recibir algo o hacerlo?

POL. –– Necesariamente, Sócrates, es recibir algo.

SÓC. ––Sin duda, por parte de alguien que obra.

e

 
POL. –– ¿Cómo no? Por parte del que castiga.

SÓC. –– ¿El que castiga con razón, castiga justamente?

POL. –– Sí.

SÓC. –– ¿Obra con justicia o no?

POL. –– Con justicia.

SÓC. –– Luego el que es castigado, al sufrir el castigo, ¿recibe lo que es justo?

POL. –– Así parece.

SÓC. ––¿No hemos acordado que lo justo es bello?

POL. –– Ciertamente.

SÓC. –– Entonces uno de estos ejecuta una acción be­lla; el otro la recibe, el que es castigado.

477a

 
POL. –– Sí.

SÓC. –– Y si es bella, ¿no es buena? Pues hemos dicho que es agradable o es útil.

POL. –– Forzosamente.

SÓC. ––Luego ¿recibe un bien el que paga su culpa?

POL. –– Eso parece.

SÓC. –– ¿Obtiene, pues, un beneficio?

POL. –– Sí.

SÓC. –– ¿No es acaso el beneficio que yo supongo? ¿No se mejora en su alma si, en realidad, es castigado con justicia?

POL. –– Probablemente.

SÓC. –– ¿Luego se libra de la maldad del alma el que paga su culpa?

POL. ––Sí.

b

 
SÓC. –– ¿No se libra, entonces, del mayor mal? Examí­nalo de este modo: ¿en la disposición de la riqueza encuen­tras algún otro mal para el hombre que la pobreza?

POL. –– No, sólo la pobreza.

SÓC. –– ¿Y en la disposición del cuerpo? ¿No dirías que el mal para el hombre es la debilidad, la enfermedad, la enfermedad y otros defectos semejantes?

POL. –– Ciertamente.

SÓC. ––¿No estimas que también en el alma existe al­guna enfermedad?

POL. –– ¿Cómo no?

SÓC. –– ¿No le das el nombre de injusticia, ignorancia, cobardía y otros de esta índole?

POL. –– Exactamente.

c

 
SÓC. ––Así pues, para estas tres cosas: la riqueza, el cuerpo y el alma, ¿has dicho que hay tres males: la pobre­za, la enfermedad y la injusticia?

POL. ––Sí.

SÓC. ––¿Y cuál de estos males es más feo? ¿No es la injusticia y, en general, el mal del alma?

POL. –– Sí, con mucho.

SÓC. –– Y si es el más feo, ¿no es también el más malo?

POL. ––¿En qué sentido hablas, Sócrates?

SÓC. –– En éste: siempre lo más feo es tal porque pro­duuce el mayor dolor o el mayor daño o ambos juntos, se­gún hemos acordado antes 51.

POL. –– Exactamente.

d

 
SÓC. ––¿Hemos convenido ahora que lo más feo es la injusticia y, en general, el defecto del alma?

POL. –– Lo hemos convenido.

SÓC. ––¿No es cierto que es lo más doloroso y, por su­perar en dolor, es lo más feo, o bien lo es por superar en daño o por ambas cosas?

POL. –– Forzosamente.

SÓC. ––¿Es, entonces, ser injusto, desenfrenado, cobar­de e ignorante más doloroso que ser pobre o estar enfermo?

POL. –– Me parece que no, Sócrates; al menos no se de­duce de lo que hemos dicho.

 

51. Véase 475a.

 

e

 
SÓC. –– Luego la maldad del alma es lo más feo, por­que supera a los demás males por el daño desmesurado y por el asombroso mal que causa, puesto que no es por el dolor, según tus palabras.

POL. –– Eso resulta.

SÓC. –– Pero, sin duda, lo que produce el mayor daño es el mayor mal que existe.

POL. –– Sí.        .

SÓC. –– Luego la injusticia, el desenfreno y los demás vicios del alma ¿son el mayor mal?

POL. –– Es evidente.

SÓC. ––¿Qué arte libra de la pobreza? ¿No es el arte de los negocios?

POL. –– Sí.

SÓC. ––¿Y de la enfermedad? ¿No es la medicina?

POL. ––Sin duda.

478a

 
SÓC. –– ¿Y de la maldad y de la injusticia? Si no tienes la misma facilidad para contestar, examínalo de este mo­do: ¿a dónde y ante quiénes llevamos a los enfermos?

POL. –– Ante los médicos, Sócrates.

SÓC. –– ¿A dónde a los injustos y a los desenfrenados?

POL. –– ¿Quieres decir que ante los jueces?

SÓC. –– ¿Para recibir su castigo?

POL. –– Sí.

SÓC. ––¿No se sirven de cierta norma de justicia los que castigan rectamente?

POL. –– Es evidente.

b

 
SÓC. –– Así pues, el arte de los negocios libra de la po­breza; la medicina, de la enfermedad, y la justicia, del de­senfreno y de la injusticia.

POL. ––Así parece.

SÓC. –– ¿Cuál es, pues, la más bella de éstas?

POL. –– ¿De cuáles?

SÓC. –– Del arte de los negocios, de la medicina y de la justicia.

POL. –– Con mucha diferencia, Sócrates, la justicia.

SÓC. –– ¿No produce también más placer que otra al­guna o más utilidad o ambas cosas, puesto que es la más bella?

POL. –– Sí.

SÓC. –– ¿Acaso ser curado por el médico es agradable y se deleitan los que están en curación?

POL. –– Me parece que no.

SÓC. ––Pero es útil, ¿no es cierto?

POL. –– Sí.

c

 
SÓC. –– En efecto, se libran de un gran mal; por consi­guiente, es ventajoso soportar el dolor y recobrar la salud.

POL. ––¿Cómo no?

SÓC. –– ¿Acaso será más feliz en lo referente al cuerpo el que está en curación, o más bien el que no ha estado enfermo en absoluto?

POL. –– Es evidente que el que no ha estado enfermo.

SÓC. –– Luego es falso, según parece, que la felicidad sea curarse de un mal, sino que es el no haberlo adquiri­do en absoluto.

d

 
POL. ––Así es.

SÓC. ––¿Pero qué? ¿Quién es más desgraciado entre dos que tienen un mal, sea en el cuerpo, sea en el alma, el que se somete a curación y se libra del mal o el que no se somete y sigue teniéndolo?

POL. –– Me parece que el que no se somete a curación.

SÓC. –– Y bien, ¿decíamos que sufrir el castigo era li­brarse del mayor daño, la maldad?

POL. –– Sí lo era.

SÓC. –– En efecto, en cierto modo, el castigo modera a los hombres, los hace más justos y viene a ser como la Medicina de la maldad.

POL. ––Sí.

e

 
SÓC. –– Entonces el más feliz es el que no tiene maldad en: el alma, puesto que ha resultado evidente que éste es el mayor mal.

POL. –– Es cierto.

SÓC. ––Le sigue, quizá, el que se libra de la maldad.

POL. ––Así parece.

SÓC. –– Éste es el que es amonestado, castigado y pa­ga su culpa.

POL. –– Sí.

SÓC. –– Entonces vive en la mayor desgracia el que con­serva la injusticia y no se libra de ella.

POL. –– Eso parece.

479a

 
SÓC. ––¿No es éste precisamente el que, cometiendo los mayores delitos y viviendo en la mayor injusticia, con­sigue no ser amonestado ni castigado ni pagar su culpa, como tú dices que se encuentra Arquelao y los demás ti­ranos, oradores y hombres poderosos?

POL. –– Es probable.

b

 
SÓC. –– Poco más o menos, excelente Polo, éstos han conseguido lo mismo que el que, atormentado por las más graves enfermedades, encontrara el medio de no pagar a los médicos la culpa de los defectos de su cuerpo y de no ponerse en curación, temiendo, como un niño, una cauterización o una operación, porque son dolorosas. ¿No te parece así también a ti?

POL. –– Sí.

c

 
SÓC. –– Porque desconoce, según parece, cuán estima­ble es la salud y la buena disposición del cuerpo. En efec­to, es muy probable, Polo, según lo que ahora hemos acordado, que hagan algo semejante los que tratan de evitar el castigo; ven la parte dolorosa, pero están ciegos para la utilidad e ignoran cuánta mayor desgracia es vivir con el alma malsana, corrompida, injusta e impía, que vivir con el cuerpo enfermo. Por lo cual hacen todo lo posible para no pagar sus culpas y para no librarse del mayor mal, procurándose riquezas y amigos y tratando de hacerse lo más persuasivos en hablar. Si lo que nosotros hemos con­venido es verdadero, Polo, ¿te das cuenta de lo que se de­duce de la conversación o quieres que lo meditemos juntos?

POL. –– Sí quiero, si a ti te parece bien.

SÓC. ––¿No resulta que el mayor mal es la injusticia y ser injusto?

POL. ––Al menos eso parece.

d

 
SÓC. –– Y, ciertamente, ¿no ha resultado evidente que el medio de librarse de este mal es pagar la culpa?

POL. –– Es probable.

SÓC. –– ¿Y que el no pagarla es una persistencia del mal?

POL. ––Sí.

SÓC. –– Así pues, el segundo de los males en magnitud es cometer injusticia; pero cometerla y no pagar la pena es, por naturaleza, el mayor y el primero de todos los males.

POL. ––Así parece.

e

 
SÓC.––¿No era sobre esto, amigo, sobre lo que está­bamos en desacuerdo? Tú considerabas feliz a Arquelao, aunque había cometido los mayores delitos, porque no su­fría ningún castigo. Por el contrario, creía yo que si Ar­quelao o cualquier otro hombre comete injusticia y no su­fre el castigo, le corresponde ser el más desgraciado de los hombres, y que siempre el que comete injusticia es más desgraciado que el que la sufre, y el que no recibe el cas­tigo de su culpa más que el que lo recibe. ¿No es esto lo que decía yo?

POL. ––Sí.

SÓC. ––¿No se ha demostrado que decía verdad?

POL. ––Así parece.

480a

 
SÓC. –– Y bien, entonces, si esto es verdad, Polo, ¿cuál es la gran utilidad de la retórica? Pues ciertamente, se­gún lo que hemos convenido, es necesario, sobre todo, vi­gilarse para no cometer injusticia, en la idea de que será un gran mal. ¿No es así?

POL. –– Sin duda.

b

 
SÓC. –– Y si comete injusticia uno mismo o algún otro por el que se interese, es preciso que vaya por propia voluntad allí donde lo más rápidamente satisfaga su culpa, ante el juez, como iría ante el médico, buscando con afán que la enfermedad de la injusticia, al permanecer algún tiempo, no emponzoñe el alma y la haga incurable. ¿Qué podemos decir, Polo, si mantenemos nuestras anteriores conclusiones? ¿No es preciso que esto concuerde con aquello de este modo, pero de otro modo no?

POL. –– ¿Y qué vamos a decir, Sócrates?

d

 

c

 
SÓC. –– Por tanto, para defender nuestra propia injus­ticia o la de nuestros padres, amigos e hijos, o la de la pa­tria, cuando la cometa, no nos es de ninguna utilidad la retórica, Polo, a no ser que se tome para lo contrario, a saber, que es necesario acusarse en primer lugar a sí mis­mo, después a los parientes y amigos, cada vez que algu­no de ellos cometa una falta, y no ocultar nada, sino ha­cer patente la falta para que sufra el castigo y recobre la salud; obligarse a sí mismo y obligar a los demás a no aco­bardarse, sino presentarse con los ojos cerrados y valien­temente al juez, como ante un médico para que opere y cauterice buscando lo bueno y lo bello, sin pensar en el dolor; y si ha cometido una falta que merece golpes, que se presente para que se los den; si merece la prisión, para que le aten; si una multa, para pagarla; si el destierro, pa­ra desterrarse, y si la muerte, para morir; que sea el pri­mer acusador de sí mismo y de sus familiares y se sirva de la retórica para este fin, para que, al quedar patentes los delitos, se libren del mayor mal, de la injusticia. ¿De­bemos hablar así o no, Polo?

e

 
POL. –– Ciertamente, me parece absurdo, Sócrates; sin embargo, quizá te autoricen las razones precedentes.

SÓC. ––¿No es cierto que o hay que anular aquéllas o es forzoso que resulte esta conclusión?

POL. –– Sí; al menos esto es así.

b

 

481a

 
SÓC. –– Pero considerando el lado opuesto: si convie­ne causar daño a alguien, enemigo o quienquiera que sea con tal de que uno mismo no reciba injusticia por par­te de su enemigo, pues hay que evitar esto––; pero, en el caso de que nuestro enemigo cometa injusticia con otro, hay que conseguir por todos los medios, con obras y pa­labras, que no pague su culpa ni vaya ante el juez; y si va, procurar que sea absuelto y no reciba castigo nuestro ene­migo; y si ha robado gran cantidad de oro, que no la resti­tuya, sino que la retenga y la gaste de manera injusta e impía en sí y en los suyos; si ha cometido un delito que merece la muerte, procurar que no muera a ser posible nunca, sino que viva inmortal en la perversidad, y de no ser así, que su vida se prolongue en este estado el mayor tiempo posible. Para esto, Polo, me parece que es útil la retórica, porque para el que no tiene intención de come­ter injusticia no es, ciertamente, grande su utilidad, si en efecto tiene alguna, porque en nuestra conversación no ha aparecido por ninguna parte.

CAL. –– Dime, Querefonte, ¿Sócrates dice esto en serio ó bromea?

QUER. –– Me parece, Calicles, que habla completamente en serio; sin embargo, nada mejor que preguntarle a él mismo.

c

 
CAL. –– Por los dioses, estoy deseando hacerlo. Dime, Sócrates, ¿debemos pensar que hablas en serio o que bro­meas? Pues si hablas en serio y es realmente verdadero lo que dices, ¿no es cierto que nuestra vida, la de los hu­manos, estaría trastrocada y que, según parece, hacemos lodo lo contrario de lo que debemos?

482a

 

e

 

d

 
SÓC. –– Oh Calicles, si los hombres no experimentaran las mismas sensaciones, unos de un modo, otros de otro, sino que cada uno de nosotros experimentara sensacio­nes propias sin relación con las de los demás, no sería fá­cil hacer conocer a otro lo que uno mismo experimenta. Digo esto porque he advertido que ahora tú y yo sentimos, precisamente, el mismo afecto; somos dos y cada uno de nosotros ama a dos objetos: yo a Alcibíades 52, hijo de Cli­nias, y a la filosofía; tú a los dos Demos, al de Atenas" y al hijo de Pirilampes. Me doy cuenta de que en ninguna ocasión, aunque eres hábil, puedes oponerte a lo que di­cen tus amores, ni a sus puntos de vista, sino que te dejas llevar por ellos de un lado a otro. En la Asamblea, si ex­presas tu parecer y el pueblo de Atenas dice que no es así, cambias de opinión y dices lo que él quiere; también res­pecto a ese bello joven, el hijo de Pirilampes, te sucede otro tanto. En efecto, no eres capaz de hacer frente a las determinaciones ni a las palabras de los que amas, hasta el punto de que si, al decir tú lo que continuamente dices a causa de ellos, alguien se extrañara de que es absurdo, quizá le dirías, si quisieras decir la verdad, que si no ha­cen que tus amores dejen de decir esas palabras, jamás podrás cesar tú de hablar así.

 

52. Alcibíades, famoso político ateniense (450-404). Es imposible esbozar aquí los rasgos de esta interesante personalidad. Pasó su juventud en casa de su tutor, Pericles. Fue discípulo y amigo de Sócrates. Desde 420 hasta 406, años decisivos de la guerra del Peloponeso, fue el motor de toda la política de Atenas: coalición con Argos, expedición a Sicilia, revolución de los Cuatrocientos, etc. Huido de Atenas aconsejó militar­mente a Esparta, primero, y a Persia, después. Volvió a Atenas con to­dos los honores en 407, pero fue desterrado de nuevo.

53. Platón indica de esta sencilla manera que el nuevo interlocutor de Sócrates es un político. Demo, hijo de Pirilampes, de quién habla Aris­tófanes (Avispas 97), era hermanastro de Platón, pues Pirilampes fue el segundo marido de Perictíone. El personaje lleva como nombre propio el de la palabra démos «pueblo». El amor homosexual hacia los varones jóvenes era muy frecuente.

 

c

 

b

 
Pues bien, piensa que es necesario oír de mí palabras semejantes, y no te extrañe que yo diga lo que he dicho, antes bien, impide que la filosofía, que es mi amor, lo di­ga. Pues dice, querido amigo, lo que ahora me has oído, y es para mí mucho menos impulsiva que los otros amo­res. Porque este hijo de Clinias cada vez dice algo distin­to, al contrario, la filosofía dice siempre lo mismo. Dice lo que ahora te ha causado extrañeza, pues tú mismo has asistido a la conversación. En consecuencia, o refútala, como decía antes, y demuestra que cometer injusticia y no sufrir el castigo, cuando se es culpable, no es el mayor de todos los males, o si dejas esto sin refutar, por el pe­rro, el dios de los egipcios 54, Calicles mismo, oh Calicles, no estará de acuerdo contigo, sino que disonará de ti du­rante toda la vida. Sin embargo, yo creo, excelente ami­go, que es mejor que mi lira esté desafinada y que desen­tone de mí, e igualmente el coro que yo dirija, y que muchos hombres no estén de acuerdo conmigo y me contradigan, antes de que yo, que no soy más que uno, esté en desacuerdo conmigo mismo y me contradiga.

e

 

d

 
CAL. –– Me parece, Sócrates, que en las conversaciones te comportas fogosamente, como un verdadero orador po­pular, y ahora usas este lenguaje porque Polo ha sufrido el mismo inconveniente que Gorgias sufrió contigo y que Polo le inculpó. En efecto, decía Polo 55 que tú preguntas­te a Gorgias si, en el caso de que un discípulo acudiera ä él deseando aprender retórica sin conocer qué es lo jus­to, él le enseñaría esto. Gorgias dijo que sí se lo enseña­ría, sintiendo vergüenza en decir que no, a causa de la cos­tumbre de los hombres, que se indignarían si alguien di­jera que no puede enseñar qué es lo justo. Que, en virtud de esta concesión, se vio obligado Gorgias a contradecir­se y que esto es lo que a ti te agrada. En esta ocasión, Po­lo se rió de ti con razón, según creo. Ahora, por su parte, el propio Polo ha experimentado lo mismo que Gorgias, y por esta misma razón no apruebo que Polo te concedie­ra que cometer injusticia es más feo que sufrirla. En efec­to, a consecuencia de esta concesión, también a él le has embarullado en la discusión y le has cerrado la boca por no atreverse a decir lo que pensaba. Pues en realidad tú, Sócrates, diciendo que buscas la verdad llevas a extremos enojosos y propios de un orador demagógíco la conversa­ción sobre lo que no es bello por naturaleza y sí por ley 56.

 

 

54. La precisión «el dios de los egipcios» que hace Sócrates al jura­mento «por el perro», corriente en él, está referida al dios Anubis, repre­sentado con cabeza de perro.

55. Véase 461b.

 

483a

 
En la mayor parte de los casos son contrarias entre sí la naturaleza y la ley; así pues, si alguien por vergüenza x no se atreve a decir lo que piensa, se ve obligado a con­tradecirse. Sin duda, tú te has percatado de esta sutileza y obras de mala fe en las discusiones, y si alguien está ha­blando desde el punto de vista de la ley, tú le interrogas desde el punto de vista de la naturaleza, y si habla de la naturaleza, le preguntas sobre la ley. Como acabas de ha­cer en lo de cometer injusticia y sufrirla. Al hablar Polo de lo que es más feo con arreglo a la ley, tú tomaste el ra­zonamiento con arreglo a la naturaleza.

b

 
En efecto, por naturaleza es más feo todo lo que es más desventajoso, por ejemplo, sufrir injusticia; pero por ley I es más feo cometerla. Pues ni siquiera esta desgracia, su­frir la injusticia, es propia de un hombre, sino de algún esclavo para quien es preferible morir a seguir viviendo y quien, aunque reciba un daño y sea ultrajado, no es ca­paz de defenderse a sí mismo ni a otro por el que se inte­rese. Pero, según mi parecer, los que establecen las leyes son los débiles y la multitud. En efecto, mirando a sí mis­mos y a su propia utilidad establecen las leyes, disponen las alabanzas y determinan las censuras. Tratando de ate­morizar a los hombres más fuertes y a los capaces de po­seer mucho, para que no tengan más que ellos, dicen que adquirir mucho es feo e injusto, y que eso es cometer in­justicia: tratar de poseer más que los otros. En efecto, se sienten satisfechos, según creo, con poseer lo mismo sien­do inferiores.

c

 
 


56. Calicles establece la distinción entre naturaleza (physis) y ley (nó­mos), corriente entre los sofistas. Véanse Rep. 358 e; Protág. 322d y 337c; Critón 50 y Leyes 626a.

 

484a

 

e

 

d

 
Por esta razón, con arreglo a la ley se dice que es in­justo y vergonzoso tratar de poseer más que la mayoría y a esto llaman cometer injusticia. Pero, según yo creo, la naturaleza misma demuestra que es justo que el fuerte tenga más que el débil y el poderoso más que el que no lo es. Y lo demuestra que es así en todas partes, tanto en los animales como en todas las ciudades y razas huma­nas, el hecho de que de este modo se juzga lo justo: que él fuerte domine al débil y posea más. En efecto, ¿en qué clase de justicia se fundo Jerjes para hacer la guerra a Grecia, o su padre a los escitas, e igualmente, otros infi­nitos casos que se podrían citar? Sin embargo, a mi jui­cio, estos obran con arreglo a la naturaleza de lo justo, y también, por Zeus, con arreglo a la ley de la naturaleza. Sin duda, no con arreglo a esta ley que nosotros estable­cemos, por la que modelamos a los mejores y más fuertes de nosotros, tomándolos desde pequeños, como a leones, y por medio de encantos y hechizos los esclavizamos, di­ciéndoles que es preciso poseer lo mismo que los demás y que esto es lo bello y lo justo.

b

 
Pero yo creo que si llegara a haber un hombre con ín­dole apropiada 57, sacudiría, quebraría y esquivaría todo esto, y pisoteando nuestros escritos, engaños, encanta­mientos y todas las leyes contrarias a la naturaleza, se su­blevaría y se mostraría dueño este nuestro esclavo, y en­tonces resplandecería la justicia de la naturaleza. Me parece que también Píndaro indica lo mismo que yo en el canto en el que dice:

 

la ley, reina de todos58

de los mortales y de los inmortales;

 

y ella, además, añade:

 

57. Aparece aquí claramente un esbozo de la teoría del superhombre.

58. El fragmento de una obra perdida de Píndaro debe ser interpre­lado con escaso apoyo textual. Tampoco Calicles recuerda el texto con exactitud, según el escoliasta de PÍNDARO, Nem. 9, 35.

 

...conduce, justificándola, la mayor violencia,

con su mano omnipotente; me fundo

en los trabajos de Heracles 59, puesto que sin pagarlas...,

 

c

 
así dice poco más o menos, pues no sé el canto, pero dice que, sin comprarlas y sin que se las diera Gerión, se llevó sus vacas 60, en la idea de que esto es lo justo por natu­raleza: que las vacas y todos los demás bienes de los infe­riores y los débiles sean del superior y del más poderoso.

e

 

d

 
Así pues, ésta es la verdad y lo reconocerás si te diri­ges a cosas de mayor importancia, dejando ya la filoso­fía. Ciertamente, Sócrates, la filosofía tiene su encanto si se toma moderadamente en la juventud; pero si se insiste en ella más de lo conveniente es la perdición de los hombres 61. Por bien dotada que esté una persona, si si­gue filosofando después de la juventud, necesariamente se hace inexperta de todo lo que es preciso que conozca el que tiene el propósito de ser un hombre esclarecido y bien considerado. En efecto, llegan a desconocer las le­yes que rigen la ciudad, las palabras que se deben usar para tratar con los hombres en las relaciones privadas y públicas y los placeres y pasiones humanos; en una pala­bra, ignoran totalmente las costumbres. Así pues, cuan­do se encuentran en un negocio privado o público, resul­tan ridículos, del mismo modo que son ridículos, a mi jui­cio, los políticos cuando, a su vez, van a vuestras conver­saciones y discusiones. En efecto, sucede lo que dice Eurípides 62: brillante es cada uno en aquello y hacia aquello se apresura,

 

59. Heracles, hijo de Zeus y de Alcmena. Fue siempre perseguido por Hera. Tuvo que soportar numerosos trabajos de los que han quedado doce como famosos. Fue el más popular y el más venerado de todos los héroes.

60. Una de las empresas de Heracles, el robo en el lejano occidente de las vacas de Gerión, gigante de tres cuerpos a quien dio muerte.

61 Platón cita esta opinión del vulgo en otras de sus obras. cf. Fe­don 64a; Rep. 487c.

62        Pasaje de la Antíopa de Eurípides, obra que conocemos sólo por fragmentos. En una de sus escenas los dos hermanos gemelos examinan tos modos de vida: la activa, preferida por Zeto, y la de Anfión, dedicada a la poesía y a la música.

 

 

dedicando la mayor parte del día a eso

en lo que él se supera a sí mismo;

 

485a

 
pero donde se encuentra inhábil de allí huye y desprecia aquello, mientras que alaba lo otro por amor de sí mis­mo, creyendo que así hace su propio elogio.

d

 

c

 

b

 
En cambio, yo creo que lo más razonable es tomar par­te en ambas cosas; está muy bien ocuparse de la filosofía en la medida en que sirve para la educación, y no es des­doro filosofar mientras se es joven; pero, si cuando uno es ya hombre de edad aún filosofa, el hecho resulta ridí­culo, Sócrates, y yo experimento la misma impresión an­te los que filosofan que ante los que pronuncian mal y ju­guetean. En efecto, cuando veo jugar y balbucear a un ni­ño que por su edad debe aún hablar así, me causa alegría y me parece gracioso, propio de un ser libre y adecuado a su edad. Al contrario, cuando oigo a un niño pronunciar con claridad me parece algo desagradable, me irrita el oído y lo juzgo propio de un esclavo. En cambio, cuando se oye a un hombre pronunciar mal o se le ve juguetean­do, resulta ridículo, degradado y digno de azotes. Esta mis­ma impresión experimento también respecto a los que fi­losofan. Ciertamente, viendo la filosofía en un joven me complazco, me parece adecuado y considero que este hom­bre es un ser libre; por el contrario, el que no filosofa Ene parece servil e incapaz de estimarse jamás digno de algo bello y generoso. Pero, en cambio, cuando veo a un hombre de edad que aún filosofa y que no renuncia a ello, creo, Sócrates, que este hombre debe ser azotado. Pues, domo acabo de decir, le sucede a éste, por bien dotado que esté, que pierde su condición de hombre al huir de los lu­gares frecuentados de la ciudad y de las asambleas don­de, como dijo el poeta 63, los hombres se hacen ilustres, y al vivir el resto de su vida oculto en un rincón, susurran­do con tres o cuatro jovenzuelos, sin decir jamás nada no­ble, grande y conveniente.

486a

 

e

 
Yo, Sócrates, siento bastante amistad por ti; así pues, estoy muy cerca de experimentar lo que Zeto respecto a Anfión, el personaje de Eurípides del que he hablado. Tam­bién a mí se me ocurre decirte lo mismo que aquél a su hermano: «Te descuidas, Sócrates 64 de lo que debes ocu­parte y disfrazas un alma tan noble con una apariencia  infantil, y no podrías expresar la frase adecuada en las deliberaciones de justicia, no dirías con firmeza algo con­veniente y persuasivo ni tomarías una decisión audaz en favor de otro.» En verdad, querido Sócrates ––y no te irri­tes conmigo, pues voy a hablar en interés tuyo––, ¿no te parece vergonzoso estar como creo que te encuentras tú y los que sin cesar llevan adelante la filosofía? 65.

d

 

c

 

b

 
Pues si ahora alguien te toma a ti, o a cualquier otro como tú, y te lleva a la prisión diciendo que has cometido un delito, sin haberlo cometido, sabes que no podrías va­lerte tú mismo, sino que te quedarías aturdido y boquia­bierto sin saber qué decir, y ya ante el tribunal, aunque tu acusador fuera un hombre incapaz y sin estimación, serías condenado a morir si quisiera proponer contra ti la pena de muerte. Y bien, ¿qué sabiduría es esta, Sócra­tes, si un arte toma a un hombre bien dotado y le hace inferior 66 sin que sea capaz de defenderse a sí mismo ni de salvarse de los más graves peligros ni de salvar a nin­gún otro, antes bien, quedando expuesto a ser despojado por sus enemigos de todos sus bienes y a vivir, en fin, despreciado en la ciudad? A un hombre así, aunque sea un poco duro decirlo, es posible abofetearlo impunemente. Pero, amigo, hazme caso: cesa de argumentar, cultiva el buen concierto de los negocios y cultívalo en lo que te dé reputación de hombre sensato; deja a otros esas ingenio­sidades, que, más bien, es preciso llamar insulseces o char­latanerías, por las que habitarás en una casa vacía; imita, no a los que discuten esas pequeñeces, sino a los que tie­nen riqueza, estimación y otros muchos bienes.

 

­63. Véase HOMERO, Ilíada IX 441.

64. Calicles adapta a este momento las palabras de Zeto a Anfión.

65. Sobre la situación del filósofo frente a la vida activa, véanse Teet. 173c y ss. y Rep. 517e.

66. Calicles, en esta primera intervención, toma continuamente pa­sajes de la Antíopa de Eurípides.

 

e

 
SÓC. ––Si mi alma fuera de oro, Calicles, ¿no crees que ¡he sentiría contento al encontrar alguna de esas piedras con las que prueban el oro, la mejor posible, a la que apro­ximando mi alma, si la piedra confirmara que está bien cultivada, yo sabría con certeza que me hallo en buen estado y que no necesito otra comprobación?

CAL. ––¿Y por qué me preguntas eso, Sócrates?

SÓC. –– Voy a decírtelo. Creo que ahora, al encontrar­te a ti, he encontrado tal hallazgo.

CAL. ––¿Por qué?

b

 

487a

 
SÓC. –– Estoy seguro de que, en lo que tú estés de acuer­do conmigo sobre lo que mi alma piensa, eso es ya la ver­dad misma. Pues observo que el que va a hacer una com­probación suficiente sobre si un alma vive rectamente o rio; ha de tener tres cosas qué tú tienes: ciencia, benevo­lencia y decisión para hablar. En efecto, yo encuentro a muchos que no son capaces de probarme porque no son sabios como tú; otros son ciertamente sabios, pero no quie­ren decirme la verdad porque no tienen interés por mí, como tú lo tienes. Estos dos forasteros, Gorgias y Polo, gin sabios y amigos míos; pero les falta decisión para ha­blar y son más vergonzosos de lo que conviene. ¿Y cómo no? Han llegado a tal grado de timidez, que, por vergüen­za: ha osado cada uno de ellos contradecirse a sí mismo en presencia de muchas personas y sobre asuntos de máxima importancia. En cambio, tú tienes todo lo que los demás no tienen; estás suficientemente instruido 67, como podrían confirmar muchos atenienses, y estás bien dis­puesto hacia mí.

d

 

c

 
¿En qué me fundo para afirmar esto? Voy a decírtelo. Yo sé, Calicles, que vosotros cuatro os habéis hecho so­cios en el cultivo de la sabiduría: tú, Tisandro de Afidna, Andrón 68, hijo de Androción, y Nausicides de Colarges. En cierta ocasión, os oí deliberar sobre hasta qué punto se debe cultivar la sabiduría, y sé que prevaleció entre vo­sotros, poco más o menos, la opinión de no esforzarse en filosofar hasta la perfección; más bien, por el contrario, os exhortasteis recíprocamente a tener cuidado de no des­truiros sin advertirlo, al llegar a ser más sabios de lo conveniente. Por tanto, cuando te oigo aconsejarme lo mis­mo que a tus mejores amigos, tengo una prueba suficien­te de que, en verdad, eres amigo mío. Y en cuanto a que eres capaz de hablar libremente y sin avergonzarte, tú mis­mo lo afirmas y las palabras que acabas de pronunciar coinciden contigo.

 

67. Irónica alusión a las numerosas citas (Píndaro, Homero, Eurípi­des) que Calicles ha introducido en su intervención.

68. Andrón, hijo de Androción, es mejor conocido que los otros dos amigos de Calicles. Platón lo presenta, en Protág. 315c, entre los jóvenes que rodean a Hipias. Formó parte de los Cuatrocientos. Parece que a la caída de la oligarquía denunció a Antifonte. A Nausicides lo nombran ARISTÓFANES, en Asambleístas 426, y JENOFONTE, en Mem. II 7, 6. Poseía un rico negocio de molienda de granos. Parece que también Tisandro era hombre de situación económica floreciente.

e

 
 


b

 

488a

 
Evidentemente, sobre estas cuestiones la situación está ahora así. Si en la conversación tú estás de acuerdo con­migo en algún punto, este punto habrá quedado ya sufi­cientemente probado por mí y por ti, y ya no será preciso someterlo a otra prueba. En efecto, jamás lo aceptarías, ni por falta de sabiduría, ni porque sientas excesiva ver­güenza, ni tampoco lo aceptarías intentando engañarme, pues eres amigo mío, como tú mismo dices. Por consi­guiente, la conformidad de mi opinión con la tuya será ya, realmente, la consumación de la verdad. Es el más bello de todos, Calicles, el examen de estas cuestiones sobre las que tú me has censurado: cómo debe ser un hombre y qué debe practicar y hasta qué grado en la vejez y en la juven­tud. Pues si en algo yo no obro rectamente en mi modo de vivir, ten la certeza de que no yerro intencionadamen­te, sino por mi ignorancia. Así pues, ya que has empezado a amonestarme, no me abandones y muéstrame suficien­temente qué es eso en lo que debo ocuparme y de qué mo­do puedo llegar a ello. Y si encuentras que yo ahora estoy de acuerdo contigo y que, después, no hago aquello mis­mo en lo que estuve de acuerdo, considera que soy ente­ramente estúpido y no me des ya más consejos, en la se­guridad de que no soy digno de nada. Repíteme desde el principio: ¿cómo decís que es lo justo con arreglo a la na­turaleza Píndaro y tú? ¿No es que el más poderoso arre­bate los bienes del menos poderoso, que domine el mejor ál inferior y que posea más el más apto que el inepto? ¿Acaso dices que lo justo es otra cosa, o he recordado bien?

CAL. –– Eso decía antes y ahora lo repito.

c

 
SÓC. –– Pero ¿llamas tú a la misma persona indistinta­mente mejor y más poderosa? Pues tampoco antes pude entender qué decías realmente. ¿Acaso llamas más pode­, osos a los más fuertes, y es preciso que los débiles obe­dezcan al más fuerte, según me parece que manifestabas al decir que las grandes ciudades atacan a las pequeñas con arreglo a la ley de la naturaleza, porque son más po­derosas y más fuertes, convencido de que son la misma cosa más poderoso, más fuerte y mejor, o bien es posible ser mejor y, al mismo tiempo, menos poderoso y más dé­bil, o, por otra parte, ser más poderoso, pero ser peor, o bien es la misma definición la de mejor y mas poderoso? Explícame con claridad esto. ¿Es una misma cosa, o son tosas distintas más poderoso, mejor y más fuerte?

d

 
CAL. ––Pues bien, te digo claramente que son la mis­ma cosa.

SÓC. –– ¿No es cierto que la multitud es, por naturale­za, más poderosa que un solo hombre? Sin duda ella le impone las leyes,  como tú decías ahora.

CAL. –– ¿Cómo no?

SÓC. –– Entonces las leyes de la multitud son las de los más poderosos.

CAL. –– Sin duda.

SÓC. ––¿No son también las de los mejores? Pues los más poderosos son, en cierto modo, los mejores, según tú dices.

CAL. –– Sí.

e

 
SÓC. –– ¿No son las leyes de éstos bellas por naturale­za, puesto que son ellos más poderosos?

CAL. –– Sí.

489a

 
SÓC. –– Así pues, ¿no cree la multitud, como tú decías ahora, que lo justo es conservar la igualdad y que es más vergonzoso cometer injusticia que recibirla? ¿Es así o no? Y procura no ser atrapado aquí tú también por vergüen­za. ¿Cree o no cree la multitud que lo justo es conservar la igualdad y no poseer uno más que los demás, y que es más vergonzoso cometer injusticia que recibirla? No te niegues a contestarme a esto, Calicles, a fin de que, si es­tás de acuerdo conmigo, mi opinión quede respaldada ya por ti, puesto que la comparte un hombre capaz de discernir.

b

 
CAL. ––Pues bien, la multitud piensa así.

SÓC. –– Luego no sólo por ley es más vergonzoso come­ter injusticia que recibirla y se estima justo conservar la igualdad, sino también por naturaleza. Por consiguiente, es muy posible que no dijeras la verdad en tus anteriores palabras, ni que me acusaras con razón, al decir que son cosas contrarias la ley y la naturaleza y que, al conocer yo esta oposición, obro de mala fe en las conversaciones y si alguien habla con arreglo a la naturaleza lo refiero a, la ley, y si habla con arreglo a la ley lo refiero a la `naturaleza.

c

 
CAL. –– Este hombre no dejará de decir tonterías. Di­me, Sócrates, ¿no te avergüenzas a tu edad de andar a la caza de palabras y de considerar como un hallazgo el que alguien se equivoque en un vocablo? En efecto, ¿crees que yo digo que ser más poderoso es distinto de ser mejor? ¿No te estoy diciendo hace tiempo que para mí es lo mis­ano mejor y más poderoso? ¿O crees que digo que, si se reúne una chusma de esclavos y de gentes de todas cla­ses, sin ningún valer, excepto quizá ser más fuertes de cuerpo, y dicen algo, esto es ley?

SÓC. ––Bien, sapientísimo Calicles; ¿es eso lo que dices?

CAL. –– Exactamente.

d

 
SÓC. –– Pues bien, afortunado amigo, también yo ven­go sospechando hace tiempo que es a eso a lo que tú lla­mas más poderoso, y te pregunto porque deseo afanosa­mente saber con claridad lo que quieres decir. Pues, sin duda, tú no consideras que dos juntos son mejores que uno solo, ni a tus esclavos mejores que tú mismo porque sean más fuertes que tú. Sin embargo, di, comenzando de nue­vo, ¿qué entiendes por los mejores, puesto que no son los Ibás fuertes? Y, admirable Calicles, enséñame con más dulzura para que no me marche de tu escuela.

e

 
CAL. –– Te burlas, Sócrates.

SÓC. ––Por Zeto 69, Calicles, del cual te has servido ahora para dirigirme tantas ironías. Pero, vamos, ¿quié­nes dices que son los mejores?

CAL. –– Los más aptos.

SÓC. –– ¿No ves que tú mismo dices palabras, pero no explicas nada? ¿No vas a decir si llamas mejores y más poderosos a los de mejor juicio o a otros?

CAL. –– Sí, por Zeus, a éstos me refiero exactamente.

 

69. Véanse 484e, 485e y la n. 62.

490a

 
 


SÓC. –– En efecto, muchas veces una persona de buen juicio es más poderosa, según tus palabras, que innume­rables insensatos y es preciso que éste domine y que los otros sean dominados, y que quien domina posea más que los dominados. Me parece que quieres decir esto ––y no ando a la caza de palabras––, si dices que uno solo es más poderoso que un gran número de hombres.

CAL. –– Pues esto es lo que digo. Sin duda, creo que eso es lo justo por naturaleza, que el mejor y de más juicio gobierne a los menos capaces y posea más que ellos.

b

 
SÓC. –– Deténte ahí; ¿qué irás a decir ahora? Suponga­mos que estamos en un mismo lugar, como ahora, muchas personas reunidas, que tenemos en común muchos alimen­tos y bebidas y que somos de todas las condiciones: unos fuertes, otros débiles, y que uno de nosotros es de me­jor juicio acerca de esto por ser médico, pero que, como es natural, es más fuerte que unos y más débil que otros; ¿no es cierto que éste, por ser de mejor juicio que nos­otros, será mejor y más poderóso respecto a esto?

c

 
CAL. ––Sin duda.

SÓC. –– ¿Habrá de tener, entonces, más parte de estos alimentos que nosotros, porque es mejor, o bien, por te­ner el mando, es preciso que reparta todo, pero que en el consumo y empleo de ello para su propio cuerpo no tome en exceso, si no quiere sufrir daño, sino que tome más que unos y menos que otros, y si es precisamente el más débil de todos, no tendrá el mejor menos que todos? ¿No es así, amigo?

d

 
CAL. –– Hablas de alimentos, de bebidas, de médicos, de tonterías. Yo no digo eso.

SÓC. –– ¿Acaso no llamas mejor al de más juicio? Di sí o no.

CAL. –– Sí.

SÓC. ––¿Y no es preciso que el mejor tenga más?

CAL. –– Pero no alimentos ni bebidas.

SÓC. ––Ya comprendo. ¿Quizá vestidos, y es preciso que el tejedor más hábil tenga el manto más grande y que pasee con los vestidos más numerosos y bellos?

CAL. ––¿De qué vestidos hablas?

e

 
SÓC. –– Pues bien, respecto al calzado, es evidente que debe tener más el de más juicio para esto y el mejor. Qui­zá es preciso que el zapatero ande llevando puesto más calzado y de mayor tamaño que nadie.

CAL. ––¿Qué calzado es ese? Insistes en decir tonterías.

SÓC. –– Pues si no te refieres a esto, quizá sea a esto piro; por ejemplo, el agricultor de buen juicio para el cul­tivo de la tierra y, además, bueno y honrado ¿no debe qui­zá tener más parte de las semillas y usar para sus terre­nos la mayor cantidad posible de ellas?

CAL. –– ¡Siempre diciendo lo mismo, Sócrates!

491a

 
SÓC. –– No sólo lo mismo, Calicles, sino también sobre las mismas cosas.

CAL. –– Por los dioses, no cesas, en suma, de hablar con­tinuamente de zapateros, cardadores, cocineros y médi­cos, como si nuestra conversación fuera acerca de esto.

SÓC. ––Así pues, ¿no vas a decir acerca de qué cosas el más poderoso y de mejor juicio tiene con justicia ma­yor parte que los demás? ¿O, sin decirlo tú mismo, no per­mitirás que yo lo sugiera?

b

 
CAL. –– Estoy diciéndolo desde hace tiempo. En primer lugar, hablo de los más poderosos, que no son los zapate­ros ni los cocineros, sino los de buen juicio para el gobier­no de la ciudad y el modo como estaría bien administra­&: y no solamente de buen juicio, sino además decididos, #cesto que son capaces de llevar a cabo lo que piensan, ,que no se desaniman por debilidad de espíritu.

c

 
SÓC. –– ¿Te das cuenta, excelente Calicles, de que no es lo mismo lo que tú me reprochas a mí y lo que yo te reprocho a ti? En efecto, tú aseguras que yo digo siempre las mismas cosas y me censuras por ello; yo por el con­trario, te censuro porque jamás dices lo mismo sobre las mismas cosas, sino que primero has afirmado que los me­jores y los más poderosos son los más fuertes; después, que los de mejor juicio, y ahora, de nuevo, vienes con otra definición: llamas más poderosos y mejores a los más de­cididos. Pero, amigo, acaba ya de decir a quiénes llamas realmente mejores y más poderosos y respecto a qué.

d

 
CAL. –– Ya he dicho que a los de buen juicio para el go­bierno de la ciudad y a los decididos. A éstos les corres­ponde regir las ciudades, y lo justo es que ellos tengan más que los otros, los gobernantes más que los gobernados.

SÓC. ––Pero ¿y respecto a sí mismos, amigo? ¿Se do­minan o son dominados?

CAL. –– ¿Qué quieres decir?

SÓC. –– Hablo de que cada uno se domine a sí mismo; ¿o no es preciso dominarse a sí mismo, sino sólo dominar a los demás?

CAL. –– ¿Qué entiendes por dominarse a sí mismo?

e

 
SÓC. –– Bien sencillo, lo que entiende la mayoría: ser moderado y dueño de sí mismo y dominar las pasiones y deseos que le surjan.

CAL. –– ¡Qué amable eres, Sócrates! Llamas moderados a los idiotas.

SÓC. –– ¿Cómo? Todo el mundo puede darse cuenta de que no digo eso.

492a

 
CAL. –– Precisamente eso es lo que dices, Sócrates. Pues ¿cómo podría ser feliz un hombre si es esclavo de algo? Al contrario, lo bello y lo justo por naturaleza es lo que yo te voy a decir con sinceridad, a saber: el que quiera vi­vir rectamente debe dejar que sus deseos se hagan tan grandes como sea posible, y no reprimirlos, sino, que, sien­do los mayores que sea posible, debe ser capaz de satisfa­cerlos con decisión e inteligencia y saciarlos con lo que en cada ocasión sea objeto de deseo. Pero creo yo que es­to no es posible para la multitud; de ahí que, por vergüen­za, censuren a tales hombres, ocultando de este modo su propia impotencia; afirman que la intemperancia es des­honrosa, como yo dije antes, y esclavizan a los hombres irás capaces por naturaleza y, como ellos mismos no pue­den procurarse la plena satisfacción de sus deseos, ala­ban la moderación y la justicia a causa de su propia debi­lidad. Porque para cuantos desde el nacimiento son hijos de reyes o para los que, por su propia naturaleza, son ca­paces de adquirir un poder, tiranía o principado, ¿qué ha­bría, en verdad, más vergonzoso y perjudicial que la mo­deración y la justicia, si pudiendo disfrutar de sus bienes, sin que nadie se lo impida, llamaran para que fueran sus 4ueños a la ley, los discursos y las censuras de la multi­tud? ¿Cómo no se habrían hecho desgraciados por la bella apariencia de la justicia y de la moderación, al no dar más a sus amigos que a sus enemigos, a pesar de gober­nar en su propia ciudad? Pero, Sócrates, esta verdad que tu dices buscar es así: la molicie, la intemperancia y el libertinaje, cuando se les alimenta, constituyen la virtud y la felicidad; todas esas otras fantasías y convenciones de los hombres contrarias a la naturaleza son necedades y cosas sin valor.

e

 

d

 

c

 

b

 
SÓC. –– Te entregas a la discusión, Calicles, con una no­ble franqueza. En efecto, manifiestamente ahora estás di­ciendo lo que los demás piensan, pero no quieren decir. Por tanto, te suplico que de ningún modo desfallezcas a de que en realidad quede completamente claro cómo hay que vivir. Y dime, ¿afirmas que no se han de repri­mir los deseos, si se quiere ser como se debe ser, sino que, permitiendo que se hagan lo más grandes que sea posi­ble, hay que procurarles satisfacción de donde quiera que sea, y que en esto consiste la virtud?

CAL. –– Eso afirmo, ciertamente.

SÓC. –– Luego no es razonable decir que son felices los que no necesitan nada.

CAL. –– De este modo las piedras y los muertos serían  felicísimos.

SÓC. –– Sin embargo, es terrible la vida de los que tú dices. No me extrañaría que Eurípides dijera la verdad en estos versos70:

 

¿quién sabe si vivir es morir

y morir es vivir?,

493a

 
 


d

 

c

 

b

 
y que quizá en realidad nosotros estemos muertos. En efecto, he oído decir a un sabio que nosotros ahora esta­mos muertos, que nuestro cuerpo es un sepulcro 71 y que la parte del alma en la que se encuentran las pasiones es de tal naturaleza que se deja seducir y cambia súbitamente de un lado a otro. A esa parte del alma, hablando en ale­goría y haciendo un juego de palabras, cierto hombre ingenioso 72, quizá de Sicilia o de Italia, la llamó tonel, a causa de su docilidad y obediencia, y a los insensatos los llamó no iniciados; decía que aquella parte del alma de los insensatos en que se hallan las pasiones, fijando la atención en lo irreprimido y descubierto de ella, era co­mo un tonel agujereado aludiendo a su carácter insaciable 73. Éste, Calicles, al contrario que tú, expresa la opinión de que en el Hades ––se refiere a lo invisible––­ tendrían el colmo de la desgracia los no iniciados y lleva­rían agua al tonel agujereado con un cedazo igualmente agujereado. Dice, en efecto, según manifestaba el que me lo refirió, que el cedazo es el alma; y comparó el alma de los insensatos a un cedazo porque está agujereada, ya que no es capaz de retener nada por incredulidad y por olvi­do. Estas comparaciones son, probablemente, absurdas; sin embargo, dan a entender lo que yo deseo demostrar­te, si de algún modo soy capaz de ello, para persuadirte a que cambies de opinión y a que prefieras, en vez de una pida de insaciedad y desenfreno, una vida ordenada que tenga suficiente y se dé por satisfecha siempre con lo que tiene. Pero ¿te persuado en algo y cambias de opinión en el sentido de que los moderados son más felices que los desenfrenados o no vas a cambiar en nada, por más que refiera otras muchas alegorías semejantes?

 

70. En la tragedia Frizo o en Polido. Aristófanes ridiculiza dos ve­ces esta frase en Ranas 1082 y 1477 ss. La idea original se atribuye a Heráclito.

71. La comparación entre sôma (cuerpo) y sêma (tumba) se hace más sensible en griego, donde sólo varía el timbre de la vocal primera de la palabra.

72. El .hombre ingenioso» al que alude Sócrates era, probablemen­te, un pitagórico o un órfico de la escuela que florecía en el sur de Italia.

73. Hay en el texto griego un juego de palabras de sonido próximo y significación distinta: pithanón (dócil) y píthon (tonel), anoētous (insen­satos) y amyētous (no iniciados) ––por su etimología (no cerrados)––, Há­dēs (Hades) y aeidēs (invisible). No es posible conservar en la traducción estas semejanzas.

 

CAL. –– Más verdad es lo último, Sócrates.

494a

 

e

 
SÓC. –– Veamos; voy a exponerte otra imagen proceden­te de la misma escuela que la anterior. Examina, pues, si lo que dices acerca de cada uno de los géneros de vida, el del moderado y el del disoluto, no sería tal como si hu­biera dos hombres que tuviese cada uno de ellos muchos tímeles, y los del primero estuviesen sanos y cabales, el uno lleno de vino, el otro de miel, el otro de leche y otros muchos de otros varios líquidos, y que estos líquidos an­duviesen escasos y sólo se pudiesen conseguir con muchas y arduas diligencias; este hombre, después de llenar los toneles, ni echaría ya más líquido en ellos, ni volvería a preocuparse, sino que quedaría tranquilo con respecto a ellos. Para el otro sujeto, sería posible adquirir los líqui­dos como para el primero, aunque también con dificul­tad; pero, teniendo sus recipientes agujereados y podri­dos, se vería obligado a estarlos llenando constantemen­te día y de noche, o soportaría los más graves sufri­mientos. Puesto que el género de vida de uno y otro es así, acaso dices que el del disoluto es más feliz que el del mo­derado? ¿Consigo con estos ejemplos persuadirte a que admitas que la vida ordenada es mejor que la disoluta, o no lo consigo?

b

 
CAL. –– No me persuades, Sócrates. Para el de los to­neles llenos, ya no hay placer alguno, pues eso es precisa­mente lo que antes llamaba vivir como una piedra; cuan do los ha llenado, ni goza ni sufre. Al contrario, el vivir agradablemente consiste en derramar todo lo posible. SÓC. –– ¿No es preciso, si derrama mucho, que sea tam­bién mucho lo que sale y que sean grandes los orificios para los desagües?

CAL. –– Sin duda.

SÓC. –– Tú hablas de la vida de un alcaraván 74, pero no de la vida de un muerto ni de una piedra. Y dime, ¿quie­res decir, por ejemplo, que es preciso tener hambre y, cuando se tiene hambre, comer?

c

 
CAL. –– Sí, ciertamente.

SÓC. ––¿Y tener sed y beber cuando se la tiene?

CAL: –– Sí, y tener todos los demás deseos y, al tener­los y ser capaz de satisfacerlos, gozar y vivir felizmente.

d

 
SÓC. –– Muy bien, amigo; continúa como empezaste y procura no ceder por vergüenza. Es preciso, según pare­ce, que tampoco yo me contenga por vergüenza. Dime, en primer lugar, si tener sarna, rascarse, con la posibilidad de rascarse cuanto se quiera, y pasar la vida rascándose es vivir felizmente.

CAL. –– ¡Qué absurdo eres, Sócrates, verdaderamente un orador demagógico!

SÓC. –– Pues así, Calicles, he desconcertado a Polo y a Gorgias y les he hecho avergonzarse; pero es seguro que tú no te desconciertas ni te avergüenzas, porque eres de­cidido. Pero, simplemente, responde.

CAL. –– Digo, pues, que incluso el que se rasca puede vivir plácidamente.

SÓC. ––¿Si puede vivir plácidamente, puede vivir tam­bién felizmente?

CAL. –– Sin duda.

e

 
SÓC. ––¿Si se rasca sólo la cabeza, o te sigo preguntan­do más? Piensa, Calicles, qué contestarás si te preguntan a continuación todas las cuestiones consiguientes a ésta. ––Y como resumen de ellas, ¿no es la vida de los disolutos terrible, vergonzosa y desgraciada? ¿O bien osarás decir que son felices si tienen abundantemente lo que desean?

CAL. ––¿Note avergüenzas de llevara tales extremos la conversación, Sócrates?

495a

 
SÓC. –– ¿La llevo yo a este punto, amigo mío, o el que dice así, simplemente, que los que gozan, de cualquier mo­do que gocen, son felices, y no distingue qué placeres son buenos y qué otros son malos? 75. Pero di aún otra vez, ¿afirmas que son la misma cosa placer y bien, o hay al­ placer que no es bueno?

CAL. –– Para que no me resulte una contradicción si di­go que son distintos, afirmo que son la misma cosa.

b

 
SÓC. –– Destruyes, Calicles, las bases de la conversa­ción, y ya no puedes buscar bien la verdad conmigo si vas a hablar contra lo que piensas.

CAL. –– Pues también tú haces lo mismo, Sócrates.

SÓC. –– Ciertamente, ni yo obro bien, si hago eso, ni tú tampoco. Pero, considera, Calicles, que quizá el bien no consista en gozar de cualquier modo, pues, si esto es así, resulta evidente que se producen todas las consecuencias vergonzosas que ahora he insinuado y otras muchas más.

CAL. –– Según tú crees, Sócrates.

SÓC. ––¿Pero de verdad, Calicles, sostienes eso?

CAL.. ––Desde luego.

c

 
SÓC. ––¿Debemos, pues, examinarlo convencidos de hablas en serio?

CAL. –– Totalmente.

 

74. En griego charadriás, probablemente un ave próxima al alcara­ván o el mismo alcaraván (charadrius oedicnemus), ave frecuente en el S. de Europa, sobre todo en el SE., desde la primavera hasta el otoño. En los crepúsculos despliega gran acrividad para dar caza a los anima­les de que se alimenta. Su voracidad debía de ser proverbial.

75. Véase Rep. 505c.

 

SÓC. –– Sea; puesto que te parece así, contéstame con precisión. ¿Existe algo a lo que llamas ciencia?

CAL. –– Sí.

SÓC. ––¿No hablabas ahora también de cierta valen­tía que hay junto con la ciencia? 76.

CAL. –– Sí hablaba.

SÓC. –– ¿No es cierto que hablabas de dos cosas al dis­tinguir la valentía de la ciencia?

CAL. –– Sin duda.

d

 
SÓC. ––¿Y qué? ¿El placer y la ciencia son lo mismo o son cosas distintas?

CAL. –– Cosas distintas, sin duda, sapientísimo Sócrates.

SÓC. –– ¿Y la valentía es distinta del placer?

CAL. ––Pues ¿cómo no?

SÓC. –– Tratemos, pues, de recordar esto, que Calicles Acarneo 77 ha dicho que el placer y el bien son la misma cosa, y que la ciencia y la valentía son distintas entre sí y distintas del bien.

CAL. –– Y que Sócrates de Alópece no está de acuerdo con nosotros. ¿O está de acuerdo?

e

 
SÓC. –– No lo está; y creo que tampoco Calicles cuan­do se haya examinado a sí mismo sinceramente. Porque, dime, ¿no consideras que los que viven felizmente expe­rimentan lo contrario que los desgraciados?

CAL. –– Sí.

SÓC. –– Por tanto, si estas situaciones son contrarias entre sí, ¿no es preciso que suceda con ellas lo que con la salud y la enfermedad? Pues, sin duda, un hombre no está sano y enfermo al mismo tiempo, ni tampoco al mis­mo tiempo sale del estado de salud y del de enfermedad. CAL. –– ¿Qué quieres decir?

 

76. Véase, más arriba, 491b.

77. Acarneo es el adjetivo que designa a los pertenecientes al demo de Acharnaí el mayor demo de Ática. Para dejar constancia de una testi­ficación, se añadía a la misma el nombre y el demo del testigo. Así, So­crates indica el demo de Calicles y, a continuación, Calicles nombra a Sócrates precisando el demo a que éste pertenece.

 

496a

 
SÓC. –– Por ejemplo, examina separadamente la parte del cuerpo que quieras. ¿Se puede padecer la enfermedad de los ojos cuyo nombre es oftalmía?

CAL. –– ¿Cómo no?

SÓC. ––Por supuesto: que al mismo tiempo no pueden estar sanos los ojos.

CAL. –– De ninguna manera.

.SÓC. ––¿Qué sucede cuando se cura la oftalmía? ¿Tam­bién, entonces, se pierde la salud de los ojos y, finalmen­te, se sale al mismo tiempo del estado de salud y del de enfermedad?

CAL. –– En modo alguno.

b

 
SÓC. –– Esto resultaría, en mi opinión, sorprendente y absurdo, ¿no es cierto?

CAL. –– Por completo.

SÓC. ––Más bien, creo yo, toma uno y pierde el otro alternativamente.

CAL. ––Así es.

SÓC. ––¿No sucede lo mismo con la fuerza y la debilidad?

CAL. ––Sí.

SÓC. ––¿Y con la velocidad y la lentitud?

CAL. –– Sin duda.

SÓC. –– También los bienes y la felicidad y sus contra­rios, los males y la desgracia, ¿no se toman alternativa­»ente y alternativamente se––pierden?

c

 
CAL. –– Evidentemente.

SÓC. –– Así pues, si encontramos dos cosas que se pue­dan perder y tener al mismo tiempo, es evidente que no podrían ser el bien y el mal. ¿Estamos de acuerdo en es­to? Examínalo bien y contesta.

CAL. –– Estoy completamente de acuerdo.

SÓC. –– Volvamos a lo que hemos convenido antes. ¿De­cías que tener hambre es agradable o penoso? Hablo del hambre en sí misma.

d

 
CAL. –– Es penoso, pero comer cuando se tiene hambre es agradable.

SÓC. –– Ya comprendo; pero en todo caso el hecho de tener hambre es, en sí mismo, penoso, ¿no es así?

CAL. ––Así es.

SÓC. ––¿No lo es también tener sed?

CAL. –– Y mucho.

SÓC. ––Por tanto, ¿sigo preguntando más, o estás de acuerdo en que toda necesidad y todo deseo es penoso?

CAL. –– Estoy de acuerdo; no preguntes.

e

 
SÓC. –– Bien; pero ¿no afirmas que beber cuando se tie­ne sed es agradable?

CAL. –– Sí.

SÓC. ––Y en el estado de que hablas, tener sed ¿no es indudablemente doloroso?

CAL. –– Sí.

SÓC. ––Pero ¿no es el beber la satisfacción de esa ne­cesidad y un placer?

CAL. –– Sí.

SÓC. –– ¿No dices que en beber hay placer?

CAL. –– Exactamente.

SÓC. –– ¿Cuando se tiene sed?

CAL. –– Sí.

SÓC. –– ¿Con desazón por ella?

CAL. –– Sí.

SÓC. ––¿Adviertes, pues, la conclusión? Dices que se siente dolor y placer al mismo––tiempo si se bebe teniendo sed. ¿O es que estas dos sensaciones no se producen en el mismo lugar y tiempo, sea del cuerpo, sea del alma, se­gún prefieras, pues en mi opinión no hay diferencia? ¿Es así, o no?

CAL. ––Así es.

497a

 
SÓC. –– Pero, no obstante, dices que es imposible ser al mismo tiempo feliz y desgraciado.

CAL. –– Lo digo, ciertamente.

SÓC. –– Y has admitido que es posible sentir placer y dolor al mismo tiempo.

CAL. –– Eso parece.

SÓC. –– Luego sentir placer no es ser feliz, ni sentir do­lor ser desgraciado; por consiguiente, resulta el placer dis­tinto del bien.

CAL. –– No sé qué sofismas dices, Sócrates.

SÓC. –– Sí lo sabes, pero finges no entender, Calicles; sigue aún adelante.

CAL. –– ¿Qué tontería vas a decir?

b

 
SÓC. –– Para que conozcas cuán sabio eres tú que me amonestas. Al mismo tiempo que cesamos de tener sed, ¿no dejamos también de sentir placer en beber?

CAL. –– No sé qué estás diciendo.

GOR. –– No obres así de ningún modo, Calicles; al con­trario, responde también en favor nuestro, para que pue­da acabarse la conversación.

CAL. –– Siempre es Sócrates el mismo, Gorgias; pregun­ta pequeñeces sin valor y pone a uno en evidencia.

GOR. ––¿Y qué te importa? No reside tu estimación de ningún modo en estas cuestiones; permite a Sócrates que argumente como quiera.

c

 
CAL. –– Pregunta, pues, tú esas menudencias y mez­quindades, puesto que le parece bien a Gorgias.

SÓC. –– Afortunado eres, Calicles, porque has sido ini­ciado en los grandes misterios 78 antes que en los peque­ños; yo no creí que estuviera permitido; en todo caso, tomando la cuestión donde la dejaste, respóndeme si no ce­sa al mismo tiempo de tener sed y de sentir placer en beber.

 

78. Ceremonia de iniciación que había que hacer en Eleusis al empe­zar el otoño, pero que debía ir precedida de la de iniciación en los «pe­queños misterios», que se celebraba en Atenas al principio de la primavera.

 

CAL. –– Sí.

SÓC. –– ¿No se cesa también de tener hambre y de ex­perimentar los demás deseos al mismo tiempo que cesan los placeres respectivos?

d

 
CAL. ––Así es.

SÓC. ––¿No es cierto, pues, que al mismo tiempo ce­san los dolores y los placeres?

CAL. –– Sí.

SÓC. –– Pero, sin embargo, no se dejan de tener al mis­mo tiempo los bienes y los males, según tú admitías an­tes; ¿no lo admites ahora?

CAL. –– Sí, ¿y qué?

e

 
SÓC. –– Que no son la misma cosa, amigo, los bienes y los placeres, ni lo son los males y los dolores. Los unos se dejan de experimentar simultáneamente; los otros no, puesto que son distintos. En efecto, ¿cómo podrían ser la misma cosa los placeres y los bienes o los dolores y los males? Pero, si quieres, examínalo también de este otro modo; yo creo que ni aun así voy a estar de acuerdo con­tigo. Pon atención; ¿no llamas buenos a los buenos por la presencia de bondades, como bellos a aquellos en los que está presente la belleza?

CAL. –– Si.

SÓC. ––¿Y qué? ¿Llamas buenos a los insensatos y co­bardes? Al menos, hace un momento, no; al contrario, lla­mabas buenos 79 a los decididos y a los de buen juicio. ¿O no llamas buenos a éstos?

 

79. Véase 491b.

 

CAL. –– Sin ninguna duda.

SÓC. –– ¿Y qué? ¿Has visto alguna vez gozar a un niño insensato?

CAL. –– Sí.

SÓC. ––¿No has visto nunca gozar a un hombre insensato?

498a

 
CAL.––Creo que sí. Pero ¿a qué viene eso?

SÓC. –– A nada, pero responde.

CAL. –– Sí, lo he visto.

SÓC. –– ¿Has visto sufrir y gozar a un hombre sensato?

CAL. –– Sí.

SÓC. ––¿Y quiénes sienten más el gozo y la aflicción, los sensatos o los insensatos?

CAL. –– Creo que no hay gran diferencia.

SÓC. –– Esto es suficiente. En la guerra, ¿has visto al­guna vez a un hombre cobarde?

CAL. –– ¿Cómo no?

b

 
SÓC. –– ¿Y qué? Al retirarse los enemigos, ¿quiénes te­ parece que se alegran más, los cobardes o los valientes?

CAL. –– Me parece que unos y otros se alegran mucho; en todo caso, apenas hay diferencia.

SÓC. ––No importa. Así pues, ¿se alegran también los cobardes?

CAL. –– Muchísimo.

SÓC. ––También los insensatos, según parece.

CAL. ––Sí.

SÓC. ––Pero cuando se acercan los enemigos, ¿sufren solamente los cobardes o también los valientes?

CAL.––Unos y otros.

SÓC. ––¿De igual modo?

CAL. –– Más, quizá, los cobardes.

SÓC. –– Y cuando se retiran los enemigos, ¿no se ale­gran más?

CAL. –– Tal vez.

c

 
SÓC. –– ¿No es cierto, pues, que sufren y se alegran los sensatos y los insensatos, los cobardes y los valientes, de manera aproximada, según afirmas, pero más los cobar­des que los valientes?

CAL. ––Sí.

SÓC. ––Pero, por otro lado, ¿los sensatos y los valien­tes no son buenos, y los cobardes y los insensatos, malos?

CAL. –– Sí.

SÓC. –– Luego ¿sufren y gozan casi en la misma medi­da los buenos y los malos?

CAL. –– Eso digo.

d

 
SÓC. ––Así pues, ¿son casi igualmente buenos y malos los buenos y los malos? ¿O son incluso mejores los malos?

CAL. –– Por Zeus, no sé lo que dices.

SÓC. –– ¿No sabes que, según afirmas, los buenos son buenos por la presencia de bienes, y los malos por la de males? ¿Y que los bienes son placeres y los males son dolores?

CAL. –– Sí, lo sé.

SÓC. –– ¿Luego los que gozan tienen bienes, esto es, pla­ceres, puesto que gozan?

CAL. –– ¿Cómo no?

SÓC. –– ¿No son buenos por la presencia de bienes los que gozan?

CAL. –– Sí.

SÓC. ––Y los que sufren ¿no tienen males, esto es, dolores?

e

 
CAL. ––Así es.

SÓC. –– ¿Sostienes aún que por la presencia de males son malos los malos, o ya no lo sostienes?

CAL. ––Sí, lo sostengo.

SÓC. –– En consecuencia, ¿son buenos los que gozan y malos los que sufren?

CAL. –– Ciertamente.

SÓC. –– Los que más, más, los que menos, menos, y los que igualmente, igualmente.

CAL. –– Sí.

SÓC. –– ¿No afirmas que gozan y sufren de modo apro­ximado los sensatos y los insensatos, los cobardes y los valientes, o incluso más aún los cobardes?

CAL. –– Sí.

499a

 
SÓC. –– Reflexiona, pues, conmigo lo que resulta de nuestros razonamientos, pues dicen que es bello repetir y considerar dos y tres veces las cosas bellas. Decimos que son buenos el sensato y el valiente. ¿Es así?

CAL. –– Sí.

SÓC. ––¿Y que son malos el insensato y el cobarde?

CAL. –– Sin duda.

SÓC. ––¿Y por otra parte que es bueno el que goza?

CAL. –– Sí.

SÓC. ––¿Y malo el que sufre?

CAL. –– Forzosamente.

SÓC. –– Pero ¿no decimos que sufren y gozan igualmen­te el bueno y el malo y, quizá; aún más el malo?

CAL. –– Sí.

b

 
SÓC. –– Por consiguiente, ¿no resulta el malo tan malo y tan bueno como el bueno o mejor aún que el bueno? ¿No son éstas y aquéllas de antes las conclusiones que se de­ducen cuando se afirma que son la misma cosa los place­res y los bienes? ¿No es forzoso esto, Calicles?

CAL. –– Hace tiempo que te escucho, Sócrates, asintien­do a tus palabras y meditando que, aunque por broma se te conceda cualquier cosa, te agarras contento a ella co­mo los niños. Como si tú creyeras que yo, o cualquier otro ¡Nombre, no juzgo que unos placeres son mejores y otros peores.

c

 
SÓC. –– ¡Ay, ay, Calicles! ¡Qué astuto eres! Me tratas como a un niño; unas veces afirmas que las mismas cosas son de un modo y otras veces que son de otro, con el pro­pósito de engañarme. Sin embargo, no pensé yo al princi­pio que iba a ser engañado intencionadamente por ti, pues creí que eras amigo; pero la verdad es que me equivoqué y que, según parece, tengo, como dice el antiguo prover­bio, que poner a mal tiempo buena cara y aceptar lo que tú me ofreces. Al parecer, lo que ahora dices es que unos Maceres son buenos y otros malos; ¿no es así?

d

 
CAL. –– Sí.

SÓC.––¿Son, por tanto, buenos los placeres útiles y malos los perjudiciales?

CAL. –– Sin duda.

SÓC. ––¿No son útiles los que producen algún bien y malos los que producen algún daño?

CAL. –– Sí.

SÓC. –– ¿Te refieres a placeres tales como aquellos de que acabamos de hablar con relación al cuerpo, los de la comida y la bebida, y de entre éstos, los que procuran salud al cuerpo o fuerza o cualquiera condición propia, ésos son buenos, y los que producen lo contrario, malos?

e

 
CAL. –– Ciertamente.

SÓC. –– ¿No son también los dolores, igualmente, unos buenos y otros malos?

CAL. –– ¿Cómo no?

SÓC. –– ¿No hay, pues, que preferir y practicar los pla­ceres buenos y los dolores buenos?

CAL. –– Sin duda.

SÓC. ––¿Y no los malos?

CAL. –– Claro que no.

500a

 
SÓC. –– En efecto, Polo y yo convinimos, si tú lo recuer­das, en que todo hay que hacerlo buscando el bien. ¿Aca­so piensas también tú que el fin de todas las acciones es el bien y que es preciso hacer todas las demás cosas por el bien, y no éste por las demás cosas? ¿Añades el tercer voto a nuestra opinión?

CAL. –– Sí.

SÓC. –– Luego por el bien se debe hacer lo agradable y las demás cosas, pero no el bien por el placer.

CAL. –– Exactamente.

SÓC. –– ¿Acaso todas las personas son capaces de dis­tinguir qué placeres son buenos y qué otros son malos, o es preciso, en cada caso, un hombre experimentado?

CAL. –– Es preciso un hombre experimentado.

b

 
SÓC. –– Recordemos, pues, de nuevo, lo que yo decía 80 a Polo y a Gorgias. Decía, en efecto, si tú te acuerdas, que hay prácticas que conducen al placer procurando solamen­te éste y desconociendo lo que es mejor y lo que es peor; otras, que distinguen lo bueno y lo malo. Entre las con­ducentes al placer coloqué la culinaria, rutina y no arte, y entre las conduncentes al bien, el arte de la medicina. Y, .por el dios de la amistad, Calicles, no creas que tienes que bromear conmigo ni me contestes contra tu opinión lo que :,se te ocurra, ni tampoco recibas mis palabras creyendo que bromeo, pues ya ves que nuestra conversación trata de lo que cualquier hombre, aun de poco sentido, toma­ría más en serio, a saber, de qué modo hay que vivir: si de este modo al que tú me exhortas, que consiste en ha­cer lo que, según tú, corresponde a un hombre, es decir, hablar ante el pueblo, ejercitar la retórica y gobernar del modo que vosotros gobernáis ahora, o bien de este otro modo de vida dedicada a la filosofía, sabiendo en qué es­te modo aventaja a aquél. Así pues, quizá es lo mejor, co­mo ya he intentado antes, definirlos y, una vez definidos y puestos nosotros de acuerdo sobre si existen estos dos géneros de vida, examinar en qué se diferencian y cuál de los dos debe preferirse. Quizá aún no entiendes lo que digo.

c

 

d

 
 


80. Véase 464b.

 

CAL. –– No, por cierto.

e

 
SÓC. –– Te lo voy a decir con más claridad. Puesto que tú y yo hemos convenido que existen lo bueno y lo agra­dable, y que lo agradable es distinto de lo bueno, pero que hay una práctica de cada uno de ellos y un procedimien­4o de adquisición, por una parte la búsqueda del placer, por otra la del bien... Pero dime, en primer lugar, si estás de acuerdo en esto o no. ¿Estás de acuerdo?

CAL. –– Sí.

c

 

b

 

501a

 
SÓC. –– Continuemos; respecto a lo que antes decía yo a éstos, dame también tu asentimiento, si es que enton­ces te pareció que decía la verdad. Decía, poco más o me­»os, que la culinaria no me parece un arte, sino una ruti­ó4, a diferencia de la medicina, y añadía que la medicina ha examinado la naturaleza de aquello que cura, conoce la causa de lo que hace y puede dar razón de todos sus actos, al contrario de la culinaria, que pone todo su cui­dado en el placer, se dirige a este objeto sin ningún arte y, sin haber examinado la naturaleza ni la causa del pla­cer, es, por así decirlo, completamente irracional y sin cál­culo. Solamente guarda por rutina y práctica el recuerdo de lo que habitualmente suele suceder, por medio del cual procura los placeres. Así pues, examina en primer lugar si crees que estas palabras son acertadas y si hay tam­bién, respecto al alma, otras actividades semejantes, unas sistemáticas, con previsión de lo mejor con respecto al al­ma, otras que no se preocupan de esto, sino que, como en el cuerpo, buscan solamente de qué modo se puede pro­curar el placer de ella, sin examinar qué placer es mejor o peor, ni preocuparse de otra cosa que de causarle agra­do, sea beneficioso, sea perjudicial. Yo creo, Calicles, que sí existen estas actividades y afirmo que todo ello es adu­lación, se trate del cuerpo, del alma o de cualquier otra cosa cuyo placer se procure sin considerar lo beneficioso y lo perjudicial. ¿Eres tú del mismo parecer que yo acer­ca de esto o dices lo contrario?

d

 
CAL. –– No, pero lo acepto, afin de que termines esta conversación y para complacer también a Gorgias.

SÓC. –– ¿Y esta adulación se produce respecto a un al­ma sola, pero no respecto a dos o a muchas?

CAL. –– No, sino también con relación a dos y a muchas.

SÓC. –– ¿No es posible agradar al mismo tiempo a mu­chas almas reunidas sin preocuparse de lo que es mejor para ellas?

CAL. –– Yo creo que sí.

e

 
SÓC. ––¿Puedes, entonces, decir cuáles son las activi­dades que producen esto? Mejor aún, si quieres, voy a pre­guntarte, y si alguna de las que nombro te parece que es de las que lo consigue, dilo, y si te parece que no, di que no. En primer lugar, tocar la flauta ¿no te parece, Cali­cles, que es una de las ocupaciones que busca sólo nues­tro placer sin preocuparse de nada más?

CAL. ––Me parece que sí.

SÓC. –– ¿No te parece también que buscan lo mismo to­das las actividades semejantes, por ejemplo, tocar la cí­tara en los concursos? 81

CAL. –– Sí.

502a

 
SÓC. ––¿Y el entrenamiento de los coros 82 y la com­posición de los ditirambos? ¿No te parece que están en el mismo caso? ¿Crees que Cinesias 83, hijo de Melete, se preocupa de decir cosas que hagan mejores a los que las oyen, o solamente de lo que va a agradar a la multitud de espectadores?

CAL. –– Esto es evidente, Sócrates, respecto a Cinesias.

SÓC. –– ¿Y su padre Melete? ¿Crees que tenía en cuen­ta el bien cuando cantaba acompañado de la cítara? ¿O ni siquiera tenía en cuenta el placer, pues molestaba con los cantos a su auditorio? Pero piénsalo, ¿no crees que todo canto con acompañamiento de la cítara y la composi­ción de los ditirambos han sido inventados para causar placer? 84

CAL. ––Sí, lo creo.

 

81. Platón, al precisar «en los concursos», deja a salvo el valor que tenía la enseñanza de la cítara en la educación de los atenienses.

82. Se refiere a los kyklioi choroí propios de la poesía ditirámbica. kykliodidáskaloi (maestros de coros circulares) es sinónimo de poeta ditirámbico.

83. Cinesias, poeta ditirámbico del final del siglo v y principios del w. Se le consideraba entre los poetas responsables de la corrupción del ditirambo. Aristófanes y otros comediógrafos lo ridiculizaron, incluso, en sus caracteres físicos. El comediógrafo Stratis tituló con su nombre una comedia. Platón estaba, sin duda, influido por su repugnancia hacia esta nueva música de la que Cinesias era pionero. Parece que otras razones de conducta explican la general aversión a este personaje. De su padre. Melete, dijo Ferécrates que era el peor citarista.

84. Respecto al estado de subordinación de la poesía al gusto de la multitud, véase Rep. 493d.

 

b

 
SÓC. –– ¿Y a qué aspira esa poesía grave y admirable, la tragedia? ¿Es sólo su propósito y su empeño, como tú crees, agradar a los espectadores o también esforzarse en callar lo placentero y agradable cuando sea malo y en de­cir y cantar lo útil, aunque sea molesto, agrade o no a los oyentes? ¿A cuál de estas dos tendencias responde, en tu opinión, la tragedia?

c

 
CAL. –– Es evidente, Sócrates, que se dirige más al pla­cer y a dar gusto a los espectadores.

SÓC. ––¿Y no decíamos ahora, Calicles, que esto es adulación?

CAL. –– Ciertamente.

SÓC. –– Continuemos; si se quita de toda clase de poe­sía la melodía, el ritmo y la medida, ¿no quedan solamen­te palabras?

CAL. –– Forzosamente.

SÓC. ––¿Y no se pronuncian estas palabras ante una gran multitud, ante el pueblo?

CAL. –– Sí.

d

 
SÓC. –– Luego la actividad poética es, en cierto modo, una forma de oratoria popular.

CAL. ––Así parece.

SÓC. –– Por consiguiente, será oratoria popular de ti­po retórico, ¿o no crees qué se comportan como oradores los poetas en el teatro?

CAL. –– Sí, lo creo.

SÓC. –– Pues ahora hemos encontrado una forma de re­tórica que se dirige a una multitud compuesta de niños, de mujeres, de hombres libres y de esclavos, retórica que no nos agrada mucho porque decimos que es adulación.

CAL. ––Sin duda.

503a

 

e

 
SÓC. –– Sigamos; ¿y qué es, a nuestro juicio, la retóri­ca que se dirige al pueblo ateniense y a los pueblos de otras ciudades, a los hombres libres? ¿Piensas tú que los ora­dores hablan siempre para el mayor bien, tendiendo a que los ciudadanos se hagan mejores por sus discursos, o que también estos oradores se dirigen a complacer a los ciu­dadanos y, descuidando por su interés particular el inte­rés público, se comportan con lo pueblos como con niños, intentando solamente agradarlos, sin preocuparse para nada de si, por ello, les hacen mejores o peores?

CAL. –– Tu pregunta no es sencilla, pues algunos pro­nuncian sus discursos, inquietándose por el bien de los ciu­dadanos, pero otros son como tú dices.

b

 
SÓC. ––Es suficiente. Pues si hay estas dos clases de retórica, una de ellas será adulación y vergonzosa orato­ria popular; y hermosa, en cambio, la otra, la que procu­ra que las almas de los ciudadanos se hagan mejores y se esfuerza en decir lo más conveniente, sea agradable o de­sagradable para los que lo oyen. Pero tú no has conocido jamás esta clase de retórica; o bien, si puedes citar algún orador de esta especie, ¿por qué no me has dicho ya quién es?

CAL. –– Por Zeus, no puedo nombrar a ninguno de los oradores, por lo menos de los actuales.

c

 
SÓC. ––¿Y qué? ¿Entre los antiguos puedes citar algu­no por el que los atenienses hayan tenido ocasión de ha­cerse mejores a partir de la primera vez que les dirigió la palabra, habiendo sido hasta entonces peores? Yo, cier­4amente, no conozco a tal orador.

CAL. –– ¿Cómo? ¿No oyes decir que Temístocles fue un ciudadano excelente, y lo mismo Cimón, Milcíades y este Pericles, muerto hace poco, a quien tú mismo has oído hablar?

d

 
SÓC. –– Si es una virtud verdadera, Calicles, la que tú decías antes, la de saciar las propias pasiones y las de los `demás, en ese caso tienes razón; pero si no es eso, sino lo que a continuación nos vimos obligados a reconocer, a saber, que el arte es satisfacer los deseos cuyo cumpli­miento hace mejor al hombre y no los que, satisfechos, le hacen peor, ¿crees que alguno de los que citas ha re­unido estas condiciones?

CAL. –– No sé qué decir.

504a

 

e

 
SÓC. –– Pues si buscas bien, hallarás respuesta. Veá­moslo del modo siguiente, examinando poco a poco si al­guno de ellos fue tal como decimos. Vamos, pues; el hombre bueno que dice lo que dice teniendo en cuenta el ma­yor bien ¿no es verdad que no hablará al azar, sino po­niendo su intención en cierto fin? Es el caso de todos los demás artesanos; cada uno pone atención en su propia obra y va añadiendo lo que añade sin tomarlo al azar, si­no procurando que tenga una forma determinada lo que está ejecutando. Por ejemplo, si te fijas en los pintores, arquitectos, constructores de naves y en todos los demás artesanos, cualesquiera que sean, observarás cómo cada uno coloca todo lo que coloca en un orden determinado y obliga a cada parte a que se ajuste y adapte a las otras, hasta que la obra entera resulta bien ordenada y propor­cionada. Igualmente los demás artesanos y también los que hemos nombrado antes, los que cuidan del cuerpo, maestros de gimnasia y médicos, ordenan y conciertan, en cierto modo, el cuerpo. ¿Estamos de acuerdo en que esto es así o no?

CAL. –– Sea así.

SÓC. –– Luego ¿una casa con orden y proporción es bue­na, pero sin orden es mala?

CAL. –– Si.

b

 
SÓC. –– ¿No sucede lo mismo con una nave?

CAL. –– Sí.

SÓC. –– ¿Y también con nuestros cuerpos?

CAL. ––Desde luego,

SÓC. –– ¿Y el alma? ¿Será buena en el desorden o en cierto orden y concierto?

CAL. –– Es preciso reconocer también esto, en virtud de lo dicho antes.

SÓC. –– ¿Y qué nombre se da en el cuerpo a lo que re­sulta del orden y la proporción?

c

 
CAL. –– Quizá hablas de la salud y de la fortaleza.

SÓC. ––Precisamente. Pero ¿qué se produce en el al­ma a consecuencia del orden y de la proporción? Procura encontrar y decir el nombre, como lo has hecho en el cuerpo.

CAL. ––¿Y por qué no lo dices tú mismo, Sócrates?

SÓC. –– Pues, si te agrada más, lo diré yo. Por tu parte, si te parece acertado lo que digo, dame tu asentimiento; en caso contrario, refútame y no cedas. Yo creo que al buen orden del cuerpo se le da el nombre de «saludable», de donde se originan en él la salud y las otras condicio­nes de bienestar en el cuerpo. ¿Es así o no?

d

 
CAL. ––Así es.

SÓC. –– Y al buen orden y concierto del alma se le da el nombre de norma y ley, por las que los hombres se ha­cen justos y ordenados; en esto consiste la justicia y la mo­deración. ¿Lo aceptas o no?

CAL. –– Sea.

e

 
SÓC. –– Así pues, ese orador de que hablábamos, el que es honrado y se ajusta al arte 85 dirigirá a las almas los discursos que pronuncie y todas sus acciones, poniendo su intención en esto, y dará lo que dé y quitará lo que qui­te con el pensamiento puesto siempre en que la justicia nazca en las almas de sus conciudadanos y desaparezca la injusticia, en que se produzca la moderación y se aleje la intemperancia y en que se arraigue en ellas toda vir­tud y salga el vicio. ¿Estás de acuerdo o no?

CAL. –– Estoy de acuerdo.

SÓC. ––En efecto, ¿qué utilidad hay, Calicles, en dar a un cuerpo enfermo y en mal estado muchos alimentos, las más agradables bebidas o cualquier otra cosa, todo lo cual en ocasiones no le aprovechará, según el recto jui­cio, más que el carecer de ello, y aún le será menos prove­choso? ¿Es así?

 

85. »Se ajusta al arte» traduce a technikós; no se trata aquí de nor­mas prácticas, ya que, para Sócrates, el fundamento de la retórica es la justicia. Véanse 461a; 480a y ss.

 

505a

 
CAL. –– Sea.

SÓC. –– No creo, pues, que sea ventajoso para un hom­bre vivir con el cuerpo en mísero estado, porque ello es tanto como vivir miserablemente. ¿No es así?

CAL. –– Sí.

SÓC. –– ¿Y no es cierto que los médicos, ordinariamen­te, permiten a un hombre sano satisfacer sus deseos, por ejemplo, comer o beber cuanto quiera, si tiene hambre o sed, pero al enfermo no le permiten casi nunca saciarse de lo que desea? ¿Estás tú también de acuerdo en esto?

b

 
CAL. –– Sí.

SÓC. –– ¿No sucede lo mismo respecto al alma, amigo? Mientras esté enferma, por ser insensata, inmoderada, in­justa e impía, es necesario privarla de sus deseos e impe­dirla que haga otras cosas que aquellas por las que pue­da mejorarse. ¿Asientes o no?

CAL. –– Sí.

SÓC. –– ¿Porque así es mejor para el alma misma?

CAL. –– Sin duda.

SÓC. ––Pero privarla de lo que desea ¿no es repren­derla?

CAL. –– Sí.

c

 
SÓC. –– Luego la reprensión es mejor para el alma que el desenfreno, al que tú considerabas mejor antes.

CAL. –– No sé lo que dices, Sócrates; dirige tus pregun­tas a otro.

SÓC. –– Este hombre no soporta que se le haga un be­neficio, aunque se trate de lo que estamos hablando, de ser reprendido.

CAL. –– No me interesa absolutamente nada de lo que dices, y te he contestado por complacer a Gorgias.

SÓC. –– Bien. ¿Y qué vamos a hacer? ¿Dejamos la con­versación a medias?

CAL. ––Tú sabrás.

d

 
SÓC. –– Pues dicen que no es justo dejar a medias ni aun los cuentos, sino que hay que ponerles cabeza, para que no anden de un lado a otro descabezados. Por consi­guiente, contesta también a lo que falta para que nuestra conversación tome cabeza.

CAL. –– ¡Qué tenaz eres, Sócrates! Si quieres hacerme caso, deja en paz esta conversación o .continúala con otro.

SÓC. –– ¿Qué otro quiere continuarla? No debemos de­jar la discusión sin terminar.

e

 
CAL. ––¿No podrías completarla tú solo, bien con una exposición seguida, bien preguntándote y contestándote tú mismo?

506a

 
SÓC. –– Para que se me aplique la frase de Epicarmo 86 que yo solo sea capaz de decir lo que antes decían dos. Sin embargo, parece absolutamente preciso. Hagámoslo así; yo creo necesario que todos porfiemos en saber cuál es la verdad acerca de lo que estamos tratando y cuál el error, pues es un bien común a todos el que esto llegue a ser claro. Voy a continuar según mi modo de pensar; pe­ro si a alguno de vosotros le parece que yo me concedo lo que no es verdadero, debe tomar la palabra y refutar­me. Tampoco yo hablo con la certeza de que es verdad lo que digo, sino que investigo juntamente con vosotros; por consiguiente, si me parece que mi contradictor manifies­ta algo razonable, seré el primero en aceptar su opinión. No obstante, digo esto por si creéis que se debe llevar has­ta el fin la conversación; pero si no queréis, dejémosla ya y vayámonos.

b

 
GOR. –– Yo creo, Sócrates, que no debemos irnos toda­vía, sino que tú tienes que terminar este razonamiento; i me parece que los demás piensan lo mismo., En cuanto a mí, deseo oírte discurrir sobre lo que queda.

SÓC. –– Por mi parte, Gorgias, hubiera conversado gus­tosamente con este Calicles hasta que le hubiera devuel­to el pasaje de Anfión a cambio del de Zeto 87, pero pues­to que tú, Calicles, no quieres terminar conmigo la discu­sión al menos escúchame e interrumpe, si te parece que digo algo que no sea verdad; y si me refutas, no me irrita­ré contigo, como tú conmigo, sino que te inscribiré como mi mayor bienhechor.

c

 
 


86. Respecto a la frase de Epicarmo, véanse KAIBEL, fr. 253, DIELS, 16. Platón considera a Epicarmo como «príncipe de la comedia» (Teet. 152e).

 

CAL. –– Habla tú solo, amigo, y termina.

507a

 

e

 

d

 
SÓC. ––Así pues, escúchame; voy a resumir la discu­sión desde el principio. ¿Acaso lo agradable y lo bueno son lo mismo? ––No son lo mismo, según Calicles y yo hemos convenido. ––¿Se debe hacer lo agradable a causa de lo bueno o lo bueno a causa de lo agradable? ––Lo agrada­ble a causa de lo bueno. ––Pero ¿no es agradable aquello cuya presencia nos agrada y bueno aquello con cuya pre­sencia somos buenos? ––Sin duda. ––Sin embargo, ¿no so­mos buenos nosotros y todo lo que es bueno por la pre­sencia de cierta cualidad? ––Me parece que es forzoso, Ca­licles. ––Por otra parte, la condición propia de cada cosa, sea utensilio, cuerpo, alma o también cualquier animal, no se encuentra en él con perfección por azar, sino por el orden, la rectitud y el arte que ha sido asignado a cada uno de ellos. ––¿Es esto así? ––Yo afirmo que sí. ––Luego la condición propia de cada cosa ¿es algo que está dispues­to y concertado por el orden? ––Yo diría que sí. ––Así pues, ¿es algún concierto connatural a cada objeto y propio de él lo que le hace bueno? ––Esa es mi opinión. ––Y el alma que mantiene el concierto que le es propio ¿no es mejor que el alma desordenada? ––Necesariamente. ––Y sin du­da, la que conserva este concierto ¿no es concertada? –– ¿Cómo no ha de serlo? ––Pero el alma bien concertada ¿no es moderada? ––Necesariamente. ––Luego, un alma mo­derada es buena. Yo no puedo decir nada frente a esto, amigo Calicles; pero si tú tienes algo que decir, infórmame.

 

87. Véanse 485e y, donde Calicles amonesta a Sócrates con las mis­mas palabras que Zeto a Antión en la Antíopa de Eurípides.

 

CAL. –– Sigue hablando, amigo.

c

 

b

 
SÓC. –– Pues digo que si el alma moderada es buena, la que se encuentra en situación contraria es mala y ésta es la que llamamos insensata y desenfrenada. ––Así es, sin duda. ––Y, además, el hombre moderado obra convenien­temente con relación a los dioses y a los hombres, pues no sería sensato si hiciera lo que no se debe hacer. ––Es preciso que sea así. ––Y, sin duda, si obra convenientemen­te respecto a los hombres, obra con justicia, y si respecto ii los dioses, con piedad; y el que obra justa y piadosamente 'por fuerza ha de ser justo y piadoso. ––Así es. ––Y, ade­más, también decidido, pues no es propio de un hombre moderado buscar ni rehuir lo que no se debe buscar ni rehuir; al contrario, ya se trate de cosas, hombres, place­res o dolores, debe buscar o evitar solamente lo que es preciso y mantenerse con firmeza donde es necesario; por consiguiente, es absolutamente forzoso, Calicles, que el hombre moderado, según hemos expuesto, ya que es jus­to, decidido y piadoso, sea completamente bueno; que el hombre bueno ejecute sus acciones bien y conveniente­mente, y que el que obra bien sea feliz y afortunado; y al contrario, que sea desgraciado el perverso y que obra vial 88; este hombre es precisamente todo lo contrario del moderado, es el desenfrenado al que tú alababas.

 

88. Hay en el texto griego expresiones de doble sentido que la traduc­ción no puede conservar: eû, kalôs práttein, «obrar bien» y «ser feliz; kakôs prátiein, «obrar mal» y «ser desgraciado».

 

c

 

b

 

508a

 

e

 

d

 
En todo caso, yo establezco esto así y afirmo que es verdad; y si es verdad, el que quiera ser feliz debe buscar practicar, según parece, la moderación y huir del libertinaje con toda la diligencia que pueda, y debe procurar, Sobre todo, no tener necesidad de ser castigado; pero si mismo o algún otro de sus allegados o un particular o la ciudad necesita ser castigado, es preciso que se le apli­que la pena y sufra el castigo si quiere llegar a ser feliz. Este es, en mi opinión, el fin que se debe tener ante los ojos y, concentrando en él todas las energías de uno mis­mo y las del Estado, obrar de tal modo que la justicia y la moderación acompañen al que quiere ser feliz, sin per­mitir que los deseos se hagan irreprimibles y, por inten­tar satisfacerlos, lo que es un mal inacabable, llevar una vida de bandido. Pues un hombre así no puede ser grato ni a otro hombre ni a ningún dios, porque es incapaz de convivencia, y el que no es capaz de convivencia tampoco lo es de amistad. Dicen los sabios, Calicles, que al cielo, a la tierra, a los dioses y a los hombres los gobiernan la convivencia, la amistad, el buen orden, la moderación y la justicia, y por esta razón, amigo, llaman a este conjun­to «cosmos» (orden) y no desorden y desenfreno. Me pa­rece que tú no fijas la atención en estas cosas, aunque eres sabio. No adviertes que la igualdad geométrica tiene mu­cha importancia entre los dioses y entre los hombres; pien­sas, por el contrario, que es preciso fomentar la ambición, porque descuidas la geometría. Y bien, o tenemos que re­futar el razonamiento de que los felices son felices por la adquisición de la justicia y de la moderación, y los des­graciados son desgraciados por la adquisición de la mal­dad, o, si esta opinión es verdadera, hay que considerar cuáles son las consecuencias. Con ello convienen, Calicles, todas aquellas afirmaciones anteriores a propósito de las cuales me preguntabas si hablaba en serio 89 cuando de­cía que es necesario acusarse uno a sí mismo, a un hijo o a un amigo, si se comete algún delito, y que para este se debe usar la retórica. Por consiguiente, lo que tú creías que Polo había aceptado por vergüenza era verdadero, a saber, que cometer injusticia es tanto peor que sufrirla porque es más deshonroso; y también que quien tiene el propósito de ser realmente orador ha de ser justo y cono­cedor de lo justo; conclusión que, a su vez, decía Polo 90  que Gorgias había aceptado por vergüenza.

 

89. Véase 481c.

90. Véase 4616.

 

d

 
Ya que esto es así, examinemos qué es, en realidad, lo que me censuras; si es válida o no la afirmación de que, en efecto, yo no soy capaz de defenderme a mí mismo ni a ninguno de mis amigos y allegados, ni de librarme y li­brarlos de los más graves peligros, sino que, como los pri­vados de derechos ciudadanos, estoy a merced del que quiera, si gusta, abofetearme (tomo esta fogosa expresión de tu discurso), despojarme de mis bienes, desterrarme de la ciudad o, por último, condenarme a muerte, y de que cesa situación es la más deshonrosa conforme a tus palabras.

e

 
Mi opinión ya la he expresado muchas veces, pero na­da impide decirla una vez más. Niego, Calicles, que ser abofeteado injustamente sea lo más deshonroso, ni tam­poco sufrir una amputación en el cuerpo o en la bolsa; al contrario, es más vergonzoso y peor golpear o amputar e mi cuerpo o mis bienes, y también robarme, reducirme s la esclavitud, robar en mi casa con fractura y, en una palabra, hacer algún daño a mi persona o a mis bienes es peor y más vergonzoso para el que lo comete que para mí que lo sufro. Estas afirmaciones que, tal como yo las man­tengo, nos han resultado evidentes antes, en la discusión Precedente, están unidas y atadas, aunque sea un poco ru­do decirlo, con razonamientos de hierro y de acero, por lo menos, según se puede pensar. Si no consigues desatar­los tú u otro más impetuoso que tú no es posible hablar con razón sino hablando como yo lo hago, pues mis pala­bras son siempre las mismas, a saber: que ignoro cómo son estas cosas, pero, sin embargo, sé que ninguno de aquellos con los que he conversado, como en esta ocasión con vosotros, ha podido hablar de otro modo sin resultar ridículo. En todo caso, yo establezco otra vez que esto es así; y si es así, y la injusticia es el mayor mal para el que  la comete, y si el cometerla y no pagar la pena es mal aún mayor, si ello es posible, que ese mal tan grande, ¿cuál sería el auxilio que, de no poder prestárselo a sí mismo, haría al hombre verdaderamente digno de risa? ¿No es acaso aquel que puede apartar de nosotros el más grave daño? Por tanto, no poder prestarse a sí mismo o a los ami­gos o allegados esta clase de auxilio es, forzosamente, la mayor vergüenza; viene en segundo lugar el auxilio que corresponde a un daño de segundo orden; en tercero, el que corresponde a un daño de tercer orden, y así sucesi­vamente; en relación con la magnitud del daño está el de­coro que trae el poder prestar el auxilio, y la vergüenza de no poder prestarlo. ¿Es así o de otro modo, Calicles?

c

 

b

 

509a

 
CAL. ––Así es.

d

 
SÓC. –– Considerados estos dos males: cometer injus­ticia y sufrirla, decimos que el mayor mal es cometerla y el menor, sufrirla. ¿Con qué medios podría un hombre ampararse a sí mismo, de manera que posea estos dos re­medios, el que le aparta de cometer injusticia y el que le libra de sufrirla? ¿Es el poder o la voluntad? Quiero de­cir lo siguiente: ¿si tiene el deseo de no sufrir injusticia no la sufrirá, o sólo dejará de sufrirla en el caso de que se procure un poder que le libre de este mal?

CAL. –– Es evidente que si se procura un poder.

510a

 

e

 
SÓC. ––¿Y respecto a cometer injusticia? ¿El no que­rer cometerla le asegura de que no la cometerá, o también para esto es preciso que se procure algún poder y cierto arte, de manera que, si no lo aprende y ejercita, cometerá injusticia? ¿Por qué no me respondes a esto, Calicles? ¿Crees o no que nos hemos visto forzados por la razón Po­lo y yo, en la conversación anterior, cuando nos pusimos de acuerdo en que nadie obra mal voluntariamente, sino que todos los que obran injustamente lo hacen contra su voluntad?

CAL. ––Sea así, Sócrates, a fin de que termines la conversación.

SÓC. –– Luego también, según parece, es preciso adqui­rir cierto poder y cierto arte para ello, a saber, para no cometer injusticia.

CAL. –– Sin duda.

SÓC. –– ¿Cuál es, pues, el arte que prepara para no su­frir injusticia o sufrirla en grado mínimo? Considera si te parece el mismo que me parece a mí. Yo creo que es el siguiente: o es preciso gobernar uno mismo en la ciu­dad o tener el poder absoluto o ser amigo del gobierno existente.

b

 
CAL. ––¿Ves, Sócrates, cómo estoy dispuesto a alabarte si dices algo razonable? Me parece muy bien lo que has dicho.

SÓC. –– Examina si también lo que voy a decir te pare­ce bien. Creo que es amigo de otro en el mayor grado po­sible, como dicen los antiguos y los sabios, el semejante de su semejante. ¿No lo crees tú también?

CAL. ––Sí.

c

 
SÓC. –– Por consiguiente, donde mande un tirano feroz e ineducado, si hay en la ciudad alguien mucho mejor que é4, ¿no le temerá, de cierto, el tirano, sin poder ser jamás sinceramente amigo suyo?

CAL. ––Así es.

SÓC. –– Y si hay alguien mucho peor, tampoco el tira­no será su amigo, pues lo despreciará y jamás se intere­sará por él como por un amigo.

Li, CAL. ­­–– También esto es verdad.

d

 
SÓC. –– No queda, pues, más amigo digno de mención para él que el de sus mismas costumbres, el que alaba y censura lo mismo que él alaba y censura, y está dispues­to a dejarse mandar y a someterse a él. Éste es el que ten­drá gran poder en esa ciudad y nadie le dañará impune­mente. ¿No es así?

CAL. ––Sí.

SÓC. –– Así pues, si en esa ciudad algún joven meditara:  «¿De qué modo alcanzaría yo gran poder y quedaría a cubierto de toda injusticia?», tendría, según parece, es­te camino: acostumbrarse ya desde joven a alegrarse y disgustarse con las mismas cosas que su dueño y procurar hacerse lo más semejante a él. ¿No es así?

CAL. –– Sí.

e

 
SÓC. –– Por tanto, éste habrá conseguido plenamente en la ciudad que no se le haga injusticia y habrá alcanza­do gran poder, según vuestra opinión.

CAL. –– Exactamente.

SÓC. –– ¿Pero habrá conseguido también no cometer in­justicia? ¿O bien estará muy lejos de ello, puesto que es semejante a su dueño, que es injusto, y él tiene gran po­der al lado de éste? Yo creo que, por el contrario, esta si­tuación le permitirá cometer el mayor número de injusti­cias sin sufrir castigo. ¿Es así?

CAL. ––Así parece.

511a

 
SÓC. –– Por consiguiente, a éste le sobrevendrá el ma­yor mal, puesto que su alma es perversa y está corrompi­do por la imitación de su dueño y por el poder.

b

 
CAL. –– No sé cómo cambias siempre de arriba abajo los razonamientos, Sócrates; ¿o no sabes que el que imita al tirano matará, si quiere, al que no le imita y le despoja­rá de sus bienes?

SÓC. –– Lo sé, amigo Calicles, a menos que sea sordo, por oírtelo decir a ti muchas veces 91 y, antes que a ti, a Polo y a casi todos los habitantes de Atenas; pero escúchame ahora tú; digo que lo matará, si quiere, pero mata­rá un malvado a un hombre bueno y honrado.

CAL. ––¿Y no es esto precisamente lo irritante?

c

 
SÓC. –– No lo es, por lo menos para un hombre sensa­to, según demuestra nuestra conversación. ¿O crees tú que un hombre debe buscar, sobre todo, el medio de vivir el mayor tiempo posible y ejercitar esas artes que nos van salvando sucesivamente de los peligros, como la que tú me invitas a practicar, la retórica que nos saca a bien en los tribunales?

CAL. –– Sí, por Zeus, y sin duda te doy un buen consejo.

 

91.     Véase 483b; 486b-c y 466b-c.

 

SÓC. –– ¿Pero qué, amigo? ¿También el arte de nadar es a tu juicio respetable?

CAL. –– No, por Zeus.

SÓC. –– Y, sin embargo, también salva a los hombres de la muerte cuando se encuentran en tal situación que es preciso este conocimiento. Pero si te parece delezna­ble, voy a citar otro de mayor importancia: la navegación, arte que no sólo salva las vidas de los más graves peligros, sino también los cuerpos y los bienes, como la retórica. También este arte es humilde y modesto y no adopta una actitud orgullosa como si hiciera algo magnífico, sino que, llevando a cabo lo mismo que la oratoria forense, si nos trae a salvo desde Egina, cobra, según creo, dos óbolos; si desde Egipto o desde el Ponto, por este gran beneficio de haber salvado lo que acabo de decir, nuestra vida, nues­tros hijos, bienes y mujeres, al desembarcar en el puerto nos cobra, como máximo, dos dracmas; y el que posee es­te arte y ha llevado a cabo estas cosas, ya en tierra, se pa­sea por la orilla del mar junto a su nave con aspecto mo­desto. Porque, en mi opinión, este hombre sabe reflexio­nar que es imposible conocer a quiénes de sus compañe­ros de navegación ha hecho un beneficio evitando que se hundieran en el mar y a quiénes ha causado un daño, ya que tiene la certeza de que no salieron de su nave en mejor estado que cuando entraron, ni en cuanto al cuerpo ni en cuanto al alma. Así pues, reflexiona él que si un hom­bre atacado por enfermedades graves e incurables no se ha ahogado, éste es un desgraciado por no haber muerto y no ha recibido de él ningún beneficio, y que si alguno tiene en el alma, parte más preciosa que el cuerpo, mu­chos males incurables, a ése no le conviene vivir, ni le ha­ce él un beneficio al salvarlo del mar, de un juicio o de cualquier otro peligro, pues sabe que para un hombre mal­vado no es lo mejor vivir, ya que es forzoso que viva mal.

d

 

c

 

b

 

512a

 

e

 

d

 
Por esta razón, no es costumbre que el piloto de una nave se ufane, a pesar de que nos salva la vida, ni tampoco, admirable Calicles, que lo haga el constructor de má­quinas de guerra, que a veces puede salvar cosas de no menor importancia, no digamos ya que un piloto, sino que un general o cualquier otra persona, pues en ocasiones salva ciudades enteras. ¿Te parece que está al mismo ni­vel que el orador de foro? Y, sin embargo, Calicles, si qui­siera hablar como vosotros, ensalzando su profesión, os anegaría con sus frases, hablándoos y exhortándoos a ha­ceros constructores de máquinas porque las demás pro­fesiones no son nada; ciertamente hallaría razones apro­piadas que decir. Pero, no obstante, tú por eso no le des­precias menos a él y su arte y le llamarías «constructor de máquinas», como un insulto; no consentirías en casar a tu hija con un hijo suyo, ni tú te casarías con su hija. Sin embargo, vistos los motivos por los que ensalzas tu ocupación, ¿con qué fundamento razonable despreciarías al constructor de máquinas y a los otros de los que habla­ba ahora? Yo sé que vas a decir que eres mejor y de me­jor linaje. Pero si ser mejor no es lo que yo digo, sino que la virtud en sí misma consiste en salvarse uno mismo y salvar lo suyo, como quiera que uno sea, resulta ridículo tu desprecio del constructor de máquinas, del médico y de cuantos ejercen todas las demás artes que han sido creadas para preservarnos de los peligros.

513a

 

e

 
Pero, amigo mío, mira si lo generoso y lo bueno no es algo distinto del preservar a los demás de los peligros y preservarse uno mismo de ellos. Pues, ciertamente, el vi­vir mucho o poco tiempo no debe preocupar al que, en ver­dad, es hombre, ni debe éste tener excesivo apego a la vi­da, sino que, remitiendo a la divinidad el cuidado de esto y dando crédito a las mujeres92, que dicen que nadie pue­de evitar su destino, debe seguidamente examinar de qué modo llevará la vida más conveniente durante el tiempo que viva, si por ventura lo conseguirá adaptándose al sis­tema político del país en que habite, y en ese caso es pre­ciso que tú ahora te hagas lo más semejante posible al pue­blo ateniense, si quieres serle agradable y tener gran po­der en la ciudad. Considera, amigo, si esto es útil para ti y para mí, no sea que nos suceda lo que, según dicen, su­cede a las mujeres tesalias que hacen descender a la luna 93, esto es, que la posesión de este poder en la ciu­dad sea al precio de lo más querido. Si tú crees que algún hombre puede enseñarte un arte tal que te haga podero­so en esta ciudad, aunque seas distinto de los que gobier­nan, sea en mejor, sea en peor, estás equivocado, Calicles, según yo creo. En efecto, no es suficiente la imitación, si­no que tienes que ser por naturaleza igual a ellos, si quie­res hacer algo auténtico para adquirir la amistad del pue­blo de Atenas y también, por Zeus, la amistad de Demo, hijo de Pirilampes. Así pues, el que te haga igual a ellos te hará también, como tú deseas, político y orador, por­que a todos los hombres les alegra que se hable con arre­glo a su pensamiento y se irritan por lo contrario; a no ser que tú digas otra cosa, querido amigo. ¿Tienes algo que decir a esto, Calicles?

c

 

b

 
CAL. –– No sé por qué me parece que tienes razón, Só­crates; pero me sucede lo que a la mayoría, no me con­venzo del todo.

d

 
SÓC. –– El amor del pueblo, sin duda, Calicles, arrai­gado en tu alma me hace frente; pero si examinamos re­petidamente y mejor estas mismas cuestiones, te convencerás. Recuerda, pues, que hemos establecido dos pro­cedimientos 94 para cultivar cada una de estas dos cosas, tal, cuerpo y el alma; uno consiste en vivir para el placer; el otro en vivir para el mayor bien, sin ceder al agrado, sino, al contrario, luchando con energía. ¿No es esta la distinción que hemos hecho antes?

 

92. Se refiere quizás a algún refrán o dicho de uso común, tal vez a una cita literaria muy generalizada que no es posible precisar.

93. Las dedicadas a la magia. Era fama que acababan por perder la vista y que se les quedaban inútiles las piernas.

94. Véase 500b.

 

CAL. –– Exactamente.

e

 
SÓC. –– Luego uno de estos procedimientos, el que bus­ca el placer, es innoble y nada más que pura adulación; ¿es cierto?

CAL. –– Lo concedo, si tú lo deseas.

SÓC. –– El otro procura que alcance la mayor perfec­ción lo que cultivamos, sea el cuerpo, sea el alma.

CAL. –– Sin duda.

514a

 
SÓC. –– Por consiguiente, ¿no debemos intentar aten­der a la ciudad y a los ciudadanos de manera que los me­joremos en el mayor grado posible? Pues sin esto, según hemos visto antes, no tiene ninguna utilidad el proporcio­narles algún otro beneficio, si falta la recta y honrada in­tención de los llamados a adquirir grandes riquezas, al­gún gobierno sobre alguien o cualquier otra clase de po­der. ¿Debemos establecer que es así?

CAL–– –– Desde luego, si es tu gusto.

b

 
SÓC. –– Si, en efecto, tú y yo nos exhortáramos recípro­camente para ocuparnos de los asuntos públicos en las edificaciones: las grandes construcciones de murallas, ar­senales y templos, ¿no sería preciso que nos examinára­mos nosotros mismos y nos pusiéramos a prueba, en pri­mer lugar, sobre si conocemos o no el arte de la edifica­ción y con quién lo hemos aprendido? ¿Sería preciso o no?

CAL. ––Sin duda.

c

 
SÓC. –– En segundo lugar, sería necesario considerar si en alguna ocasión hemos construido algún edificio par­ticular para algún amigo o para nosotros y si este edificio es bello o feo; en el caso de que, en estas indagacio­nes, halláramos que nuestros maestros han sido hábiles: y famosos y que nosotros hemos construido muchos y be­llos edificios, primero bajo su dirección y después solos, cuando ya nos habíamos separado de ellos, sólo en estas condiciones podríamos, con buen sentido, emprender las obras públicas; pero si no pudiéramos nombrar ningún maestro, ni mostrar ningún edificio, o mostrar muchos sin mérito, entonces sería insensato, sin duda, emprender las edificaciones públicas y exhortarnos recíprocamente a ello. ¿Debemos decir que estas palabras son razonables o no?

d

 
CAL. –– Sí, desde luego.

515a

 

e

 
SÓC. –– Y así sucede con todo. Si, por ejemplo, inten­táramos ejercer un servicio público y nos animáramos re­cíprocamente en la creencia de que somos médicos capa­ces, sin duda nos examinaríamos el uno al otro. Veamos, por los dioses, dirías tú, ¿cómo anda de salud el propio Sócrates? ¿Ya alguna otra persona, esclavo o libre, ha ven­cido la enfermedad por intervención suya? Igualmente yo, sin duda, examinaría otras cosas semejantes acerca de ti, y si hallábamos que por nuestra intervención no se había curado nadie, ni forastero ni ciudadano, ni hombre ni mu­jer; por Zeus, Calicles, ¿no sería, en verdad, ridículo lle­gar a tal grado de insensatez que, antes de haber hecho en privado numerosas pruebas, con el éxito que fuese, y entes de rectificar muchas veces y ejercitar suficientemen­te el arte, intentáramos, como dice el proverbio, apren­der la cerámica fabricando una tinaja 95 y tratáramos de ejercer un cargo público y exhortáramos a ello a otros que están en las mismas condiciones? ¿No te parece absurdo obrar de este modo?

CAL. –– Sí.

b

 
SÓC. –– Pues ahora, excelente amigo, puesto que tú has empezado hace poco a ocuparte de los negocios públicos, y puesto que me invitas a mí a ello y me censuras porque no lo hago, ¿no nos examinaremos uno a otro preguntán­donos: veamos, ¿ha hecho ya Calicles mejor a algún ciu­dadano? ¿Hay alguno que, habiendo sido antes malvado, injusto, desenfrenado e insensato, por intervención de Ca­lícles se haya hecho bueno y honrado, sea forastero o ciu­dadano, esclavo o libre? Dime, si te preguntan esto, Cali­cles, ¿qué responderás? ¿A quién dices que has mejorado con tu compañía? ¿Por qué no te decides a contestar, si en realidad tienes alguna obra de cuando aún eras parti­cular, antes de dedicarte a la política?

 

95. Las ideas son las mismas que en Laques 187b.

 

CAL. –– Eres discutidor, Sócrates.

d

 

c

 
SÓC. –– Pues no te pregunto por afán de disputar, sino porque deseo saber de qué modo crees, realmente, que se debe tomar parte en la vida pública entre nosotros. ¿O te vas a ocupar de otra cosa cuando llegues al gobierno de la ciudad y no, sobre todo, de que los ciudadanos seamos lo mejor posible? ¿No hemos convenido repetidas ve­ces que éste es el deber del político? ¿Lo hemos conveni­do o no? Responde. « Sí, lo hemos convenido», contesto en tu nombre. Pues bien, si esto es lo que un hombre bueno debe procurar a su ciudad, recordando lo dicho dime si te sigue pareciendo que han sido buenos ciudadanos aque­llos que citabas hace poco: Pericles, Cimón, Milcíades y Temístocles.

CAL. –– Desde luego que sí.

SÓC. –– Así pues, si han sido buenos, es evidente que cada uno de ellos haría a los ciudadanos mejores de lo que eran antes. ¿Hacían esto o no?

CAL. ––Sí.

SÓC. –– Por consiguiente, cuando Pericles empezó a ha­blar al pueblo, ¿no eran los atenienses peores que cuan­do pronunció sus últimos discursos?

CAL. –– Tal vez.

e

 
SÓC. –– No vale decir « tal vez», excelente Calicles, por­que ello es de necesidad, según lo que hemos convenido, si de verdad él era un buen ciudadano.

CAL. ––¿Qué quieres decir?

SÓC. –– Nada, pero dime, además, si la opinión gene­ral es que los atenienses se han mejorado por obra de Pe­ricles o, por el contrario, que han sido corrompidos por él. Pues yo oigo decir que Pericles ha hecho a los atenien­ses perezosos, cobardes, charlatanes y avariciosos al ha­ber establecido por vez primera estipendios para los ser­vicios públicos 96.

CAL. ––Eso se lo oyes decir a los de las orejas rasgadas 97.

516a

 
SÓC. –– Pero esto no lo he oído, sino que sé con certe­za, lo mismo que tú, que al principio Pericles gozó de gran reputación y que los atenienses, cuando eran malos, no votaron contra él ninguna sentencia infamante; pero des­pués que por obra suya se hicieron buenos y honrados, ya al final de su vida, lo condenaron por malversación y faltó poco para que lo castigaran con la muerte, eviden­temente porque, en opinión de ellos, era un mal ciuda­dano 98.

CAL. ––¿Y qué? ¿Por esta razón era malo Pericles?

b

 
SÓC. –– Por lo menos, al obrar de este modo un encar­gado de cuidar asnos, caballos y bueyes, parecería malo si cuando los tomó no le coceaban, corneaban ni mordían, y él dejó que se acostumbraran a hacer cerrilmente todas estas cosas; ¿no te parece malo todo guardián de anima­les que tomándolos mansos los hace más cerriles que cuan­do los tomó? ¿Te parece malo o no?

CAL. –– Te diré que sí para darte gusto.

SÓC. –– Pues bien, compláceme también respondiendo a esto: ¿la especie humana es o no una especie animal?

CAL. –– ¿Cómo no?

SÓC. –– ¿No eran hombres los que tenía bajo su cuida­do Pericles?

CAL. –– Sí.

 

96. Retribuciones a los componentes de los jurados, a los miembros del Consejo e, incluso, a los soldados.

97. Los partidarios de los lacedemonios, cuyas costumbres imitaban. Cf. Protágoras 342b.

98. Esta idea sobre Pericles está en desacuerdo con el elogio que de el hace TUCÍDIDES (II 65), que da su opinión sobre el motivo del proceso Y afirma que era incorruptible.

 

c

 
SÓC. ––¿Y qué? ¿No era––preciso, según antes hemos convenido, que, por su intervención, éstos se hicieran más justos de lo que antes eran, si es verdad que él, que los gobernaba, era un buen político?

CAL. –– Ciertamente.

SÓC. –– Y bien, los justos son de ánimo pacífico, según dijo Homero 99. ¿Qué dices tú? ¿No piensas lo mismo?

CAL. –– Sí.

SÓC. –– Pero, sin embargo, Pericles los hizo más irri­tables de lo que eran cuando los tomó por su cuenta, y esto contra él mismo, contra quien menos hubiera deseado.

CAL. ––¿Quieres que te diga que estoy de acuerdo?

d

 
SÓC. –– Sí, si crees que digo verdad.

CAL. –– Pues de acuerdo.

SÓC. –– Y si los hizo más irritables, ¿no los hizo tam­bién más injustos y peores?

CAL. –– De acuerdo también.

SÓC. –– Por consiguiente, Pericles no era un buen polí­tico, según este razonamiento.

CAL. –– No, en tu opinión.

e

 
SÓC. –– Por Zeus, tampoco en la tuya, ateniéndonos a lo que has admitido. Ahora háblame de Cimón 100; aque­llos que tenía a su cargo ¿no le condenaron al ostracis­mo, a fin de no oír su voz durante diez años? ¿No hicie­ron lo mismo con Temístocles y lo castigaron, además, con el destierro? ¿No decidieron arrojar al báratro 101 a Mil­cíades, el vencedor de Maratón, y no hubiera sido arroja­do a él de no haberse opuesto el prítane? Sin embargo, si hubieran sido buenos políticos, como tú dices, jamás les hubiera ocurrido esto. Pues, de cierto, no sucede que los buenos aurigas se mantengan al principio en los ca­ballos, y que cuando los han domesticado y ellos mismos se han hecho mejores conductores, entonces se caigan. Es­to no sucede ni en la conducción de carros ni en ningún otro ejercicio; ¿piensas tú que sí?

 

99. Tal como han llegado a nosotros los poemas homéricos, no hay ningún pasaje en el que se encuentre este pensamiento. Muy semejante es el expresado en Odisea IX 175.

100. El ostracismo de Cimón fue en el año 461. Temístocles se halla­ba en el ostracismo cuando, a consecuencia del proceso contra Pausa­nias, se vio envuelto injustamente en el delito de traición (TUCÍD, I 135-138).

101. El báratro era un hondo barranco situado fuera de las murallas, donde se arrojaban los cadáveres de los condenados a muerte. Parece que Milcíades hubiera sufrido esta pena si no se hubiera opuesto el pre­sidente de los prítanes. Véase n. en 473e.

 

CAL. –– No, por cierto.

517a

 
SÓC. –– Luego, según parece, eran verdaderas nuestras precedentes razones de que no sabemos que haya existi­do ningún buen político en esta ciudad. Tú ya estabas de acuerdo en que no lo es ninguno de los actuales; pero no pensabas así de los antiguos, y escogiste éstos de los que hemos hablado. Sin embargo, ha resultado que eran se­mejantes a los actuales, de manera que si fueron orado­res no usaron de la verdad retórica ––pues no habrían caído–– ni tampoco de la retórica de adulación.

b

 
CAL. –– Sin embargo, se está muy lejos, Sócrates, de que alguno de los de ahora lleve a cabo algo semejante a lo que cualquiera de aquéllos dejó hecho.

c

 
SÓC. ––Amigo Calicles, tampoco yo los censuro en cuanto servidores de la ciudad; al contrario, creo que han sido más diligentes que los de ahora y más capaces de pro curar a la ciudad lo que ella deseaba; pero en cuanto a modificar las pasiones y reprimirlas tratando de persua­dir a los ciudadanos y de llevarlos contra su voluntad a aquello que pueda hacerlos mejores, en nada superan, por así decirlo, aquéllos a éstos, y, sin embargo, es esta la úni­ca misión de un buen ciudadano. También yo estoy de acuerdo contigo en que aquéllos han sido más hábiles que los de ahora para facilitar la construcción de naves, mu­rallas, arsenales y otras muchas cosas semejantes.

d

 
En todo caso tú y yo estamos haciendo algo ridículo en esta conversación. Durante todo el tiempo que lleva­mos hablando no cesamos de dar vueltas a la misma cues­tión, sin enterarse cada uno de lo que el otro dice. Por lo menos, yo creo que tú has admitido y reconocido repeti­das veces 102 que hay dos modos de ocuparse tanto del cuerpo como del alma; uno de ellos, de servicio, por el cual se pueden procurar alimentos al cuerpo si tiene hambre, bebidas si tiene sed y, si tiene frío, vestidos, mantas, cal­zados y otras cosas que el cuerpo necesita ––intencio­nadamente pongo los mismos ejemplos para que compren­das con más facilidad––.

518a

 

e

 
Los que facilitan estas cosas son los vendedores, los comerciantes o los artesanos que fabrican alguna de ellas: panaderos, cocineros, tejedores, zapateros y curtidores. No tiene nada de extraño que, al encontrarse en estas con­diciones, se crean ellos mismos, y los demás juzguen, que son ellos los que cuidan del cuerpo, excepto quien sepa que, aparte de todas estas artes, existen la gimnasia y la medicina, que son las que, en realidad, cuidan del cuerpo y a las que corresponde dirigir todas estas artes y utili­zar sus productos, porque saben qué alimentos o bebidas son buenos o malos para el buen estado del cuerpo, mien­tras que aquéllas otras lo ignoran. Por esta razón decimos que todas las otras artes son serviles, subalternas e inno­bles respecto al cuidado del cuerpo, y que la gimnasia y la medicina son, en justicia, las dueñas de ellas.

c

 

b

 
Que lo mismo ocurre respecto al alma, es cosa que creí habías entendido cuando yo lo dije y prestaste tu asenti­miento como comprendiendo lo que decía; pero poco des­pués vienes diciendo que ha habido en esta ciudad exce­lentes y preclaros ciudadanos, y cuando yo te pregunto quiénes han sido, propones personas, a mi parecer, tan adecuadas respecto a la política como si, por ejemplo, al preguntarte; hablando de gimnasia, quiénes han sido o son hábiles en el cuidado del cuerpo, citaras, completamente en serio, á Tearión 103, el panadero, a Miteco, el que ha es­crito sobre la cocina siciliana, y a Sarambo, el tabernero, diciendo que éstos habían sido extraordinariamente há­biles en el cuidado de los cuerpos, porque el uno proveía de excelentes panes, el otro de guisos y el tercero de vino.

 

 

102. Véanse 500b y 513d.

103. Tearión, panadero, debía de ser bastante conocido en Atenas, puesto que aparece en un fragmento dé Aristófanes. Miteco era siracusano. El lujo de la cocina siracusana era proverbial. Sarambo es conoci­do sólo por esta cita del Gorgias.

 

 

d

 
Quizá entonces te molestaras si yo te dijera: no entien­des nada, amigo, acerca de gimnasia; me citas hombres hábiles en servir y satisfacer los deseos, pero que no sa­ben nada noble y bueno acerca de estas cosas; hombres que, si se da el caso, llenando y engordando los cuerpos de la gente y recibiendo las alabanzas de ellos, termina­rán por hacerles perder incluso sus antiguas carnes. Los perjudicados, a su vez, por ignorancia, no acusarán a los que les preparaban los festines de ser responsables de sus enfermedades y de la pérdida de su carne original. Al con­trario, cuando pasando el tiempo aquel hartazgo venga a traerles la enfermedad, puesto que se produjo sin tener en cuenta la higiene, entonces culparán, vituperarán y aun dañarán, si pueden, a los que, por casualidad, estén a su lado y les den algún consejo, pero alabarán a los prime­ros, a los verdaderos culpables de sus males.

519a

 

e

 
Tú también, Calicles, haces ahora algo muy semejan­te. Elogias a hombres que obsequiaron magníficamente a los atenienses con todo lo que éstos deseaban, y así dicen que aquéllos hicieron grande a Atenas, pero no se dan cuenta de que, por su culpa, la ciudad está hinchada y em­ponzoñada. Pues, sin tener en cuenta la moderación y la justicia, la han colmado de puertos, arsenales, murallas, rentas de tributos y otras vaciedades de este tipo. Pero Cuando, como se ha dicho, venga la crisis de la enferme­dad, culparán a los que entonces sean sus consejeros y elo­giarán a Temístocles, a Cimón y a Pericles, que son los ver­daderos culpables de sus males. Tal vez la emprenderán Migo, si no te precaves, y con mi amigo Alcibíades, cuan­do pierdan, además de lo que han adquirido, lo que ya po­seían antes, aunque vosotros no sois los autores de estos daños, sino quizá sólo complices.

d

 

c

 

b

 
Sin embargo, veo que sucede en estos tiempos algo ab­surdo y eso mismo lo oigo referir en relación con las gen­tes del pasado. Observo, en efecto, que cuando la ciudad procede contra alguno de los políticos por creer que ha co­metido una falta, éstos se irritan y se lamentan de que se les traté indignamente, y dicen que, después de haber he­cho multitud de beneficios a la ciudad, ésta intenta per­derlos injustamente. Pero todo eso es falso; nadie que go­bierne una ciudad, puede jamás perecer injustamente con­denado por la misma ciudad que gobierna. Parece que con los que se jactan de ser políticos sucede lo mismo que con los sofistas. En efecto, los sofistas, que son sabios en to­do lo demás, cometen, sin embargo, este absurdo. Aunque afirman que son maestros de la virtud, con frecuencia acu­san a sus discípulos de obrar injustamente con ellos, por no pagarles sus remuneraciones ni dar otras pruebas de agradecimiento a cambio de los beneficios recibidos. Sin embargo, ¿qué puede haber más absurdo que estas pala­bras? Unos hombres que han llegado a ser buenos y jus­tos, a quienes su maestro ha dejado limpios de injusticia, que tienen dentro de sí la justicia, ¿podrían causar daño con lo que no tienen? ¿No te parece que esto es absurdo, amigo? Me has obligado a hablar como un verdadero ora­dor popular, Calicles, por no querer responderme.

e

 
CAL. –– ¿No serías capaz de hablar tú solo, si no se te contesta?

SÓC. –– Es probable, por lo menos, estoy intentando alargar mis discursos, ya que tú no quieres responderme. Pero, dime, amigo, por el dios de la amistad, ¿no te pare ce absurdo que alguien diga que ha hecho bueno a un hom­bre y que, a continuación, se queje de que es un malvado este mismo hombre a quien él afirma que ha hecho bue­no y que es bueno?

CAL. –– Sí, me parece absurdo.

520a

 
SÓC. ––¿No oyes hablar así a los que afirman que en­señan a los hombres la virtud?

CAL. ––Sí; pero ¿qué se puede decir de hombres que no valen nada?

c

 

b

 
SÓC. –– ¿Y qué se puede decir de los que aseguran que dirigen la ciudad y que se preocupan de hacerla lo mejor posible y, por otra parte, cuando llega la ocasión, la acusan como a la más perversa? ¿Crees que hay alguna dife­rencia entre éstos y aquéllos? Sofista y orador, amigo, son dos cosas iguales o muy cercanas y semejantes, como yo decía anteriormente a Polo 104; pero tú, por ignorancia, crees que una de ellas, la retórica, es algo totalmente her­moso, y desprecias en cambio a la otra. Pero, en verdad, es más bella la sofística que la retórica, en la misma me­dida que el arte de legislar es más bello que el de admi­nistrar justicia, y la gimnasia más que la medicina. Yo creí que únicamente a los oradores políticos y a los sofistas no les estaba permitido quejarse de que lo que enseñan es perjudicial para ellos mismos, o bien que si se quejan, al mismo tiempo, en esa misma queja, se acusan a sí mis­mos de no haber hecho ningún beneficio a las personas a las que aseguran habérselo hecho. ¿No es así?

CAL. –– Sin duda.

SÓC. –– Y, por supuesto, sólo ellos podrían, como es na­tural, anticipar un beneficio sin fijar recompensa, si fue­ra verdad lo que aseguran. Pues el que ha recibido otra clase de beneficio, por ejemplo, adquirir rapidez en la ca­rrera por los cuidados de un maestro de gimnasia, quizá pueda negar el reconocimiento a su maestro si éste con­fía en el discípulo y, después de haber convenido con él una retribución, no cobra el dinero exactamente al mis­mo tiempo que le procura esa rapidez. En efecto, creo yo que los hombres no delinquen por lentitud, sino por in­justicia; ¿es así?

d

 
CAL. –– Sí.

 

104. Véase 465c.

 

SÓC. –– Por consiguiente, si alguien suprime precisa­mente eso, la injusticia, está siempre a salvo de ser agra­viado y sólo él puede con seguridad anticipar este beneficio, si es que en verdad alguien puede hacer mejores a los hombres; ¿no es así?

CAL. –– Sí.

SÓC. –– Así pues, por esta razón, según parece, no es vergonzoso cobrar dinero por dar consejos en las otras ma­terias, por ejemplo, en la edificación o en las demás artes.

e

 
CAL. –– Así parece.

SÓC. ––Pero en esta cuestión de saber de qué modo puede uno hacerse lo mejor posible y dirigir perfectamen­te su propia casa o la ciudad, se juzga generalmente vergonzoso que alguien se niegue a dar consejos si no recibe dinero. ¿Es cierto?

CAL. –– Sí.

SÓC. –– Y, evidentemente, la causa es que esta clase de beneficio es la única que impulsa al que lo recibe a de­sear devolverlo, de manera que parece signo claro de es te beneficio recibir recompensa adecuada después de ha­berlo hecho, pero si no la recibe es que no ha hecho el be­neficio. ¿Es esto así?

521a

 
CAL. –– Sí.

SÓC. –– Explícame, por tanto, a qué clase de servicio de la ciudad me invitas. ¿Es al de luchar con energía pa­ra que los atenienses sean mejores, como hace un médico, o al de servirlos y adularlos? Dime la verdad, Calicles; justo es, en efecto, que termines la conversación exponien­do tus pensamientos con la misma franqueza con que em­pezaste a hablarme; dímelo con exactitud y valentía.

b

 
CAL. –– Pues bien, te digo que se trata de servirlos.

SÓC. ––Luego me invitas, amigo, a ser un adulador.

CAL.––Un misio 105, si prefieres la expresión, Sócra­tes, porque si no obras así.

 

105. No se conoce la razón por la que este gentilicio tiene ese valor peyorativo.

 

c

 
SÓC. –– No repitas lo que ya has dicho muchas veces, que el que quiera me llevará a la muerte, para que tam­poco yo repita que matará un malvado a un hombre bueno; ni tampoco vuelvas a decir que me privará de mis bie­nes, si tengo alguno, para que yo no diga que, cuando me los haya arrebatado, no sabrá qué hacer con ellos, y que así como me los quita injustamente, así también, una vez en posesión de ellos, los usará injustamente, es decir, ig­nominiosamente y, por tanto, miserablemente.

CAL. –– ¡Qué impresión me das, Sócrates, de tener una firme confianza en que no te ha de suceder nada de eso! ¡Como si vivieras fuera de aquí y no corrieras el riesgo de ser llevado a juicio por un hombre quizá muy malvado y despreciable!

SÓC. –– Sería yo verdaderamente un insensato, Calicles, si no creyera que en esta ciudad a cualquiera puede suce­derle lo que sea. Sin embargo, estoy seguro de que, si comparezco ante un tribunal con el riesgo de ser condenado a algo de lo que tú dices, mi acusador será algún malvado ––pues ningún hombre honrado acusaría a un inocente––; incluso no sería nada increíble que se me condenara a muerte. ¿Quieres que te diga por qué tengo esta sospecha?

d

 
CAL. ––Desde luego.

522a

 

e

 
SÓC. –– Creo que soy uno de los pocos atenienses, por no decir el único, que se dedica al verdadero arte de la política y el único que la practica en estos tiempos; pero como, en todo caso, lo que constantemente digo no es pa­ra agradar, sino que busca el mayor bien y no el mayor placer, y como no quiero emplear esas ingeniosidades 106 que tú me aconsejas, no sabré qué decir ante un tribunal. Se me ocurre lo mismo que le decía a Polo 107, que seré juzgado como lo sería, ante un tribunal de niños, un mé­dico a quien acusara un cocinero. Piensa, en efecto, de qué modo podría defenderse el médico puesto en tal situación, si se le acusara con estas palabras: «Niños, este hombre os ha causado muchos males a vosotros; a los más pequeños de vosotros los destroza cortando y quemando sus miembros, y os hace sufrir enflaqueciéndoos y sofocan­doos; os da las bebidas más amargas y os obliga a pasar hambre y sed; no como yo, que os hartaba con toda clase de manjares agradables.» ¿Qué crees que podría decir el médico puesto en ese peligro? O bien, si dijera la verdad: «Yo hacía todo eso, niños, por vuestra salud», ¿cuánto crees que protestarían tales jueces? ¿No gritarían con to­das sus fuerzas?

CAL. ––Quizá; al menos hay que suponerlo.

 

106. Son las mismas palabras que, tomadas de Eurípides, dirigió Ca­licles a Sócrates en 486c.

107. Véase 464d.

 

b

 
SÓC. –– ¿No piensas que se encontraría en un gran apu­ro sobre lo que debería decir?

CAL. –– Sin duda.

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SÓC. –– Pues yo sé que me sucederá algo semejante, si comparezco ante un tribunal. En efecto, no podré citar placeres que les haya proporcionado, placeres que ellos consideran beneficios y servicios útiles; pero yo no envi­dio ni a los que los procuran ni a los que los disfrutan. Si alguien me acusara de corromper a los jóvenes porque les hago dudar, o de censurar a los mayores con palabras ásperas en privado o en público, ni podré decir la verdad: «Todo lo que digo es justo y obro en beneficio vuestro, oh jueces», ni ninguna otra justificación, de manera que pro­bablemente sufriré lo que me traiga la suerte.

CAL. –– ¿Y te parece bien, Sócrates, que un hombre se encuentre en esa situación en su ciudad y que no sea ca­paz de defenderse?

d

 
SÓC. –– Sí, Calicles, con tal de que tenga aquel solo me­dio de defensa que tú has reconocido repetidas veces 108, a saber, que se haya procurado a sí mismo la protección que consiste en no haber dicho ni hecho nada injusto con­tra los dioses ni contra los hombres. Hemos convenido en varias ocasiones que este modo de defenderse es el más eficaz. Si alguien me demostrara que soy incapaz de pro­curarme esta clase de protección y de procurársela a otro, me avergonzaría al ver probado mi error, tanto en presen­cia de muchas personas como de pocas, como de esa sola que me refuta, y si, por esta incapacidad, fuera condena­do a muerte, me irritaría; pero si perdiera la vida por fal­tarme la retórica de adulación, estoy seguro de que me verías sobrellevar serenamente la muerte. Porque nadie teme la muerte en sí misma, excepto el que es totalmente irracional y cobarde; lo que sí teme es cometer injusticia. En efecto, que el alma vaya al Hades cargada de multitud de delitos es el más grave de todos los males. En prueba de que esto es así, si tú quieres, estoy dispuesto a referir­te una narración.

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108. Solamente una vez en 509c.

 

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CAL. –– Puesto que has terminado lo demás, acaba tam­bién eso.

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SÓC. –– Escucha, pues, como dicen, un precioso relato que tú, según opino, considerarás un mito, pero que yo creo un relato verdadero, pues lo que voy a contarte lo digo convencido de que es verdad. Como dice Homero 109, Zeus, Posidón y Plutón se repartieron el gobierno cuando lo recibieron de su padre. Existía en tiempos de Crono, y aun ahora continúa entre los dioses, una ley acerca de los hombres según la cual el que ha pasado la vida justa y piadosamente debe ir, después de muerto, a las Islas de los Bienaventurados y residir allí en la mayor felicidad, libre de todo mal; pero el que ha sido injusto e impío de­be ir a la cárcel de la expiación y del castigo, que llaman Tártaro. En tiempos de Crono y aun más recientemente, ya en el reinado de Zeus, los jueces estaban vivos y juzga­ban a los hombres vivos en el día en que iban a morir; por tanto, los juicios eran defectuosos. En consecuencia, Plu­tón y los guardianes de las Islas de los Bienaventurados se presentaron a Zeus y le dijeron que, con frecuencia, iban a uno y otro lugar hombres que no lo merecían. Zeus dijo:

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«Yo haré que esto deje de suceder. En efecto, ahora se deciden mal los juicios; se juzga a los hombres ––dijo­–– vestidos, pues se los juzga en vida. Así pues, dijo él, mu­chos que tienen el alma perversa están recubiertos con cuerpos hermosos, con nobleza y con riquezas, y cuando llega el juicio se presentan numerosos testigos para ase­gurar que han vivido justamente; los jueces quedan tur­bados por todo esto y, además, también ellos juzgan ves­tidos; sus ojos, sus oídos y todo el cuerpo son como un velo con que cubren por delante su alma. Éstos son los obstáculos que se les interponen y, también, sus ropas y las de los juzgados; así pues, en primer lugar, dijo, hay que quitar a los hombres el conocimiento anticipado de la hora de la muerte, porque ahora lo tienen. Por lo tan­to, ya se ha ordenado a Prometeo que les prive de este co­nocimiento. Además, hay que juzgarlos desnudos de to­das estas cosas. En efecto, deben ser juzgados después de la muerte. También es preciso que el juez esté desnudo y que haya muerto; que examine solamente con su alma el alma de cada uno inmediatamente después de la muer­te, cuando está aislado de todos sus parientes y cuando ha dejado en la tierra todo su ornamento, a fin de que el juicio sea justo. Yo ya había advertido esto antes que vo­sotros y nombré jueces a hijos míos, dos de Asia, Mi­nos 110 y Radamantis, y uno de Europa: Éaco. Éstos, des­pués de que los hombres hayan muerto, celebrarán los jui­cios en la pradera en la encrucijada de la que parten los dos caminos que conducen el uno a las Islas de los Biena­venturados y el otro al Tártaro. A los de Asia les juzgará Radamantis, a los de Europa, Éaco; a Minos le daré la mi­sión de pronunciar la sentencia definitiva cuando los otros dos tengan duda, a fin de que sea lo más justo posible el juicio sobre el camino que han de seguir los. hombres.»

110. Radamantis, hijo de Zeus y dé Europa. No murió, sino que fue al Elíseo donde es legislador y juez (PÍND., Ol. II 75, Pít. II 73). Platón lo cita también en Apol. 41a. Minos es el famoso rey de Creta, pero aquí aparece en su misión de juez de los muertos en el Hades junto con Rada­mantis. En Apol 41 aparece en esta misma función, además, con Éaco y Triptólemo. Éaco es hijo de Zeus y de Egina, cuyo nombre tomó la co­nocida isla. Fue famoso por su piedad. Después de su muerte fue juez de los muertos.

 

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Esto es, Calicles, lo que he oído decir, y tengo confian­za en que es verdad. Pienso que de este relato se saca la siguiente conclusión. La muerte, según yo creo, no es más que la separación de dos cosas, el alma y el cuerpo. Cuan­do se han separado la una de la otra, conserva cada una de ellas, en cierto modo, el mismo estado que cuando el hombre estaba en vida. El cuerpo conserva su naturaleza y deja visibles todos los cuidados y enfermedades. Por ejemplo, si cuando uno vivía tenía un cuerpo grande por naturaleza o por la alimentación o por ambas cosas, des­pués de muerto su cadáver es grande; si era robusto, también lo es después de muerto, y así sucesivamente. Si acostumbraba a llevar largo el cabello, su cuerpo tiene también larga cabellera. Si era un continuo merecedor de azotes y, cuando vivía, tenía las señales de los golpes, las cicatrices del látigo o de otras heridas, también después de muerto son manifiestas estas señales. Si alguno en vi­da tenía los miembros rotos o deformados, también una vez muerto quedan visibles estos mismos defectos. En una palabra, la disposición adquirida por el cuerpo en vida permanece manifiesta después de la muerte en todo o en parte durante cierto tiempo.

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Me parece que esto mismo sucede respecto al alma, Ca­licles; cuando pierde la envoltura del cuerpo, son visibles en ella todas las señales, tanto las de su naturaleza como las impresiones que el hombre grabó en ella por su con­ducta en cada situación. Así pues, cuando llegan a presen­cia del juez, los de Asia, por ejemplo, ante Radamantis, éste les hace detenerse y examina el alma de cada uno sin saber de quién es, sino que, con frecuencia, tomando al rey de Persia o a otro rey o príncipe cualquiera, observa que no hay en su alma nada sano, sino que la ve cruzada de azotes y llena de cicatrices por efecto de los perjurios y la injusticia, señales que cada una de sus acciones dejó impresas en el alma, y ve que en ella todo está torcido por la mentira y la vanidad y nada es recto, porque ha vivido lejos de la verdad. Observa también que el poder, la moli­cie, la insolencia y la intemperancia de sus actos han lle­nado el alma de desorden y de infamia; al ver este alma, la envía directamente con ignominia a la prisión en la que debe sufrir los castigos adecuados.

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Es propio de todo el que sufre un castigo, si se le cas­tiga justamente, hacerse mejor, y así sacar provecho, o ser­vir a los demás de ejemplo para que, al verle otros sufrir el castigo, tengan miedo y se mejoren. Los que sacan pro­vecho de sufrir un castigo impuesto por los dioses o por los hombres son los que han cometido delitos que admi­ten curación; a pesar de ello, este provecho no lo alcan­zan más que por medio de sufrimientos y dolores, aquí y en el Hades, porque de otro modo no es posible curarse de la injusticia. Los que han cometido los más graves de­litos y, a causa de ellos, se han hecho ya incurables son los que sirven de ejemplo a los demás; ellos mismos ya no sacan ninguna ventaja, puesto que son incurables, pe­ro sí la sacan los que les ven padecer para siempre los ma­yores y más dolorosos suplicios a causa de sus culpas, col­gados, por así decirlo, como ejemplo, allí en la prisión del Hades, donde son espectáculo y advertencia para los cul­pables que, sucesivamente, van llegando. Yo digo que Ar­quelao llegará a ser uno de éstos, si es verdad lo que dice Polo, y cualquier otro que sea un tirano de esta clase. Creo que el mayor número de los que sirven de ejemplo sale de los tiranos, reyes, príncipes y de los que gobiernan las ciudades, pues éstos, a causa de su poder, cometen los de­litos más graves e impíos. Confirma esto Homero, pues son reyes y príncipes los que él ha representado como con­denados en el Hades a castigos sin fin, Tántalo 111, Sísifo y Ticio. En cambio, a Tersites 112 o a cualquier otro mal­vado de vida privada nadie lo ha representado sujeto a los más graves castigos como incurable, porque, en mi opi­nión, no le era posible hacer mal y, por ello, ha sido más afortunado que aquellos a los que les era posible hacerlo. En efecto, Calicles, los hombres que llegan a ser más per­versos salen de entre los poderosos; sin embargo, nada im­pide que entre ellos se produzcan también hombres bue­nos, y los que lo son merecen la mayor admiración. Cier­tamente es muy difícil y digno de gran alabanza mante­nerse justo toda la vida, cuando se tiene plena libertad de ser injusto. Estos hombres son pocos, aunque, en efecto, aquí y en otras partes, han existido en el pasado y creo que existirán en el futuro hombres buenos y honrados res­pecto a esa virtud de administrar justamente lo que se les confía. Uno muy famoso, aun entre los demás griegos, ha sido Arístides, hijo de Lisímaco; pero, amigo, la mayor par­te de los hombres poderosos se hacen malos.

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111. Ticio, Tántalo y Sísifo son, en el mundo griego, los tres ejemplos clásicos de condenados a castigos eternos, según los vio Ulises (Od. XI 576 ss.). Al primero le devoraban el hígado dos buitres; el segundo moría de sed en medio del agua y no podía alcanzar los frutos que pendían so­bre él, y Sísifo empujaba continuamente hacia arriba una gran piedra que volvía siempre a rodar hacia abajo.

112. Tersites, personaje homérico (Il. II 212), ejemplo tradicional de la representación de categoría social inferior entre los héroes y los no­bles. Eran proverbiales su fealdad y su lengua procaz.

 

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Como iba diciendo, cuando Radamantis toma a uno de esos hombres, no sabe absolutamente nada acerca de él, ni quién es ni quiénes son sus padres, pero sí sabe que es un malvado, y, al ver esto, lo envía al Tártaro con la indi­cación de si le juzga curable o incurable; llegado allí, su­fre los castigos adecuados. Alguna vez, al ver un alma que ha vivido piadosamente y sin salirse de la verdad, alma de un particular o de otro cualquiera, pero, especialmen­te, estoy seguro de ello, Calicles, de un filósofo que se ha dedicado a su ocupación, sin inmiscuirse en negocios aje­nos mientras vivió, se admira y la envía a las Islas de los Bienaventurados. Esto mismo hace también Éaco; cada uno de ellos juzga teniendo en la mano una vara; Minos está sentado observando; sólo él lleva cetro de oro, como­1 en Homero 113 dice Ulises que le vio

 

llevando un cetro de oro, administrando justicia a los muertos.

 

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En todo caso, Calicles, estoy convencido de estos rela­tos y medito de qué modo presentaré al juez mi alma lo más sana posible. Despreciando, pues, los honores de la multitud y cultivando la verdad, intentaré ser lo mejor que pueda, mientras viva, y al morir cuando llegue la muerte. E invito a todos los demás hombres, en la medi­da en que puedo, y por cierto también a ti, Calicles, co­rrespondiendo a tu invitación, a esta vida y a este debate que vale por todos los de la tierra, según yo afirmo, y te censuro porque no serás capaz de defenderte cuando lle­gue el juicio y el examen de que ahora hablaba; más bien, a cuando llegues ante ese juez, el hijo de Egina, y te tome y te ponga ante sí, te quedarás boquiabierto y aturdido, no menos tú allí que yo aquí, y quizá alguien te abofetea­rá indignamente y te ultrajará de mil modos.

 

113. Véase Od. XI 569.

 

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Quizá esto te parece un mito, a modo de cuento de vie­ja, y lo desprecias; por cierto, no sería nada extraño que lo despreciáramos, si investigando pudiéramos hallar al­go mejor y más verdadero. Pero ya ves que, aunque estáis aquí vosotros tres, los más sabios de los griegos de aho­ra: tú, Polo y Gorgias, no podéis demostrar que se deba llevar un modo de vida distinto a éste que resulta también útil después de la muerte. Al contrario, en una conversa­ción tan larga, rechazadas las demás opiniones, se man­tiene sola esta idea, a saber, que es necesario precaverse más de cometer injusticia que de sufrirla y que se debe cuidar, sobre todo, no de parecer bueno, sino de serlo, en privado y en público. Que si alguno se hace malo en algu­na cosa, debe ser castigado, y éste es el segundo bien des­pués del de ser justo, el de volver a serlo y satisfacer la culpa por medio del castigo. Que es preciso huir de toda adulación, la de uno mismo y la de los demás, sean mu­chos o pocos, y que se debe usar siempre de la retórica y de toda otra acción en favor de la justicia. Así pues, haz­me caso y acompáñame allí, donde, una vez que hayas lle­gado, encontrarás la felicidad en vida y en muerte, según enseña este relato. Permite que alguien te desprecie co­mo insensato, que te insulte, si quiere y, por Zeus, deja, sin perder tú la calma, que te dé ese ignominioso golpe, pues no habrás sufrido nada grave, si en verdad eres un hombre bueno y honrado que practica la virtud.

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Después, cuando nos hayamos ejercitado así en común, entonces ya, si nos parece que debemos hacerlo, nos apli­caremos a los asuntos públicos o deliberaremos qué otra cosa nos parece conveniente, puesto que seremos más ca­paces de deliberar que ahora. En efecto, es vergonzoso que, estando como es evidente que estamos al presente, presumamos de ser algo, nosotros que cambiamos a cada momento de opinión sobre las mismas cuestiones, y pre­cisamente sobre las más importantes. A tal grado de ig­norancia hemos llegado. Por consiguiente, tomemos co­mo guía este relato que ahora nos ha quedado manifies­to, que nos indica que el mejor género de vida consiste en vivir y morir practicando la justicia y todas las demás virtudes. Sigámoslo, pues, nosotros e invitemos a los de­más a seguirlo también, abandonando ese otro en el que tú confías y al que me exhortas, porque en verdad no vale nada, Calicles.

 

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