PLATÓN
FEDRO
INTRODUCCIÓN
1. El Fedro ocupa un lugar preeminente en la obra platónica.
La belleza de los mitos que en él se narran, la fuerza de sus imágenes han quedado
plasmadas en páginas inolvidables. Un diálogo que nos habla, entre otras cosas,
del pálido reflejo que es la escritura cuando pretende alentar la verdadera
memoria, ha logrado, precisamente, a través de las letras, resistir al tiempo
y al olvido. Probablemente, porque frente a aquella escritura que impulsa una
memoria, surgida de «caracteres ajenos, no desde dentro, desde ellos mismos y
por sí mismos» (275a), Platón,
consecuente con su deseo, escribió palabras «portadoras de simientes de las
que surgen otras palabras que, en otros caracteres, son canales por donde se
transmite, en todo tiempo, esa semilla inmortal» (277a). Pero no es la única
contradicción en esta obra maestra de la literatura filosófica. Un diálogo en
el que se dice que «todo discurso debe estar compuesto como un organismo vivo,
de forma que no sea acéfalo, ni le falten los pies, sino que tenga medio y
extremos, y que al escribirlo se combinen las partes entre sí y con el todo» (264c),
parece estar compuesto de
diversos elementos difícilmente conjugables.
Ya
uno de sus primeros comentaristas, el neoplatónico Hermias, se refería a las
distintas opiniones sobre el «argumento» del Fedro
en el que no estaba claro si era del «amor» o de la «retórica» de lo que
fundamentalmente hablaba (8, 21 ss.). El mismo aliento poético que inspira a
muchas de sus páginas, le parecía a Dicearco, el discípulo de Aristóteles,
como un entorpecimiento para la ligereza y claridad del diálogo (Diógenes
Laercio, III 38) [1].
Por
lo que se refiere al lugar que ocupa en la cronología platónica, es el Fedro
el que ha experimentado las más fuertes dislocaciones. «Dicen que la
primera obra que escribió fué el Fedro», cuenta también Diógenes
Laercio (III 38).
Tal vez el adjetivo «juvenil» (meirakiōdes) [2]
que transmite, en el mismo pasaje, Diógenes, a propósito del «problema»
que aborda el Fedro, podría haber llevado a Schleiermacher a defender, ya en el siglo XIX, la tesis de
que era, efectivamente, el Fedro, si
no el primero, uno de los primeros escritos de Platón en el que se
hacía una especie de programa de lo que iba a desarrollarse posteriormente [3].
Cuesta trabajo pensar que tan eminente conocedor de Platón hubiera
podido sostener semejante tesis; pero ello es prueba de los cambios en los
paradigmas hermenéuticos que condicionan la historiografía filosófica.
La
investigación reciente sitúa hoy al Fedro en el grupo de diálogos que
constituyen lo que podría llamarse la época de madurez de Platón, integrada
también por el Fedón, el Banquete y la República (libros II-X). Por lo que respecta a la ordenación de estos diálogos entre sí,
parece que el Fedro es el último de ellos y estaría inmediatamente precedido
por la República, que, al menos en su libro IV, constituye un claro
precedente, en su tripartición del alma, de lo que se expone en el Fedro [4].
Aceptando esta ordenación, se deduce que la fecha en la que se escribió
el diálogo debió de ser en torno al año 370 a. C., antes del segundo viaje de
Platón a Sicilia.
Aunque
sea un problema de relativo interés, han surgido discrepancias por. lo que se
refiere a la época en la que transcurre la conversación entre Fedro y Sócrates.
El año 410, fijado por L. Parmentier, parece que es difícilmente sostenible.
Sin embargo, si no se quiere aceptar la idea de que el Fedro no tiene
relación alguna con la historia, podría afirmarse que el diálogo tuvo lugar
antes de la muerte de Polemarco en el año 403.
2. El personaje que da nombre al diálogo sí
es un personaje histórico. Era hijo del ateniense Pítocles, amigo de
Démóstenes y, posteriormente, de Esquines. Fedro aparece también en el Protdgoras
(315c) rodeando
al sofista Hipias que disertaba sobre los meteoros. En el Banquete, es
Fedro el primero que iniciará su discurso sobre Eros (178a-180b). Robin ha hecho un retrato psicológico
del interlocutor de Sócrates, con los datos que los diálogos ofrecen. Este
retrato, que no tiene mayor interés para la interpretación del diálogo,
ofrece, sin embargo, algunos rasgos de la vida cotidiana de estos «intelectuales»
atenienses.
Si,
efectivamente, el Fedro está, como sus mitos, por encima de toda
historia, su localización parece suficientemente probada. Wilamowitz [5]
se refiere a un trabajo de Rodenwald en el que se establece la topografía
platónica. También Robin [6] describe el camino hasta el plátano, a orillas
del Iliso, bajo cuya sombra sonora por el canto de las cigarras, va a tener
lugar el diálogo. Comford [7]
alude a lo inusitado de este escenario en los diálogo de Platón. Sócrates,
obsesionado por el conocimiento de sí mismo se entusiasma, de pronto, al llegar
a donde Fedro le conduce. «Hermoso rincón, con este plátano tan frondoso y
elevado... Bajo el platano mana también una fuente
deliciosa, de fresquísima agua, como me lo están atestiguando los pies... Sabe
a verano, además, este sonoro coro de cigarras» (230b-c). La naturaleza entra
en el diálogo, y el arrebato místico, preparado por las alusiones mitológicas,
va a irrumpir en él.
Lo
que Sócrates expone en su segundo discurso, sobre el amor y los dioses, despertará
la admiración de Fedro (257c). La naturaleza acompaña este arrebato lírico de Sócrates que habla a
cara descubierta, y no con la cabeza tapada como en su primer discurso. Pero,
ya en la primera intervención socrática, hay una interrupción: «Querido Fedro,
¿no tienes la impresión, como yo mismo la- tengo, de que he experimentado una
especie de transporte divino?» (238c). Y Fedro contesta que, efectivamente, parece
como si el río del lenguaje le hubiese arrastrado. Ese río del lenguaje que,
al final del diálogo, planteará la más fuerte oposición entre la vida y las
palabras, entre la voz y la letra.
3.
Según se ha repetido insistentemente, es difícil determinar cuál es el tema
sobre el que se organiza el diálogo. Sin embargo, aunque en la mayoría de los
escritos platónicos tal vez pueda verse, con claridad, el hilo argumental de
la discusión, en un diálogo vivo, esta posible «ruptura de sistema» es
coherente con el discurrir de lo que se habla. Por tanto, el insistir en el
supuesto desorden del Fedro implica presuponer un sistematismo
absolutamente inadecuado, no sólo con los diálogos de Platón, sino con toda la
literatura antigua.
Dos
partes estructuran el desarrollo del diálogo. La primera de ellas llega hasta
el final del segundo discurso de Sócrates (257b), y está compuesta, principalmente, de tres
monólogos que constituyen el discurso de Lisias, que Fedro reproduce, y los
dos discursos de Sócrates. El resto, algo menos de la mitad, es ya una conversación,
entre Fedro y Sócrates, a propósito de la retórica, de sus ventajas e inconvenientes,
que concluye con un nuevo monólogo; aquel en el que Sócrates cuenta el mito de
Theuth y Thamus y con el que expresa la imposibilidad de que las letras puedan
recoger la memoria y reflejar la vida. Esta división, meramente formal del
diálogo, está recorrida por una preocupación: la de mostrar las distintas
fuerzas que presionan en la comunicación verbal, en la adecuada inteligencia
entre los hombres.
4.
Esta división formal del diálogo, deja aparecer la doble estructura de sus contenidos.
El primero de ellos se expresaría, en una reflexión sobre Eros, sobre el Amor. El segundo se
concentra, principalmente, en la retórica, en la capacidad que el lenguaje
tiene para «persuadir» a los hombres. Pero el problema del Amor se manifiesta
en el diálogo desde distintas perspectivas.
Por un lado, la perspectiva de Lisias. Fedro, que lleva bajo el manto un escrito de Lisias, lee a Sócrates la composición del famoso maestro de retórica. Pero el que, precisamente, sea de Lisias o atribuido a Lisias por Platón, hace que, ya en este primer tema del diálogo, esté presente el problema mismo de la retórica. Es un conocido «logógrafo» el que ha escrito su teoría del amor que, por boca de Fedro, llega hasta Sócrates. Es un escrito que, como al final dira Sócrates, necesita de alguien que le ayude a sostenerse, porque, hecho de letras, no puede defenderse a sí mismo (275e).
La
indefensión del discurso de Lisias, se debe quizás a que aquello que dice del
Amor no tiene el fundamento ni el saber que Sócrates requiere para que un
escrito pueda sostenerse por sí mismo. «Mucho más excelente es ocuparse con
seriedad de esas cosas, cuando alguien haciendo uso de la dialéctica y buscando
un alma adecuada, planta y siembra palabras con fundamento, capaces de ayudarse
a sí mismas y a quienes las planta, y que no son estériles, sino portadoras de
simientes de las que surgen otras palabras que, en otros caracteres, son
canales por donde se transmite, en todo tiempo, esa semilla inmortal, que da
felicidad al que la posee, en el grado más alto posible para el hombre»
(276e-277a).
El
escrito de Lisias plantea un problema de «economía» amorosa. Se debe preferir
la relación con alguien que no esté enamorado, que con alguien que lo esté. Por
supuesto, el problema emerge de la peculiar permisividad de que gozó en Atenas
la «pederastia». Las razones de esta permisividad se encuentran fundadas a lo
largo de la historia griega, desde los poemas homéricos. La misma naturalidad
con la que Lisias habla de estos «amantes» muestra, claramente, el mundo
«afectivo» tan radicalmente opuesto a nuestras estructuras éticas. Pero con
independencia de este horizonte cultural, asumido y prácticamente «naturalizado»
entre los atenienses de la época en la que el diálogo transcurre, el complicado
discurso de Lisias pone de manifiesto la tesis de la «utilidad» de la relación
afectiva que después analizará Aristóteles en la Ética Nicomáquea (VIII 1157a sigs.).
La
reducción a este planteamiento utilitario que habría podido tener una cierta
aceptación como defensa de la sōphrosýnē, aparece en el escrito
de Lisias dentro de unos límites en los que no cabe ninguna teoría del amor,
ningún análisis de ese dinamismo que conmueve una buena parte de la filosofía
platónica. Sin embargo, ese temeroso planteamiento de la relación afectiva, en
el angustioso espacio social que Lisias describe, expresa, a su vez, la
retícula que tensa la realidad del êthos, y sobre la que también
trabajará Aristóteles.
5. El primer discurso de Sócrates sigue, en
cierto sentido, con esta estrategia amorosa iniciada por Lisias; pero algunas
ideas de él anuncian ya abstractamente los presupuestos que sustentarán su
segundo discurso. De todas formas, Sócrates parece consciente de que se mueve
en la órbita de Lisias, y hablará «con la cabeza tapada, para que, galopando
por las palabras, llegue rápidamente al final, y no me corte, de vergüenza, al
mirarte» (237a). Este
encubrimiento de su discurso parecido al ocultamiento que del de Lisias había
hecho Fedro, al esconderlo bajo su manto, no impide, pues, que el arranque de
esta oratoria encubierta sitúe sus palabras en un plano radicalmente distinto
del de Lisias.
«Sólo hay una manera de empezar... Conviene saber de qué trata la deliberación. De lo contrario, forzosamente nos equivocaremos. La mayoría de la gente no se ha dado cuenta de que no sabe lo que son, realmente, las cosas» (237b-c). No se puede hablar, sin esa previa terapia a la que Sócrates alude. Esa mayoría que no sabe lo que son las cosas, se alimenta del mundo de la «opinión», como se dirá más adelante (248b). El arte de las palabras queda, así, dañado en su raíz. Cualquier «retórica» que con ella se construya no conduce sino a la apariencia «a los que se creen sabios sin serlo». Un intento de saber es aquel que impulsa a Sócrates a su primera y elemental definición del amor: «El Eros es un deseo» (237d).
Pero
ello está sustentado en esos dos principios que hay en nosotros y que nos
arrastran, «uno de ellos es un deseo natural de gozo, otro es una opinión adquirida
que tiende a lo mejor» (ibid.). Por
el impulso de estos dos principios, se moverán las alas del mito del auriga y
los caballos. El enlace con el segundo discurso de Sócrates es evidente, y el pequeño
mudo de Lisias ha quedado totalmente superado.
6.
La interpretación del Eros y el mito en el que Sócrates describe, en su segunda intervención, la
«historia» del amor constituye, como es sabido, una de las páginas maestras de
Platón. Con la cabeza descubierta, habla ya Sócrates de una de las más intensas
formas de delirio, el amoroso. El Eros no es esa encogida relación afectiva que
Lisias ha descrito, sino una forma de superación de los limites de la carne y
el deseo, una salida a otro universo, en el que amar es «ver» y en el que
desear es «entender». Por ello ese «poder natural del ala» que nos alza por
encima de la dóxa nos lleva a la ciencia del ser, a «esa ciencia que es
de lo que verdaderamente es ser» (247d). La teología y ontología expuestas por Platón
van entrelazadas con uno de sus más espléndidos mitos en donde sus personajes
son el alma y su destino, el amor, el mundo de las ideas, los símbolos que
plasman, en sus dioses, los sueños de los hombres, las contradicciones entre el
egoísmo y la entrega, entre la pasión y la razón. La tensión entre el cuerpo
que pesa y el alma que aspira, corre paralelamente a esa «visión» que sigue
viva a través del recuerdo (anámnēsis) de lo visto, y ese otro
mundo que el lenguaje ha ido construyendo, en el que también aparece el eco de
la realidad que, más allá de la curva de los cielos, lo es plenamente. Pero el
lenguaje cuyas estructuras se articulan por medio de la dóxa, de la
opinión, de lo que puede ser, y que, en principio, no es, precisa de una
decidida terapia para alcanzar los senderos que llevan a la claridad de una
comunicación sin falsa «retórica», sin manipulación de aquellos profesionales
del lenguaje, cuyo principal objetivo consiste en la ofuscación.
De
los muchos temas que se expresan o se aluden en la psicología celeste que Platón
desarrolla, destaca su interpretación del «resplandor de la belleza». «Es la
vista, en efecto, para nosotros, la más fina de las sensaciones que, por medio
del cuerpo, nos llegan; pero con ella no se ve la mente -porque nos procuraría
terribles amores, si en su imagen hubiese la misma claridad que ella tiene, y
llegase así a nuestra vista- y lo mismo pasaría con todo cuanto hay digno de
amarse» (2504). La condición corporal
constituye, pues, la frontera que mitiga la presencia directa de ese tipo de
realidades «ideales» de las que participamos; pero que nunca nos pueden
saturar. Entendemos siempre por el prisma del cuerpo. Los sentidos son las aberturas
que nos enfrentan, en esa frontera imprecisa, a lo que siempre insuficientemente
intuimos. Porque la inteligencia plena, la sabiduría suprema, nos cegaría. Seríamos
arrastrados por ese torrente, al que ya nuestro cuerpo no podría dominar.
Entender,
saber, en esa visión en que el objeto supremo se identifica con la «visión»
perfecta, provocaría una desgarradura en nuestra condición carnal, en los modestos
límites que señalan las inevitables «condiciones de posibilidad» de los hombres.
Sólo la belleza se deja entrever, y, a través de sus destellos, empapa el
cuerpo de nuevas formas de sensibilidad y enriquece el alma. La intuición platónica,
toca, a pesar del ornato de sus metáforas, un problema real del conocimiento y
del amor. El hombre, tal como analizará la filosofía kantiana, es ciudadano de dos mundos. Su ser, es un ser
fronterizo; pero en esos límites del cuerpo y de su historia estamos siempre
rozando el territorio de lo aún inexplorado, donde, precisamente, la posibilidad
se transforma en realidad.
Por
eso, la mente del filósofo es alada (25lc). Las alas y la vista son formas que
levantan y afinan la inercia y gravedad de la materia. El pensamiento
filosófico descubre, en lo real, las conexiones que lo sustentan. Como la vista
vislumbra la belleza en las cosas que la reflejan y crea una realidad hecha a
medida de su deseo, cuando el Amor la alienta, así también el filósofo, que «ve
más», es capaz de construir el sentido de sus «visiones», en esa síntesis de
inteligencia, que no en vano se llamará, de acuerdo con su origen, theoría.
7.
Por ello, la retórica, sobre la que se habla en la última parte del diálogo,
constituye, en un plano distinto, una reflexión paralela a algunas de las
intuiciones que se han señalado en los mitos que adornan el Fedro. El tránsito hacia esa parte del
diálogo, en la que el lenguaje será su central argumento, se hace a través de
un bello excurso, el mito de las cigarras. Descendientes de aquella raza de
hombres que olvidaron su propio cuerpo por el sueño del conocimiento, las
cigarras incitan, con su canto, a no cejar en la investigación. Ellas también
establecen el puente entre el cuerpo y sus deseos de conocimiento, y dicen a
las Musas, a Calíope y Urania, quiénes son «los que pasan la vida en la filosofía
y honran su música» (259d). Hay que llegar, por tanto, al fondo del lenguaje,
al conocimiento de la «persuasión» que tiene que ver con la Verdad y no sólo
con su apariencia. Enredado en el proceso de la historia, el lenguaje puede
servir también de instrumento para condicionarla y desorientarla: una retórica,
o sea, un arte de las palabras que sólo cede a aquellas presiones de los
hombres que se conforman a lo que «sin fundamento se les dice» porque es
precisamente eso lo que quieren oír.
El
impulso pedagógico de Platón es constante en su larga disquisición sobre la retórica,
y en su crítica a aquellos rétores que no llegan a la filosofía, perdidos en
el camino de lo «verosímil». «El arte de las palabras, compañero, que ofrezca
el que ignora la verdad, y va siempre a la caza de opiniones, parece que tiene
que ser algo ridículo y burdo» (262c). El mundo de las cosas, más allá del lenguaje,
tiene su posibilidad en el contraste. Al menos, «cuando alguien dice el nombre
del hierro o de la plata, ¿no pensamos todos en lo mismo?», pero «¿qué pasa
cuando se habla de justo y de injusto? ¿No anda cada uno por su lado, y
disentimos unos de otros y hasta con nosotros mismos?» (263a). Precisamente en este dominio de
la sociedad y de la historia, en la que se alumbran conceptos y se alimentan
significaciones, la retórica, o sea cualquier forma de arte que pueda manipular
el lenguaje y, a través de él, el alma de sus oyentes, tergiversa lo real y
aniquila el necesario dinamismo y libertad de la inteligencia. «Y de esto es de
lo que soy yo amante, Fedro, de las divisiones y uniones, que me hacen capaz
de hablar y de pensar. Y si creo que hay algún otro que tenga como un poder
natural de ver lo uno y lo múltiple, lo persigo... Por cierto que a aquellos
que son capaces de hacer esto... los llamo, por lo pronto, dialécticos» (266b).
La dialéctica supone, a su
vez, un conocimiento del alma del hombre, de la oportunidad o inoportunidad de
determinados discursos, y no sólo un engarce, exclusivamente formal, de los
elementos que lo componen. Así, de manos de la dialéctica, la retórica se
convierte en el instrumento pedagógico que busca Platón.
8. Ningún otro mito expresa con mayor fuerza
y originalidad la modernidad del pensamiento platónico que el mito de Theuth y
Thamus con el que concluye el Fedro. En él se plantea el problema de la relación
entre escritura y memoria, entre la vida de la voz, tras la que siempre hay un
hombre que púeda dar cuenta de ella, de su sentido y justificación, y la
indefensión de las letras en las que se transmite el lenguaje. Después del
análisis que Platón hace de la retórica, de la lectura del «escrito» de Lisias,
de las brillantes descripciones de aquellas almas que «han visto» las ideas,
que añoran la «llanura de la Verdad» y que alcanzarán la inmortalidad en ese
«eterno movimiento» en cuyos ciclos viven, las letras que Theuth, el inventor,
ofrece a Thamus como residuo firme para la memoria, parecen demasiado débiles
para resistir el tiempo y medirse con los ritmos de la voz y la vida.
La
reciente metodología gramatológica no ha llegado más lejos de lo que plantea
Platón en su mito. Ha pretentido utilizar la esencial intuición de Platón;
pero no ha logrado ir más allá de la substancia de su pensamiento. «Platón ha sido
el primero que, en un tiempo en el que se iniciaba la literatura, nos ha
enseñado lo supraliterario en la palabra viva», escribió K. Reinhardt [8]. Esta vida de la
palabra está condicionada al cuerpo y, por consiguiente, a la temporalidad
inmediata de la voz y el instante. El orden del lenguaje lucha por mantenerse
en los esquemas del tiempo y de la propia historia, de la propia narración que
lo articula. El mito de Theuth y Thamus que es, efectivamente, un diálogo
dentro del diálogo, encierra en su «redondez» la esencia misma del platonismo
como fenómeno literario.
La
propuesta de Theuth a Thamus parte de dos tesis principales: la de que las letras
podrán alimentar la memoria de los hombres y, en consecuencia, la de hacer
crecer su sabiduría. La memoria no queda, pues, atada a la propia experiencia
personal, a la propia anámnēsis. Reposada en la letra, está siempre
dispuesta a recobrarse, en el tiempo de la vida de cada lector. Pero la
respuesta de Thamus y el posterior comentario de Sócrates debilitarán la seguridad
del «artificiosísimo» inventor que, «por apego a las letras, les atribuye
poderes contrarios a los que tienen. Porque es olvido lo que producirán en las
almas de quienes las aprendan» (274e-275a). Efectivamente, la escritura dará
una inmerecida confianza.
Su forma de conservación es inerte. Duerme en el tiempo de la temporalidad
mediata. Recordar es saber, cuando brota del tiempo interior, cuando emerge de
la autarquía y de la mismidad. El tiempo de la anámnēsis, de la reminiscencia, se despierta desde la
rbflexión, o sea, desde la lectura de sí mismo. Entonces se descubren
significaciones, intenciones, contextos. Lo contrario es el simple recordatorio
(hypómnēsis), donde únicamente
podemos estar en contacto con significantes, con superficies que sólo se reflejan
ellas mismas, sin hacernos transparentes el universo del saber.
La
mnēmé, la memoria, levanta su
reconocimiento a ese cielo que el mito platónico del alma viajera describe. En
ese momento, la memoria no fluye de la letra a la mente para pararse en ella,
sino que el proceso de la «automemoria» encuentra su contraste y su fuerza en
esa transparecia del mundo ideal, que una versión moderna traduciría en «creatividad».
Esa creatividad es ya saber. Porque sólo quien conoce puede realmente recordar.
La
historia «egipcia» a la que Fedro se refiere, al comentar el mito que Sócrates
le cuenta, expresa, como otras muchas referencias que en el diálogo se hacen,
«esa oposición entre la escritura alfabética como representación del habla
viva, y la escritura hieroglífica como imitación de la apariencia visual de
aquello a lo que se refiere» [9].
Por eso, las letras parece como si pensaran, pero si se les pregunta se
callan solemnemente (275d). Sin embargo, Platón consciente de la inevitabilidad de la escritura,
deja ver, en el comentario al mito, el aspecto positivo de este «fármaco» de
la memoria.
«La
época de la palabra hablada acaba en Grecia con Tucídides, que reprocha a su
predecesor Heródoto la búsqueda del éxito entre sus oyentes. En el campo de la
filosofía tiene también lugar, con Aristóteles, un cambio decisivo. Platón
llama a su discípulo, con marcada ironía por su saber de libros, anagnōstēs, el ‘lector’»
Al
final del diálogo aparece de nuevo el «escrito» de Lisias, con el que inició la
conversación, y que ofrece una prueba más de la coherencia de la dialéctica
platónica. Lisias ha de probar con su palabra viva «lo pobre que quedan las
letras» (278c). Con
ello se inventará la hermenéutica, la teoría de esos «padres» que tienen, en
cada momento, que engendrar la semilla, que es saber vivo y por la que la palabra
y el hombre en ella, logra la mejor forma de inmortalidad.
FEDRO
SÓCRATES, FEDRO
227a
SÓCRATES.
- Mi querido Fedro, ¿adónde andas ahora y de dónde vienes?
b
FEDRO. -
De con Lisias 1, Sócrates, el de Céfalo 2, y me voy fuera de las murallas, a dar
una vuelta. Porque me he entretenido allí mucho tiempo, sentado desde temprano.
Persuadido, además, por Acúmeno 3, compañero
tuyo y mío, voy a dar un paseo por los caminos, ya que, afirma, es más
descansado que andar por los lugares públicos.
SÓC.
- Y bien dice, compañero. Por cierto que, según veo, estaba Lisias en la
ciudad.
FED. - Sí que estaba, y con Epícrates 4, en esa casa vecina al
templo de Zeus, en
ésa de Mórico 5.
SÓC.
- ¿Y de qué habeis tratado? Porque seguro que Lisias os regaló con su palabra.
FED. - Lo sabrás, si tienes un rato para escucharme
mientras paseamos.
c
SÓC. -
¿Cómo no? ¿Crees que iba yo a tener por ocupación «un quehacer mejor», por
decirlo como Píndaro 6, que
oír de qué estuvisteis hablando tú y Lisias?
FED. - Adelante, pues.
SÓC.
- ¿Me contarás?
FED. - Y es que, además, Sócrates, te interesa lo
que vas a oír. Porque el asunto sobre el que departíamos, era un si es no es
erótico. Efectivamente, Lisias ha compuesto un escrito sobre uno de nuestros
bellos, requerido no precisamente por quien lo ama, y en esto residía la
gracia del asunto. Porque dice que hay que complacer a quien no ama, más que a
quien ama.
d
SÓC. -
¡Qué generoso! Tendría que haber añadido: y al pobre más que al rico y al viejo
más que al joven, y, en fin, a todo aquello que me va más bien a mí y a muchos
de nosotros. Porque así los discursos serían, al par que divertidos, provechosos
para la gente. Pero, sea como sea, he deseado tanto escucharte, que, aunque
caminando te llegases a Mégara 7 y,
según recomienda Heródico 8, cuando
hubieses alcanzado la muralla, te volvieses de nuevo, seguro que no me quedaría
rezagado.
228a a
FED. - ¿Cómo
dices, mi buen Sócrates? ¿Crees que yo, de todo lo que con tiempo y sosiego
compuso Lisias, el más hábil de los que ahora escriben, siendo como soy profano
en estas cosas, me voy a acordar de una manera digna de él? Mucho me falta para
ello. Y eso que me gustaría más que llegar a ser rico.
c b
SÓC. -
¡Ah, Fedro! Si yo no conozco a Fedro, es que me he olvidado de mí mismo; pero
nada de esto ocurre. Sé muy bien que el tal Fedro, tras oír la palabra de
Lisias, no se conformó con oírlo una vez, sino que le hacía volver muchas veces
sobre lo dicho y Lisias, claro está, se dejaba convencer gustoso. Y no le
bastaba con esto, sino que acababa tomando el libro y buscando aquello que más
le interesaba, y ocupado con estas cosas y cansado de estar sentado desde el
amanecer, se iba a pasear y, creo, ¡por el perro!, que sabiéndose el discurso
de memoria 9, si es que no
era demasiado largo. Se iba, pues, fuera de las murallas para practicar. Pero
como se encontrase con uno de esos maniáticos por oír discursos, se alegró al
verlo por tener así un compañero de su entusiasmo y le instó a que caminasen
juntos. Sin embargo, como ese amante de discursos le urgiese que le dijese uno,
se hacía de rogar como si no estuviese deseando hablar. Si, por el contrario,
nadie estuviera por oírle de buena gana, acabaría por soltarlo a la fuerza.
Así que tú, Fedro, pídele que lo que de todas formas va a acabar haciendo, que
lo haga ya ahora.
FED. - En verdad que, para mí, va a ser mucho mejor
hablar como pueda, porque me da la impresión de que tú no me soltarás en tanto
no abra la boca, salga como salga lo que diga.
SÓC.
- Muy verdad es lo que te está pareciendo..
d
FED. - Entonces
así haré. Porque, en realidad, Sócrates no llegué a aprenderme las palabras
una por una. Pero el contenido de todo lo que expuso, al establecer las diferencias
entre el que ama y el que no, te lo voy a referir en sus puntos capitales,
sucesivamente, y empezando por el primero [10].
e
SÓC. -
Déjame ver, antes que nada, querido, qué es lo que tienes en la izquierda, bajo
el manto. Sospecho que es el discurso mismo. Y si es así, vete haciendo a la
idea, por lo que a mí toca, de que, con todo lo que te quiero, estando Lisias
presente, no tengo la menor intención de entregárteme para que entrenes.
¡Anda!, enséñamelo ya.
229a a
FED. - Calma.
Que acabaste de arrebatarme, Sócrates la esperanza que tenía de ejercitarme
contigo. Pero ¿dónde quieres que nos sentemos para leer?
SÓC.
- Desviémonos por aquí, y vayamos por la oorilla del Iliso, y allí, donde mejor
nos parezca, nos sentaremos tranquilamente.
FED. - Por suerte que, como ves, estoy descalzo. Tú
lo estás siempre. Lo más cómodo para nosotros es que vayamos cabe el arroyuelo
mojándonos los pies, cosa nada desagradable en esta época del año y a estas
horas [11].
SÓC.
- Ve delante, pues, y mira, al tiempo, dónnde nos sentamos.
FED. - ¿Ves aquel plátano tan alto?
SÓC.
- ¡Cómo no!
b
FED. - Allí
hay sombra, y un vientecillo suave, y hierba para sentarnos o, si te apetece,
para tumbarnos.
SÓC.
- Vamos, pues.
FED. - Dime, Sócrates, ¿no fue por algún sitio de éstos
junto al Iliso donde se cuenta que Bóreas [12]
arrebató a Oritía?
SÓC.
- Sí que se cuenta.
c
FED. - Entonces,
¿fue por aquí? Grata, pues, y límpida y diáfana parece la corriente del
arroyuelo. Muy a propósito para que jugueteen, en ella, unas muchachas.
SÓC.
- No, no fue aquí, sino dos o tres estadioos más abajo. Por donde atravesamos
para ir al templo de Agaas [13].
Por algún sitio de ésos hay un altar, dedicado a Bóreas.
FED. - No estaba muy seguro. Pero dime, por Zeus,
¿crees tú que todo ese mito
es verdad? [14].
230a e d
SÓC. - Si
no me lo creyera, como hacen los sabios, no sería nada extraño. Diría, en ese
caso, haciéndome el enterado, que un golpe del viento Bóreas la precipitó desde
las rocas próximas, mientras jugaba con Farmacia [15]
y que, habiendo muerto así, fue raptada, según se dice, por el Bóreas. Hay otra
leyenda que afirma que fue en el Areópago, y que fue allí y no aquí de donde
la raptaron. Pero yo, Fedro, considero, por otro lado, que todas estas cosas
tienen su gracia; sólo que parecen obra de un hombre ingenioso, esforzado y no
de mucha suerte. Porque, mira que tener que andar enmendando la imagen de los
centauros, y, además, la de las quimeras, y después le inunda una caterva de Gorgonas
y Pegasos y todo ese montón de seres prodigiosos, aparte del disparate de no sé
qué naturalezas teratológicas. Aquel, pues, que dudando de ellas trata de
hacerlas verosímiles, una por una, usando de una especie de elemental sabiduría,
necesitaría mucho tiempo. A mí, la verdad, no me queda en absoluto para esto. Y
la causa, oh querido, es que, hasta ahora, y siguiendo la inscripción de
Delfos, no he podido conocerme a mí mismo [16].
Me parece ridículo, por tanto, que el que no se sabe todavía, se ponga a
investigar lo que ni le va ni le viene. Por ello, dejando todo eso en paz, y
aceptando lo que se suele creer de ellas, no pienso, como ahora decía, ya más
en esto, sino en mí mismo, por ver si me he vuelto una fiera más enrevesada y
más hinchada que Tifón [17],
o bien en una criatura suave y sencilla que, conforme a su naturaleza,
participa de divino y límpido destino. Por cierto, amigo, y entre tanto parloteo,
¿no era éste el árbol hacia el que nos encaminábamos?
b
FED. - En
efecto, éste es.
c
SÓC. -
¡Por Hera! Hermoso rincón, con este plátano
tan frondoso y elevado. Y no puede ser más agradable la altura y la sombra de
este sauzgatillo 18,
que, como además, está en plena flor, seguro que es de él este
perfume que inunda el ambiente. Bajo el plátano mana también una fuente deliciosa,
de fresquísima agua, como me lo están atestiguando los pies. Por las estatuas y
figuras, parece ser un santuario de ninfas, o de Aqueloo 19. Y si es esto lo que buscas, no
puede ser más suave y amable la brisa de este lugar. Sabe a verano, además,
este sonoro coro de cigarras 20.
Con todo, lo más delicioso es este césped que, en suave pendiente, parece
destinado a ofrecer una almohada a la cabeza placenteramente reclinada. ¡En qué
buen guía de forasteros te has convertido, querido Fedro!
d
FED. - ¡Asombroso,
Sócrates! Me pareces un hombre rarísimo, pues tal como hablas, semejas
efectivamente a un forastero que se deja llevar, y no a uno de aquí. Creo yo
que, por lo que se ve, raras veces vas más allá de los límites de la ciudad; ni
siquiera traspasas sus murallas.
e
SÓC. - No
me lo tomes a mal, buen amigo. Me gusta aprender. Y el caso es que los campos y
los árboles no quieren enseñarme nada; pero sí, en cambio, los hombres de la
ciudad. Por cierto, que tú sí pareces haber encontrado un señuelo para que
salga. Porque, así como se hace andar a un animal hambriento poniéndole delante
un poco de hierba o grano, también podrías llevarme, al parecer, por toda Ática,
o por donde tú quisieras, con tal que me encandiles con esos discursos
escritos. Así que, como hemos llegado al lugar apropiado, yo, por mi parte, me
voy a tumbar. Tú que eres el que va a leer, escoge la postura que mejor te
cuadre y, anda, lee.
FED. - Escucha, pues 21.
d c b 231a
«De mis
asuntos tienes noticia y has oído, también, cómo considero la conveniencia de
que esto suceda. Pero yo no quisiera que dejase de cumplirse lo que ansío, por
el hecho de no ser amante tuyo. Pues, precisamente, a los amantes les llega el
arrepentimiento del bien que hayan podido hacer, tan pronto como se les aplaca
su deseo. Pero, a los otros, no les viene tiempo de arrepentirse. Porque no
obran a la fuerza, sino libremente, como si estuvieran deliberando, más y
mejor, sobre sus propias cosas, y en su justa y propia medida. Además, los
enamorados tienen siempre ante sus ojos todo lo que de su incumbencia les ha
salido mal a causa del amor y, por supuesto, lo que les ha salido bien. Y si a
esto añaden las dificultades pasadas, acaban por pensar que ya han devuelto al
amado, con creces, todo lo que pudieran deberle. Pero a los que no aman y no
ponen esa excusa al abandono de sus propios asuntos, ni sacan a relucir las
penalidades que hayan soportado, ni se quejan de las discusiones con sus parientes,
no les queda otra alternativa, superados todos esos males, que hacer de buen
grado lo que consideren que, una vez cumplido, ha de ser grato a aquellos que
cortejan. Y, más aún, si la causa por la que merecen respeto y estima los
enamorados, es porque dicen que están sobremanera atados a aquellos a los que
aman, y dispuestos, además, con palabras y obras a enemistarse con cualquiera
con tal de hacerse gratos a los ojos de sus amados, es fácil saber si dicen
verdad, porque pondrán, por encima de todos los otros, a aquellos de los que
últimamente están enamorados, y, obviamente, si estos se empeñan, llegarán a
hacer mal incluso a los que antes amaron. Y en verdad que ¿cómo va a ser,
pues, propio, confiar para asunto tal en quien está aquejado de una clase de
mal que nadie, por experimentado que fuera, pondría sus manos para evitarlo?
Porque ellos mismos reconocen que no están sanos, sino enfermos, y saben,
además, que su mente desvaría; pero que, bien a su pesar, no son capaces de
dominarse. Por consiguiente, ¿cómo podrían, cuando se encontrasen en su sano
juicio, dar por buenas las decisiones de una voluntad tan descarriada? Por
cierto, que, si entre los enamorados escogieras al mejor, tendrías que hacer
la elección entre muy pocos; pero si, por el contrario quieres escoger, entre
los otros, el que mejor te va, lo podrías hacer entre muchos. Y en
consecuencia, es mayor la esperanza de encontrar, entre muchos, a aquel que es
digno de tu predilección.
d c b 232a e
»Pero si
temes a la costumbre imperante, según la cual, si la gente se entera, caería
sobre ti la infamia, toma cuenta de los enamorados, que creen ser objeto de la
admiración de los demás, tal como lo son entre ellos mismos, y arden en deseos
de hablar y vanagloriarse de anunciar públicamente que ha merecido la pena su
esfuerzo. Pero los que no aman, y que son dueños de sí mismos, prefieren lo que
realmente es mejor, en lugar de la opinión de la gente. Por lo demás, es
inevitable que muchos oigan e, incluso, vean por sí mismos que los amantes andan
detrás de sus amados y que hacen de esto su principal ocupación, de forma que,
cuando se les vea hablando entre sí, pensarán que, al estar juntos, han logrado
ya sosegar sus deseos, o están a punto de lograrlos. Sin embargo, a los que no
aman, nadie pensaría en reprocharles algo por estar juntos, sabiéndose como se
sabe que es normal que la gente dialogue, bien sea por amistad o porque es
grato hacerlo. Pero, precisamente, si te entra el reparo, al pensar lo difícil que es que una amistad dure y que si, de algún
modo, surgen desavenencias, sufriendo ambas partes de consuno la desgracia, a
ti, en tal caso, es a quien tocaría lo peor, al haberte entregado mucho más, puedes
acabar por temer, realmente, a los enamorados. Pues son muchas las cosas que
les conturban, creyendo como creen que todo va en contra suya. Por eso buscan
apartar a los que aman del trato con los otros, porque temen que los ricos les
superen con sus riquezas, y con su cultura los cultos. En una palabra, se
guardan del poder que irradie cualquiera que posea una buena cualidad. Si
consiguen, pues, convencerte de que te enemistes con éstos, te dejan limpio de
amigos. Pero si, en cambio, miras por tu propio provecho y piensas más sensatamente
que ellos, entonces tendrás disgustos continuos. Sin embargo, todos aquellos
que sin tener que estar enamorados han logrado lo que pretendían por sus
propios méritos y excelencias, no tendrían celos de los que te frecuenten, sino
que, más bien, les tomarían a mal el que no quisieran, pensando que éstos los menosprecian
y que, al revés, redunda en su provecho el que te traten. Así pues, tendrán una
firme esperanza de que de estas relaciones habrá de surgir, más bien amistad
que enemistad.
d c b 227a e
»Predomina,
además, entre muchos de los que aman, un deseo hacia el cuerpo, antes de
conocer el carácter del amado, y de estar familiarizados con todas las otras
cosas que le atañen. Por ello, no está muy claro si querrán seguir teniendo
relaciones amistosas cuando se haya apaciguado su deseo. Pero a los que no
aman y que cultivaron mutuamente su amistad antes de que llegaran a hacer eso
no es de esperar que se les empequeñezca la amistad, por los buenos ratos que
vivieron, sino que, más bien, la memoria pasada servirá como promesa de futuro.
Y, en verdad, que es cosa tuya el hacerte mejor, con tal de que me prestes oído
a mí y no a un amante. Pues éstos dedican sus alabanzas a todo lo que tú haces
o dices, aunque sea contra algo bueno, en parte por miedo a granjearse tu enemistad,
en parte también porque, por el deseo, se les ofusca la mente. Porque mira qué
cosas son las que el amor manifiesta: cuando tienen mala suerte, les parece
insoportable lo que a otros no daría pena alguna, mientras que un suceso
afortunado que, por cierto, no merece ser tenido por algo gozoso desencadena,
necesariamente, sus alabanzas. En definitiva, que hay que compadecer a los
amados más que envidiarlos. Pero si te dejas persuadir por mí, no va a ser el
gozo momentáneo tras lo primero que voy a ir cuando estemos juntos, sino tras
el provecho futuro. No seré dominado por el amor, sino por mí mismo, ni me
dejaré llevar por pequeñeces a odios poderosos, sino que sólo en relación con
cosas importantes dejaré traslucir mi desagrado. Perdonaré los errores involuntarios
e intentaré evitar los voluntarios. Éstas son las señales que indican la
larga duración de una amistad. Pero si acaso se te ocurre que no es posible que
nazca una vigorosa amistad a no ser que se esté enamorado, date cuenta de que,
en tal caso, no tendríamos en mucho a nuestros hijos, ni a nuestros padres, ni
a nuestras madres, ni ganaríamos amigos fieles que lo fueran por tal deseo, sino
por otro tipo de vínculos.
»Si,
además, es menester conceder favores a quienes más nos los reclaman, conviene
mostrar benevolencia, no a los satisfechos, sino a los descarriados. Precisamente
aquellos que se han liberado, así, de mayores males serán los más agradecidos.
Incluso para nuestros convites, no habría que llamar a los amigos, sino a los
pordioseros y a los que necesitan hartarse. Porque son ellos los que manifestarán su afecto, los que darán
compañía, los que vendrán a la puerta y mostrarán su gozo y nos quedarán
agradecidos, pidiendo, además, que se acrecienten nuestros bienes. Pero, igualmente,
conviene mostrar nuestra benevolencia, no a los más necesitados, sino a los
que mejor puedan devolver favores, y no tanto a los que más lo piden, sino a
los que son dignos de ella; tampoco a los que quisieran gozar de tu juventud,
sino a los que, cuando seas viejo, te hagan partícipe de sus bienes; ni a los
que, una vez logrado su deseo, se ufanen pregonándolo, sino a los que,
pudorosamente, guardarán silencio ante los otros; ni a los que les dura poco
tiempo su empeño, sino a los que, invariablemente, tendrás por amigos toda la
vida; ni a cuantos, una vez sosegado el deseo, buscarán excusas para
enemistarse, sino a los que, una vez que se haya marchitado tu lozanía, dejarán
ver entonces su excelencia. Acuérdate, pues, de todo lo dicho y ten en cuenta
que los que aman son amonestados por sus amigos como si fuera malo lo que
hacen; pero, a los que no aman, ninguno de sus allegados les ha censurado
alguna vez que, por eso, maquinen cosas que vayan contra ellos mismos.
c b 234a e
»Tal vez quieras preguntarme, si es que no te estoy
animando a conceder favores a todos los que no aman. Yo, por mi parte, pienso
que ni el enamorado te instaría a que mostrases esa misma manera de pensar ante
todos los que te aman. Porque para el que recibe el favor, esto no merecería
el mismo agradecimiento, ni tampoco te sería posible queriendo como quieres
pasar desapercibido ante los otros. No debe derivarse, pues, daño alguno de todo
esto, sino mutuo provecho. Por lo que a mí respecta, me
parece que ya he dicho bastante, pero si echas de menos alguna cosa que se me
hubiera escapado, pregúntame.»
d
FED. - ¿Qué te parece el discurso, Sócrates? ¿No es espléndido,
sobre todo por las palabras que emplea?
SÓC.
- >Genial, sin duda, compañero; tanto
que no salgo de mi asombro. Y has
sido tú la causa de lo que he sentido, Fedro, al mirarte. En plena lectura, me parecías como encendido.
Y, pensando que tú sabes más que yo de todo esto, te he seguido y, al seguirte,
he entrado en delirio contigo, ¡oh tú, cabeza inspirada!
FED. - Bueno. ¿No parece como si estuvieras bromean
do?
e
SÓC. - ¿Cómo puede parecértelo, y no, más bien, que
me lo tomo en serio?
FED. - No, no es eso
Sócrates. Pero en realidad, dime, por Zeus patrón de la amistad, ¿crees que algún otro de los
griegos tendría mejores y más cosas que decir sobre este tema?
b 235a
SÓC. - ¿Y
qué? ¿Es que tenemos que alabar, tanto
tú como yo, el discurso por haber expresado su autor lo debido, y no sólo por
haber sabido dar a las palabras la claridad, la rotundidad y la exactitud
adecuadas? Si es así, por hacerte el favor te lo concedo, puesto que a mí, negado
como soy, se me ha escapado. Sólo presté atención a lo retórico, aunque pensé
que, al propio Lisias, no le bastaría con ello. También me ha parecido, Fedro,
a no ser que tu digas otra cosa, que se ha repetido dos o tres veces, como si
anduviese un poco escaso de perspectiva en este asunto, o como si, en el fondo,
le diese lo mismo. Me ha parecido, pues, un poco inf antil ese afán de aparentar que es capaz de decir una cosa de una
manera y luego de otra, y ambas muy bien 22.
FED. - Con eso no has dicho nada, Sócrates. Pues ahí
es, precisamente, donde reside el mérito del discurso. Porque de todas las
cosas que merecían decirse sobre esto, no se le ha escapado nada, de forma que
nadie podría decir más y mejor que las que él ha dicho.
c
SÓC. -
Esto es algo en lo que ya no puedo estar de acuerdo contigo. Porque hay sabios
varones de otros tiempos, y mujeres también, que han hablado y escrito sobre
esto, y que me contradirían si, por condescender contigo, te diera la razón.
FED. - ¿Y quiénes son ellos? ¿Y dónde les oíste
decir mejores cosas?
SÓC.
- La verdad es que ahora mismo no sabría ddecírtelo. Es claro que he debido de
oírlo de alguien, tal vez de Safo la bella, o del sabio Anacreonte, o de algún
escri tor en prosa. ¿Que de dónde deduzco esto? Pues verás. Henchido como tengo
el pecho, duende mío 23, me
siento capaz de decir cosas que no habrían de ser inferiores. Pero, puesto que
estoy seguro de que nada de esto ha venido a la mente por sí mismo, ya que soy
consciente de mi ignorancia, sólo me queda suponer que de algunas otras fuentes
me he llenado, por los oídos, como un tonel. Pero por mi torpeza, siempre me
olvido de cómo y de a quién se lo he escuchado.
e d
FED. - ¡Pero
qué bien te expresaste, noble amigo! Porque no te pido que me cuentes de
quiénes y cómo las oíste, sino que hagas esto mismo que has dicho. Has
prometido decir cosas mejores y no menos enjundiosas y distintas que las que
están en este escrito. Y te prometo, como los nueve arcontes 24, erigir en Delfos una estatua de oro
de tamaño natural, no sólo mía, sino también tuya.
236a
SÓC. -
Eres encantador, Fedro. Tú sí que sí eres de oro verdadero, si crees que estoy
diciendo algo así como que Lisias se equivocó de todas todas y que es posible,
sobre esto, otras cosas que las dichas. Presiento que ni al último de los
escritores se le ocurriría cosa semejante. Vayamos al asunto de que trata el
discurso. Si alguien pretendiera probar que hay que conceder favores al que no
ama, antes que al que ama, y pasase por alto el encomiar la sensatez del uno, y
reprobar la insensatez del otro -cosa por otra parte imprescindible-, ¿crees
que tendría ya alguna otra cosa que decir? Yo creo que esto es asunto en el
que hay que ser condescendiente con el orador y dejárselo a él. Y es la disposición
y no la invención lo que hay que alabar; pero en aquellos no tan obvios y que
son, por eso, difíciles de inventar, no sólo hay que ensalzar la disposición,
sino también la invención.
b
FED. - Estoy
de acuerdo en lo que dices. Me parece que has medido bien tus palabras. Yo
también lo voy a hacer así. Te permito la hipótesis de que el enamorado está
más enfermo que el no enamorado. Pero si, por lo demás, llegas a decir cosas
mejores y más valiosas que éstas, te has ganado
una estatua, labrada a martillo, junto a la ofrenda de los Cipsélidas 25, en Olimpia.
SÓC.
- ¿Te has tomado tan a pecho el que, bromeeando contigo, me metiese con tu
preferido? ¿Crees, realmente, que yo iba a intentar decir, con la sabiduría
que tiene, algo todavía más florido?
d c
FED. - Por
lo que a esto respecta, querido, dejaste al descubierto
el mismo flanco. Pues tú tienes que expresarte, en todo caso, como mejor seas
capaz, para que así no nos veamos obligados a representar ese aburrido juego de
los cómicos, que se increpan repitiéndose las mismas cosas. Cuida, pues, de que
no me vea forzado a decirte aquello de: «Si yo, Sócrates, desconozco a
Sócrates, es que me he olvidado de mí mismo» 26,
y lo de que «estaba deseando hablar; pero se hacía el tonto» 27. Vete, pues, haciendo a la idea de que
no nos iremos de aquí, hasta que no hayas soltado todo lo que dijiste que
tenías en el pecho. Estamos solos, en pleno campo, y yo soy el más fuerte y el
más joven. Con esto, «hazte cargo de lo que digo» 28, y no quieras hablar por la fuerza
mejor que por las buenas.
SÓC.
- Pero, dichoso Fedro, voy a hacer el ridíículo ante un creador de calidad, yo
que soy un profano y que, encima, tengo que repentizar sobre las mismas cosas.
FED. - ¿Sabes qué? Deja de hacerte el interesante,
porque creo que tengo algo que, si lo digo, te obligaré a hablar.
SÓC.
- Entonces, de ninguna. manera lo digas. <
e
FED. - ¿Cómo
que no? Que ya lo estoy diciendo. Y lo que diga será como un juramento. Te
juro, pues -¿por quién, por qué dios, o quieres que por este plátano que tenemos
delante?-, que si no me pronuncias tu discurso ante este mismo árbol, nunca te
mostraré otro discurso ni te haré partícipe de ningún otro, sea de quien sea.
SÓC.
- ¡Ah malvado! Qué bien has conseguido oblligar, a un hombre amante, como yo,
de las palabras 29, a hacer lo que le
ordenes.
FED. - ¿Qué es lo que te pasa, entonces, para que te
me andes escurriendo?
237a
SÓC. -
¡Ya nada! Una vez que tú has jurado lo que has jurado, ¿cómo iba yo a ser capaz
de privarme de tal festín?
FED. - ¡Habla, pues!
SÓC.
- ¿Sabes qué es lo que voy a hacer?
FRED. - ¿Sobre qué?
SÓC.
- Voy a hablar con la cabeza tapada, para que, galopando por las palabras,
llegue rápidamente hasta el final, y no me corte, de vergüenza, al mirarte.
FED. - Tú preocúpate sólo de hablar, y, por lo demás,
haz como mejor te parezca.
b
SÓC. -
Vamos, pues, oh Musas, ya sea que por la forma de vuestro canto, merezcáis el
sobrenombre de melodiosas 30, o
bien por el pueblo ligur que tanto os cultiva, «ayudadme a agarrar» ese mito
que este notable personaje que aquí veis me obliga a decir, para que su
camarada que antes le parecía sabio ahora se lo parezca más.
«Había
una vez un adolescente, o mejor aún, un joven muy bello, de quien muchos
estaban enamorados. Uno de éstos era muy astuto, y aunque no se hallaba menos
enamorado que otros, hacía ver como si no lo quisiera. Y como un día lo
requiriese, intentaba convencerle de que tenía que otorgar sus favores al que
no le amase, más que al que le amase, y lo decía así:
c
»'Sólo
hay una manera de empezar, muchacho, para los que pretendan no equivocarse en
sus deliberaciones. Conviene saber de qué trata la deliberación. De lo contrario,
forzosamente, nos equivocaremos 31. La
mayoría de la gente no se ha dado cuenta de que no sabe lo que son, realmente,
las cosas 32. Sin
embargo, y como si lo supieran, no se ponen de acuerdo en los comienzos de su
investigación, sino que, siguiendo adelante, lo natural es que paguen su error
al no haber alcanzado esa concordia, ni entre ellos mismos, ni con los otros.
Así pues, no nos vaya a pasar a ti y a mí lo que reprochamos a los otros, sino
que, como se nos ha planteado la cuestión de si hay que hacerse amigo del que
ama o del que no, deliberemos primero, de mutuo acuerdo, sobre qué es el amor
y cuál es su poder. Después, teniendo esto presente, y sin perderlo de vista,
hagamos una indagación de si es provecho o daño lo que trae consigo.
238a e d
»'Que,
en efecto, el amor es un deseo está claro para todos, y que también los que no
aman desean a los bellos, lo sabemos. ¿En qué vamos a distinguir, entonces, al
que ama del que no? Conviene, pues, tener presente que en cada uno de nosotros hay
como dos principios que nos rigen y conducen, a los que seguimos a donde llevarnos
quieran. Uno de ellos es un deseo natural de gozo, otro es una opinión adquirida,
que tiende a lo mejor 33. Las
dos coinciden unas veces; pero, otras, disienten y se revelan, y unas veces domina
una y otras otra. Si es la opinión la que, reflexionando con el lenguaje, paso
a paso, nos lleva y nos domina en vistas a lo mejor, entonces ese dominio tiene
el nombre de sensatez. Si, por el contrario, es el deseo el que, atolondrada y
desordenadamente, nos tira hacia el placer, y llega a predominar en nosotros, a
este predominio se le ha puesto el nombre de desenfreno. Pero el desenfreno
tiene múltiples nombres 34, pues
es algo de muchos miembros y de muchas formas 35,
y de éstas, la que llega a destacarse otorga al que la tiene el nombre mismo
que ella lleva. Cosa, por cierto, ni bella ni demasiado digna. Si es, pues,
con relación a la comida donde el apetito predomina sobre la ponderación de lo
mejor y sobre los otros apetitos, entonces se llama glotonería, y de este
mismo nombre se llama al que la tiene. Si es en la bebida en donde aparece su
tiranía y arrastra en esta dirección a quien la ha hecho suya, es claro la
denominación que le pega. Y por lo que se refiere a los otros nombres,
hermanados con éstos, siempre que haya uno que predomine, es evidente cómo
habrán de llamarse. Por qué apetito se ha dicho lo que se ha dicho, creo que
ya está bastante claro; pero si se expresa, será aún más evidente que si no: al
apetito que, sin control de lo racional, domina ese estado de ánimo que tiende
hacia lo recto, y es impulsado ciegamente hacia el goce de la belleza y, poderosamente
fortalecido por otros apetitos con él emparentados, es arrastrado hacia el
esplendor de los cuerpos, y llega a conseguir la victoria en este empeño,
tomando el nombre de esa fuerza que le impulsa, se le llama Amor' 36 .»
c b
Pero,
querido Fedro, ¿no tienes la impresión, como yo mismo la tengo, de que he
experimentado una especie de trasporte divino?
FED. - Sin
duda que sí, Sócrates. Contra lo esperado, te llevó una riada de elocuencia.
d
SÓC. -
Calla, pues, y escúchame. En realidad que parece divino este lugar, de modo
que si en el curso de mi exposición voy siendo arrebatado por las musas no te
maravilles. Pues ahora mismo ya empieza a sonarme todo como un ditirambo.
FED. - Gran
verdad dices.
SÓC.
- De todo esto eres tú la causa. Pero escuucha lo- que sigue, porque quizá
pudiéramos evitar eso que me amenaza. Dejémoslo, por tanto, en manos del dios,
y nosotros, en cambio, orientemos el discurso de nuevo hacia el muchacho.
e
«Bien, mi
excelente amigo. Así que se ha dicho y definido qué es aquello sobre lo que
hemos de deliberar. Teniéndolo ante los ojos, digamos lo que nos queda, respecto
al provecho o daño que, del que ama o del que no, puede sobrevenir a quien le
conceda sus favores. Necesariamente aquel cuyo imperio es el deseo, y el placer
su esclavitud, hará que el amado le
proporcione el mayor gozo. A un enfermo le gusta todo lo que no le contraría;
pero le es desagradable lo que es igual o superior a él. El que ama, pues, no
soportará de buen grado que su amado le sea mejor o igual, sino que se
esforzará siempre en que le sea inferior o más débil. Porque inferior es el
ignorante al sabio, el cobarde al valiente, el que es incapaz de hablar al
orador, el torpe al espabilado. Todos estos males y muchos más que, por lo que
se refieren a su mente, van surgiendo en el amado o están en él ya por
naturaleza, tienen que dar placer al amante en un caso, y en otro los fomentará,
por no verse privado del gozo presente. Por fuerza, pues, ha de ser celoso, y
al apartar a su amado de muchas y provechosas relaciones, con las que, tal vez,
llegaría a ser un hombre de verdad, le causa un grave perjuicio, el más grande
de todos, al privarle de la posibilidad de acrecentar al máximo su saber y
buen sentido. En esto consiste la divina filosofía 37, de la que el amante mantiene a distancia al amado, por miedo a su menosprecio.
Maquinará, además, para que permanezca absolutamente ignorante, y tenga, en
todo, que estar mirando a quien ama, de forma que,' siendo capaz de darle el
mayor de los placeres, sea, a la par, para sí mismo su mayor enemigo. Así pues,
por lo que se refiere a la inteligencia, no es que sea un buen tutor y
compañero, el hombre enamorado.
d c b 239a
»Después de esto, conviene ver qué pasará con el
estado y cuidado del cuerpo, cuando esté sometido a aquel que forzosamente
perseguirá el placer más que el bien. Habrá
que mirar, además, cómo ese tal perseguirá a un joven delicado y no a uno
vigoroso, a uno no criado a pleno sol, sino en penumbra, a uno que nada sabe de
fatigas viriles ni de ásperos sudores, y que sí sabe de vida muelle y sin
nervio, que se acicala con colores extraños, con impropios atavíos, y se ocupa
con cosas de este estilo. En fin, tan claro es todo, que no merece la pena
insistir en ello, sino que definiendo lo principal, más vale pasar a otra cosa.
Efectivamente, un cuerpo así hace que, en la guerra y en otros asuntos de
envergadura, los enemigos se enardezcan, mientras que los amigos y los propios
enamorados se atemoricen.
240a e
»Dejemos esto, pues, por evidente, y pasemos a
hablar de la desventaja que traerá a nuestros bienes el trato y la tutoría del
amante. Pues es obvio para todos, y especialmente para el enamorado, que, si
por él fuera, desearía que el amado perdiese sus bienes más queridos, más entrañables,
más divinos. No le importaría que fuese huérfano de padre, de madre, privado de
parientes y amigos, porque ve en ellos el estorbo y la censura de su muy dulce
trato con él. Pero, además, si está en posesión de oro o de alguna otra forma
de riqueza pensará que no es fácil de conquistar, y que si lo conquista, no le
será fácil de manejar. De donde, necesariamente, se sigue que el amante estará
celoso de la hacienda de su amado, y se alegrará si la pierde. Aún más, célibe,
sin hijos, sin casa, y esto todo el tiempo posible, le gustaría al amante que
estuviera su amado, y alargar así, cuanto más, la dulzura y el disfrute de lo
que desea.
d c b
»Existen, por supuesto, otros males; pero una cierta
divinidad, mezcló, en la mayoría de ellos, un placer momentáneo, como, por
ejemplo, en el adulador, terrible monstruo, sumamente dañino, en el que la
naturaleza entreveró un cierto placer, no del
todo insípido. También a una hetera podría alguien denostarla como algo dañino,
y a otras muchas criaturas y ocupaciones semejantes, que no pueden dejar de ser
agradables, al menos por un tiempo. Para el amado, en cambio, es el amante, además
de dañino, extraordinariamente repulsivo en el trato diario. Porque cada uno,
como dice el viejo refrán, `se divierte con los de su edad' 38. Pienso, pues, que la igualdad en el
tiempo lleva a iguales placeres y, a través de esta semejanza, viene el regalo
de la amistad. A pesar de todo, también este trato con los de la misma edad
llega a producir hastío. En verdad que lo que es forzado se dice que acaba, a
su vez, siendo molesto para todos y en todo, cosa que, además de la edad, distancia
al amante de su predilecto. Pues siendo mayor como es y frecuentando a una persona
más joven, ni de día ni de noche le gusta que se ausente, sino que es azuzado
por un impulso insoslayable que, por cierto, siempre le proporciona gozos de la
vista, del oído, del tacto, de todos los sentidos con los que siente a su
amado, de tal manera que, por el placer, queda como esclavizado y pegado a él.
¿Y qué consuelo y gozos dará al amado para evitar que, teniéndolo tanto tiempo
a su lado, no se le convierta en algo extremadamente desagradable? Porque lo
que tiene delante es un rostro envejecido y ajado, con todo lo que implica y
que ya no es grato oír ni de palabra, cuanto menos tener que cargar, día a día,
con tan pegajosa realidad. Y, encima, se es objeto de una vigilancia sospechosa
en toda ocasión y a todas horas, y se tienen que oír alabanzas inapropiadas y
exageradas e, incluso, reproches, que en boca de alguien sobrio ya sonarían
inadmisibles y que, por supuesto, en la de un borracho ya no son sólo
inadmisibles, sino desvergonzadas, al emplear una palabrería desmesurada y
desgarrada.
c b 241a e
»Mientras
ama es, pues, dañino y desabrido; pero, cuando cesa su amor, se vuelve infiel,
y precisamente para ese tiempo venidero, sobre el que tantas promesas había hecho,
sustentadas en continuos juramentos y súplicas que, con esfuerzo, mantenían una
relación ya entonces convertida en una carga pesada, que ni siquiera podía
aligerar la esperanza de bienes futuros. Y ahora, pues, que tiene que cumplir
su promesa, ha cambiado, dentro de él mismo, de dueño y señor: inteligencia y
sensatez, en lugar de amor y apasionamiento. Se ha hecho, pues, otro hombre,
sin que se haya dado cuenta el amado. Éste le reclama agradecimiento por lo
pasado, recordándole todo lo que han hecho y se han dicho, como si estuviera
dialogando con el mismo hombre. Por vergüenza, no se atreve aquél a decirle ya
que ha cambiado, y no sabe cómo mantener los juramentos y promesas de otros
tiempos, cuando estaba dominado por la sinrazón, ahora que se ha transformado
en alguien razonable y sensato. Aunque obrase como el de antes, no volvería a
ser semejante a él e, incluso, a identificársele de nuevo. Desertor de todo
esto es, ahora, el que antes era amante. Forzado a no dar la cara, una vez que
la valva ha caído de otra manera 39, emprende
la huida. Pero el otro tiene necesidad de perseguirle; se siente vejado y .pone
por testigo a los dioses, ignorante, desde un principio, de todo lo que ha pasado,
o sea, de que había dado sus favores a un enamorado y, con ello, necesariamente
a un insensato, en lugar de a alguien que, por no estar enamorado, fuera sensato.
No habiéndolo hecho así, se había puesto en las manos de una persona infiel,
descontenta, celosa, desagradable, perjudicial para su hacienda, y no menos
para el bienestar de su cuerpo; pero, sobre todo, funesto para el cultivo de su
espíritu. Todo esto, muchacho, es lo que tienes que meditar, y llegar, así, a
darte cuenta de que la amistad del amante no brota del buen sentido, sino como
las ganas de comer, del ansia de saciarse: ‘Como a los lobos los corderos, así
le gustan a los amantes los mancebos’ 40.»
d
Y
esto es todo, Fedro. Y no vas a oír de mí ninguna palabra más. Da ya por terminado
el discurso.
FED. - Y yo que me creía que estabas a la mitad, e
ibas a decir algo semejante sobre el que no ama y que, en consecuencia, es a
él, más bien, a quien hay que conceder los favores destacando, a su vez, todas
las ventajas que esto tiene. Entonces, Sócrates, ¿por qué te me paras?
242a e
SÓC. -
¿No te has dado cuenta, bienaventurado, que ya mi voz empezaba a sonar épica y
no ditirámbica y, precisamente, al vituperar? Pero si empiezo por alabar al
otro, qué piensas que tendría que hacer ya? ¿Es que no te das cuenta de que, seguro,
se iban a apoderar de mí las Musas, en cuyas manos me has puesto deliberadamente?
Digo, pues, en una palabra, que lo contrario de aquello que hemos reprobado en
el uno es, precisamente, lo bueno en el otro. ¿Qué necesidad hay de extenderse
en otro discurso? Ya se ,ha dicho de ambos lo suficiente. Así pues, mi narración
sufrirá la suerte que le corresponda. Yo, por mi parte, atravieso este río y me
voy antes de que me fuerces a algo más difícil.
FED. - No, Sócrates, todavía no; no antes de que se
pase este bochorno. ¿No ves que ya casi es mediodía, y que está cayendo, como
suele decirse, a plomo el sol? Quedémonos, pues, y dialoguemos sobre lo que
hemos mencionado, y tan pronto como sople un poco de brisa, nos vamos.
b
SÓC. -
Divino eres con las palabras, Fedro; sencillamente admirable. Porque yo creo
que de todos los discursos que se han dado en tu vida, nadie más que tú, ha
logrado que se hicieran tantos, bien fuera que los pronunciaras tú mismo, bien,
en cambio, que, de alguna forma, obligases a otros, con excepción de Simmias 41, el tebano, porque a todos los demás
les ganas sobradamente. Y ahora, como puedes comprobar, parece que has llegado
a ser causa de que todavía haya que pronunciar otro discurso.
FED. - No es que me estés anunciando una guerra;
pero ¿cómo y qué es esto a lo que te refieres?
SÓC.
- Cuando estaba, mi buen amigo, cruzando eel río, me llegó esa señal que brota
como de ese duende que tengo en mí -siempre se levanta cuando estoy por hacer
algo-, y me pareció escuchar una especie de voz que de ella venía, y que no me
dejaba ir hasta que me purificase; como si en algo, ante los dioses, hubiese delinquido.
Es verdad que soy no demasiado buen adivino, pero a la manera de esos que
todavía no andan muy duchos con las letras, justo lo suficiente para mí mismo.
Y acabo de darme cuenta, con claridad, de mi falta. Pues, por cierto, compañero,
que el alma es algo así como una cierta fuerza adivinatoria. Y, antes, cuando
estaba en pleno discurso, hubo algo que me conturbó, y me entró una especie de
angustia, no me fuera a pasar lo que Íbico 42
dice, que «contra los dioses pecando consiga ser honrado por los
hombres». Pero ahora me he dado cuenta de mi falta.
d c
FED. - ¿Qué
es lo que estás diciendo?
SÓC.
- Terrible, Fedro, es el discurso que tú ttrajiste; terrible el que forzaste que
yo dijera.
FED. - ¿Cómo es eso?
SÓC.
- Es una simpleza y, hasta cierto punto, iimpía. Dime si hay algo peor.
FED. - Nada, si es verdad lo que dices.
SÓC.
- Pero, bueno, ¿es que no crees que el Amoor es hijo de Afrodita y es un dios?
e
FED. - Al
menos eso es lo que se cuenta.
243a
SÓC. - Pero
no en Lisias, ni en tu discurso; en ese que, a través de mi boca y embrujado
por ti, se ha proferido. Si el Amor es, como es sin duda, un dios o algo divino,
no puede ser nada malo. Pero en los dos discursos que acabamos de decir, parece
como si lo fuera. En esto, pues, pecaron contra el amor; pero aún más, su
simpleza fue realmente exquisita, puesto que sin haber dicho nada razonable ni
verdadero, parecían como si lo hubieran dicho; sobre todo si es que pretenden
embaucar a personajillos sin sustancia, para hacerse valer ante ellos. Me veo,
pues, obligado, amigo mío, a purificarme. Hay, para los que son torpes, al-
hablar de «mitologías», un viejo rito purificatorio que
Homero, por cierto, no sabía aún, pero sí Estesícoro 43. Privado de sus ojos, por
su maledicencia contra Helena, no se quedó, como Homero, sin saber la causa de
su ignorancia, sino que, a fuer de buen amigo de las Musas, la descubrió e inmediatamente,
compuso,
No
es cierto ese relato;
b
ni
embarcaste en las naves de firme cubierta,
ni
llegaste a la fortaleza de Troya.
Y
nada más que acabó de componer la llamada «palinodia», recobró la vista. Yo voy a intentar ser más
sabio que ellos, al menos, en esto. Por tanto, antes de que me sobrevenga
alguna desgracia por haber maldicho del Amor, le voy a ofrecer una palinodia, a cara descubierta, y no tapado, como antes,
por vergüenza.
FED. - Nada más grato que esto habrías podido decirme,
Sócrates.
d c
SÓC. -
Ves, pues, mi buen Fedro, qué irreverentes han sido las palabras de ambos
discursos, tanto del mío, como del que tú has leído de ese escrito. Si, por casualidad,
nos hubiera escuchado alguien, alguien noble, de ánimo sereno, que estuviera
enamorado de otro como él, o que lo hubiera estado alguna vez antes; si nos
hubiera escuchado, digo, cuando hablábamos de que los amantes, por minucias, arman
grandes discusiones, y que son celosos y perniciosos para aquellos que aman,
¿cómo no se te ocurre creer que acabaría pensando que estaba oyendo a alguien
criado entre marineros, y que no había visto, en su vida, un amor realmente
libre? ¿No estaría muy en desacuerdo con los reproches que nosotros hacíamos al
Amor?
FED. - Por Zeus, que es muy posible, Sócrates.
SÓC.
- Pues bien, por reparo ante ese hombre, yy por miedo al mismo Amor, deseo
enjuagar, con palabras potables, el amargor de lo oído. Por eso, aconsejo a Lisias
que, cuanto antes, escriba que es al que ama, más bien que al que no ama, a
quien, equitativamente, hay que otorgar favores.
e
FED. - Ya
puedes estar seguro de que así será. Porque habiendo hecho tú la loa del
amante, por fuerza Lisias se va a ver, a su vez, obligado por mí, a escribir
otro discurso sobre el mismo asunto.
SÓC.
- Confío, mientras sigas siendo el que erees, en lo que dices.
FED. - Habla, entonces, sin miedo.
SÓC.
- ¿Adónde se me fue, ahora, el muchacho coon el que hablaba? Para que escuche
también esto, y no se apresure, por no haberlo oído, a conceder sus favores al
no enamorado.
FED. - Aquí está, siempre a tu lado, muy cerca, y todo
el tiempo que te plazca.
244a
SÓC. -
Ten entonces presente, bello muchacho, que el anterior discurso era de Fedro,
el de Mirriunte 44, e hijo de Pítocles;
pero el que ahora voy a decir es de Estesícoro, el de Hímera 45, hijo de Eufemo, y así es
como debe sonar:
d c b e 245a b
«Que no
es cierto el relato, si alguien afirma que estando presente un amante, es a
quien no ama, a quien hay que conceder favores, por el hecho de que uno está
loco y cuerdo el otro.. Porque si fuera algo tan simple afirmar que la demencia
es un mal, tal afirmación estaría bien. Pero resulta que, a través de esa
demencia, que por cierto es un don que los dioses otorgan, nos llegan grandes
bienes. Porque la profetisa de Delfos, efectivamente, y las sacerdotisas de
Dodona, es en pleno delirio cuando han sido causa de muchas y hermosas cosas
que han ocurrido en la Hélade, tanto privadas como públicas, y pocas o ninguna,
cuando estaban en su sano juicio. Y no digamos ya de la Sibila y de cuantos,
con divino vaticinio, predijeron acertadamente, a muchos, muchas cosas para el
futuro. Pero si nos alargamos ya con estas cuestiones, acabaríamos diciendo
lo que ya es claro a todos. Sin embargo, es digno de traer a colación el testimonio
de aquellos, entre los hombres de entonces, que plasmaron los nombres y que no
pensaron que fuera algo para avergonzarse o una especie de oprobio la manía.
De lo contrario, a este arte tan bello, que sirve para proyectarnos hacia
el futuro, no lo habrían relacionado con este nombre, llamándolo maniké. Más bien fue porque pensaban que era
algo bello, al producirse por aliento divino, por lo que se lo pusieron. Pero
los hombres de ahora, que ya no saben lo que es bello le interpolan una t, y lo llamaron mantikē.
También dieron el nombre de «oionoistikē», a esa indagación
sobre el futuro, que practican, por cierto, gente muy sensata, valiéndose de
aves y de otros indicios, y eso, porque, partiendo de la reflexión, aporta, al
pensamiento, inteligencia e información. Los modernos, sin embargo, la
transformaron en oiónistikē, poniéndole, pomposamente, una omega 46. De la misma manera que la mantikē
es más perfecta y más digna que la oiōnistikē, como lo
era ya por su nombre mismo y por sus obras, tanto más bello es, según el testimonio
de los antiguos, la manía que la
sensatez, pues una nos la envían los dioses, y la otra es cosa de los hombres.
Pero también, en las grandes plagas y penalidades que sobrevienen
inesperadamente a algunas estirpes, por antiguas y confusas culpas 47, esa demencia que aparecía
y se
hacía voz
en los que la necesitaban, constituía una liberación, volcada en súplicas y
entrega a los dioses. Se llegó, así, a purificaciones y ceremonias de iniciación,
que daban la salud en el presente y para el futuro a quien por ella era tocado,
y se encontró, además, solución, en los auténticamente delirantes y posesos, a
los males que los
atenazaban.
El tercer
grado de locura y de posesión viene de las Musas, cuando se hacen con un alma
tierna e impecable, despertándola y alentándola hacia cantos y toda clase de
poesía, que al ensalzar mil hechos de los antiguos, educa a los que han de
venir 48. Aquel, pues, que sin la locura de las
musas acude a las puertas de la poesía, persuadido de que, como por arte, va a
hacerse un verdadero poeta, lo será imperfec
to, y la
obra que sea capaz de crear, estando en su sano juicio, quedará eclipsada por
la de los inspirados y posesos 49. Todas
estas cosas y muchas más te puedo contar sobre las bellas obras de los que se
han hecho ‘maniáticos’ 50 en
manos de los dioses. Así pues, no tenemos por qué asustarnos, ni dejarnos
conturbar por palabras que nos angustien al afirmar que hay que preferir al
amigo sensato y no al insensato. Pero, además, que se alce con la victoria, si
prueba, encima, eso de que el amor no ha sido enviado por los dioses para traer
beneficios al amante o al amado. Sin embargo, lo que nosotros, por nuestra
parte, tenemos que probar es lo contrario, o sea que tal ‘manía’ nos es dada
por los dioses para nuestra mayor fortuna.
c
»Prueba,
que, por cierto, no se la creerán los muy sutiles, pero sí los sabios. Conviene,
pues, en primer lugar, que intuyamos la verdad sobre la naturaleza divina y humana
del alma, viendo qué es lo que siente y qué es lo que hace. Y éste es el
principio de la demostración.
e d
»Toda
alma es inmortal. Porque aquello que se mueve siempre 51 es inmortal. Sin embargo,
para lo que mueve a otro, o es movido por otro, dejar de moverse es dejar de vivir.
Sólo, pues, lo que se mueve a sí mismo, como no puede perder su propio ser por
sí mismo, nunca deja de moverse, sino que, para las otras cosas que se mueven,
es la fuente y el origen del movimiento. Y ese principio es ingénito. Porque,
necesariamente, del principio se origina todo lo que
se origina; pero él mismo no procede de nada, porque si de algo procediera, no
sería ya principio original. Como, además, es también ingénito, tiene, por
necesidad, que ser imperecedero. Porque si el principio pereciese, ni él mismo
se originaría de nada, ni ninguna otra cosa de él; pues todo tiene que
originarse del principio. Así pues, es principio del movimiento lo que se mueve
a sí mismo. Y esto no puede perecer ni originarse, o, de lo contrario, todo el
cielo y toda generación 52,
viniéndose abajo, se inmovilizarían, y no habría nada que, al originarse de
nuevo, fuera el punto de arranque del movimiento. Una vez, pues, que aparece
como inmortal lo que, por sí mismo, se mueve, nadie tendría reparos en afirmar
que esto mismo es lo que constituye el ser del alma y su propio concepto.
Porque todo cuerpo, al que le viene de fuera el movimiento, es inanimado;
mientras que al que le viene de dentro, desde sí mismo y para sí mismo, es
animado. Si esto es así, y si lo que se mueve a sí mismo no es otra cosa que el
alma, necesariamente el alma tendría que ser ingénita e inmortal.
b 246a
»Sobre
la inmortalidad, baste ya con lo dicho. Pero sobre su idea hay que añadir lo
siguiente: Cómo es el alma, requeriría toda una larga y divina explicación;
pero decir a qué se parece, es ya asunto humano y, por supuesto, más breve.
Podríamos entonces decir que se parece a una fuerza que, como si hubieran
nacido juntos, lleva a una yunta alada y a su auriga 53. Pues bien, los caballos y los aurigas
de los dioses son todos ellos buenos, y buena su casta, la de los otros es
mezclada. Por lo que a nosotros se refiere, hay, en primer lugar, un conductor
que guía un tronco de caballos y, después, estos caballos de los cuales uno es
bueno y hermoso, y está hecho de esos mismos elementos, y el otro de todo lo
contrario, como también su origen. Necesariamente, pues, nos resultará difícil
y duro su manejo.
c
»Y ahora,
precisamente, hay que intentar decir de dónde le viene al viviente la denominación
de mortal e inmortal. Todo lo que es alma tiene a su cargo lo inanimado 54, y recorre el
cielo entero, tomando unas veces una forma y otras otra. Si es perfecta y
alada, surca las alturas, y gobierna todo el Cosmos. Pero la que ha perdido sus
alas va a la deriva, hasta que se agarra a algo sólido, donde se asienta y se
hace con cuerpo terrestre que parece moverse a sí mismo en virtud de la fuerza
de aquélla. Este compuesto, cristalización de alma y cuerpo, se llama ser vivo,
y recibe el sobrenombre de mortal. El nombre de inmortal no puede razonarse con
palabra alguna; pero no habiéndolo visto ni intuido satisfactoriamente 55, nos figuramos a la divinidad,
como un viviente inmortal, que tiene alma, que tiene cuerpo, unidos ambos, de
forma natural, por toda la eternidad. Pero, en fin, que sea como plazca a la
divinidad, y que sean estas nuestras palabras.
d
»Consideremos
la causa de la pérdida de las alas, y por la que se le desprenden al alma. Es
algo así como lo que sigue.
247a e
»El poder
natural del ala es levantar lo pesado, llevándolo hacia arriba, hacia donde
mora el linaje de los dioses. En cierta manera, de todo lo que tiene que ver
con el cuerpo, es lo que más unido se encuentra a lo divino. Y lo divino es
bello, sabio, bueno y otras cosas por el estilo. De esto se alimenta y con esto
crece, sobre todo, el plumaje del alma; pero con lo torpe y lo malo y todo lo
que le es contrario, se consume y acaba. Por cierto que Zeus, el poderoso señor de los cielos,
conduciendo su alado carro, marcha en cabeza, ordenándolo todo y de todo ocupándose
56. Le sigue un tropel de
dioses y démones ordenados en once filas. Pues Hestia 57 se queda en la morada de los dioses,
sola, mientras todos los otros, que han sido colocados en número de doce 58, como dioses jefes, van al frente de
los órdenes a cada uno asignados. Son muchas, por cierto, las miríficas
visiones que ofrece la intimidad de las sendas celestes, caminadas por el
linaje de los felices dioses, haciendo cada uno lo que tienen que hacer, y
seguidos por los que, en cualquier caso, quieran y puedan. Está lejos la
envidia de los coros divinos. Y, sin embargo, cuando van a festejarse a sus banquetes,
marchan hacia las empinadas cumbres, por lo más alto del arco que sostiene el cielo, donde precisamente los
carros de los dioses, con el suave balanceo de sus firmes riendas, avanzan
fácilmente, pero a los otros les cuesta trabajo. Porque el caballo entreverado
de maldad gravita y tira hacia la tierra, forzando al auriga que no lo haya
domesticado con esmero. Allí se encuentra el alma con su dura y fatigosa
prueba. Pues las que se llaman inmortales, cuando han alcanzado la cima, saliéndose
fuera, se alzan sobre la espalda del cielo, y al alzarse se las lleva el
movimiento circular en su
órbita, y contemplan lo que está al otro lado del cielo.
e d c b
»A
ese lugar supraceleste, no lo ha
cantado poeta alguno de los de aquí abajo, ni lo cantará jamás como merece. Pero es algo como
esto -ya que se ha de tener el coraje de decir la verdad, y sobre todo cuando
es de ella de la que se habla-: porque, incolora, informe, intangible esa
esencia cuyo ser es realmente ser 59,
vista sólo por el entendimiento,
piloto del alma, y alrededor de la que crece el verdadero saber, ocupa,
precisamente, tal lugar. Como la mente de lo divino se alimenta de un entender
y saber incontaminado, lo mismo que toda alma que tenga empeño en recibir lo
que le conviene, viendo, al cabo del tiempo, el ser, se llena de contento, y en
la contemplación de la verdad, encuentra su alimento y bienestar, hasta que el
movimiento, en su ronda, la vuelva a su sitio. En este giro, tiene ante su
vista a la misma justicia, tiene ante su vista a la sensatez, tiene ante su
vista a la ciencia, y no aquella a la que le es propio la génesis, ni la que,
de algún modo, es otra al ser en otro -en eso otro que nosotros llamamos
entes-, sino esa ciencia que es de lo que verdaderamente es ser. Y habiendo visto,
de la misma manera, todos los otros seres que de verdad son, y nutrida de
ellos, se hunde de nuevo en el interior del cielo, y vuelve a su casa. Una vez
que ha llegado, el auriga detiene los caballos ante el pesebre, les echa, de
pienso, ambrosía, y los abreva con néctar.
c b 248a
»Tal es, pues, la vida de los dioses. De las otras
almas, la que mejor ha seguido al dios y más se le parece, levanta la cabeza
del auriga hacia el lugar exterior, siguiendo, en su giro, el movimiento
celeste, pero, soliviantada por los caballos, apenas si alcanza a ver los
seres. Hay alguna que, a ratos, se alza, a ratos se hunde y, forzada por los
caballos, ve unas cosas sí y otras no. Las hay que, deseosas todas de las alturas,
siguen adelante, pero no lo consiguen y acaban sumergiéndose en ese movimiento
que las arrastra, pateándose y amontonándose, al intentar ser unas más que
otras. Confusión, pues, y porfías y supremas fatigas donde, por torpeza de los
aurigas, se quedan muchas renqueantes, y a otras muchas se les parten muchas
alas. Todas, en fin, después de tantas penas, tienen que irse sin haber podido
alcanzar la visión del ser; y, una vez que se han ido, les queda sólo la
opinión por alimento60. El porqué de todo este empeño por divisar dónde está la llenura de la Verdad
61, se debe a que el pasto adecuado para la mejor parte del alma es el
que viene del prado que allí hay, y el que la naturaleza del ala, que hace
ligera al alma, de él se nutre.
»Así
es, pues, el precepto de Adrastea 62.
Cualquier alma que, en el séquito de lo divino, haya vislumbrado algo de
lo verdadero, estará indemne hasta el próximo giro y, siempre que haga lo
mismo, estará libre de daño. Pero cuando, por no haber podido seguirlo, no lo
ha visto, y por cualquier azaroso suceso se va gravitando llena de olvido y dejadez,
debido a este lastre, pierde las alas y cae a tierra.
d
»Entonces
es de ley que tal alma no se implante en ninguna naturaleza animal, en la
primera generación, sino que sea la que más ha visto la que llegue a los genes
de un varón que habrá de ser amigo del saber, de la belleza o de las Musas 63 tal vez, y del amor; la
segunda, que sea para un rey nacido de leyes o un guerrero y hombre de
gobierno; la tercera, para un político o un administrador o un hombre de
negocios; la cuarta, para alguien a quien le va el esfuerzo corporal, para un
gimnasta, o para quien se dedique a curar cuerpos; la quinta habrá de ser para
una vida dedicada al arte adivinatorio o a los ritos de iniciación; con la
sexta se acoplará un poeta, uno de ésos a quienes les da por la imitación; sea
la séptima para un artesano o un campesino; la octava, para un sofista o un
demagogo, y para un tirano la novena 64.
De entre todos estos casos, aquel que haya llevado una vida justa es partícipe
de un mejor destino, y el que haya vivido injustamente, de uno peor. Porque
allí mismo de donde partió no vuelve alma alguna antes de diez mil años -ya que
no le salen alas antes de ese tiempo-, a no ser en el caso de aquel que haya
filosofado sin engaño, o haya amado a los jóvenes con filosofía. Éstas, en el
tercer período de mil años, si han elegido tres veces seguidas la misma vida,
vuelven a cobrar sus alas y, con ellas, se alejan al cumplirse esos tres mil
años. Las demás, sin embargo, cuando acabaron su primera vida, son llamadas a
juicio y, una vez juzgadas, van a parar a prisiones subterráneas, donde expían
su pena; y otras hay que, elevadas por la justicia a algún lugar celeste,
llevan una vida tan digna como la que vivieron cuando tenían forma humana. Al
llegar el milenio, teniendo unas y otras que sortear y escoger la segunda
existencia, son libres de elegir la que quieran. Puede ocurrir entonces que un
alma humana venga a vivir a un animal, y el que alguna vez fue hombre se pase,
otra vez, de animal a hombre.
c b 249a e
»Porque
nunca el alma que no haya visto la verdad puede tomar figura humana. Conviene
que, en efecto, el hombre se dé cuenta de lo que le dicen las ideas 65, yendo de muchas sensaciones a aquello
que se concentra en el pensamiento. Esto es, por cierto, la reminiscencia de lo
que vio, en otro tiempo, nuestra alma,
cuando iba de camino con la divinidad, mirando desde lo alto a lo que ahora
decimos que es, y alzando la cabeza a lo que es en realidad 66. Por eso, es justo que sólo la mente
del filósofo sea alada, ya que, en su memoria y en la medida de lo posible, se
encuentra aquello que siempre es y que hace que, por tenerlo delante, el dios
sea divino. El varón, pues, que haga uso adecuado de tales recordatorios,
iniciado en tales ceremonias perfectas, sólo él será perfecto. Apartado, así,
de humanos menesteres y volcado a lo divino, es tachado por la gente como de
perturbado, sin darse cuenta de que lo que está es «entusiasmado» 67.
e d
»Y aquí es, precisamente, a donde viene a parar todo
ese discurso sobre la cuarta forma de locura, aquella que se da cuando alguien
contempla la belleza de este mundo, y, recordando la verdadera, le salen alas
y, así alado, le entran deseos de alzar el vuelo, y no lográndolo, mira hacia
arriba como si fuera un pájaro, olvidado de las de aquí abajo, y dando ocasión
a que se le tenga por loco. Así que, de todas las formas de «entusiasmo», es
ésta la mejor de las mejores, tanto para el que la tiene, como para el que con
ella se comunica; y al partícipe de esta manía 68, al amante de los bellos, se le llama enamorado.
b 250a
»Así que, como se ha dicho, toda alma de hombre, por
su propia naturaleza, ha visto a los seres verdaderos, o no habría llegado a
ser el viviente que es. Pero el acordarse de ellos, por los de aquí, no es
asunto fácil para todo el mundo, ni para cuantos, fugazmente, vieron entonces
las cosas de allí, ni para los que tuvieron la desdicha, al caer, de descarriarse
en ciertas compañías, hacia lo injusto, viniéndoles el olvido del sagrado
espectáculo que otrora habían visto. Pocas hay, pues, que tengan suficiente
memoria. Pero éstas, cuando ven algo semejante a las de allí, se quedan como
traspuestas, sin poder ser dueñas de sí mismas, y sin saber qué es lo que les
está pasando, al no percibirlo con propiedad. De la justicia, pues, y de la
sensatez y de cuanto hay de valioso para las almas no queda resplandor alguno
en las imitaciones de aquí abajo, y sólo con esfuerzo y a través de órganos
poco claros les es dado a unos pocos, apoyándose en las imágenes, intuir el género
de lo representado. Pero ver el fulgor de la belleza se pudo entonces, cuando
con el coro de bienaventurados teníamos a la vista la divina y dichosa visión,
al seguir nosotros el cortejo de Zeus,
y otros el de otros dioses, como iniciados que éramos en esos misterios,
que es justo llamar los más llenos de dicha, y que celebramos en toda nuestra
plenitud y sin padecer ninguno de los males que, en tiempo venidero, nos
aguardaban. Plenas y puras y serenas y felices las visiones en las que hemos sido
iniciados, y de las que, en su momento supremo, alcanzábamos el brillo más
límpido, límpidos también nosotros, sin el estigma que es toda esta tumba que
nos rodea y que llamamos cuerpo 69, prisioneros en él como una ostra.
d c
»Sea
todo esto en gracias al recuerdo que, en el anhelo de lo de entonces, ha hecho
que ahora se hable largamente aquí. Como íbamos diciendo, y por lo que a la
belleza se refiere, resplandecía entre todas aquellas visiones; pero, en
llegando aquí, la captamos a través del más claro de nuestros sentidos, porque
es también el que más claramente brilla. Es la vista 70, en efecto, para nosotros, la más fina
de las sensaciones que, por medio del cuerpo, nos llegan; pero con ella no se
ve la mente -porque nos procuraría terribles amores, si en su imagen hubiese
la misma claridad que ella tiene, y llegase a sí a nuestra vista 71 y lo mismo pasaría con todo cuanto hay
digno de amarse. Pero sólo a la belleza le ha sido dado el ser lo más deslumbrante
y lo más amable 72.
c b 251a e
»Ahora
bien, el que ya no es novicio o se ha corrompido, no se deja llevar, con
presteza, de aquí para allá, para donde está la belleza misma, por el hecho de
mirar lo que aquí tiene tal nombre, de forma que, al contemplarla, no siente
estremecimiento alguno, sino que, dado al placer, pretende como un cuadrúpedo,
cubrir y hacer hijos, y muy versado ya en sus excesos, ni teme ni se avergüenza
de perseguir un placer contra naturaleza. Sin embargo, aquel cuya iniciación
es todavía reciente, el que contempló mucho de las de entonces, cuando ve un
rostro de forma divina, o entrevé, en el cuerpo, una idea que imita bien a la
belleza 73, se estremece primero,
y le sobreviene algo de los temores de antaño y, después, lo venera, al
mirarlo, como a un dios, y si no tuviera miedo de parecer muy enloquecido,
ofrecería a su amado sacrificios como si fuera la imagen de un dios. Y es que,
en habiéndolo visto, le toma, después del escalofrío, como un trastorno que
le provoca sudores y un inusitado ardor. Recibiendo, pues, este chorreo de
belleza por los ojos, se calienta con un calor que empapa, por así decirlo, la
naturaleza del ala, y, al caldearse, se ablandan las semillas de la germinación
que, cerradas por la aridez, les impedía florecer; y, además, si el alimento
afluye, se esponja el tallo del ala y echa a nacer desde la raíz, por dentro de
la sustancia misma del alma 74, que
antes, por cierto, estuvo toda alada. Anda, pues, en plena ebullición y
burbujeo, y como con esa sensación que tienen los que están echando los dientes
cuando ya van a romper, ese picor y escozor en las encías, así le pasa al alma
del que empieza a echar las plumas. Bullen, escuecen, cosquillean las nacientes
alas; y si pone los ojos en la belleza del muchacho y recibe de allí partículas
que vienen fluyendo -que por eso se llaman ‘río de deseos’ 75-, se empapa y calienta y se
le acaban las penas y se llena de gozo. Pero cuando está separada y aridece,
los orificios de salida, por donde empuja la pluma, se resecan entonces y, al
cerrarse, impiden el brote de la pluma que, ocluida dentro con el deseo, salta
como una arteria que late, y pincha cada una en su propia salida, de forma que,
aguijoneada el alma toda y por todas partes, se revuelve de dolor.
252a e d
»Sólo,
en cambio se alegra, si le viene el recuerdo de la belleza del amado. Por la
mezcla de estos sentimientos encontrados, se aflige ante lo absurdo de lo que
le pasa, y no sabiendo por donde ir, se enfurece, y, así enfurecida, no puede
dormir de noche ni parar de día y corre deseosa a donde piensa que ha de ver al
que lleva consigo la belleza. Y cuando lo ha visto, y ha encauzado el deseo,
abre lo que antes estaba cerrado, y, recobrando aliento, ceden sus pinchazos y
va cosechando, entretanto, el placer más dulce. De ahí que no se presten a que
la abandonen -a nadie coloca por encima del hermoso muchacho-, olvidándose de
madre, hermanos y amigos todos, sin importarle un bledo que, por sus
descuidos, se disipen sus bienes y desdeñando todos aquellos convencionalismos
y fingimientos con los que antes se adornaba, presto a hacerse esclavo y a
poner su lecho donde le permita estar lo más cerca del deseado.
b
»Y es
que, además de venerarle, ha encontrado en el poseedor de la belleza al médico
apropiado para sus grandísimos males. A esta pasión, pues, hermoso muchacho,
al que precisamente van enhebradas mis palabras, llaman los hombres amor; pero
si oyes cómo la llaman los dioses, por lo chocante que es, acabarás por reírte.
Dicen algunos, sobre el Amor, dos versos sacados, creo, de poemas no publicados
de los homéridas, el segundo de los cuales es muy desvergonzado, y no demasiado
bien medido. Suenan así:
Los mortales, por cierto,
volátil al Amor llaman;
los inmortales, alado, porque
obliga a ahuecar el ala. 76
c
Se puede o no se
puede creer esto; no obstante, la causa de lo que les sucede a los amantes es
eso y sólo eso.
253a e d
»Así
pues, el que, de entre los compañeros de Zeus, ha sido preso, puede soportar más dignamente
la carga de aquel que tiene su nombre de las alas. Pero aquellos que, al
servicio de Ares, andaban dando vueltas al cielo, cuando han caído en manos del
Amor, y han llegado a pensar que su amado les agravia, se vuelven homicidas, y
son capaces de inmolarse a sí mimos y a quien aman. Y así, según sea el dios a
cuyo séquito se pertenece, vive cada uno honrándole e imitándole en lo posible,
mientras no se haya corrompido, y sea ésta la primera generación que haya
vivido; y de tal modo se comporta y trata a los que ama y a los otros. Cada uno
escoge, según esto, una forma del Amor hacia los bellos, y como si aquel amado
fuera su mismo dios 77, se fabrica
una imagen que adorna para honrarla y rendirle culto. En efecto, los de Zeus
buscan que aquel al que
aman sea, en su alma, un poco también Zeus. Y miran, pues, si por naturaleza hay alguien
con capacidad de saber o gobernar, y si lo encuentran se enamoran, y hacen
todo- lo posible para que sea tal cual es. Y si antes no se habían dado a tales
menesteres, cuando ponen las manos en ello, aprenden de donde pueden, y siguen
huellas y rastrean hasta que se les abre el camino para encontrar por sí mismos
la naturaleza de su dios, al verse obligados a mirar fijamente hacia él. Y una
vez que se han enlazado con él por el recuerdo 78,
y en pleno entusiasmo, toman de él hábitos y maneras de vivir, en la
medida en que es posible a un hombre participar del dios.
c b
»Por
cierto que, al convertir al amado en el causante de todo, lo aman todavía más,
y lo que sorben, como las bacantes en la fuente de Zeus, lo vierten sobre el alma del
amado, y hacen que, así, se asemejen todo lo más que puedan al dios suyo. Los
que, por otro lado, seguían a Hera, buscan a
alguien de naturaleza regia y, habiéndolo encontrado, hacen lo mismo con él. Y
así los de Apolo, y los de cada uno de los dioses, que al ir en pos de determinado
dios, buscan a un amado de naturaleza semejante. Y cuando lo han logrado, con
su ejemplo, persuasión y orientación conducen al amado a los gustos e idea de
ese dios, según la capacidad que cada uno tiene. Y no experimentan, frente a
sus amados, envidia alguna, ni malquerencia impropia de hombres libres, sino
que intentan, todo lo más que pueden, llevarlos a una total semejanza con ellos
mismos y con el dios al que veneran 79.
La aspiración, pues, de aquellos que verdaderamente aman, y su ceremonia de
iniciación -si llevan a término lo que desean y tal como lo digo- llega a ser
así de bella y dichosa para el que es amado por un amigo enloquecido por el
Amor, sobre todo si acaba siendo conquistado. Y esta conquista tiene lugar de
la siguiente manera.
e d
»Tal como
hicimos al principio de este mito, en el que dividimos cada alma en tres
partes, y dos de ellas tenían forma de caballo y una tercera forma de auriga,
sigamos utilizando también ahora este símil. Decíamos, pues, que de los
caballos uno es bueno y el otro no. Pero en qué consistía la excelencia del
bueno y la rebeldía del malo no lo dijimos entonces, pero habrá que decirlo
ahora. Pues bien, de ellos, el que ocupa el lugar preferente es de erguida
planta y de finos remos, de altiva cerviz, aguileño hocico, blanco de color,
de negros ojos, amante de la gloria con moderación y pundonor, seguidor de la
opinión verdadera 80 y,
sin fusta, dócil a la voz y a la palabra. En cambio, el otro es contrahecho,
grande, de toscas articulaciones, de grueso y corto cuello, de achatada
testuz, color negro, ojos grises, sangre ardiente, compañero de excesos y
petulancias 81, de peludas
orejas, sordo, apenas obediente al látigo y los acicates. Así que cuando el
auriga, viendo el semblante amado 82,
siente un calor que recorre toda el alma, llenándose del cosquilleo y de
los aguijones del deseo, aquel de los caballos que le es dócil, dominado
entonces, como siempre, por el pundonor, se contiene a sí mismo para no saltar
sobre el amado. El otro, sin embargo, que no hace ya ni caso de los aguijones,
ni del látigo del auriga, se lanza, en impetuoso salto, poniendo en toda clase
de aprietos al que con él va uncido y al auriga, y les fuerza a ir hacia el
amado y traerle a la memoria los goces de Afrodita. Ellos, al principio se
resisten irritados, como si tuvieran que hacer algo indigno y ultrajante.
Pero, al final, cuando ya no se puede poner freno al mal, se dejan llevar a
donde les lleven, cediendo y conviniendo en hacer aquello a lo que se les
empuja. Y llegan así junto a él, y contemplan el rostro resplandeciente del
amado.
d c b 254a
»Al
presenciarlo el auriga, se trasporta
su recuerdo a la
naturaleza de lo bello, y de nuevo la ve alzada en su sacro trono y en compañía
de la sensatez. Viéndola, de miedo y veneración cae boca arriba. Al mismo
tiempo, no puede por menos de tirar hacia atrás de las riendas, tan violentamente
que hace sentar a ambos caballos sobre sus ancas, al uno de buen grado, al no
ofrecer resistencia, al indómito, muy a su pesar. Un poco alejado ya el uno, de
vergüenza y pasmo rompe a sudar empapando toda el alma; pero el otro, al
calmarse el dolor del freno y la caída y aún sin aliento, se pone a injuriar
con furia dirigiendo toda clase de insultos contra el auriga y contra su pareja
de tiro, como si por cobardía y debilidad hubiese incumplido su deber y su promesa.
Y, de nuevo, obligando a acercarse a los que no quieren, consiente a duras
penas, cuando se lo piden, en dejarlo para otra vez.
e 255a b c d e
»Pero
cuando llega el tiempo señalado, refresca la memoria a los que hacen como si
no se acordaran, les coacciona con relinchos y tirones, hasta que les obliga
de nuevo a aproximarse al amado para decirle las mismas palabras. Cuando ya
están cerca, con la testuz gacha y la cola extendida, tascando el freno, los arrastra
con insolencia. Con todo, el auriga que experimenta todavía más el mismo sentimiento,
se tensa, como si estuviera en la línea de salida, arrancando el freno de los
dientes del avasallador corcel por la fuerza con que, hacia atrás, ahora le
aguanta. Se le llena de sangre la malhablada lengua y las quijadas, y ‘entrega
al sufrimiento’ 83 las patas y
la grupa, clavándolas en tierra. Pero cuando el mal caballo ha tenido que soportar
muchas veces lo mismo, y se le acaba la indocilidad, humillado, se acopla, al
fin, a la prudencia del auriga, y ante la
visión
del bello amado, se siente morir de miedo. Y ocurre, entonces, que el alma del
amante, reverente y temerosa, sigue al amado. Así pues, cuidado con toda clase
de esmero, como igual a un dios, por un amante que no finge sino que siente la
verdad, y siendo él mismo, por naturaleza, amigo de quien así le cuida -si bien
en otra época pudiera haber sido censurado por condiscípulos u otros
cualesquiera, diciéndole lo vergonzoso que era tener relaciones con un amante
y, por ello, lo hubiera apartado de sí-, la edad y la fuerza de las cosas le
empujan a aceptar, con el paso del
tiempo,
la compañía. Porque, en verdad, que no está escrito que el malo sea amigo del
malo, ni el bueno no lo sea del bueno 84.
Y, una vez que le ha dejado acercarse, y aceptado su conversación y compañía,
la benevolencia del amante, vista de cerca, conturba al amado que se da cuenta
de que todos los otros juntos, amigos y familiares, no le pueden ofrecer
parcela alguna de amistad como la del amigo entusiasta. Y cuando vaya pasando
el tiempo de este modo, y se toquen los cuerpos en los gimnasios y en otros
lugares públicos, entonces ya aquella fuente que mana, a la que Zeus
llamó
‘deseo’ 85, cuando estaba
enamorado de Ganimedes 86, inunda
caudalosamente al amante, lo empapa y lo rebosa. Y semejante a un aire o a un
eco que, rebotando de algo pulido y duro, vuelve de nuevo al punto de partida,
así el manantial de la belleza vuelve al bello muchacho, a través de los ojos 87, camino natural hacia el
alma que, al recibirlo,
se
enciende y riega los orificios de las alas, e impulsa la salida de las, plumas
y llena, a su vez, de amor el alma del amado. Entonces sí que es verdad que
ama, pero no sabe qué. Ni sabe qué le pasa, ni expresarlo puede, sino que, como
al que se le ha pegado de otro una oftalmía 88,
no acierta a qué atribuirlo y se olvida de que, como en un espejo 89, se está mirando a sí mismo en el
amante. Y cuando éste se halla presente, de la misma manera que a él, se le
acaban
las penas; pero si está ausente, también por lo mismo desea y es deseado. Un reflejo
del amor, un anti-amor 90,
(Anteros) es lo que tiene. Está convencido, sin embargo, de que no es amor sino
amistad, y así lo llama. Ansía, igual que aquél, pero más débilmente, ver,
tocar, besar, acostarse a su lado.
c b 256a
»Y así,
como es natural, se seguirá rápidamente, después de esto, todo lo demás. Y
mientras yacen juntos, el caballo desenfrenado del amante tiene algo que decir
al auriga, pues se cree merecedor, por tan largas penalidades, de disfrutar un
poco. Pero el del amado no tiene nada que decir, sino que, henchido de deseo,
desconcertado, abraza al amante y lo besa, como se abraza y se besa a quien
mucho se quiere, y cuando yacen juntos, está dispuesto a no negarse, por su
parte, a dar sus favores al amante, si es que se los pide. En cambio, el
compañero de tiro y el auriga se oponen a ello con respeto y buenas razones. De
esta manera, si vence la parte mejor de la mente, que conduce a una vida
ordenada y a la filosofía, transcurre la existencia en felicidad y concordia,
dueños de sí mismos, llenos de mesura, subyugando lo que engendra la maldad en
el alma, y dejando en libertad a aquello en lo que lo excelente habita. Y, así
pues, al final de sus vidas, alados e ingrávidos, habrán vencido en una de las
tres competiciones verdaderamente olímpicas 91,
y ni la humana sensatez, ni la divina locura pueden otorgar al hombre un mayor
bien. Pero si acaso escogieron un modo de vida menos noble y, en consecuencia,
menos filosófico y más dado a los honores, bien podría ocurrir que, en estado
de embriaguez o en algún momento de descuido, los caballos desenfrenados de ambos, cogiendo de improviso a
las almas, las lleven juntamente allí donde se elige y se cumple lo que el
vulgo considera la más feliz conquista.
d
»Y una vez cumplido, se atan a ello en lo
sucesivo, si bien no con frecuencia, porque siempre hay una parte de la mente
que no da su asentimiento. Es cierto que éstos también son amigos entre sí,
pero menos que aquéllos, tanto mientras dura el amor como si se les ha escapado,
en la idea de que se han dado y aceptado las mayores pruebas de fidelidad, que
sería desleal incumplirlas, para caer, entonces, en enemistad. Al fin emigran
del cuerpo, es verdad que sin alas, pero no sin el deseo de haberlas buscado.
De modo que no es pequeño el trofeo que su locura amorosa les aporta. Porque
no es a las tinieblas de un viaje subterráneo a donde la ley prescribe que
vayan los que ya comenzaron su ruta bajo el cielo, sino a que juntos gocen de
una vida clara y dichosa y, gracias al amor, obtengan sus alas, cuando les
llegue el tiempo de tenerlas.
257a e
»Dones tan grandes y tan divinos, muchacho, te
traerá la amistad del enamorado. Pero la intimidad con el que no ama, mezclada
de mortal sensatez, y dispensadora también de lo mortal y miserable, produciendo
en el alma amiga una ruindad que la gente alaba como virtud, dará lugar a que
durante nueve mil años 92 ande rodando por la tierra y bajo ella, en total ignorancia.
b
»Sea ésta, querido Amor, la más bella y mejor palinodia que
estaba en nuestro poder ofrecerte, como dádiva y recompensa, y que no podía por
menos de decirse poéticamente y en términos poéticos, a causa de Fedro. Obteniendo
tu perdón por las primeras palabras y tu gracia por éstas, benevolente y
propicio como eres, no me prives del amoroso arte que me has dado, ni en tu
cólera me lo embotes, y dame todavía, más que ahora, la estima de los bellos.
Y si en lo que, tanto Fedro como yo, dijimos antes, hay algo duro para ti, echa
la culpa a Lisias, padre de las palabras 93, hazle enmudecer de tales discursos y volver, como ha vuelto su hermano
Polemarco 94, a la filosofía, para que este amante suyo no
divague como ahora, sino que simplemente lleve su vida hacia el Amor con discursos
filosóficos.»
c
FED. - Uno a tu súplica la mía, Sócrates, para que si nos
es mejor, así se haga. En cuanto a tu discurso, hace un rato que estoy
maravillado por lo mucho más bello que te ha salido, en comparación con el
primero. Temo, pues, que el de Lisias me parezca pobre, en el caso de que
quiera enfrentarlo a otro. Porque, recientemente, oh admirable amigo, algunos
de los políticos lo vituperaban tachándolo de eso mismo, y a lo largo de todo
su vituperio lo llamaba logógrafo 95. No estaría mal, pues, que, en nombre de su buena fama, se nos aguante sus
ganas de escribir.
d
SÓC. - Ridícula, muchacho, es la decisión a la que
te refieres, y mucho te equivocas sobre tu compañero, si piensas que es así de
timorato. Igual crees también que su detractor decía seriamente lo que decía.
FED. - Pues daba esa
impresión, Sócrates. Y
tú mismo sabes, tal vez, como yo, que
los más poderosos y respetables en las ciudades, se avergüenzan en poner en
letra a las palabras 96,
y en dejar escritos propios, temiendo
por la opinión que de ellos se puedan formar en el tiempo futuro y porque se
les llegue a llamar sofistas.
e
SÓC. -
«Delicioso recodo» 97,
Fedro. Se te ha olvidado que la expresión
viene del largo recodo del Nilo. Y por lo del recodo, se te olvidó que los
políticos más engreí dos, los más apasionados de la logografía y de dejar escritos
detrás de ellos, siempre que ponen en letra un discurso, tanto les gusta que se
lo elogien, que añaden un párrafo especial, al principio, con los nombres de
aquellos que, donde quiera que sea, les hayan alabado.
258a
FED. - ¿Cómo es que dices esto? Porque no lo entiendo.
SÓC.
- >¿No sabes que, al comienzo del
escrito de cualquier político, lo primero que se escribe es el nombre de su panegirista?
FED. - ¿Cómo?
b
SÓC. - «Pareció al consejo», suelen decir, o «al pueblo»,
o a ambos, y «aquél dijo» -y el que escribe se refiere entonces a sí mismo
pomposa y elogiosamente-. Después de esto, sigue mostrando su sabiduría a los
que le alaban, haciendo, a veces, un largo escrito. ¿O te parece a ti que es
algo distinto de esto un discurso escrito?
FED. - No, a mí no.
SÓC.
- >Pues bien, si tal discurso se
sostiene, su autor abandona alegre la escena; pero si se le borra 98, y el autor queda privado de la logografía, y no se le considera digno de ser
escrito, están de duelo tanto él como sus compañeros.
FED. - Y mucho.
SÓC.
- >Es claro que no porque tengan a menos
la profesión, sino, todo lo contrario, porque la admiran. FED.
- Por
supuesto.
c
SÓC. - ¿Y
qué? Cuando un orador o un rey,
habiendo conseguido el poder de un Licurgo 99
o de un Solón 100 o de un Darío 101,
se hace inmortal logógrafo en la
ciudad, ¿acaso no se piensa a sí mismo como semejante a los dioses, aunque aún
viva, y los que vengan detrás de él no reconocerán lo mismo, al mirar sus palabras
escritas?
FED. - Claro que sí.
SÓC.
- >¿Crees, pues, que alguno de éstos,
sea quien sea él, y sea cual sea la causa de su aversión a Lisias, lo vituperaría
por el hecho mismo de escribir?
FED. - No es
probable, teniendo en cuenta lo que dices. Porque, al parecer, sería su propio
deseo lo que vituperaría.
d
SÓC. - Luego es cosa evidente, que nada tiene de vergonzoso
el poner por escrito las palabras.
FED. - ¿Por
qué habría de tenerlo?
SÓC.
- >Pero lo que sí que considero
vergonzoso, es el no hablar ni escribir bien, sino mal y con torpeza.
FED. - Es
claro.
e
SÓC. - ¿Cuál es, pues, la manera de escribir o no escribir
bien? ¿Necesitamos, Fedro, examinar sobre esto a Lisias o a cualquier otro que
alguna vez haya escrito o piense escribir, ya sea sobre asunto público o
privado, en verso como poeta, o sin verso como un prosista?
FED. - ¿Preguntas
si necesitamos? ¿Y por qué otra cosa se
habría de vivir, por así decirlo, sino por placeres como éstos? Porque no nos
va a llegar la vida de aquellos placeres que, para sentirlos, requieren previo
dolor, como pasa con la mayoría de los placeres del cuerpo. Por eso se les llama,
justamente, esclavizadores 102.
b 259a
SÓC. - Bien, creo que tenemos tiempo. Y me parece
además, como si, en este calor sofocante, las cigarras que cantan sobre
nuestras cabezas, dialogasen ellas mismas y nos estuviesen mirando. Porque es
que si nos vieran a nosotros dos que, como la mayoría de la gente, no dialoga a
mediodía, sino que damos cabezadas y que somos seducidos por ellas debido a la
pereza de nuestro pensamiento, se reirían a nuestra costa, tomándonos por
esclavos que, como ovejas, habían llegado a este rincón, cabe la fuente, a
echarse una siesta. Pero si acaso nos ven dialogando y sorteándolas como a
sirenas, sin prestar oídos a sus encantos, el don que han recibido de
los dioses para dárselo a los hombres, tal vez nos lo otorgasen complacidas 103.
FED. - ¿Y cuál es ese don que han recibido? Porque
me parece que no he oído mencionarlo nunca.
d c
SÓC. -
Pues en verdad que no es propio de un varón amigo de las musas, el no haber
oído hablar de ello. Se cuenta que, en otros tiempos, las cigarras eran hombres
de ésos que existieron antes de las Musas, pero que, al nacer éstas y aparecer
el canto, algunos de ellos quedaron embelesados de gozo hasta tal punto que se
pusieron a cantar sin acordarse de comer ni beber, y en ese olvido se
murieron. De ellos se originó, después, la raza de las cigarras, que recibieron
de las Musas ese don de no necesitar alimento alguno desde que nacen y, sin
comer ni beber, no dejan de cantar hasta que mueren, y, después de esto, el de
ir a las Musas a anunciarles quién de los de aquí abajo honra a cada una de ellas.
En efecto, a Terpsícore 104 le
cuentan quién de ellos la honran en las danzas, y hacen así que los mire con
más buenos ojos; a Érato le dicen quiénes la honran en el amor, y de semejante
manera a todas las otras, según la especie de honor propio de cada una. Pero es
a la mayor, Calíope 105, y a
la que va detrás de ella, Urania 106,
a quienes anuncian los que pasan la vida en la filosofía y honran su música.
Precisamente éstas, por ser de entre las Musas las que tienen que ver con el
cielo y con los discursos divinos y humanos, son también las que dejan oír la
voz más bella. De mucho hay, pues, que hablar, en lugar de sestear, al mediodía.
e
FED. - Pues
hablemos, entonces.
SÓC.
- Y bien, examinemos lo que nos habíamos ppropuesto ahora, lo de la causa por
la que un discurso hablado o escrito es o no es bueno.
FED. - De acuerdo.
SÓC.
- ¿No es necesario que, para que esté bienn y hermosamente dicho lo que se
dice, el pensamiento del que habla deberá ser conocedor de la verdad de aquello
sobre lo que se va a hablar?
260a
FED. - Fíjate,
pues, en lo que oí sobre este asunto, querido Sócrates: que quien pretende ser
orador, no necesita aprender qué es, de verdad, justo, sino lo que opine la
gente que es la que va a juzgar; ni lo que es verdaderamente bueno o hermoso,
sino sólo lo que lo parece. Pues es de las apariencias de donde viene la persuasión,
y no de la verdad.
SÓC.
- «Palabra no desdeñable» 107
debe ser, Fedro, la que los sabios digan; pero es su sentido lo que hay
que adivinar. Precisamente lo que ahora acaba de decirse no es para dejarlo de
lado.
FED. - Con razón hablas.
SÓC.
- Vamos a verlo así.
FED. - ¿Cómo?
b
SÓC. - Si
yo tratara cíe persuadirte 108 de
que compraras un caballo para defenderte de los enemigos, y ninguno de los
dos supiéramos lo que es un caballo, si bien yo pudiera saber de ti, que Fedro
cree que el caballo es ese animal doméstico que tiene más largas orejas...
FED. - Sería ridículo, Sócrates.
c
SÓC. - No
todavía. Pero sí, si yo, en serio, intentara persuadirte, haciendo un discurso
en el que alabase al asno llamándolo caballo, y añadiendo que la adquisición de
ese animal era utilísima para la casa y para la guerra, ya que no sólo sirve en
ésta, sino que, además, es capaz de llevar cargas y dedicarse, con provecho, a
otras cosas.
FED. - Eso sí que sería ya el colmo de la ridiculez.
SÓC.
- ¿Y acaso no es mejor lo ridículo en el aamigo que lo admirable en el enemigo? 109.
FED. - Así parece.
SÓC.
- Por consiguiente, cuando un maestro de rretórica, que no sabe lo que es el
bien ni el mal, y en una ciudad a la que le pasa lo mismo, la persuade no sobre
la «sombra de un asno» 110,
elogiándola como si fuese un caballo, sino sobre lo malo como si fuera
bueno, y habiendo estudiado las opiniones de la gente, la lleva a hacer el mal
en lugar del bien, ¿qué clases de frutos piensa que habría de cosechar la retórica
de aquello que ha sembrado?
d
FED. - No
muy bueno, en verdad.
e
SÓC. - En
todo caso, buen amigo, ¿no habremos vituperado al arte de la palabra más
rudamente de lo que conviene? Ella, tal vez, podría replicar: «¿qué tonterías
son ésas que estáis diciendo, admirables amigos? Yo no obligo a nadie que
ignora la verdad a aprender a hablar, sino que, si para algo vale mi consejo,
yo diría que la adquiera antes y que, después, se las entienda conmigo.
Únicamente quisiera insistir en que, sin mí, el que conoce las cosas no por
ello será más diestro en el arte de persuadir. »
FED. - ¿No crees que hablaría justamente, si dijera
esto?
261a
SÓC. - Sí
lo creo. En el caso, claro está, de que los argumentos que vengan en su ayuda
atestigüen que es un arte. Porque me parece que estoy oyendo algunos argumentos
que se adelantan y declaran en contra suya, diciendo que miente y que no es
arte, sino un pasatiempo ayuno de él. Un arte auténtico de la palabra, dice el
laconio 111, que no se alimente de la verdad,
ni lo hay ni lo habrá nunca.
FED. - Se necesitan esos argumentos, Sócrates. Mira,
pues, de traerlos hasta aquí, y pregúntales qué dicen y cómo.
SÓC.
- Acudid inmediatamente, bien nacidas criaaturas, y persuadid a Fedro, padre de
bellos hijos, de que si no filosofa como debe, no será nunca capaz de decir
nada sobre nada. Que responda, ahora, Fedro.
FED. - Preguntad.
b
SÓC. -
¿No es cierto que, en su conjunto, la retórica sería un arte de conducir las
almas por medio de palabras, no sólo en los tribunales y en otras reuniones
públicas, sino también en las privadas, igual se trate de asuntos grandes como
pequeños, y que en nada desmerecería su justo empleo por versar sobre
cuestiones serias o fútiles? ¿O cómo ha llegado a tus oídos todo esto?
FED. - Desde luego, por Zeus, que no así, sino más bien que
es, sobre todo, en los juicios, donde se utiliza ese arte de hablar y escribir,
y también en las arengas al pueblo. En otros casos no he oído.
c
SÓC. -
¿Entonces es que sólo has tenido noticia de las «artes» de Néstor y Ulises
sobre las palabras 112 que ambos compusieron en Troya durante
sus ratos de ocio? ¿No oíste nada de las de Palamedes? 113.
FED. - No, por Zeus, ni de las de Néstor, a no ser que a Gorgias
me lo vistas de Néstor, y a Trasímaco 114
o a Teodoro de Ulises.
SÓC.
- Bien podría ser. Pero dejemos a éstos. DDime tú, en los tribunales, ¿qué hacen
los pleiteantes?, ¿no se oponen, en realidad, con palabras? ¿O qué diríamos?
FED. - Diríamos eso mismo.
SÓC.
- ¿Acerca de lo justo y de lo injusto?
FED. - Sí.
d
SÓC. -
Por consiguiente, el que hace esto con arte, hará que lo mismo, y ante las
mismas personas, aparezca unas veces como justo y, cuando quiera, como injusto.
FED. - Seguramente.
SÓC.
- ¿Y que, en las arengas públicas, parezcaan a la ciudad las mismas cosas unas
veces buenas y otras malas? FED. - Así es.
e
SÓC. - ¿Y
no sabemos que el eleata Palamedes, hablaba con un arte que, a los qué le
escuchaban, las mismas cosas les parecían iguales y distintas, unas y muchas,
inmóviles y, al tiempo, móviles?
FED. - Totalmente cierto.
SÓC.
- Así pues, no sólo es en los tribunales yy en las arengas públicas donde surgen
esas controversias, sino que, al parecer, sobre todo lo que se dice hay un solo
arte, si es que lo hay, que sería el mismo, y con el que alguien sería capaz de
hacer todo semejante a todo, en la medida de lo posible, y ante quienes fuera
posible, y desenmascarar a. quien, haciendo lo mismo, trata de ocultarlo 115.
FED. - ¿Cómo dices una
cosa así?
SÓC.
- >Ya veras cómo se nos hará evidente,
si buscamos en esa dirección. ¿Se da el engaño en las cosas que difieren mucho
o en las que difieren poco?
262a
FED. - En
las que poco.
SÓC.
- >Es cierto, pues, que si caminas paso
a paso, ocultarás mejor que has ido a parar a lo contrario, que si vas a
grandes saltos.
FED. - ¡Cómo no!
SÓC.
- >Luego el que pretende engañar a otro
y no ser engañado, conviene que sepa distinguir, con la mayor precisión, la
semejanza o desemejanza de las cosas 116.
FED. - Seguramente que es
necesario.
b
SÓC. - ¿Y será realmente capaz, cuando ignora la verdad
de cada una, de descubrir en otras cosas la semejanza, grande o pequeña, de lo
que desconoce?
FED. - Imposible.
SÓC.
- >Así pues, cuando alguien tiene
opiniones opuestas a los hechos y se engaña, es claro que ese engaño se ha deslizado
en él por el cauce de ciertas semejanzas.
FED. - En efecto, así es.
SÓC.
- >¿Es posible, por consiguiente, ser
maestro en el arte de cambiar poco a poco, pasando en cada caso de una realidad
a su contraria por medio de la semejanza, o evitar uno mismo esto, sin haber
llegado a conocer lo que es cada una de las cosas que existen?
c
FED. - No,
en manera alguna.
SÓC.
- >Luego el arte de las palabras,
compañero, que ofrezca el que ignora la verdad, y vaya siempre a la caza de
opiniones, parece que tiene que ser algo ridículo y burdo. FED. - Me temo
que sí.
SÓC.
- >En el discurso de Lisias que traes, y
en los que nosotros hemos pronunciado, ¿quieres ver algo de lo que decimos que
está o no en consonancia con el arte?
d
FED. - Mucho me gustaría ya que ahora estamos hablando
como si, en cierto modo, nos halláramos desarmados, al carecer de paradigmas
adecuados.
SÓC.
- >En verdad que fue una suerte, creo,
el que se pronunciaran aquellos dos discursos paradigmáticos 117, en el sentido de que quien conoce la
verdad, jugando con palabras, puede desorientar a los que le oyen. Y yo, por mi parte, Fedro, lo atribuyo a los
dioses del lugar; aunque bien pudiera ser que estos portavoces de las Musas que
cantan sobre nuestras cabezas, hayan dejado caer sobre nosotros, como un soplo,
este don. Pues por lo que a mí toca, no se me da el arte de la palabra.
FED. - Sea como dices,
sólo que explícalo.
SÓC.
- >Vamos, léeme entonces el principio
del discurso de Lisias.
e
FED. - «De mis asuntos tienes noticia, y has oído también,
cómo considero la conveniencia de que esto suceda. Pero yo no quisiera que
dejase de cumplirse lo que ansío, por el hecho de no ser amante tuyo. Pues
precisamente a los amantes les llega el arrepentimiento...»
263a
SÓC. - Para. Ahora nos toca decir en
qué se equivoca éste, y en qué va contra el arte. ¿No es así?
FED. - Sí.
SÓC.
- >¿Y no es acaso manifiesto para todos,
el que sobre algunos nombres estamos de acuerdo y diferimos sobre otros?
FED. - Me parece entender lo que dices; pero házmelo
ver un poco más claro.
SÓC.
- Cuando alguien dice el nombre del hierroo o de la plata 118, ¿no pensamos todos en lo mismo?
FED. - En efecto.
SÓC.
- ¿Y qué pasa cuando se habla de justo y dde injusto? ¿No anda cada uno por su
lado, y disentimos unos de otros y hasta con nosotros mismos?
b
FED. - Sin
duda que sí.
SÓC.
- O sea que en unas cosas estamos de acuerrdo, pero no en otras.
FED. - Así es.
SÓC.
- ¿Y en cuál de estos casos es más fácil qque nos engañemos, y en cuáles tiene
la retórica su mayor poder? FED. - Es evidente que en aquellos en que andamos
divagando 119.
c
SÓC. -
Así pues, el que se propone conseguir el arte retórica, conviene, en primer
lugar, que haya dividido sistemáticamente todas estas cosas, y captado algunas
características de cada una de estas dos especies, o sea de aquella en la que
la gente anda divagando, y de aquella en la que no.
FED. - Una bella meta ideal tendría a la vista el
que hubiera llegado a captar eso.
SÓC.
- Después, pienso yo, al encontrarse ante cada caso, no dejar que se le escape,
sino percibir con agudeza a cuál de los dos géneros pertenece aquello que intenta
decir. 118
FED. - Así es.
SÓC.
- ¿Y, entonces, qué? ¿Diríamos del Amor quue es de las cosas sobre las que cabe
discusión, o sobre las que no? 120.
d
FED. - De
las discutibles, sin duda. ¿O piensas que te habría permitido decir lo que
sobre él dijiste hace un rato: que es dañino tanto para el amado como para el
amante, y añadir inmediatamente que se encuentra entre los mayores bienes?
SÓC.
- Muy bien has hablado. Pero dime también esto -porque yo, en verdad, por el
entusiasmo que me arrebató no me acuerdo mucho-, ¿definí el amor desde el comienzo
de mi discurso?
FED. - ¡Por Zeus! ¡Y con inmejorable rigor!
e
SÓC. -
¡Ay! ¡Cuánto más diestras en los discursos son las Ninfas del Aqueloo 121, y de Pan 122 el de Hermes123,que Lisias el de Céfalo! ¿O estoy
diciendo naderías, y Lisias, al comienzo de su discurso sobre el amor, nos
llevó a suponer al Eros como una cosa dotada de la realidad que él quiso darle, e hizo
discurrir ya el resto del discurso por el cauce que él había preparado previamente?
¿Quieres que, una vez más, veamos el comienzo del discurso?
FED. - Sí, si te parece. Pero lo que andas buscando
no está ahí.
SÓC.
- Lee, para que lo oiga de él mismo.
264a
FED. - «De
mis asuntos tienes noticia, y has oído también, cómo considero la conveniencia
de que esto suceda. Pero yo no quisiera que dejase de cumplirse lo que ansío,
por el hecho de no ser amante tuyo. Pues precisamente a los amantes les llega
el arrepentimiento de lo bueno que hayan podido hacer, tan pronto como se le
aplaca el deseo.»
b
SÓC. -
Parece que dista mucho de hacer lo que buscamos, ya que no arranca desde el
principio, sino desde el final, y atraviesa el discurso como un nadador que
nadara de espaldas y hacia atrás, y empieza por aquello que el amante diría al
amado, cuando ya está acabando. ¿O he dicho una tontería, Fedro, excelso amigo?
FED. - Efectivamente, Sócrates, es un final lo que
trata en el discurso.
SÓC.
- ¿Y qué decir del resto? ¿No da la impressión de que las partes del discurso se
han arrojado desordenadamente? ¿Te parece que, por alguna razón, lo que va en
segundo .lugar tenga, necesariamente, que ir ahí, y no alguna otra cosa de las
que se dicen? Porque a mí me parece, ignorante como soy, que el escritor iba
diciendo lo que buenamente se le ocurría. ¿Tienes tú, desde el punto de vista
logográfico, alguna razón necesaria, según la cual tuviera que poner las cosas
unas después de otras, y en ese orden?
c
FED. - Eres
muy amable al pensar que soy capaz de penetrar tan certeramente en sus
intenciones.
SÓC. - Pero creo que me concederás que todo disscurso debe estar compuesto como un organismo vivo, de forma que no sea acéfalo, ni le falten los pies, sino que tenga medio y extremos, y que al escribirlo, se combinen las partes entre sí y con el todo 124.
FED. - ¿Y cómo no?
SÓC.
- Mira, pues, si el discurso de tu compañeero es de una manera o de otra, y te
darás cuenta de que en nada difiere de un epigrama que, según dicen, está
inscrito en la tumba de Midas el frigio 125,
d
FED. - ¿Cómo
es y qué pasa con él?
SÓC.
- Es éste:
Broncínea virgen
soy, y en el sepulcro de Midas yazgo. Mientras el agua fluya, y estén en
plenitud los altos árboles, clavada aquí, sobre la tan llorada tumba,
anuncio a los que
pasan: enterrado está aquí Midas 126.
e
Nada importa, en este
caso, qué es lo que se dice en primer lugar o en último. Supongo que te das
cuenta.
265a
FED. - ¿Te
estás riendo de nuestro discurso, Sócrates? SÓC. - Dejémoslo entonces, para que
no te disgustes -aunque me parece que contiene numerosos paradigmas 127 que, teniéndolos a la vista, podrían
sernos útiles, guardándose, eso sí, muy mucho de imitarlos-. Pero pasemos a
los otros discursos. Porque creo que en ellos se puede ver algo que viene bien
a los que quieren investigar sobre palabras.
FED. - ¿Qué es eso a lo que te refieres?
SÓC.
- En cierta manera, los dos eran contrarioos. El uno decía que había que
complacer al que ama, y el otro al que no.
FED. - Y con gran energía ambos.
SÓC.
- Pienso que ibas a decir la palabra justaa: maniáticamente. Porque dijimos que
el amor era como una locura, una manía, ¿o no? 128.
FED. - Sí.
b
SÓC. -
Pero hay dos formas de locura; una, debida a enfermedades humanas, y otra que
tiene lugar por un cambio que hace la divinidad en los usos establecidos.
FED. - Así es.
SÓC.
- En la divina, distinguíamos cuatro partees, correspondientes a cuatro divinidades,
asignando a Apolo la inspiración profética, a Dioniso la mística, a las Musas la poética, y la
cuarta, la locura erótica, que dijimos ser la más excelsa, a Afrodita y a Eros.
Y no sé de qué modo, intentando
representar la pasión erótica, alcanzamos, tal vez, alguna verdad, y, tal vez,
también nos desviamos a algún otro sitio. Amasando un discurso no totalmente carente
de persuasión, hemos llegado, sin embargo, a entonar, comedida y devotamente,
un cierto himno mítico a mi señor y el tuyo, el Amor, oh Fedro, protector de
los bellos muchachos.
c
FED. - Que,
por cierto, no sin placer escuché yo mismo.
SÓC.
- Pues bien, saquemos algo de esto: ¿cómo pasó el discurso del vituperio al
elogio?
FED. - ¿Qué quieres decir?
d
SÓC. -
Para mí, por cierto, todo me parece como un juego que hubiéramos jugado. Pero,
de todas estas cosas que al azar se han dicho, hay dos especies que si alguien
pudiera dominar con técnica no sería mala cosa.
FED. - ¿Qué especies son ésas?
SÓC.
- Una sería la de llegar a una idea que, een visión de conjunto, abarcase todo
lo que está diseminado, para que, delimitando cada cosa, se clarifique, así, lo
que se quiere enseñar. Hace poco se habló del Amor, ya fuera bien o mal, después
de haberlo definido; pero, al menos, la claridad y coherencia del discurso ha
venido, precisamente, de ello.
e
FED. - ¿Y de
la otra especie qué me dices, Sócrates?
b 266a
SÓC. -
Pues que, recíprocamente, hay que poder dividir las ideas siguiendo sus naturales
articulaciones, y no ponerse a quebrantar ninguno de sus miembros, a manera de
un mal carnicero. Hay que proceder, más bien, como, hace un momento, los dos
discursos, que captaron en una única idea, común a ambos, la insania que hubiera
en el pensamiento; y de la misma manera a como, por fuerza natural, en un
cuerpo único hay partes dobles y homónimas, que se denominan izquierdas y derechas,
así también los dos discursos consideraron la idea de «paranoia» bajo la forma
de una unidad innata ya en nosotros. Uno, en verdad, cortando la parte
izquierda, no cesó de irla dividiendo hasta que encontró, entre ellas, un amor
llamado siniestro, y que, con toda justicia, no dejó sin vituperar. A su vez,
el segundo llevándonos hacia las del lado derecho de la manía, habiendo
encontrado un homónimo de aquel, un amor pero divino, y poniéndonoslo delante,
lo ensalzó como nuestra mayor fuente de bienes.
FED. - Cosas muy verdaderas has dicho.
SÓC.
- Y de esto es de lo que soy yo amante, Feedro, de las divisiones y uniones, que
me hacen capaz de hablar y de pensar. Y si creo que hay algún otro que tenga
como un poder natural de ver lo uno y lo múltiple, lo persigo «yendo tras sus
huellas como tras las de un dios» 129.
Por cierto que aquellos que son capaces de hacer esto -Sabe dios si acierto con
el nombre- les llamo, por lo pronto, dialécticos 130. Pero ahora, con lo que
hemos aprendido de ti y de Lisias, dime cómo hay que llamarles. ¿O es que es
esto el arte de los discursos, con el que Trasímaco y otros se hicieron ellos
mismos sabios en el hablar, e hicieron sabios a otros, con tal de que
quisieran traerles ofrendas como a dioses?
c
FED. - Varones
regios, en verdad, mas no sabedores de lo que preguntas. Pero, por lo que respecta a ese concepto, me parece que le das un
nombre adecuado al llamarle dialéctica. Creo, con todo, que se nos escapa todavía
la idea de retórica.
d
SÓC. -
¿Cómo dices? ¿Es que podría darse algo bello que, privado de todo esto que se
ha dicho, se adquiriese igualmente por arte? Ciertamente que no debemos menospreciarlo
ni tú ni yo. Pero ahora no hay más remedio que decir qué es lo que queda de la
retórica.
FED. - Muchas cosas todavía, Sócrates. Todo eso que
se encuentra escrito en los libros que tratan del arte de las palabras.
e
SÓC. -
Has hecho bien en recordármelo. Lo primero es, según pienso, que el discurso
vaya precedido de un «proemio». ¿Te refieres a esto o no? ¿A estos adornos del
arte?
FED. - Sí.
SÓC.
- En segundo lugar, a una «exposición» acoompañada de testimonios; en tercer
lugar, a -los «indicios», y, en cuarto lugar, a las «probabilidades». También
habla, según creo, de una «confirmación» y de una « superconfirmación», ese
excelso artífice del lógos, ese varón
de Bizancio.
267a
FED. - ¿Dices
el hábil Teodoro? 131.
SÓC.
- ¿Quién si no? Y una «refutación» y una ««superrefutación», tanto en la acusación
como en la apología. ¿Y no haremos salir también al eminente Eveno de Paros 132, que fue el primero en inventar la
«alusión encubierta», el «elogio indirecto», y, para que pudieran recordarse,
dicen que puso en verso «reproches indirectos». ¡Un sabio varón, realmente! ¿Y
vamos a dejar descansar a Tisias 133
y a Gorgias 134, que
vieron cómo hay que tener más en cuenta a lo verosímil que a lo verdadero, y
que, con el poder de su palabra, hacen aparecer grandes las cosas pequeñas, y
las pequeñas grandes, lo nuevo como antiguo, y lo antiguo como nuevo, y la manera,
sobre cualquier tema, de hacer discursos breves, o de alargarlos indefinidamente.
Escuchándome, una vez, Pródico 135
decir estas cosas, se echó a reír y dijo que sólo él había encontrado la clase
de discurso que necesita el arte: no hay que hacerlos ni largos ni cortos, sino
medianos.
b
FED. - Sapientísimo,
en verdad, Pródico.
SÓC.
- ¿Y no hablamos de Hipias 136?
Porque pienso que hasta el extranjero de Élide le daría
su voto.
FED. - ¿Y por qué no?
c
SÓC. - ¿Y
qué decir de los Museos de palabras, de Polo 137, como las «redundancias», las
«sentencias», las «iconologías», y esos términos a lo Licimnio 138, con que éste le había obsequiado
para que pudiera producir bellos escritos?
FED. - ¿Y no había también unas «protagóricas», que
trataban de cosas parecidas?
e d
SÓC. -
Sí, muchacho, la «correcta dicción» y muchas otras cosas bellas. Pero, en
cuestión de discursos lacrimosos y conmovedores sobre la vejez y la pobreza,
lo que domina me parece que es el arte y el vigor del Calcedonio 139, quien también llegó a ser un
hombre terrible en provocar la indignación de la gente y en calmar, de nuevo, a
los indignados con el encanto de sus palabras. Al menos, eso se dice. Por ello,
era el más hábil en denigrar con sus calumnias, y en disiparlas también. Pero,
por lo que se refiere al final de los discursos, da la impresión de que todos
han llegado al mismo parecer, si bien unos le llaman recapitulación, y otros le
han puesto nombre distinto.
FED. - ¿Te refieres a que se recuerde a los oyentes,
al final, punto por punto, lo más importante de lo que se ha dicho?
SÓC.
- A eso, precisamente. Y si alguna otra coosa tienes que decir sobre el arte de
los discursos...
268a
FED. - Poca
cosa, y apenas digna de mención.
SÓC.
- Dejemos, pues, esa poca cosa, y veamos mmás a la luz, cuál es la fuerza del
arte y cuándo surge.
FED. - Una muy poderosa, Sócrates. Por lo menos en
las asambleas del pueblo.
SÓC.
- La tiene, en efecto. Pero mira a ver, mii divino amigo, si por casualidad no
te parece, como a mí, que su trama es poco espesa.
FED. - Enséñame cómo.
b
SÓC. -
Dime, pues. Si alguien se aproximase a tu compañero Erixímaco, o a su padre
Acúmeno y le dijera: «Yo sé aplicar a los cuerpos tratamientos tales que los
calientan, si me place, o que los enfrían, y hacerles vomitar si me parece, o,
tal vez, soltarles el vientre, y otras muchas cosas por el estilo, y me
considero médico por ello y por hacer que otro lo sea también así, al
trasmitirle este tipo de saber.» ¿Qué crees que diría, oyéndolo?
FED. - ¿Qué otra cosa, sino preguntarle, si encima
sabe a quiénes hay que hacer esas aplicaciones, y cuándo, y en qué medida?
c
SÓC. - Y
si entonces dijera: «En manera alguna; pero estimo que el que aprenda esto de
mí es capaz de hacer lo que preguntas.»
FED. - Pienso que dirían que el hombre estaba loco y
que, por saberlo de oídas de algún libro, o por haber tenido que ver
casualmente con algunas medicinas, cree que se ha hecho médico, sin saber nada
de ese arte.
d
SÓC. - ¿Y
qué pasaría si acercándose a Sófocles y a Eurípides, alguien les dijese que
sobre asuntos menores sabe hacer largas palabras, y acortarlas sobre asuntos
grandes; luctuosas si le apetece, o, a veces, por el contrario, aterradoras y
amenazadoras y cosas por el estilo, y que, además, por enseñar todo esto, se
pensara que estaba haciendo poemas trágicos?
FED. - Pienso que ellos se reirían de quien cree que
la tragedia es otra cosa que la combinación de estos elementos, que se adecuan
entre sí, y que combinan también con el todo.
e
SÓC. -
Pero, de todas formas, opino que no le harían reproches demasiado ásperos, sino
que, como un músico que hallase en su camino a un hombre, que se cree entendido
en armonía porque se encuentra con que sabe cómo hacer que una cuerda suene
aguda o grave, no le diría agriamente: «¡Oh desdichado, estas negro de bilis!»,
sino que al ser músico le dirá en tono más suave: «Buen hombre, cierto que el
que quiere saber de armonía precisa de eso; pero ello no impide que quien se encuentre
en tu situación no entienda lo más mínimo de armonía. Porque tienes los conocimientos
previos y necesarios de la armonía; pero no, los que tienen que ver con la
armonía misma.»
FED. - Muy exacto, en verdad.
269a
SÓC. - Y
sin duda que también Sófocles, a quien juntamente les hizo esa representación 140, le diría: «Sabes lo previo a la
tragedia; pero no, lo de la tragedia misma»; y Acúmeno: «Tienes conocimientos
previos de medicina; pero no, los de la medicina.»
FED. - Totalmente de acuerdo.
SÓC.
- ¿Y qué pensamos de Adrasto 141,
el melífono, o de Pericles
142, si llegasen a oír las que hemos
acabado de exponer sobre tan bella técnica -del hablar breve, del hablar con
imágenes y todo lo que expusimos y que dijimos
que había que examinarlo a plena luz-, crees que desabridamente, como tú y como
yo, increparían con duras expresiones a los que han escrito y enseñado cosas
como el arte retórica o, mucho más sabios que nosotros, nos replicarían a los
dos diciendo: «Fedro y Sócrates, no hay que irritarse, sino perdonar, si
algunos, por no saber dialogar, no son capaces de determinar qué es la
retórica, y a causa de esa incapacidad, teniendo los conocimientos previos,
pensaron, por ello, que habían descubierto la retórica misma y, enseñando estas
cosas a otros, creían haberles enseñado, perfectamente, ese arte, mientras que
el decir cada cosa de forma persuasiva, y el organizar el conjunto, como si
fuese poco trabajo, es algo que los discípulos debían procurárselo por sí mismos
cuando tuvieran que hablar»?
d c b
FED. - Puede que sea así, Sócrates, lo propio del arte que,
como retórica, estos hombres enseñan y escriben, y a mí me parece que dices
verdad. Pero, entonces, el arte de quien realmente es retórico y persuasivo,
¿cómo y dónde podría uno conseguirlo?
SÓC.
- >Para poder llegar a ser, Fedro, un
luchador consumado es verosímil -quizá incluso necesario- que pase como en
todas las otras cosas. Si va con tu naturaleza la retórica, serás un
retórico famoso si unes a ello ciencia y ejercicio, y cuanto de estas cosas te
falte, irá en detrimento de tu perfección. Pero todo lo que de ella es arte,
no creo que se alcance por el camino que deja ver el método de Lisias y el de
Trasímaco.
e
FED. - ¿Pero por cuál entonces?
SÓC.
- >Es posible, mi buen amigo, que
justamente haya sido Pericles el más perfecto en la retórica.
FED. - ¿Y por qué?
270a
SÓC. - Cuanto dé grande hay en todas las artes que lo
son, requiere garrulería y meteorología 143
acerca de la naturaleza. Parece, en
efecto, que la altura del pensamiento y la perfección de aquello que llevan a
cabo, les viene precisamente de ahí. Y Pericles, aparte de sus excelentes dotes
naturales, también había adquirido esto, pues habiéndose encontrado con
Anaxágoras 144, persona, en mi opinión, de esa clase, repleto de meteorología, y que
había llegado hasta la naturaleza misma de la mente y de lo que no es mente 145, sobre lo que Anaxágoras
había hablado tanto, sacó de aquí lo que en relación con el arte de las
palabras necesitaba.
b
FED. - ¿Qué quieres decir con esto?
SÓC.
- >Que, en cierto sentido, tiene las
mismas características la medicina que la retórica.
FED. - ¿Qué
características?
SÓC.
- >En ambas conviene precisar la
naturaleza, en un caso la del cuerpo, en otro la del alma, si es que pretendes,
no sólo por la rutina y la experiencia sino por arte, dar al uno la medicación
y el alimento que le trae salud y le hace fuerte, al otro palabras y prácticas
de conducta, que acabarán transmitiéndole la convicción y la excelencia
que quieras.
c
FED. - Es
probable que sea así, Sócrates.
SÓC.
- ¿Crees que es posible comprender adecuaddamente la naturaleza del alma, si se
la desgaja de la naturaleza en su totalidad?
FED. - Si hay que creer a Hipócrates el de los Asclepíadas
146,
ni siquiera la del cuerpo sin este método.
SÓC.
- Y mucha razón tiene, compañero. No obstaante, con independencia de
Hipócrates, es preciso examinar en qué se funda lo dicho y si tiene sentido.
FED. - Conforme.
d
SÓC. -
Pues bien, por lo que respecta
a la naturaleza, averigua
qué es lo que puede haber afirmado Hipócrates y la verdadera razón de su
aserto. ¿No es, quizá, así como hay que discurrir sobre la naturaleza de
cualquier cosa? Primero de todo hay que ver, pues, si es simple o presenta muchos
aspectos aquello sobre lo que queremos ser técnicos nosotros mismos, y hacer
que otros puedan serlo; después, si fuera simple, examinar su poder, cuál es
la capacidad que, por naturaleza, tiene de actuar sobre algo, o de padecer
algo y por quién; y si tiene más formas, habiéndolas enumerado, ver cada una
de ellas como se veían las que eran simples, y qué es lo que por naturaleza
hace y con qué y qué es lo que puede padecer, con qué y por quién.
FED. - Es probable que deba ser así, Sócrates.
e
SÓC. - En
todo caso, el método, sin todas estas cosas, se parecería al caminar de un
ciego. Pero, en verdad, que no debe compararse a un ciego o a un sordo
el que va detrás de una técnica. Mas bien es evidente que si alguien ofrece palabra
con técnica, pondrá exactamente de manifiesto lo esencial de la naturaleza de
aquello hacia lo que se dirigen sus discursos. Y esto supongo que será el alma.
FED. - ¿Qué si no?
271a
SÓC. - En
consecuencia todo su empeño se ordenará a levantar en ella la persuasión.
¿No es así?
FED. - Sí.
SÓC.
- Es claro, pues, que Trasímaco y cualquieer otro que enseñe con seriedad el
arte retórico, describirá en primer lugar y con toda exactitud el alma, y hará
ver en ello si es por naturaleza una e idéntica o, como pasa con la forma del
cuerpo, si es también de muchos aspectos. A esto es a lo que llamamos mostrar
la naturaleza.
FED. - Totalmente de acuerdo.
SÓC.
- En segundo lugar, y conforme a su naturaal, a través de qué actúa y sobre qué,
y qué es lo que padece y por efecto de quién.
b
FED. - Por
supuesto.
SÓC.
- En tercer lugar, y después de haber estaablecido los géneros de discursos y de
almas y sus pasiones, adaptando cada uno a cada una, y enseñando qué alma es
la que se deja, necesariamente, persuadir por ciertos discursos y a causa de
qué, y por qué a otra le pasa todo lo contrario.
c
FED. - Parece
que eso sería, tal vez, lo mejor de todo. SÓC. - Verdaderamente, amigo, que de
otro modo no se habría pronunciado ni escrito, según las reglas del arte,
ningún ejercicio de escuela, ni ningún discurso, ni ninguna cosa por el estilo.
Pero aquellos de los que ahora escriben sobre
el arte de las palabras, y de los que tú has oído, son astutos y disimulan,
aunque saben, perfectamente, cosas del alma. Pero, hasta que no hablen y
escriban de esa manera, no les admitiremos que escriban con arte.
FED. - ¿Cómo lo haremos?
SÓC.
- >No es cosa fácil decirlo con
expresiones propias. Intentaré explicarte, sin embargo, cómo hay que escribir,
si lo que se quiere es que, en
la medida de lo posible, tenga arte.
d
FED. - Explícate,
pues.
b 272a e
SÓC. - Puesto que el poder de las palabras se encuentra en que
son capaces de guiar las almas, el que pretenda ser retórico es necesario que
sepa, del alma, las formas que tiene, pues tantas y tantas hay, y de tales
especies, que de ahí viene el que unos sean de una manera y otros de otra. Una
vez hechas estas divisiones, se puede ver que hay tantas y tantas especies de
discursos, y cada uno de su estilo. Hay quienes por un determinado tipo de
discursos y por tal o cual causa, son persuadidos para tales o cuales cosas;
pero otros, por las mismas causas, difícilmente se dejan persuadir. Conviene,
además, habiendo reflexionado suficientemente sobre todo esto, fijarse en qué
pasa en los casos concretos y cómo obran, y poder seguir todo ello con los sentidos
despiertos, a no ser que ya no quede nada de los discursos públicos que otro
tiempo escuchó. Pero, cuando sea capaz de decir quién es persuadido y por qué
clase de discursos, y esté en condiciones de darse
cuenta de que tiene delante a alguien así, y explicarse a sí mismo que «éste
es el hombre y ésta es la naturaleza sobre la que, en otro tiempo, trataron los
discursos y que ahora está en persona ante mí, y a quien hay que dirigir y de
tal manera los discursos, para persuadirle de tal y tal cosa». Cuando esté,
pues, en posesión de todo esto, y sabiendo de la oportunidad de decir algo en
tal momento, o de callárselo, del hablar breve o del provocar lástima, y de
las ampulosidades y de tantas cuantas formas de discurso aprendiera, y
sabiendo en qué momentos conviene o no conviene aplicarlos, entonces es cuando
ha llegado a la belleza y perfección en la posesión del arte, mas no antes.
Pero si alguna de estas cosas le faltare en el decir, enseñar o escribir,
y afirmase que habla con arte, saldrá ganando quien no le crea. «¿Qué pasa entonces?»,
dirá tal vez el autor, «¿os parece bien, Fedro y Sócrates, así? ¿O se deben
aceptar otras propuestas al hablar del arte de las palabras?»
FED. - Es imposible de
otra manera, Sócrates. Y, por cierto, que no me parece cosa de poca monta.
c
SÓC. - Dices verdad. Por este motivo hay que revolver
de arriba a abajo todos los discursos, y examinar si se presenta un camino más
corto y más fácil que a la retórica nos lleve, y no tener, así, que recorrer
uno largo y escabroso, cuando el que hay ante nosotros es corto y llano. Pero
si, en la forma que sea, tienes ayuda que ofrecernos, por haber escuchado a
Lisias o a algún otro, procura refrescar la memoria y habla.
FED. - Si es por probar,
algo se me ocurriría; pero ahora, la verdad, no tengo nada muy concreto.
SÓC.
- >¿Quieres que yo, a mi vez, os cuente
lo que he oído de algunos que entienden de estas cosas?
FED. - ¿Y por
qué no?
d
SÓC. - En todo caso, se suele decir que es justo
prestar oídos al lobo 140.
FED. - Entonces, hazlo tú así.
273a e
SÓC. -
Dicen, pues, que no hay que ponerse tan solemne en estos asuntos, ni remontarse
tan alto que se tenga que hacer un gran rodeo, porque, como dijimos al comienzo
de la discusión, está fuera de duda que no necesita tener conocimiento de la
verdad, en asuntos relacionados con lo justo o lo bueno, ni de si los hombres
son tales por naturaleza o educación, el que intente ser un buen retórico. En
absoluto se preocupa nadie en los tribunales sobre la verdad de todo esto, sino
tan sólo de si parece convincente. Y esto es, precisamente, lo verosímil, y
hacia ello es hacia lo que conviene que se oriente el que pretenda hablar con
arte. Algunas veces, ni siquiera hay por qué mencionar las mismas cosas tal
como han ocurrido, si eso ocurrido no tiene visos de verosimilitud; más vale
hablar de simples verosimilitudes, tanto en la acusación como en la apología.
Siempre que alguien exponga algo, debe, por consiguiente, perseguir lo
verosímil, despidiéndose de la verdad con muchos y cordiales aspavientos. Y con
mantener esto a lo largo de todo discurso, se consigue el arte en su plenitud.
FED. - Estas cosas, Sócrates, que acabas de exponer,
son las mismas que dicen los que se jactan de ser técnicos de discursos. Porque
me acuerdo que antes hemos tocado brevemente este tema. Parece, sin embargo,
que es de extraordinario interés para los que se dedican a ello.
b
SÓC. -
Pues bien, como te has machacado tan cuidadosamente las obras de Tisias, que
nos diga él, entonces, si es que tiene otros criterios sobre lo verosímil que
el que a la gente le parece.
FED. - ¿Qué otra cosa va a decir?
SÓC.
- Esto es, pues, lo sabio que encontró, all par que técnico, cuando escribió que
si alguien, débil pero valeroso, habiendo golpeado a uno fuerte y cobarde, y robado
el manto o cualquier otra cosa, fuera llevado ante un tribunal, ninguno de los
dos tenía que decir la verdad, sino que el cobarde diría que no había sido
golpeado únicamente por el valeroso, y éste, replicar, a su vez, que sí estaba
solo, y echar mano de aquello de que «¿cómo yo siendo como soy, iba a
poner las manos sobre éste que es como es?» Y el
fuerte, por su parte, no dirá nada de su propia cobardía, sino que, al intentar
decir una nueva mentira, suministrará, de algún modo, al adversario la
posibilidad de una nueva refutación. Y en todos los otros casos, lo que se
llama hablar con arte, es algo tal cual. ¿O no, Fedro?
c
FED. - ¿Cómo
de otra manera?
d
SÓC. -
¡Ay! Un arte maravillosamente recóndito es el que parece haber descubierto
Tisias, o quienquiera que haya podido ser, y llámese como le plazca 148. Pero camarada,
¿le diremos algo o no?
FED. - ¿Y qué es lo que le diremos?
274a e
SÓC. - Le
diremos: «Tisias, mucho antes de que tú aparecieras, nos estábamos preguntando
si eso de lo verosímil surge, en la mayoría de la gente, por su semejanza con
lo verdadero. Pero las semejanzas, discurríamos hace un momento, nadie mejor
para saber encontrarlas que quien ve la verdad. De modo que si tienes que decir
alguna otra cosa sobre el arte de las palabras, te oiríamos tal vez; pero si
no, seguiremos convencidos de lo que hace poco expusimos, y que es que si no
se enumeran las distintas naturalezas de los oyentes, y no se es capaz
de distinguir las cosas según sus especies, ni de abrazar a cada una de ellas
bajo una única idea, jamás será nadie un técnico de las palabras, en la medida en que sea posible
a un hombre. Todo esto, por cierto, no se adquiere sin mucho trabajo, trabajo
que el hombre sensato no debe emplear en hablar y tratar con los hombres, sino,
más bien, en ser capaz de decir lo que es grato a los dioses 'y de hacer, también, todo lo que
les agrade en la medida de sus fuerzas. Porque, Tisias, gente más sabia que
nosotros cuentan que el que tiene inteligencia no debe preocuparse en
complacer, a no ser incidentalmente, a compañeros de esclavitud, sino a buenos
señores y a los que la bondad ya es innata. Así que no te extrañes de que el
rodeo sea largo, porque se hace por cosas que merecen la pena, y no por las que
tú imaginas. Sin embargo, como muestra nuestro discurso, también estas mínimas
cosas, viniendo de aquéllas, se nos harán hermosas. Basta que alguien lo quiera.»
FED. - Muy bien dicho me parece todo esto, Sócrates,
si alguno hubiera capaz de llevarlo a cabo.
b
SÓC. -
Pero en verdad que es bello que, quien con lo bello se atreve, soporte también
lo que soportar tenga.
FED. - Sí que lo es.
SÓC.
- En fin, que ya tenemos bastante sobre ell arte y el no arte de los discursos.
FED. - Ciertamente.
SÓC.
- Sobre la conveniencia e inconveniencia ddel escribir, y de qué modo puede
llegar a ser bello o carecer, por el contrario, de belleza y propiedad, nos
queda aún algo por decir. ¿No te parece?
FED. - Sí.
SÓC.
- ¿Sabes, por cierto, qué discursos son loos que le agradan más a los dioses, si
los que se hacen, o los que se dicen? 149.
FED. - No, no lo sé, ¿y tú?
c
SÓC. -
Tengo que contarte algo que oí de los antiguos, aunque su verdad sólo ellos la
saben. Por cierto que, si nosotros mismos pudiéramos descubrirla, ¿nos seguiríamos
ocupando todavía de las opiniones humanas? 150.
FED. - Preguntas algo ridículo. Pero cuenta lo que
dices haber oído.
SÓC.
- Pues bien, oí que había por Náucratis d e
aquella
divinidad era el de Theuth. Fue éste quien, primero, descubrió el número y el
cálculo, y, también,
la geometría y la astronomía, y, además, el juego de damas y el de dados, y,
sobre todo, las letras. Por aquel entonces, era rey de todo Egipto Thamus, que
vivía en la gran ciudad de la parte alta del país, que los griegos llaman la
Tebas egipcia, así como a Thamus llaman Ammón 153.
A él vino Theuth, y le mostraba sus artes, diciéndole que debían ser
entregadas al resto de los egipcios. Pero él le preguntó cuál era la utilidad
que cada
una tenía, y, conforme se las iba minuciosamente exponiendo, lo aprobaba o
desaprobaba, según le pareciese bien o mal lo que decía. Muchas, según se
cuenta, son las observaciones que, a favor o en contra de cada arte, hizo
Thamus a Theuth, y tendríamos que disponer de muchas palabras para tratarlas
todas. Pero, cuando llegaron a lo de las letras 154,
dijo Theuth: «Este conocimiento, oh rey, hará más sabios a los egipcios y más
memoriosos, pues se ha inventado como un fármaco 155 de la memoria y de la sabiduría.» Pero
él le dijo: «¡Oh artificiosísimos Theuth! A unos les es dado crear
arte, a otros juzgar qué de daño o provecho aporta para los que pretenden hacer
uso de él. Y ahora tú, precisamente, padre que eres de las letras, por apego a
ellas, les atribuyes poderes contrarios a los que tienen. Porque es
olvido lo que producirán en las almas de quienes las aprendan, al descuidar la
memoria, ya que, fiándose de lo escrito, llegarán al recuerdo desde fuera, a
través de caracteres ajenos, no desde dentro, desde ellos mismos y por sí
mismos 156. No es,
pues, un fármaco de la memoria lo que has hallado, sino un simple recordatorio 157. Apariencia de sabiduría es
lo que proporcionas a tus alumnos, que no verdad. Porque habiendo oído muchas
cosas sin aprenderlas 158, parecerá que
tienen muchos conocimientos, siendo, al contrario, en la mayoría de los casos,
totalmente ignorantes, y difíciles, además, de tratar porque han acabado por
convertirse en sabios aparentes en lugar de sabios de verdad.»
b 275a
FED. - ¡Qué
bien se te da, Sócrates, hacer discursos de Egipto, o de cualquier otro país
que se te antoje! 159.
SÓC. - El caso es, amigo mío,
que, según se dice que se decía en el templo de Zeus en Dodona, las primeras palabras proféticas
provenían de una encina. Pues los hombres de entonces, como no eran sabios como
vosotros los jóvenes, tal ingenuidad tenían, que se conformaban con oír a una
encina o a una roca 160,
sólo con que dijesen la verdad. Sin embargo, para ti la cosa es diferente,
según quién sea el que hable y de dónde 161.
Pues no te fijas únicamente en si lo que dicen es así o de otra manera.
c
FED. - Tienes
razón al reprenderme, y pienso que con lo de las letras pasa lo que el tebano
dice.
d
SÓC. -
Así pues, el que piensa que al dejar un arte por escrito, y, de la misma
manera, el que lo recibe, deja algo claro y firme por el hecho de estar en
letras, rebosa ingenuidad y, en realidad, desconoce la predicción de Ammón,
creyendo que las palabras escritas son algo más, para el que las sabe, que un recordatorio
de aquellas cosas sobre las que versa la escritura 162.
FED. - Exactamente.
SÓC.
- Porque es que es impresionante, Fedro, llo que pasa con la escritura, y por lo
que tanto se parece a la pintura 163.
En efecto, sus vástagos están ante nosotros como si tuvieran vida; pero, si se
les pregunta algo, responden con el más altivo de los silencios. Lo mismo pasa
con las palabras 164.
Podrías llegar a creer como si lo que dicen fueran pensándolo; pero si alguien
pregunta, queriendo aprender de lo que dicen, apuntan siempre y únicamente a
una y la misma cosa. Pero, eso sí, con que una vez algo
e
haya sido
puesto por escrito, las palabras ruedan por doquier, igual entre los
entendidos que como entre aquellos a los que no les importa en absoluto, sin
saber distinguir a quiénes conviene hablar y a quiénes no. Y si son maltratadas
o vituperadas injustamente, necesitan siempre la ayuda del padre, ya que ellas
solas no son capaces de defenderse ni de ayudarse a sí mismas.
276a
FED. - Muy
exacto es todo lo que has dicho.
SÓC.
- Entonces, ¿qué? ¿Podemos dirigir los ojoos hacia otro tipo de discurso,
hermano legítimo de éste, y ver cómo nace y cuánto mejor y más fuertemente se
desarrolla?
FED. - ¿A cuál te refieres y cómo dices que nace?
SÓC.
- Me refiero a aquel que se escribe con ciiencia en el alma del que aprende 165;
capaz de defenderse a sí mismo, y sabiendo con quiénes hablar
y ante quiénes callarse.
b
FED. - ¿Te
refieres a ese discurso lleno de vida y de alma, que tiene el que sabe y del que
el escrito se podría justamente decir que es el reflejo? 166.
SÓC.
- Sin duda. Pero dime ahora esto. ¿Un labrrador sensato que cuidase de
sus semillas y quisiera que fructificasen, las llevaría, en serio, a plantar
en verano, a un jardín de Adonis 167, y gozaría al verlas ponerse
hermosas en ocho días, o solamente haría una cosa así por juego o por una
fiesta, si es que lo hacía? Más bien, aquellas que le interesasen, de acuerdo
con lo que manda el arte de la agricultura, las sembrará donde debe, y estará
contento cuando, en el octavo mes, llegue a su plenitud todo lo que sembró.
c
FED. - Así
es, Sócrates. Tal como acabas de expresarte; en un caso obraría en serio, en
otro de manera muy diferente.
SÓC.
- ¿Y el que posee la ciencia de las cosas justas, bellas y buenas, diremos que
tiene menos inteligencia que el labrador con respecto a sus propias simientes?
FED. - De ningún modo.
SÓC.
- Por consiguiente, no se tomará en serio el escribirlas en agua 168,
negra por cierto, sembrándolas por medio del cálamo, con discursos
que no pueden prestarse ayuda a sí mismos, a través de las palabras que los
constituyen, e incapaces también de enseñar adecuadamente la verdad.
d
FED. - Al
menos, no es probable.
SÓC.
- No lo es, en efecto. Más bien, los jardiines de las letras 169,
según parece, los sembrará y escribirá como por entretenimiento; y
al escribirlas, atesora recordatorios, para cuando llegue la edad del olvido,
que le servirán a él y a cuantos hayan seguido sus mismas huellas. Y disfrutará
viendo madurar tan tiernas plantas, y cuando otros se dan a otras diversiones y
se hartan de comer y beber y de todo cuanto con esto se hermana, él, en cambio,
pasará, como es de esperar, su tiempo distrayéndose con las cosas a las que me
refería.
e
FED. - Uno
extraordinariamente hermoso, al lado de tanto entretenimiento baladí, es el que
dices, Sócrates, y que permite entretenerse con las palabras, componiendo historias
sobre la justicia y todas las otras cosas a las que te refieres.
277a
SÓC. -
Así es, en efecto, querido Fedro. Pero mucho más excelente es ocuparse con
seriedad de esas cosas, cuando alguien, haciendo uso de la dialéctica y buscando
un alma adecuada, planta y siembra palabras con fundamento, capaces
de ayudarse a sí mismas y a quienes las planta, y que no son estériles, sino
portadoras de simientes de las que surgen otras palabras que, en otros
caracteres, son canales por donde se transmite, en todo tiempo, esa semilla
inmortal, que da felicidad al que la posee en el grado más alto posible para el
hombre 170.
FED. - Esto que dices es todavía mucho más hermoso.
SÓC.
- Ahora, Fedro, podemos establecer un critterio sobre aquellas cosas, una vez
que estamos de acuerdo sobre éstas.
FED. - ¿Sobre cuáles?
b
SÓC. -
Aquellas que queríamos ver y que nos han traído hasta este punto, cuando
examinábamos el reproche que se hacía a Lisias por escribir discursos, y a los
discursos mismos, por estar o no estar escritos con arte. Ahora bien,
por lo que se refiere a tener o no tener arte, a mí me parece que ha quedado
suficientemente claro.
FED. - Así me pareció, en efecto, pero recuérdame
otra vez cómo.
c
SÓC. -
Antes de que alguien vea la verdad de aquello sobre lo que habla o escribe, y
llegue a ser capaz de definir cada cosa en sí y, definiéndola, sepa también dividirla
en sus especies hasta lo indivisible, y por este procedimiento se haya llegado
a conocer a fondo la naturaleza del alma, descubriendo la clase de palabras
adecuadas a la naturaleza de cada una, y establezca y adorne el discurso de
manera que dé al alma compleja discursos complejos y multisonoros, y simples a
la simple, no será posible que se llegue a manejar con arte el género de los
discursos, en la medida en que su naturaleza lo permita, ni para enseñarlos ni
para persuadir, según nos hace suponer todo lo qué anteriormente hemos dicho.
FED. - Totalmente de acuerdo. Al menos, eso es lo
que se nos hizo patente.
d
SÓC. - Y
eso de que sea hermoso o vergonzante decir o escribir discursos y, en caso de
hacerlo, cuándo se diría justamente que era vituperable y cuándo no, es cierto
que lo dicho un poco antes lo ha dejado claro.
FED. - ¿Qué cosas?
SÓC.
- Que si Lisias o cualquier otro escribió alguna vez o escribirá, en privado o
como persona pública promulgando leyes, un escrito político, con la pretensión
de que en él hay sobrada certeza y claridad, sería vituperable para el que lo
escribe, se lo digan o no. Porque el desconocer, a todas horas, lo justo y lo
injusto, lo malo y lo bueno no puede por menos de ser, en verdad, algo totalmente
reprobable, por mucho que toda la gente se lo alabe.
FED. - Evidentemente no puede por menos de serlo.
b 278a
SÓC. -
Pero el que sabe que en el discurso escrito sobre cualquier tema hay, necesariamente,
un mucho de juego, y que nunca discurso alguno, medido o sin medir, merecería
demasiado el empeño de haberse escrito, ni de ser pronunciado tal como hacen los
rapsodos, sin criterio ni explicación alguna, y únicamente para persuadir, y
que, de hecho, los mejores de ellos han llegado a convertirse en recordatorio
del que ya lo sabe; y en cambio cree, efectivamente, que en aquellos que
sirven de enseñanza, y que se pronuncian para aprender -escritos, realmente, en
el alma- y que, además, tratan de cosas justas, bellas y buenas, quien cree, digo,
que en estos solos hay realidad, perfección y algo digno de esfuerzo y que a
tales discursos se les debe dar nombre como si fueran legítimos hijos -en
primer lugar el que lleva dentro de él y que está como originado por él,
después, todos los hijos o hermanos de éste que, al mismo tiempo, han enraizado
según sus merecimientos en las almas de otros-, dejando que los demás
discursos se vayan enhorabuena; un hombre así, Fedro, es tal cual,
probablemente, yo y tú desearíamos que tú y yo llegáramos a ser.
FED. - Precisamente lo que estás diciendo es lo que
quiero y pido con todas mis fuerzas.
d c
SÓC_ -
Bueno, ya nos hemos entretenido como corresponde con los discursos. Ahora ve
tú y anuncia a Lisias que nosotros, bajando al arroyo y al santuario de las ninfas,
hemos oído palabras que teníamos que decir a Lisias y a cualquier otro que se
dedique a componer discursos, y a Homero y a quienquiera que, a su vez, haya
compuesto poesía, sin acompañamiento o con él, y, en tercer lugar, a Solón y a
todo el que haya llegado a cuajar sus palabras políticas en escritos, bajo el
nombre de leyes. Y lo que hemos de anunciar es que si, sabiendo cómo es la
verdad, compuso esas cosas, pudiendo acudir en su ayuda cuando tiene que pasar
a probar aquello que ha escrito, y es capaz con sus palabras de mostrar lo
pobre que quedan las letras, no debe recibir su nombre de aquellas cosas que
ha compuesto, sino de aquellas que indican su más alto empeño.
FED. - ¿Qué nombres le pondrías, entonces?
SÓC.
- En verdad que llamarle sabio me parece, Fedro, venirle demasiado grande, y
se le debe otorgar sólo a los dioses; el de filósofo, o algo por el estilo, se
acoplaría mejor con él y le sería más propio.
FED. - Y en nada estaría fuera de lugar.
SÓC.
- Entonces, el que, por el contrario, no ttiene cosas de mayor mérito que las
que compuso o escribió dándoles vueltas, arriba y abajo, en el curso del
tiempo, uniendo unas con otras y separándolas si se tercia, ¿no dirás de él que
es un poeta, un autor de discursos o redactor de leyes?
e
FED. - ¿Qué
si no?
SÓC.
- Anúnciale, pues, todo esto a tu compañerro.
FED. - ¿Y tú? ¿Qué vas a hacer? Porque en modo alguno
se debe dejar de lado al tuyo.
SÓC.
- ¿Quién es ése?
FED. - El bello Isócrates 171. ¿Qué le anunciarás, Sócrates? ¿Qué
diremos que es?
279a
SÓC. -
Aún es joven Isócrates, Fedro. Pero estoy dispuesto a decir lo que auguro.
FED. - ¿Y qué es?
b
SÓC. - Me
parece que, por dotes naturales, es mucho mejor para los discursos que Lisias,
y la mezcla de su carácter es mucho más noble, de modo que no tendría nada de
extraño si, con más edad, y con estos mismos discursos en los que ahora se
ocupa, va a hacer que parezcan niños todos aquellos que alguna vez se hayan dedicado
a las palabras. Más aún, si esto no le pareciera suficiente, un impulso divino
le llevaría a cosas mayores. Porque, por natualeza, hay una cierta filosofía
en el pensamiento de este hombre. Así que esto es lo que yo, en nombre de estas
divinidades, anunciaré a Isócrates, mi amado, y tú, al tuyo, Lisias, aquellas
otras cosas.
FED. - Así será. Pero vámonos yendo, ya que el calor
se ha mitigado.
SÓC.
- ¿Y no es propio que los que se van a ponner en camino hagan una plegaria?
FED. - ¿Por qué no?
c
SÓC. - Oh
querido Pan 172, y todos los otros dioses que aquí habitéis, concededme
que llegue a ser bello por dentro, y todo lo que tengo por fuera se enlace en
amistad con lo de dentro; que considere rico al sabio; que todo el dinero que
tenga sólo sea el que puede llevar y transportar consigo un hombre sensato, y
no otro. ¿Necesitamos de alguna otra cosa, Fedro? A mí me basta con lo que he
pedido.
FED. - Pide todo esto también para mí, ya que son
comunes las cosas de los amigos 173.
SÓC.
- Vayámonos.
[1] En los extensos prólogos de L. ROBIN y de L. Gn. a sus ediciones mencionadas en la «Nota
sobre el texto», puede encontrarse información abundante sobre los problemas
históricos y filológicos del Fedro, así como en el del comentario
también allí citado de R. HACKFORTH. Mas breve, pero valioso, es el prólogo
(ibid. cit.) al comentario de G. J. DE VRIES.
[2] Cf. E. NORDEN, Die antike Kunstprosa vom VI. Jahrhundert v. Chr. bis in die Zeit der Renaissance, vol. I, Darmstadt, 19585,
págs. 69-70.
[3] FR. SCHLEIERMACHER, Platons
Werke, vol. I, 1, Berlín,
18553, páginas 47 sigs.
[4] Sobre la
cronología pueden verse, A. E. TAYLOR, Plato. The man and his work,
Londres,
1963 (1a ed., 1926), págs. 299-300; P. FRIEDLÄNDER, Platon, vol. III: Die platonische Schriften, zweite und dritte Periode, Berlín, 19753,
nn. de las págs. 465-466; W. K. C. GUTHRIE, A
History of Greek Philosophy, vol. IV: Plato, the man and his
dialogues. earlier Period, Cambridge University Press, 1975, págs. 396-397; O. REGENBOGEN, «Bemerkungen
zur Deutung des platonischen
Phaidros»,
en
Kleine Schriften, Munich, 1961, págs. 260-262.
[5] ULRICH VON WILAMOWITZ-MOELLENDORFF,
Platon. Sein Leben und seine Werke, Berlín, 1955, pág. 359.
[6] ROBIN, págs. X-XII
del prólogo a la ed. cit. en «Nota sobre el texto».
[7] F. M. CORNFORD, Principium sapientiae. The Origins of Greek Philosophical
Thought, Gloucester,
Mass., 1971 (l.a ed., 1952), págs. 66-67.
[8] K. REINHARDT, «Platons Mythen», en Vermaechtnis der Antike,
Gesammelte Essays zur Philosophie und Geschichtsschreibung, Gotinga, 1960, página 219.
[9] R. BURGER, Plato's
Phaedrus. A defense of a philosophic art of writing, The University of
Alabama Press, 1980, pig. 91. Sobre el mito de Theuth y
Thamus, se encuentra bibliografía en este libro de Burger. Puede verse también, E. LLEDÓ, «Literatura y
crítica filosófica», en Métodos de estudio de la obra literaria, Madrid,
1985, págs. 419 y sigs.
1 Lisias, el gran
ausente del diálogo, hijo de Céfalo. Su hermano Polemarco fue ejecutado
durante la tiranía de los Treinta.
2 Céfalo era hijo
del siracusano
Lisanias.
Su amistad con Pericles pudo haber sido una de las causas por las que abandonó
su país y vino a Atenas, donde, en el Pireo, poseía una fábrica de escudos. A
Céfalo lo encontramos ya, en relación con su otro hijo Polemarco, al comienzo
de la República (327b ss.), donde se nos dan otros datos
sobre la familia.
3 Médico
ateniense y padre de Erixímaco que aparece también en el Banquete (176b, 198a, 214b).
4 Epícrates debe
de ser el demócrata ateniense a quien se acusa en el discurso 27 de Listas. Los
escoliastas dicen que era demagogo y orador.
5 Mórico, dueño
de una hermosa casa en la que solían celebrarse famosas reuniones.
6 Ístmicas I 2.
7 Ciudad en el
istmo, entre el Ática y el Peloponeso.
8 Heródico de
Selimbria, maestro de Hipócrates, y uno de los creadores de la gimnasia médica
y de la dietética. Parece que el escrito Sobre la dieta de Hipócrates
está influido por Heródico.
9 Se insinúa aquí uno de los temas fundamentales que integran la compleja composición del Fedro. Efectivamente, al final, y con el problema de la posibilidad de fijar las palabras con la escritura, se exponen las dificultades de la comunicación escrita y su carácter de simple «recordatorio» para el pensamiento vivo. A pesar de las objeciones sobre la disparidad temática del Fedro -amor, mitos órficos, retórica, crítica a Lisias, etc—, es importante señalar este inicio en el que, al relacionarse memoria y escritura, se anticipa el final del diálogo que a muchos intérpretes parece inconexo con los otros temas.
[10] Vuelta al problema de la «oralidad» o «literalidad»
del lenguaje, que confirma la tesis de la unidad subyacente al Fedro.
[11] La topografía del Fedro es una topografía
real (cf. U. vox WILAMOWITZ-MOELLENDORFF, Platon. Sein Leben und seine Werke, Berlín, 19595,
pág. 359, n. 1. También el comentario de THOMPSON [ad loc.]. Esta topografía real condiciona también una cierta topografía
ideal. WILAMONVITZ [op. cit., pág. 354] titula su capítulo
sobre el Fedro: «Un feliz día de verano»). A los pies descalzos de Sócrates
se alude también en el Banquete 174a;
220b; ARISTÓFANES,
Nubes 103, 363; JENOFONTE, Memorabilia
I, VI, 2.
[12] En el Corpus Aristotelicum (Perì kósmou prós
Aléxandron 394b20), encontramos una
referencia a estos «vientos del Norte» que soplan en el solsticio de verano.
Con el desarrollo de la rosa de los vientos, se les dio, preferentemente, el
nombre de Bóreas a estos vientos del Nordeste vecinos a los del Norte (Aparktías).
Para PÍNDARO (Píticas N 181), es
el rey de los vientos. La versión mitológica lo presenta como hijo de Aurora y
Astreo, hermano de Céfiro, Euro y Noto (ARISTÓTELES, Meteor. 364a19-22).
Procede de Tracia, país frío por excelencia para los griegos. Entre sus
acciones «titánicas» se cuenta el rapto de Oritía, nereida hija de Erecteo,
rey de Atenas. Oritía personifica los remolinos de nieve en los ventisqueros y
se la llama, a veces, «novia del viento». De la unión de ambos nacieron Zetes y
Calais, genios del viento.
[13] Parece referirse a un dêmos de Ática, y no a
un templo de Ártemis, protectora, bajo la invocación de Agraîa, de animales
salvajes. Cf.,
sin
embargo, U. vox WILAMOWITZ-MOELLENDORF, Platon, vol. II, Berlín, 19202, pág. 363.
[14] Platón se hace eco de un problema fundamental de la
sociedad y la cultura de su tiempo. «El mito muere en la época de juventud de
Platón. La razón que se levanta sobre el mundo y los dioses, el arte que se
alza sobre la religión, y el individuo sobre el Estado y las leyes, han destruido
el mundo mítico. Estas transformaciones en el arte, la religión y el Estado,
expresan un cambio interior que... se conoce con el nombre de sofística, de
Ilustración», K. REINHARDT «Platons Mythen», en Vermaechtnis der Antike, Gesammelte Essays zur Philosophie und Geschichtsschreibung, ed.
de CARL BECKER,
Gotinga, 1960, pág. 220. Platón utiliza aquí la forma sophizómenos. El
verbo sophízomai, que encontramos por primera vez en TEOGNIS, 19, cubre
un amplio campo semántico en el que también se encuentra el sentido de «ser
excesivamente sutil», «usar trucos intelectuales», etc. Cf., por ejemplo, EURÍPES, Ifig.
en Ául. 744. Una posible crítica
a la interpretación racional de los mitos se deduce de la respuesta de Sócrates
a Fedro. Esa racionalización de la mitología no tendría fin, y alcanzaría tan
múltiples versiones como múltiples son las formas de aparición del mito. Parece,
pues, que hay que dejarlas así y saborearlas tal como se cuentan. Cf. J. A. STEWART, The
Myths of Plato, Londres, 1905, págs. 242-246. Stewart cita, en nota a pág.
243, un texto de G. GROTE (A History of Greece from the Earliest Period to
the Close of the Generation Contemporary with Alexander the Great, 10 vols., Londres, 1862) en
que el platonista victoriano resume ese sentimiento religioso que Stewart desarrolla
en la Introducción a su libro como «transcendental Feeling». Cf., también, P.
VICAIRE, Platon, critique littéraire, París, 1960,
págs. 390 y sigs.
[15] Ninfa a quien estaba consagrada una fuente próxima
al río Iliso, que, probablemente, tenía propiedades medicinales.
[16] La famosa inscripción se menciona también en el Protágoras
343b, y en el Filebo 48c.
[17] Tifón, hijo de Tártaro y Gea, monstruo de cien cabezas y terrible
voz, enfrentado a Zeus (HESÍODO, Teogonía
820 ss.). Arrojado al Tártaro, se manifiesta en la erupción de los
volcanes -Zeus puso sobre él Etna-. La más antigua noticia sobre Tifón la encontramos
en HOMERO (Ilíada II 782).
Platón, tal como hará en el Crátilo, utiliza aquí un intraducible juego de
palabras: tŷphos «hinchado, vano», pero también «humo, soplo»; dtyphos
significa, por el contrario, sencillo, claro, límpido. Tal vez el
conocimiento de sí mismo a que Sócrates se refiere, a propósito de la
inscripción délfica, le lleve hasta este adjetivo, que expresaría una forma
ideal de autorreflexión.
18 Sobre este
arbusto, véanse las eruditas noticias de G. STAUBAUM, Platonis Opera omnia, recensait prolegomenis el
commentariis illustravit..., vol. IV, sect. 1, continens
Phaedrum, editio secunda multo auctior el emendatior, Gothae el Erfordiae
MDCCCLVII, pág. 20.
19 Aqueloo, río de
Grecia «que corre desde el monte Pindo a través de Dolopia... y desemboca junto
a Eniadas» (TUCÍDIDES, II 102), y también dios fluvial, padre de las ninfas y
protector de las aguas.
20 Las cigarras aparecerán más adelante (259b) en un mito sobre el origen de la pasión poética.
21 Comienza aquí
el primer discurso (lógos) del Fedro.
Se discute, efectivamente, sobre la originalidad de este discurso, que, en
principio, debe ser de Lisias. Las dotes literarias de Platón bien podrían
haber construido una especie de imitación en la que se ridiculizasen algunas
características del estilo de Lisias, que, al final del diálogo, van a ser
criticadas al plantearse el problema de la retórica. (Cf. L. ROBIN, Platon. Oeuvres
complète.;,
vol. IV, 3: Phèdre, París,
1978 [l.° ed.,
1933],
págs. LX-LXVIII;
R. HACKFORTH, Platós Phaedrus, Cambridge, 1982 [l.a ed., 1952], pág. 31, y
G. J. DE VRIES, A commentary on the Phaedrus of Plato, Amsterdam, 1969,
págs. 11-14,
donde se aducen algunos de los testimonios antiguos sobre la autenticidad del
discurso de Lisias, p. ej., DIÓGENES LAERCIO, III 25.) Textos paralelos de obras de Lisias, los ha recogido J. VAHLEN,
«Ueber die Rede des Lisias in Platos Phaedrus»,
Sitzungsberichte
der Berliner Akademie der Wiuenschaften (1903),
788-816. OTTO REGENBOGEN, reconoce,
siguiendo a Vahlen, que, estilísticamente, no hay nada que pudiera proceder de
Lisias y que lo más probable es que se trate de una «magistral ficción» de
Platón («Bemerkungen
zar Deutung des platonischen Phaidros», en Kleine Schriften, ed. de FRANZ
DIRLMEIER, Munich, 1961, pág. 250). Véase también F. LASSERRE, «Erōtikol
lógoi», Museum Helveticum I (1944), 169 y sigs.
22 Sócrates
comienza a hacer la crítica del discurso, cuya seca precisión parece haber
aceptado, escondiendo, un poco después, su ironía con el argumento de
autoridad: «sabios varones de otros tiempos, y mujeres también» (235b). Cf. Menón 81a.
23 El texto griego dice ô dam:ónie, que podría traducirse, en algún
caso, con la palabra «duende», que recoge una parte de lo que el campo
semántico de daímōn expresa. Este contagio con el que,
irónicamente, juega Sócrates lo manifiesta también en esa sustitución de su
propio daímón, de su propio duende, por el de Fedro. Cf. E. BRUNIUS-NILSSON, Daimonie, Uppsala, 1955, págs. 104 y sigs.
24 «Los nueve
arcontes juraban tocando la piedra, y prometían ofrecer una estatua de oro, si
transgredían alguna de las leyes» (ARISTÓTELES, Constitución de !os
atenienses 7, 1; también, 55, 5).
25 Con el nombre
Cípselo hay dos personajes, más históricos que míticos. El primero es un
corintio, hijo de Eetión y padre de Periandro, uno de los llamados «siete
sabios». El otro, tal vez cronológicamente anterior, es hijo de Épito, rey de Arcadia. El nombre
Cípselo parece provenir de que kyypsela es el nombre corintio de un
arca, donde, según se cuenta, su madre ocultó a Cípselo para evitar que fuera
muerto por pretendientes rivales al trono de Corinto.
26 Cf. 228a4-5.
27 Cf. 228c2.
28 Cita abreviada
de PÍNDARO (fr.
105,
SNELL). También aparece la cita en Menón 76d.
29 «Filólogo» dice
el texto. Nuevo anuncio de un problema central del Fedro que sólo, al
final, emerge con claridad. Esta «filología» no es, sin embargo, el interés
etimológico por descubrir sentidos dentro de lo «real-verbal», como en el
Crátilo, sino el planteamiento de la vida o la muerte del lenguaje por la
escritura.
30 El Sócrates
«filólogo» plantea aquí una alternativa etimológica. El sobrenombre de
«melodiosas» (lígeiai) para las Musas, lo conocemos ya desde HOMERO (Odisea XXIV 62). A pesar de la leyenda,
no se encuentra fuente que justifique ese gusto de los ligures por la «música»
ni siquiera en la guerra (HERMIAS, 48, 27 sigs.).
31 El comienzo del
discurso de Sócrates aborda un preciso planteamiento metodológico. Los
diálogos platónicos, el método socrático, nos tienen acostumbrados a esas
preguntas que intentan, efectivamente, saber de qué se habla. Pero, en este
pasaje del Fedro, se tematiza, con gran propiedad, el problema del análisis
intelectual. Hay aquí tres niveles, claramente determinados: uno que apunta al
espacio subjetivo de la deliberación (boúleusis) y que provoca el
error. Otro que se refiere al espacio objetivo, «conviene saber de qué trata la
deliberación». Al lado de la boúleusis encontramos el eidénai, el
saber de qué se trata cuando la voluntad se determina. El descubrimiento y reconocimiento de los caracteres
peculiares y, hasta cierto punto, objetivos del saber marcan un nivel de
«racionalización» que estructura el camino del conocimiento. Pero la boulē desempeña
también un papel esencial. En el centro del eidénai aparece ese «compromiso
individual» del que se hará eco la ética de Aristóteles. (Cf. Ética
nícomdquea III 1112a18 ss.). Un tercer momento lo
representa el engarce «intersubjetivo» del saber del que el «ponerse de
acuerdo» (diomologoûntai) sirve de condición y de contenido.
32 Esta ausencia de deliberación
«objetiva», de conocimiento de lo real y su «expresión», es, por supuesto, un planteamiento
continuamente enarbolado y puesto en crisis por la sofística. La superación del
posible relativismo
sofista
surge en este texto. Las cosas tienen una ousía, una determinada
estructura, cuyo descubrimiento permite el saber. Sin embargo, llegar a la ousía
es llegar a través de los vericuetos del lenguaje. Para no perderse en
ellos se precisa el previo acuerdo, el análisis de aquellos elementos
semánticos sobre cuya claridad y pretendida objetividad se funda el saber.
33 El «deseo natural de gozo» que aquí expresa Platón encuentra, como es sabido, con anterioridad a la versión epicúrea, una primera modulación en ARISTÓTELES (Ética nicomáquea I 1095a14 ss.). Frente a ese impulso natural, se sitúa todo aquel nivel de convicciones, opiniones, que en el curso de la vida van enhebrándola desde la propia y concreta experiencia, hacia un presente «mejor».
34 En la Ética
nicomáquea, ARISTÓTELES completará estos dominios que trazan los nombres de
las «excelencias» y «defectos» humanos (cf., p. ej., IV 1119b22 ss.)
35 El texto polymelēs
polyeidés, ha sido muy discutido. Más platónico parece polyeidēs. (Cf. DE VRIES, A commentary..., pág. 84; P. FRIEDLÄNDER, Platon, vol. III: Die platonische Schriften,
zweite und dritte Periode, Berlín, 19753, pág.
468.)
36 Densa y precisa
definición de Eros, en la que
también interviene la «filología» platónica, como lo muestra la relación
etimológica ÉrōsRhomē: el
amor como impulso, deseo, fuerza.
37 «Filosofía
divina» era expresión usual en el siglo IV a. C. (cf. DE VRIEs, A commentary..., pág. 91, que
cita a A.-M. MALINOREY, Philosophia. Étude
d'un groupe de mots dans la littérature grecque des
présocratiques au
4. siècle après J.-C., París, 1961, y J. VAN CAMP-P. CANART, Le sens du mot «theios» chez
Platon, Lovaina, 1956).
38 Cf. ROMERO, Odisea
XVII 217-218; PLATÓN,
Lisis 214a, Gorgias 510b, Banquete
195b, y ARISTÓTELES, Ética
nicomáquea VIII 1156b20 ss.
39 Proverbio
griego, que expresa algo semejante al cara y cruz de la moneda que, para probar
suerte, se echa al aire.
40 Cf. DE VRIES, A
commentary..., págs. 101-102, donde se ofrecen referencias a esta cita.
Hermias parece encontrar aquí una alusión a HOMERO, Ilíada XXII 262-263 (Hermiae Alexandrini in
Platonis Phaedrum Scholia, ed. de P. COUVREUR, París, 1901, pág. 61, 7).
41 Simnias,
interlocutor en el Fedón y amigo
de Sócrates. Estuvo influido por doctrinas pitagóricas.
42 Poeta lírico
del siglo VI a. C., natural de Regio (fr. 22 DIEHL
= 51 BERGK).
43 Poeta lírico de
la primera mitad del siglo VI a. C., que polemizó con Homero y Hesíodo en la «palinodia» que Platón
menciona (fr.
43
BERGK).
44 dêmos
correspondiente a la parte costera de Atenas.
45 Hímera, colonia
griega en la parte norte de Sicilia.
46 Curiosa
división platónica entre «etimólogos» antiguos y recientes. En el, Crátilo (414c) se habla ya de esos primeros nombres que se impusieron, y de su
posterior transformación al intercalarles letras. Con estas manipulaciones se
pierde, según Platón, el verdadero significado de los nombres. Los hombres de
ahora, han olvidado ya la original y primera experiencia de lo real y de lo
bello. (oiónistikē es la adivinación basada en los augurios o signos de
las aves [oiōnoí].)
47 La obra de los
trágicos griegos ha expresado, recogiendo y elaborando tradiciones míticas,
esta continuidad misteriosa de la culpa y el castigo.
48 Padres de nuestro saber» llama Platón a los poetas (Lisis 214a). Esta competencia con su propia obra pedagógica,
le llevará a expulsarlos, por falsos educadores, de la República.
49 La relación
entre poesía e inspiración se encuentra en varios diálogos (Apología 22c) y sobre todo en el Ión que se centra en este problema (cf. Luis
Gn., Los antiguos y la inspiración
poética, Madrid, 1967, y E. LLEDÓ, El concepto «Poíēsis» en la
filosofía griega, Madrid, 1961).
50 No es fácil
traducir el término griego manía, ni la palabra «locura» recoge el
sentido fundamental de ese término. En algún caso he preferido traducirlo por
«manía», «maniático», pretendiendo conservar la relación etimológica con el
griego y recuperar una parte del campo semántico perdido en la palabra
castellana. En algún caso (244a; 244d), lo he traducido por «demencia».
51 Desde que, a
principios de siglo, J. C. VOLLGRAFF propuso la lectura autokínēton por
la de aeikínēton («Conjectanea in Platonis Phaedrum», Mnemosyne 37
[19091, 433-445), se ha abierto una larga polémica (cf. DE VRIES, A commentary...,
págs.
121-122). Una buena parte
de los investigadores sostiene la lectura aeikínēton. Ya CICERÓN
lo había interpretado así: «quod semper movetur» (De reublica V 27). Esta lectura se
encuentra en la mayoría de los manuscritos. Incluso el Pap. Oxyr. 1017, que lee autokínēton,
pone, al margen, aeikikēton (cf. P. MAAS, Textkritik, Leipzig, 19604,
pág. 23). G. PESQUALI, p. e., opina que es, frente a WILAMOWITZ (Platon, II, pág. 361), autokínēton la verdadera
lectura (Storia
della tradizione e critica del testo, Florencia, 19712,
pág. 255, n. 5). También ROBIN, en su edición
del Fedro (pág. 33, n. 3), se inclina por la lectura autokínēton.
Habría que notar, sin embargo, que, a pesar de la aparente dificultad de
interpretación del aeikínéton, autokínēton, tampoco aparece en
Platón. El Lexicon de AST, recoge aeikínēton.
52 Es mucho más
clara e interesante la lectura génesis en este pasaje que la que, de
acuerdo con J. Filopón y el manuscrito T -en cuyo margen se lee gên-, interpreta
gên eis hén.
53 La división del
alma en tres especies la encontramos en la República (Iv 435c, 441c). Cf., también, ibid., X 611b ss., y Fedón 78b ss., donde surge la tesis de la simplicidad.
54 La posición del
artículo (hé psyché púsa), o su ausencia, han creado dificultades de interpretación
para aceptar la lectura distributiva de psychē pâsa. Todo lo que se
llama alma tiene, pues, una estrecha relación con lo inanimado (cf. K. REINHARDT, «Platons Mythen», en Vermächtnis der Antike..., pág. 257). Este concepto cosmológico del alma tiene que
ver con la filosofía del Platón de la última época; pero concuerda con otros
diálogos, por ejemplo el Menón 81b:
«Siendo
toda la naturaleza homogénea y habiendo aprendido y tenido experiencia el alma
de todas las cosas...»
55 En todo el Fedro,
y prestándole esa unidad de composición que, a veces, se le discute,
aparece en determinados momentos la preocupación por el lenguaje y sus «determinaciones» que va a irrumpir,
al final, con la fijación del lógos
por el grámma. La denominación de «inmortal» (athánaton), no
puede deducirse por los simples caminos del lógos.
No podemos hablar de ello para lograr, después, un eîdos que permita
entender, desde el hombre, aquella palabra que lo trasciende y que está, en
cierto sentido, fuera de su experiencia. El pasaje platónico incluye algunos
términos fundamentales de su epistemología. Efectivamente, esa imposibilidad
de «hablar con fundamento» se debe a que no hemos «visto» (idóntes) lo inmortal, y al no tenerlo
en nuestra experiencia, no hemos podido mirarlo atentamente (hikanôs
noēsantes). Entonces tenemos que construirlo, que imaginarlo (pldttomen).
El verbo plássō /pláttō significa algo así como formar,
construir, componer, modelar con un determinado material. Cf. Timeo 50a y, anteriormente, 49a ss., donde se descubre la siempre relativa imposibilidad de «nombrar»
y la dificultad de aprehender el incesante fluir de las «cualidades» (H.
FRISK, Griechisches
Etymologisches Wörterbuch, vol. II, Heidelberg, 1970, págs. 551-552). Como no son posibles
ni esa experiencia, ni esa intuición, el texto platónico deja abierta esa
«figuración» de los dioses, que no se atreve a precisar, más -«que sea como
plazca a la divinidad», dice Platón entre el escepticismo y la reverencia-. (Cf. REGENBOGEN,
«Bemerkungen...», pág. 264.)
56 El sugestivo
cuadro que Platón traza en esta famosa procesión de dioses, presenta algunas
dificultades de interpretación. Más que una descripción de los dioses
olímpicos, parece que los motivos centrales de esta alegoría son pitagóricos.
57 Hestia,
identificada con la tierra (EURÍPIDES, fr. 944) ofrece una clave para la interpretación
del pasaje, aunque a esto se opone otra teoría, pitagórica también, del fuego
inmóvil en el centro del universo (cf. ARISTÓTELES, De caelo 293a18 ss.)
58 Un resumen
sobre algunas discusiones en torno a esta clasificación de los dioses puede
verse en HACKFORTH, Platós..., págs. 71-73.
Cf. también W. K. G.
GUTHRIE, The Greeks and theirs Gods, Londres, 1950, págs. 110 sigs.
59 ousía óntōs oûsa, o sea una realidad cuya
propia sustancialidad es su ser mismo. Este ser informe, incoloro, intangible
sólo puede ser «visto» por el noûs,
que no necesita, para penetrar en la realidad, del conocimiento sensible.
60 El concepto de dóxa, tan importante en toda la filosofía
griega y tan diversamente matizado, aparece al otro extremo del conocimiento en
el que se encuentra el «ser», y que señala el momento supremo en cuyo
alejamiento se va desvaneciendo lo real. Con todo, es la dóxa el instrumento mental en el que, empalidecido, aún late lo
ideál.
61 Posiblemente,
una alusión a Atēs leímōna de EMPÉDOCLES (fr. B 121) y también al Gorgias (524a). Esta imagen tuvo una larga repercusión neoplatónica. Véase, p. ej.,
PLOTINO, VI 7, 13, donde encontramos la misma expresión, alētheías
pedíon (cf. STEWART, The Myths...,
págs.
355 y sigs.).
62 Nombre de
origen no griego, que se refiere a una cierta divinidad identificada, a veces,
con Némesis. El carácter de inevitabilidad que comporta Adrastea, así como las
referencias escatológicas de los pasajes siguientes, sumergen el mito
platónico en la corriente del orfismo.
63 Cf. Fedón 61a;
Filebo 67b; Banquete 209e ss.; República
III 403c-d.
64 Al final de la República (X
614a ss.) en el mito de Er, traza Platón un
vivo cuadro de la trasmigración y las distintas «vidas» de las almas. Cf. También Leyes
X 904a s.;
Timeo 90e ss., 92c.
65 Cf. Luis GIL,
«Notas al Fedro», Emerita XXV (1956),
311-330, y DE VRIES, A commentary...,
págs.
145-146. Puede interpretarse de diversas maneras la expresión katà tó eîdos legómenon; el sentido
parece ser: «lo que se concentra o recoge en la idea», o también «conviene que
el hombre escuche lo que la idea le habla».
66 Sobre el sentido de la andmnēsis puede verse, P. NATORP, Platos Ideenlehre. Eine Einführung in den Idealismus, Darmstadt, 19613, páginas 69-70, y E. LLEDÓ, La memoria del Logos, Madrid, 1984, páginas 119-139.
67 El verbo enthousiázō,
significa, como es sabido, «estar en lo divino», «estar poseído por alguna
divinidad». Conservo la traducción de «entusiasmo», por recoger parte del olvidado
origen semántico de la palabra, cuya inmediata etimología es, precisamente,
ese término griego.
68 manía significa algo así como «locura», «delirio»; pero conservo también, en algunos casos y por la misma razón que en n. ant., la traducción de «manía».
69 La comparación
del cuerpo con una tumba (sôma-sêma), procede del orfismo (cf. Gorgias
493a; República X 611e; Fedón 82e).
70 La visión, como
acto del más característico de los sentidos, es un motivo central de la cultura
griega y, por supuesto, de Platón. eîdos, palabra esencial del
platonismo, está etimológicamente unida a (F)ideîn (lat. videre), que
significa «ver con los propios ojos» (en ophthalmoîsin ideîn, Hoyo, Ilíada I 587).
71 Efectivamente,
con la vista no alcanzamos ese nivel superior de conocimiento. El argumento que
da Platón para esta imposibilidad, enraiza también con temas esenciales de su
filosofía. No podemos «ver» la sabiduría misma. Sería demasiado fuerte para
nuestros sentidos. El arrebato amoroso, la pasión, el deseo hacia el saber
«visto», traspasan todas las fronteras de lo humano. La luz del saber mismo, la
claridad del conocimiento puro, arrastran al hombre a un mundo que ya no es
suyo. La sabiduría tiene, necesariamente, que limitarse, en principio, a las
insuperables condiciones del cuerpo y de la sensibilidad, una vez que el alma,
en su caída, ha tenido que agarrarse a la materia.
72 La belleza es
frontera entre ese conocimiento sensible y la forma superior e intuitiva del
saber, cuyo supremo esplendor, como «mente», no podemos «ver». Pero la belleza
sí «se deja ver». Su ser es, pues, fronterizo, su realidad inmanente y, en
cierto sentido, trascendente; nos ata a la «visión» del instante, y nos
traspasa también hacia ese deseo, que tensa el amor en un tiempo más pleno y
largo que el de la temporalidad inmediata que los ojos aprehenden.
73 Visión de un
rostro que arrastra hacia otro horizonte, porque la belleza que «refleja» imita
el verdadero mundo que, en otro tiempo, vio. «Imitación», «visión», «idea»,
«cuerpo», elementos fundamentales de la epistemología platónica, que, en estas
páginas, se entrelazan en peculiar tensión.
74 La fuerza de
esa serie de imágenes descansa en ese pân tēs psychēs eîdos. Traduzco,
excepcionalmente, de acuerdo con la tensión y sentido del texto, pân eîdos por
«sustancia». La unión de ambos términos permite esa interpretación. eîdos es, pues, en este caso y por el
contexto, algo más que lo que se ve, que la «forma» o «idea» como objeto de visión.
75 Platón juega
con una extraña etimología de hímeros (hiénai «ir»; mérē «partes»; rhoē «corriente»). En realidad, no está clara la etimología de
Umeros que significa
«deseo, amor, necesidad de placer». La relación con el ant. ind. isma
«primavera», «dios del amor», aunque semánticamente tiene pleno sentido, no
explica la formación de la palabra. Por ello, habria que pensar en la
etimología propuesta por BALLY (Mémoire de la Société Linguistique de Paris, 12, pág. 231), si-smero-s, si-smer-io y en relación con
el antiguo indio smarati ( <*sméreti) «acordarse», «venir a la
mente»). Compárese con mérimna, mérmeros,
mártys «pensamiento vivo», «acordarse vivamente», etc. (Cf. H. FRISK, Griech: Etymol. Wörterbuch, I, pág. 726.) En realidad, la etimología platónica
no permite traducir hímeros por
«flujo de deseos», ya que entre los componentes de esa pseudoetimología no se
encuentra ninguno que signifique «deseo». Al traducirlo, en este caso, por
«flujo de deseo» se intenta ser fiel a lo que Platón insinúa; pero la
traducción correcta de ese término es «deseo», «anhelo».
76 El fragmento
citado, podría ser un invento de Platón, o bien una refundición platónica (cf.
M. L. WEST, Hesiod, Theogony, Oxford, 1966, v. 831). La distinción entre denominaciones
que dan los dioses o los hombres la encontramos ya en HOMERO (Odisea X 305, XII 61; Ilíada I 403, II 813, XIV 291, XX 74). pterós en la curiosa etimología en la
que Platón piensa, podría estar formado por un juego de palabras: Érōs pterón («ala») pter («padre»?).
La etimología de pterón tiene que ver con el indoeuropeo *pter. El
grupo consonántico pt se encuentra en
pétomai «volar», «levantarse». El verbo pieróō (estar
provisto de alas) tiene también el significado de «excitarse». Cf. ANACREONTE, 53,
1-4 (Preisendanz-Brioso): «Cuando te miro entre los jóvenes, la juventud me
vuelve. Entonces, para el baile, al viejo que yo era le brotan alas» (pteróumai).
77 Parece, contra
la suposición de DE VRIES, A commentary...,
página
161, que autón, habría que unirlo a theón y no a ekeînon. Aquel
amado al que se escoge se debe asemejar al «mismo dios» de cuyo séquito formó
parte.
78 mnēmē.
La
memoria engarza, como la piedra magnética del Ión (533e), la cadena de la participación entusiasta (enthousiôntes)
con el otro universo del que la belleza o el saber del hombre son reflejo.
79 Todo el pasaje
insiste, a través del Eros, en el tema de
la «semejanza a la divinidad» que caracteriza al pitagorismo y al
platonismo.
80 sóphrosyne,
aidōs, alethinē dóxa, son los términos que fundan el sentido de
estas imágenes, que expresan aquellos deseos que se dejan dominar por lo
racional del alma (cf. República IX
580a ss.; IV 439d).
81 Cf. República IV 440a ss.
82 La visión del Eros que arrastra al amado, según la interpretación de DE
VRIES, A commentary..., págs. 167-168.
83 Cf. HOMERO, Ilíada V 397; Odisea XVII 567. Fórmulas parecidas
se, encuentran en República VIII
566c, IX 571e, 574c.
84 Cf. Lisis 213a ss.
85 Cf. n. 75.
86 Ganimedes,
adolescente pastor en las montañas próximas a Troya. Según nos relata el Himno
homérico a Afrodita (V 202-217),
Zeus raptó a Ganimedes prendado
de su belleza. En la Ilíada (XX
232-235) se dice que «al divino Ganimedes, nacido el más bello de
todos los hombres mortales, lo arrebataron los dioses, de bello que era, para
que escanciara el vino a Zeus y viviera con
los que nunca mueren». En las Leyes (I 636d), hay una referencia
a Ganimedes y su mito como invención de los cretenses.
87 La importancia de la visión, como efecto de un sentido superior, se ha indicado ya en la n. 70. En el texto al que allí se hace referencia se habla, efectivamente, de «visión» (ōpsis). En este pasaje, son los ojos mismos (ómmata), como instrumentos de la sensación, quienes tienen capacidad para «filtrar», y ser cauce por el que pasa «el manantial de la belleza». La realidad del ojo marca una frontera, hecha de una materia sutil, que permite el encuentro entre la belleza apenas cosificable, y realizada como resplandor que, a veces, los seres despiden. Está «en ella», pero no es sólo y todo ella. La influencia de esta thōría fue grande en el neoplatonismo. Plotino habla de los «ojos del alma», ómmata tēs psychês (Enéadas VI 8, 19, 10), que captan lo que «aparece», lo que es «fenómeno». Aquello que los ojos han visto, ópsis ommátōn (Enéadas I 6, 8, 4-10), es una suprema belleza que yace dentro sin adelantarse a lo exterior. Por eso, no hay que «volverse a los anteriores reverberos de los cuerpos. Porque, al ver las bellezas corpóreas, en modo alguno hay que correr tras ellas, sino sabiendo que son imágenes y rastros y sombras, huir hacia aquellas de las que éstas son imágenes» (cf. tb., ibid., I 6, 4, 1 ss.). Ya ARISTÓTELES (É. N. VI 1144a29-30) habla de la prudencia como «ojo del alma» (cf. «los ojos de la experiencia», É. N. VI 1143bl3).
88 Los griegos
creían que, en ciertas enfermedades de los ojos, bastaba con la simple mirada
para contagiarse (cf. PORFIRIO, De abstinentia
I 28).
89 El espejo y la
mirada son dos elementos que expresan la singular estructura de la relación
amorosa: el reflejo de sí mismo frente a sí mismo, y el resplandor del otro
que irradia, a través de la vista, en la intimidad del propio ser. Este
encuentro que afirma la subjetividad, la proyecta y construye, busca también en
el otro la prolongación y continuidad del propio ser. En el libro IX de la Ética
nicomáquea, donde se habla de la philautia, del amor a sí mismo
(1168a30-ll69bl), y en el libro VII de la Ética eudemia (1240a8-1240b42),
ARISTÓTELES analiza este carácter «doble» de la philia. «Y el hombre absolutamente bueno
busca ser amigo de sí mismo, como se ha dicho, porque pone dentro de sí dos
partes que, por naturaleza, desean ser amigas y que es imposible separar» (É. E. 1240b30-34). Sin embargo, es en M. M.,
donde aparece el tema del espejo, a propósito de la amistad: «De la misma
manera que nosotros, cuando queremos ver nuestro propio rostro, lo vemos
mirándolo en un espejo, así también tenemos que mirar al amigo si queremos
conocernos a nosotros mismos. Pues, como decimos, el amigo es un otro yo» (1213a20-24).
90 Anteros,
contrafigura de Eros, que surge en el
ambiente de los «gimnasios». Según nos informa PAUSANIAS (VI 23, 3), «En una de las
palestras hay un relieve con las figuras de Eros
y
Anteros, el primero con un ramo de palma, e intentando quitárselo al otro». Cf., también, del
mismo PAUSANIAS (1 30, 1): «El altar que hay en la ciudad y que llaman de
Anteros, dicen que es ofrenda de los metecos, porque cuando enamorado el meteco Timágoras del
ateniense Meles, éste le mandó, despreciándolo, que se tirase desde lo más
alto de la roca; Timágoras, sin estimar su vida y queriendo agradar al muchacho
en todo, se despeñó. Meles, cuando lo vio muerto, se arrepintió tanto, que se
precipitó desde la misma roca y murió también. Los metecos creyeron, desde entonces,
que Anteros era el vengador de Timágoras» (trad. de A. TOVAR).
91 Para ser
coronado como vencedor, era preciso ganar tres veces a su rival (cf. PLATÓN, República
583b, Eutidemo 277d; y ESQUILO, Euménides 589).
92 Estos años son
la suma de los períodos, entre las sucesivas vidas por las que ha pasado el
alma. cf. P. FRUTIGER, Les mythes de Platon, París, 1930,
págs. 255 y sigs. Anteriormente ya se ha referido Platón a estos «números
escatológicos», p. ej., en 248e ss. Cf. Fedón 81c s.,
y
HERÓDOTO, II 123: «Los primeros que hablaron de esto fueron los egipcios, al
decir que el alma del hombre es inmortal... y que, después de haber pasado por
todos los seres de la tierra, del mar y del aire, entra en el cuerpo de un
hombre que vaya a nacer, y que este giro se le cumple en tres mil años. Los
griegos... como si fuese suya han hecho uso de esta doctrina.»
93 Así se llama a
Fedro en el Banquete (177d).
94 Esta alusión a
la vida «filosófica» de Polemarco no sólo indica la relación intelectual con
Sócrates, sino, tal vez, una repulsa a la tiranía de los Treinta que, como se
ha indicado, condenará a muerte al hijo de Céfalo.
95 En los Schofia
se dice que «los antiguos llamaban logógrafos a los que escribían discursos
a sueldo, y los vendían en los tribunales». Sócrates, sin embargo, utiliza el
término en sentido más amplio. (Cf. DE VRIES, A commentary..., pág. 182.)
96 Más literalmente, podría traducirse por «escribir discursos» (lògous
gráphein), pero, como en otros muchos pasajes del diálogo, la traducción de
lógos por discurso puede resultar trivial y pobre. En primer lugar,
porque el término «discurso» monopoliza y acota excesivamente un campo
semántico que, en muchos momentos, apenas tiene que ver con lógos, y en
segundo lugar, la traducción que aquí se ofrece, permite anticipar lo que va a
constituir el problema más importante de la parte final del Fedro.
97 El pasaje ha
sido muy controvertido. Algunos lo consideran una glosa, sobre todo la
referencia al Nilo que comenta el proverbio con el que Sócrates inicia su
intervención (cf., p. ej., HAMFORZH, Plato’s...,
pág. 113; DE VRIES, A commentary..., págs. 184-187).
98 No bastaba,
pues, para la «permanencia» de las palabras del orador político que llegase a
convencer a su auditorio. Sus palabras debían «sostenerse», no ser borradas de
la tabla de propuestas que, en cada sesión, tenía lugar, y lograr que, a través
de la escritura, llegase a convertirse en nómos,
que prolongaba su vida más allá de la inmediata temporalidad de la voz y el
instante.
99 Son confusos
los datos que la tradición nos ofrece sobre el mítico fundador de la
constitución espartana, aunque parece ser que su obra legislativa tuvo lugar en
torno al año 885 a. C. Cf. J. B. BURY-R. MEWS, A History
of Greece, to the death of Alexander the Great, Londres, 1975 4,
pág. 98; también H. BENGTSON, Griechische Geschichte
von den Anfängen bis in die römische Kaiserzeit, Munich, 19602, págs. 100-101, donde
se comenta la bibliografía de las Retras de
Licurgo, quien, con su obra legislativa, suavizó las tensiones entre el pueblo
y sus reyes, siguiendo el consejo del oráculo de Delfos (PLUTARCO, Licurgo 6). El poder compartido de dos
«reyes», el consejo de ancianos (gerousía),
reforma agraria, educación de la juventud (agōgē) son algunas de sus creaciones. PLATÓN, en el Banquete (209d), menciona a Licurgo y a Solón, famosos por sus leyes. También, en la República (599d), se refiere a la labor legislativa de Licurgo.
100 Hombre de
Estado y poeta ateniense que vivió a finales del siglo VII a. C., emparentado por línea materna con Pisístrato,
el tirano y legislador ateniense. Sus reformas en la distribución de la
tierra, en los pesos, medidas y monedas lo hicieron famoso (ARISTÓTELES, Constitución
de los atenienses 10).
101 Rey persa del
linaje de los Aqueménidas, cuya tarea legislativa y administrativa, comenzada a
finales del s. VI a. C., pervive en muchas ciudades de la época helenística.
Impuestos anuales, organización del Imperio en veinte satrapías,
reorganización del ejército, unificación de la moneda y la creación de un
sistema de comunicaciones contribuyeron a configurar la estructura del mundo antiguo.
PLATÓN, en las Leyes (695c-d), habla de cómo Darío «juzgó conveniente
regir bajo leyes, impuestas por él mismo, introduciendo una cierta igualdad».
O. REGENBOGEN ha matizado agudamente la
referencia platónica a los tres legisladores («Zur Deutung des platonischen Phaidros», en F. DIRLMEIER [ed.],
Kleine
Schriften, Munich, 1961, págs. 260-261).
102 W. C. HELMBOLD
y W. G. RABINOWITZ consideran esta frase como una interpolación (Plato,
Phaedrus, Indianápolis, 19849,
pág. 47). Una expresión semejante a andrapodōdeis hēdonaí se
encuentra, sin embargo, en la Carta VII 335b (cf. DE VRIES, A commentary..., páginas 191-192).
103 Según FRUTIGER,
Les mythes..., pág. 233, éste y el mito de Theuth y Thamus, que
vendrá a continuación, son una invención platónica. El mito de los cisnes (Fedón
84e-85b) tiene una cierta semejanza con éste. En la estructura del Fedro,
el canto de las cigarras es un interludio para el tema final del lenguaje
y. la escritura.
104 De las nueve
Musas, sólo a cuatro menciona Sócrates en este pasaje. Las cinco que faltan
son Clío, Musa de la historia; Melpómene, del canto y la armonía; Polimnia, de
la poesía lírica; Talía, de la comedia, y Euterpe, de la música de flauta. Sus
funciones, sin embargo, antes de la época alejandrina, no están muy bien
diferenciadas. Terpsícore es la Musa de la danza.
105 Musa de la
elocuencia y de la poesía épica.
106 El dominio de
Urania es la astronomía. Tal vez se deba el que pueda establecerse esta
relación entre filosofía y astronomía, al hecho de que los orígenes de la
filosofía griega estuvieron tan unidos a la observación del cielo.
107 Proverbio
puesto en boca de Néstor (Ilíada II
361).
108 Sócrates
menciona aquí una palabra clave de la retórica, la «persuasión» (peithō).
El mecanismo de este
proceso, en el que, a veces, no interesa tanto la verdad cuanto la apariencia,
ha sido objeto de numerosos estudios. Todavía, sin embargo, hay territorios
inexplorados en este problema fundamental de la «epistemología» de la vida. Un
planteamiento relativamente novedoso sobre la estructura del peitheîn es
el de R. KRAUT, Socrates and the
State, Princeton University Press, 1984.
109 La
interpretación de este pasaje ha sido muy discutida (cf. DE VRIES, págs.
197-198).
110 Sobre esta
expresión, véase J. SÁNCHEZ LASSO DE LA VEGA, «Notulae»,
Emerita XXVIII (1960),
125-142. (Cf.
ARISTÓFANES,
Avispas 191.)
111 En la Carta VII
345a, se encuentra una expresión
parecida: «dice el tebano». Es posible que en Esparta existiese un proverbio
sobre la verdad de lo dicho como condición del bien decir (cf. DE VRIES, A commentary..., págs. 201-202).
112 Sobre la
elocuencia de Néstor, véase Ilíada I 247-249; sobre la de Ulises, Ilíada III 216-224. Parece extraña esta
referencia a posibles tratados de «retórica», escritos, entre combate y
combate, por héroes homéricos. Se trata de un juego en el que Néstor es el
sofista Gorgias, y Ulises es Trasímaco o Teodoro de Bizancio (cf. B. SÈVE, Phèdre
de Platon, commentaire, París, 1980, págs. 107-108). Sobre este tipo de «adivinanzas»,
puede verse otro texto de PLATÓN, en Banquete
221c-d.
113 Palamedes,
héroe de la leyenda homérica. Los trágicos le hicieron personaje principal de
algunas de sus obras. En la República (522d)
y
en las Leyes (677d), PLATÓN se refiere a la inventiva de
Palamedes. Parece adivinarse, bajo este nombre, a Zenón o, como FRUIDLÄNDER
pretende, a Parménides (Platos, vol. III, págs. 215-216). Unas líneas más adelante se le
adjetiva como «eleata» (261d), capaz de
identificar en uno los distintos opuestos (cf. Parménides 127e, 129b).
114 Trasímaco de
Calcedonia era un retórico y sofista cuya actividad transcurrió a finales del
siglo V a. C. En su Megalē
téchnē hizo aportaciones al desarrollo de los mecanismos retóricos
del lenguaje, capaces de despertar emociones. Un aspecto importante de su
«retórica» fue la crítica política. En el libro I de la República es Trasímaco el interlocutor principal (336a sigs.). Por el peculiar carácter de este libro, se
ha considerado como un diálogo independiente que podría haber llevado el
nombre de Trasímaco.
115 Cf. la divertida variatio en el pasaje del Hipias mayor (301d-302b) sobre la
identidad y la dualidad; también, en República
(I 334a), la paradoja del «buen
guardián».
116 Cf. Hipias menor 369b ss.
117 Surge aquí el
tema de la escritura como paradigma. Sócrates va a hacer repetir el discurso
«escrito» de Lisias. La fijeza de la escritura permite, a su vez, volver sobre
la temporalidad de lo «oído» y evitar el juego de las palabras perdidas ya en
la phonē.
118 Cf. Alcibíades I 111a-b.
119 El problema de
la precisión conceptual, parte fundamental de la dialéctica, permite
aproximarnos al contraste y verificación que, unas líneas más arriba (263a), habrá servido para «pensar lo mismo». De ahí
que todos aquellos conceptos, difícilmente contrastables, sean el campo abonado
para la retórica que Sócrates ha criticado.
120 El punto en el
que ahora se halla la discusión incide en una nueva reflexión sobre el Amor,
desde la perspectiva alcanzada.
121 Cf. n. 19.
122 Dios oriundo de
Arcadia, a quien se le
atribuye la protección de los rebaños. Su figura humana se sostiene en patas de
macho cabrio. Enamorado de la vida bucólica, se le representa con una siringa y
un cayado de pastor.
123 El hijo de Zeus y Maya (cf. Himno homérico a Hermes XVIII 3). Es el padre de Pan a
quien, recién nacido, ocultó y llevó al Olimpo para que, por su fealdad, no asustase
a su propia madre, ninfa hija de Dríope. Inventó la siringa que habría de ser
atributo de Pan.
124 La estructura del lenguaje, como la de un organismo vivo, era un lugar
común de los retores. Esta unidad interna es la proporción que unos miembros
guardan respecto a los otros (cf. Político
277b, Filebo 64b,
66d, Timeo 69b, Leyes 752a).
125 El famoso rey de Frigia, a quien, según una de las versiones de su leyenda, Dioniso le concedió el don de convertir en oro todo lo que tocase.
126
El epigrama lo trasmite,
entre otros, DIÓGENES LAERCIO (I 89), que lo atribuye a Cleóbulo. Platón
suprime dos versos del texto que reproduce Diógenes (cf. Antología palatina
VII 153).
127 Anteriormente,
en 262c, se ha referido Platón a la
dificultad de precisar las palabras si se carece de los «paradigmas (paradeigmata)
adecuados». Aquí encontramos de nuevo el término. Estos paradigmas que, en
otros momentos del pensamiento platónico, se convertirán en «ideas», son
objetos «teóricos» que hay que tener a la vista para encaminar correctamente
el curso dialéctico (cf. Eutifrón 6e, República 596b).
128
Cf. n.
50.
129 No parece ser cita refundida de la Odisea (V 192), sino de la Ilíada (XXII 157). Cf. DE VRIES, A commentary..., pág. 218.
130 Cf. Menón 75d-e, donde se
sintetizan las condiciones de la buena argumentación. Véanse, además, Filebo
17a, Sofista 253c ss., Crátilo 390c. En República VII 533c ss., habla Platón de las ventajas del «método
dialéctico» (dialektikē méthodos); también, en VII 534e.
131 Teodoro de Bizancio,
retórico de la segunda mitad del siglo V a. C., contemporáneo y rival de
Lisias. Cf. ARISTÓTELES, Retórica
1414b8 ss.
132 Sofista y poeta
de principios del siglo IV a. C. (cf. Apología 20b, y Fedón 60d ss.)
133 Fundador, con Córax, de la escuela de
retórica de Sicilia. Vino a Atenas con Gorgias. (Cf. QUINTILIANO, Institutio oratoria III 1.)
134 Gorgias de
Leontinos, famoso sofista. La fecha que con más precisión conocemos -aunque se
afirma que vivió más de cien años- es su venida a Atenas el 427 a. C. (TUCÍDES, III 86). El testimonio del mismo Platón, en el Menón 71c, hace suponer alguna otra visita. Según R. S. BLUCK,
no parece que haya estado posteriormente (Plato’s Menon, ed. con introd. y
com., Cambridge University Press, 1961, págs.
215-216.) En un viajero como Gorgias, sería lógico suponer repetidas visitas a
Atenas, en las que se habría forjado su leyenda. En este pasaje del Fedro, se
ironiza sobre el «método» de Gorgias, como prototipo del método sofístico.
135 Pródico de
Ceos, célebre sofista, que estuvo en Atenas entre el año 431 y 421 a. C. En el Protágoras, es uno de los
interlocutores.
136 El otro gran
sofista de la segunda mitad del siglo v a. C., natural de Élide y compañero de Protágoras.
Es famosa su habilidad y su «autarquía» (cf. Hipias menor 368b-c).
137 Polo de Agrigento, discípulo de
Gorgias y de Licimnio. Apenas hay noticias de él. Por ello, no es seguro que compusiese
una obra con el título que puede interpretarse de este pasaje. Cf. DE VRIES, A commentary...,
págs.
223-224, que aporta testimonios sobre este problema.
138 Licimnio de
Quíos, lírico y retórico, vivió a comienzos del siglo rv a. C. ARISTÓTELES (Retórica
1414bl7 s.) se refiere a las características de su complicado estilo.
139 Alusión, en
estilo homérico, a Trasímaco de Calcedonia (cf. n. 114).
140 Sócrates piensa
también en Eurípides al que anteriormente (268c)
menciona,
aunque aquí, a pesar de la sintaxis de la frase, sólo nombra a Sófocles.
141 Adrasto, rey de
Argos, hijo de Tálao y Lisímaca. Según PíNDAxo (Nemeas IX 9), fue
Adrasto quien estableció los juegos de Sición. En este mismo poema cuenta parte
de la historia de Adrasto. Mandó la expedición de «los siete contra Tebas» en
compañía, entre otros, de su yerno Polinices. Las dotes oratorias de Adrasto
fueron famosas, por haber convencido a los tebanos para que devolvieran los
cuerpos de las víctimas caídas ante las murallas. La leyenda cuenta también que
recuperó los cuerpos por haber convencido a Teseo, rey de Atenas, de que
atacase a Tebas. (Cf. TIRTEO, 8, 8 -ADRADOS,
I, 138- Adrēstou melichógērun.).
142 Pericles, hombre de Estado ateniense, cuya vida llena la historia griega durante el siglo V a. C.
143 Sócrates alude
a las acusaciones sobre su «charlatanería» y su «estar en las nubes»
(ARISTÓFANES, Nubes 1480). Cf. L. GIL, introducción
a la edición del Fedro, págs. LV-LVI; DE VRIES, A commentary..., página 233; HACKFORTH, Platos...,
pág. 150. Meleto acusa a Sócrates de ocuparse de «meteorologías», PLATÓN, Apología
19b.
144 Anaxágoras de
Clazómenas contemporáneo y amigo de Pericles. Al final de su vida, tuvo que
huir de Atenas, acusado de impiedad por los enemigos del político ateniense.
145 Se discute la
correcta lectura de los términos de Anaxágoras a los que Platón se refiere.
Efectivamente, noûs es un concepto fundamental en el pensamiento de
Anaxágoras; pero tanto ánoia como diánoia parecen ser «lecturas»
platónicas, y, por consiguiente, ambas pueden discutirse, aunque es preferible
ánoia.
146 Asclepio, el
dios de la medicina, hijo de Apolo y de Corónide, que aprendió del centauro
Quirón el arte de la medicina, que, practicado por sus descendientes llamados
Aselepíadas, tuvo extraordinaria importancia en el desarrollo de la medicina
científica. Hipócrates fue el más famoso de estos médicos. Sobre la posible
alusión de este pasaje a algún texto concreto, véase la introducción de C.
GARCÍA GuAL a Tratados Hipocráticos, vol. I, B.C.G. 12,
Madrid, 1983, págs. 32-37.
140 Expresión
semejante a «ser abogado del diablo». HERMIAS
(249,
13) cuenta de un lobo que, viendo a unos pastores que comían cordero, dijo: «Si
fuera yo el que hacía esto, qué revuelo se armaría» (Hermiae Alexandrini...,
ed. supra cit. en n. 40).
148 Los
comentaristas antiguos (p. ej., Hermias, 251, 8) ven una irónica
alusión a Córax y al significado de su nombre, «cuervo».
149 Por el mito que
a continuación se narra, parecería que esta oposición se refiere al
«escribir», o al «decir» discursos.
150 Entre los
muchos pasajes que hacen tan intensa y sugestiva la lectura del Fedro, puede
recogerse éste como ejemplo. Es un anuncio del mito que inmediatamente va a
seguir. Cuatro niveles del texto: 1) el pasado, tan caro a Platón, en el que
se asentó una cierta forma de sabiduría; 2) la «memoria del lógos» que viene
circulando de boca en boca y que, como «oído» (akoē), es previo a
toda letra, a todo escrito; 3) la «verdad» de lo oído. Una verdad velada en el
pasado, donde se encuentra su sentido y su justificación. Sólo los antiguos
«saben la verdad». El texto griego dice, realmente: «vieron la verdad». En el verbo
eîdon (y en el perfecto oîda), como en otros pasajes del Fedro
-p. ej., en el párrafo anterior dirigiido a Tisias (273d)-, resuena el sentido de «ver». Lo verdadero es
lo «presente»; la verdad es lo «visto». 4) Un cuarto nivel -también en el
párrafo dirigido a Tisias- lo constituye el «saber buscar la verdad» en el
campo de las «opiniones» humanas, donde debe yacer oculto el sentido que, «en
una síntesis o idea» (míã idéa, 273e), hay que levantar. El descubrimiento de este
nivel superior nos libera ya de la servidumbre a los otros, a los «compañeros
de esclavitud».
151 Náucratis,
ciudad fundada por comerciantes de Mileto en torno al 650 a. C. Hacia el 560,
el rey Amasis (XXVI dinastía) la convirtió en puerto privilegiado para el comercio
griego. La prosperidad de Náucratis acabó con la conquista, en el año 525, de
Egipto por Cambises.
152 Pájaro sagrado
de la mitología egipcia, representación del dios Thot. Continuamente buscaba
alimento y, por ello, llegó a considerársele dios de la inteligencia.
153 Pasaje muy
discutido. Razones «mitólogicas» harían pensar en que hay que leer theòn
Ánimōna (cf. L. Gn., «De nuevo sobre el Fedro», Emerita XXVI [1958], 215 y
sigs.).
154 Hasta la
moderna gramatología, que ha vuelto a recoger este original mito platónico sobre
los principios de la escritura (cf. J. DERRIDA, «La pharmacie de Platon», en La dissémination, París, 1972,
páginas 71-197), no ha sido estudiado, con el interés que merece, en las obras
clásicas sobre la filosofía platónica. El que Platón lo haga aparecer aquí, al
final de su diálogo sobre los dioses, el amor y la retórica, tiene une especial
significación. El autor de los Diálogos, los escritos más próximos a la voz y a la temporalidad
inmediata de la vida, plantea la imposibilidad de una escritura que, como la
del diálogo «escrito» -tiempo dentro de otro tiempo, lenguaje dentro del
lenguaje-, pretenda dar razón de sí misma. En la tradición mitológica, el
inventor de la escritura fue Prometeo, pero los caracteres de esa escritura,
tal como han llegado hasta nosotros, son una adaptación del alfabeto fenicio,
cf. R. HARDER, «Die Meisterung der Schrift durch die Griechen», en Kleine Schriften..., página 85.
Este trabajo está recogido, con otros estudios fundamentales sobre la historia
de la escritura griega, en GERHARD PFOHL (ed.), Das Alphabet.
Entstehung
urild Entwicklung der griechischen Schrifi, Darmstadt, 1968. Los
griegos llamaban a su escritura phoinikeìa sēmeia «signos
fenicios». En las inscripciones griegas más antiguas, el orden lineal de esos signos
podía ir también de derecha a izquierda. Se discute la época de este préstamo,
mientras A. MENZ da las fechas en torno a 1400 a. C. («Die Urgeschichte des Alphabets», Rheinisches Museum, N. S., 85 [1936], 347 y sigs.),
RHYs CARPENTER, lo sitúa en torno
al 720 a. C. («The Antiquity of Greek
Alphabet», en American
Journal of Archeology 37 [1933], 8 y sigs.; recogido ahora en la
obra de Pfohl anteriormente citada, donde también se publica parte de la
polémica en torno al trabajo de Carpenter,
p.
ej., el artículo de B. L. ULLMAN, «Wie alt isi das griechische Alphabet?»). Los signos entre
inscripciones diferentes -la primera que se encuentra es a comienzos del s. vm
a. C.- presentan peculiaridades que hacen suponer que el alfabeto fenicio fue
adaptado, independientemente, en distintos lugares del mundo griego. La
diferencia más importante frente a la escritura fenicia fue el desarrollo del
sistema vocálico (cf. HARDER, op. cit., pág. 86).
155 Sobre la
estructura ambivalente del phármakon abundan los textos platónicos: Cármides
155e, Crátilo 394a, Protágoras 354a, Fedón 63d, República 459c, Timeo 89c, Leyes 649a.
156 Todo el pasaje
es una referencia a los principios de la epistemología platónica. Conocer es
recordar (Menón 81b), pero desde
dentro. La exterioridad de la escritura y la insistencia en este hecho, alude a
uno de los problemas esenciales. de la «pedagogía».
157 La distinción
entre mnēmē «memoria» e hypómnēsís «recordatorio»,
tiene que ver con ese carácter de «interioridad»-«exterioridad», fundamental
también en la pedagogía platónica.
158 àneu didachês «sin
didáctica», dice el texto griego. Esta didáctica sería, pues, un elemento del
proceso de interiorización que constituye la pedagogía «viva», la que no presta
sólo «apariencia de sabiduría».
159 El sentido de
esta referencia a Egipto y al contraste con la cultura griega lo ha analizado,
en este texto, RONNA BURGER, Platos Phaedrus.
A
defense of a philosophic art of writing, University of Alabama Press,
1980, págs. 91-109. La oposición entre Grecia y Egipto expresa la que puede surgir
entre la cultura dinámica y la «paralización» mitológica, entre la posible
liberación del hombre y los celosos dioses (pág. 93).
160 Cf. HOMERO, Ilíada
(XXII 126-127), Odisea
XIX 162-163: «Pero, con
todo, dime tu linaje y de dónde eres, pues seguro que no has nacido de una
encina de antigua historia ni de una piedra». También, HESÍODO, Teogonía 35
(cf. M. L. WEST, Hesiod,
Theogony, Oxford, 1966, páginas
167 y sigs., donde se hace referencia a otros textos de la literatura griega
relacionados con esta historia).
161 En estas líneas
se sintetiza una especie de teoría de la verdad. El «quién» sea el que hable, y
«de dónde» provenga su habla, modifica esa «substancial» verdad que provenía de
las encinas o las rocas. El proceso epistemológico, frente al monolítico e
ingenuo saber, cerrado en sí mismo y sin contraste con algo «fuera de él».
162 Al concluir el
breve diálogo entre Theuth y Thamus, Sócrates va a comentar sus aspectos
esenciales. Un análisis, pues, intrahermenéutico, como aquel que, al comienzo
del libro VII de la República, se hace del «mito de la caverna».
163 Posiblemente,
el tema egipcio lleve a Platón a esta comparación con la pintura: la zoographía
de la escritura jeroglífica, al lado de las grámmata (cf. Ros. EISLER, «Plato und das ágyptische
Alphabet», Archiv für Geschichte der Philosophie 34 [1922], 3-13).
164 También las
palabras (lógoi) presentan ese silencioso y solemne aspecto; pero esa
apariencia no está atravesada por un «pensamiento» que la sustente y articule.
El lenguaje escrito, como se dirá inmediatamente, está necesitado de una ayuda
«fuera de él mismo» que lo haga inteligible, o sea que lo haga hablar. Las palabras
escritas, siguiendo el mito egipcio, son, pues, silenciosas efigies, incapaces
de dar razón de sí mismas. No hay letra viva. La escritura en la que Platón
piensa, no conserva nada de aquello que alienta en la phonē y cuya
máxima expresión es el diálogo.
165 El texto
presenta varios aspectos esenciales de la teoría del conocimiento en Platón.
«Escribir en el alma del que aprende» es una metáfora que supone ya la
aceptación de la escritura en ese proceso intelectual en el que el lenguaje
«lleno de sentido» (met' epistēmēs)
se
convierte en escritura interior, en proceso de fundamentación e intelección.
Este fenómeno de «consciencia y reflexión» ayuda al lenguaje en su soledad y lo
defiende de la irrupción de cualquier otro lenguaje que, sin fundamento,
pretenda invadir al alma y «escribirse» en ella.
166 El lenguaje de
aquel que piensa y que, al pensar, adquiere el fundamento y el sentido de lo
«dicho», está «lleno de vida», y, en este caso, la escritura no es sombra, sino
reflejo de la palabra.
167 Los «jardines
de Adonis» constituían un rito funerario establecido por Afrodita en honor de
Adonis, el hijo de Mirra. En vasijas con tierra se plantaban semillas que, regadas
con agua caliente, florecían en pocos días y, en pocos días también, se
marchitaban. Estos cultivos representaban la súbita muerte de Adonis. Las
fiestas tenían, además, lugar en pleno estío (TEOFRASTRO, Historia plantarum
VI 7, 3). Cf. M. DÉTIENNE, Les jardins d'Adonis. La mythologie des aromates en Gréce, París, 1972,
especialmente págs. 187-226
(hay trad. esp. de J. C. BERMEJO [Madrid, 1983]).
168 Como las plantas
marchitas, precipitadas en otro tiempo distinto del de su propia naturaleza,
la «escritura en el agua», era también expresión de la obra inútil y sin
sentido. Escribir queda, pues, como un «pasatiempo». El tiempo de la
escritura, lejos ya del tiempo de la vida.
169 De todas
formas, estos «jardines de las letras», servirán como siembra para hacer
despertar, en la vejez, la memoria.
170 A pesar de la
crítica a la escritura que subyace al diálogo entre Theuth y Thamus, Platón
hace, en este pasaje, el mayor elogio a ese cauce de la escritura que, cuando
tiene sentido y fundamento, deja pasar por él esa «semilla inmortal», que
prolonga el tiempo humano más allá del cerco de cada naturaleza individual.
171 Orador y
retórico ateniense, contemporáneo de Platón y discípulo de Pródico y Tisias. A
consecuencia de la guerra del Peloponeso se arruinó su familia -su padre era
un conocido fabricante de flautas- y se dedicó a la «logografía». En la última
época de su vida fundó una escuela en la que se educaron políticos y oradores
famosos. Se ha discutido mucho esta referencia final a Isócrates que, por diversas
razones, podría considerarse también como una ridiculización (cf. SÈVE, Phédre..., páginas
165-166).
172 Cf. T. G. ROSENMEYER,
«Plato's Prayer to Pan, Phaedrus 279b8-c3», Hermes 90 (1962),
34-44.
173 El origen de
este proverbio se atribuye a Pitágoras (DIóGENEs LAERCIO, VIII 10). Cf. Lisis 207c; República 424a, 449c; Leyes 739c;
ARISTÓTELES,
É. N. VIII 1159b30.