La Iglesia y el Liberalismo
Revista "ROMA", Nº 63-64

B. LOS ERRORES MODERNOS

I - Orígenes, fundamentos y consecuencias

   Pero el afán pernicioso y deplorable de novedad que surgió en el siglo XVI, habiendo, primeramente, perturbado las cosas de la Religión, por natural consecuencia vino a trastornar la filosofía y mediante ésta, toda la organización de la sociedad civil. De allí, como de un manantial, se han de derivar los más recientes postulados de una libertad sin freno, a saber, inventados durante las máximas perturbaciones del siglo XVII y lanzadas después, mediando este siglo, como principios y bases de un nuevo derecho que era hasta entonces desconocido y discrepaba no sólo del derecho cristiano sino en más de un punto también del derecho natural.

   El supremo entre estos principios es que todos los hombres como se entiende que son de una misma especie y naturaleza, así también son iguales en su acción vital, siendo cada uno tan dueño de sí mismo que de ningún modo está sometido a la autoridad de otro, que puede pensar de cualquier cosa lo que se le ocurra y obrar libremente lo que se le antoje, ni nadie tiene derecho de mandar a nadie.

   Constituida la sociedad con estos principios, la autoridad pública no es más que la voluntad del pueblo, el cual como no depende sino de sí mismo, así él solo se da órdenes a sí mismo pero elige personas a quienes se entrega, de tal manera, sin embargo, que les delega más bien el oficio de mandar y no el derecho, que sólo en su nombre ejerce. Se cubre aquí con el manto de silencio el poder soberano de Dios, ni más ni menos como si Dios no existiese, o no se preocupase para nada de la sociedad del género humano, o como si los hombres, ya individual ya colectivamente nada debieran a Dios o se pudiese concebir alguna forma de dominio que no tuviese en Dios su razón de ser, su fuerza y toda su autoridad.

   De este modo, como se ve, el Estado no es más que una muchedumbre que es maestra y gobernadora de sí misma, y como se afirma que el pueblo contiene en sí la fuente de todos los derechos y de todo poder, síguese lógicamente que el Estado no se crea deudor de Dios en nada, ni profese oficialmente ninguna religión, ni deba indicar cuál es, entre tantas, la única verdadera, ni favorecer a una principalmente; sino que deba conceder a todas ellas igualdad de derechos, a fin de que el régimen del Estado no sufra de ellas ningún daño. Lógico será dejar al arbitrio de cada uno todo lo que se refiere a religión, permitiéndole que siga la que prefiera o ninguna en absoluto, cuando ninguna le agrada. De allí nace, ciertamente, lo siguiente: el criterio sin ley de las conciencias individuales, los libérrimos principios de rendir o no culto a Dios, la ilimitada licencia de pensar y de publicar sus pensamientos.

   Admitidos estos principios, que frenéticamente se aplauden hoy día, fácilmente se comprenderá a que situación más inicua se empuja a la Iglesia.

   Pues, donde quiera la actuación responde a tales doctrinas, se coloca al catolicismo en pie de igualdad con sociedades que son distintas de ella o aun se lo relega a un sitio inferior a ellas; no se tiene ninguna consideración a las leyes eclesiásticas, y a la Iglesia que, por orden y mandato de Jesucristo, debe enseñar a todas las naciones, se le prohíbe toda ingerencia en la educación pública de los ciudadanos.

   Aun en los asuntos que son de la competencia eclesiástica y civil, los gobernantes civiles legislan por sí y a su antojo, y tratándose de la misma clase de jurisdicción mixta desprecian soberanamente las santísimas leyes de la Iglesia.

   En consecuencia, avocan a su jurisdicción los matrimonios de los cristianos, legislando aun acerca del vínculo conyugal, de su unidad y estabilidad; usurpan las posesiones de los clérigos, diciendo que la Iglesia no tiene el derecho de poseer; obran, en fin, de tal modo respecto de ella, que negándole la naturaleza y los derechos de una sociedad perfecta, la ponen en el mismo nivel de las otras sociedades que existen en el Estado; y por consiguiente, dicen, si tiene algún derecho, si alguna facultad legítima posee para obrar, lo debe al favor y las concesiones de los gobernantes.

   Si en algún Estado, con la aprobación de las mismas leyes civiles, la Iglesia ejerce su jurisdicción y se ha estipulado públicamente entre ambas potestades un Concordato, proclaman el principio de que es preciso separar los asuntos de la Iglesia de los del Estado, y esto con el intento de poder obrar impunemente contra la fe jurada, y, apartados todos los obstáculos, constituirse en árbitros de todos los asuntos.

  Mas como la Iglesia no puede sufrir esto con resignación, ni puede, pues, abandonar sus deberes más sagrados y graves, y como categóricamente exige el cumplimiento íntegro y fiel de la fe que se le ha jurado, a menudo se originan conflictos entre el poder eclesiástico y civil cuyo resultado es casi siempre que aquél que con menos medios humanos cuenta, sucumba al más fuerte.

   De modo que en esta situación política de que hoy día muchísimos se han encariñado, ya se ha formado una costumbre y tendencia, o de quitar completamente de en medio a la Iglesia, o de tenerla atada y sujeta al Estado. En gran parte se inspira en estos designios lo que los gobernantes hacen. Las leyes, la administración pública, la enseñanza laica de la juventud, la incautación de los bienes, y la supresión de las órdenes religiosas como la destrucción del poder temporal de los Romanos Pontífices, todo obedece al fin de herir el nervio vital de las instituciones cristianas, sofocar la libertad de la Iglesia Católica y triturar sus otros derechos.

II - Refutación

La soberanía del pueblo

   La sola razón Nos convence cuánto distan de la verdad estas concepciones acerca del gobierno estatal.

   Pues, la misma naturaleza enseña que cualquier potestad en cualquier tiempo desciende de Dios como de su altísima y augustísima fuente. Aquella otra opinión (la soberanía popular autónoma) si muy bien se presta para procurar halagos y encender muchas pasiones, sin embargo no se apoya en ninguna razón probable ni posee suficiente fuerza para asegurar la tranquilidad pública y el orden pacífico constante. El hecho es que con estas doctrinas las cosas han llegado a tal punto que muchísimos recibieron como ley en la jurisprudencia civil el derecho a rebelión, pues, prevalece la opinión de que los gobernantes no son sino delegados, lo cual es necesario para que todo sin distinción pueda mudarse mediante el arbitrio del pueblo y amenace siempre cierto miedo de disturbios.

Indiferentismo religioso

   Opinar, empero, acerca de la Religión que nada importan las entre sí distintas y aun contrarias formas de ella, equivale realmente, a confesar que no se quiere aprobar ni practicar ninguna. Si esto de nombre se diferencia del ateísmo, en el fondo viene a ser lo mismo. Pues, quienes están persuadidos de que Dios existe, con tal que quieran ser consecuentes consigo mismos y no caer en el mayor de los absurdos, comprenderán necesariamente que las formas de culto divino que se practican siendo tan distintas y de tanta disparidad, pugnando entre si aun en los puntos más importantes, no pueden ser igualmente aceptables, ni igualmente buenas, ni igualmente agradables a Dios.

El verdadero concepto de la libertad

   Del mismo modo, la facultad de pensar cualquier cosa y de expresarla en lenguaje literario, sin restricción alguna, lejos de constituir en si un bien del cual con razón la humanidad se gloríe, es más bien la fuente y el origen de muchos males.

   La libertad como virtud que perfecciona al hombre, debe versar sobre lo que es verdadero y bueno. Ahora bien, la verdad lo mismo que el bien no pueden mudarse al arbitrio del hombre sino que permanecen siempre los mismos, no se hacen menos de lo que son por naturaleza: inmutables. Cuando la mente da el asentimiento a opiniones falsas y la voluntad abraza lo que es malo y lo practica, ni la mente ni la voluntad alcanzan su perfección, antes bien se desprenden de su dignidad natural y se despeñan a la corrupción. Por lo tanto, no debe manifestarse ni ponerse ante los ojos de los hombres lo que es contrario a la virtud y a la verdad, mucho menos defenderlo por la fuerza y la tutela de la ley. Por cuanto sólo una vida bien llevada es el camino que conduce al cielo, adonde nos dirigimos todos, el Estado se aparta de la norma y ley naturales, cuando permite que la licencia de opinar y de obrar el mal tanto se corrompa que deje impunemente desviarse las inteligencias de la verdad y el espíritu de la virtud.

Exclusión de la Iglesia

   Por eso, el excluir a la Iglesia, que Dios mismo fundó, de la vida activa, de las leyes, de la educación de la juventud, de la sociedad doméstica, constituye un gran y pernicioso error. No puede haber una sociedad de moral sana cuando no tiene Religión; más sobradamente de lo que quizás debiéramos, conocemos lo que de suyo es y adonde conduce aquella filosofía de vida y moral, llamada cívica.

   La Iglesia de Cristo es la verdadera maestra de la virtud y la salvaguardia de la moral; Ella es la que conserva intactos los principios de donde se derivan las obligaciones, y, proponiendo a los hombres los más eficaces motivos para vivir honestamente, manda no sólo huir de las maldades sino también reprimir los movimientos interiores contrarios a la razón. Pretender que la Iglesia, aun dejando a un lado el ejercicio de su misión divina, esté sujeta a la potestad civil, es, al mismo tiempo, una grave injuria y una gran temeridad; con ello se perturba el recto orden, pues las instituciones naturales se anteponen a las sobrenaturales, eliminando o por lo menos grandemente disminuyendo un sinnúmero de bienes con que la Iglesia, si se viese libre de toda traba, colmaría la vida diaria; además, se da entrada franca a las enemistades y luchas cuyos grandes perjuicios para la Iglesia y el Estado se ha podido comprobar con demasiada frecuencia.

III - Condenación

   Estas doctrinas que la razón humana no puede probar y que repercuten poderosísimamente en el orden de la sociedad civil, han sido siempre condenados por los Romanos Pontífices, Nuestros predecesores, plenamente conscientes de la responsabilidad de su cargo apostólico.

   Así GREGORIO XVI, en su Carta Encíclica que comienza Mirari Vos, del 15 de Agosto de 1832 condena en gravísimos términos lo que entonces ya se propalaba: que en materia de culto divino no había necesidad de escoger, que cada cual es libre de opinar sobre la religión lo que le plazca, que el juez de cada uno es únicamente su propia conciencia, que, además, cada cual puede publicar lo que se le antoje y que igualmente es lícito maquinar cambios políticos.

   Acerca de la separación entre la Iglesia y el Estado, decía el mismo Pontífice lo siguiente: No podríamos augurar bienes más favorables para la Religión y el Estado, si atendiéramos los deseos de aquellos que ansían separar a la Iglesia del Estado y romper la concordia mutua entre los gobiernos y el clero; pues, manifiesto es cuánto los amantes de una libertad desenfrenada temen esa concordia, dado que ella siempre producía frutos tan venturosos y saludables para la causa eclesiástica y civil.

   De la misma manera, PÍO IX, siempre que se le presentó la oportunidad, condenó muchos de los errores que mayor influjo comenzaban a ejercer, mandando más tarde reunirlos en un catálogo, a fin de que, en tal diluvio de errores, los católicos tuviesen a qué atenerse sin peligro de equivocarse.

IV. Principios fundamentales de la doctrina católica sobre el Poder y el Estado

   De estas declaraciones Pontificias lo que, sobre todo, debe deducirse es lo siguiente: que la autoridad civil debe buscar su origen en el mismo Dios, no en la multitud del pueblo; que el derecho a la revolución es contrario a la razón; que no es lícito a los individuos como tampoco a los Estados prescindir de los deberes religiosos ni del mismo modo sentirse obligados a los diferentes cultos; que la ilimitada libertad de pensar y de jactarse públicamente de sus ideas no pertenece a los derechos de los ciudadanos ni a la naturaleza de las cosas ni es digna en manera alguna, del favor y de la protección.

   De igual modo debe comprenderse que la Iglesia, no menos que el mismo Estado, es, esencial y jurídicamente, una sociedad perfecta, y que los gobernantes supremos no deben luchar para forzar a la Iglesia a que les sirva o les esté sometida, ni deben dejar coartada su libertad de desarrollar las actividades que le son propias, ni mermarle un ápice de sus demás derechos que Jesucristo le ha conferido.

   En los asuntos de común incumbencia, es muy conforme a la naturaleza como a los designios de Dios no separar a los poderes, menos aun oponerlos recíprocamente, sino más bien buscar entre ambos aquella concordia que condice con las finalidades inmediatas que dieron origen a cada una de ambas sociedades.

   Estas son las normas que, según las enseñanzas de la Iglesia Católica, deben regir la constitución y el gobierno de los Estados.

   Estas leyes y decisiones no se oponen, empero, de por sí si bien se mira, a ninguna de las diferentes formas de régimen estatal, no teniendo nada como no tienen, que repugne a la doctrina católica y pueden, administrándolos con sabiduría y justicia, ser garantías de la mejor prosperidad pública.

    Hay más, de suyo no es de ningún modo reprensible que el pueblo tome mayor o menor parte en el gobierno; pues, en ciertas ocasiones y bajo ciertas leyes, puede ello no sólo constituir una ventaja sino pertenecer a la obligación de los ciudadanos.

   Además no hay razón alguna para acusar a la Iglesia o de limitarse a una blandura y tolerancia, mayor de la debida o de ser enemiga de lo que constituye la genuina y legítima libertad.

La verdadera tolerancia

   En realidad, aun cuando la Iglesia juzgue no ser lícito el que las diversas clases de cultos divinos gocen del mismo derecho como competa a la verdadera Religión, sin embargo, no condena a los Jefes de Estado quienes, sea para conseguir algún gran bien, sea para evitar algún mal, en la idea y en la práctica toleren la co-existencia de dichos cultos en el Estado.

   También suele la Iglesia procurar con grande empeño que nadie sea obligado a abrazar la fe católica contra su voluntad, pues, como sabiamente advierte SAN AGUSTÍN, nadie puede creer sino voluntariamente(1).

   Del mismo modo, no puede aprobar la Iglesia aquélla libertad que engendra el menosprecio a las santísimas leyes de Dios y se dispensa de la obediencia a la legítima autoridad. Ella es más bien licencia que libertad, y SAN AGUSTÍN la llama justamente libertad de perdición(2) y SAN PEDRO, velo de malicia (I Pedro 2, 16).

   Aun más, por ser ella contraria a la razón, es una verdadera servidumbre, pues el que comete el pecado, se hace esclavo del pecado(Juan 8, 34).

   A aquélla se opone la legítima y apetecible verdad que, en el orden individual, no permite que el hombre se someta a los amos abominables del error y de las malas pasiones, y que en el orden público, gobierna sabiamente a los ciudadanos, procura ampliamente los medios de progreso y preserva el Estado de ajenas arbitrariedades.

   Pues bien, la Iglesia, más que nadie, aprueba esta libertad noble y digna del hombre y para afianzarla en toda su solidez e integridad no cesó nunca de esforzarse y de luchar.

   En efecto, de todo lo que más contribuye al bienestar común, todo cuanto provechosamente se ha instituido para contrarrestar la licencia de aquellos gobernantes que no se preocupan del pueblo, cuanto impide a los supremos poderes públicos inmiscuirse descaradamente en los asuntos del municipio y del hogar, cuanto concierne al honor, a la persona humana, a la conservación de la igualdad de derechos para todos y cada uno de los ciudadanos, de todo ello, la Iglesia Católica ha sido siempre o la iniciadora, o la realizadora o la protectora, según lo atestiguan los documentos de pasadas edades. Siempre, pues, consecuente consigo misma, si por una parte rechaza la libertad inmoderada la que en los individuos y en los pueblos degenera en licencia o esclavitud, por otra parte, voluntaria y gustosamente abraza los adelantos que traen consigo los días con tal que signifiquen verdadera prosperidad de esta vida que es como la carrera a aquélla otra que nunca acaba.

   De modo, pues, que la afirmación de que la Iglesia rechaza las más recientes conquistas de la vida pública y que en bloque repudia cuanto creara el genio de Nuestros tiempos no es sino una calumnia vana y ayuna de verdad. Ciertamente, rechaza las teorías insanas, reprueba el nefando afán de alterar el orden público, y particularmente, aquélla disposición de ánimo en que se vislumbra el principio de la voluntaria apostasía de Dios.

   Mas como todo lo que es verdadero no puede proceder sino de Dios, cualquier verdad que el espíritu humano, en sus investigaciones, descubra la Iglesia la reconoce como cierta huella de la mente divina. Y dado que no hay en el orden natural ninguna verdad que pueda destruir la fe en las enseñanzas recibidas de Dios antes bien muchas apoyan esta misma fe, y como todo descubrimiento de verdad puede impulsarnos a conocer y alabar al mismo Dios, la Iglesia siempre acogerá gozosa y voluntariamente todo cuanto ensanche el dominio de las ciencias, y con diligencia favorecerá y adelantará, como suele hacerlo, aquellas disciplinas que tratan de la explicación de la naturaleza, no menos que otros ramos del saber.

   Por estos estudios, la Iglesia no se fastidia si la mente halla algo nuevo; no se opone a que se busquen medios para un mayor decoro y bienestar de la vida; hay más, enemiga del ocio y de la pereza, desea con toda el alma que los espíritus humanos produzcan frutos abundantes mediante el ejercicio y el cultivo de sus facultades; estimula toda clase de artes y oficios; dirige con su espíritu todos los estudios de estas cosas a la holgura y bienestar, tratando sólo de impedir que la inteligencia y el trabajo no aparten al hombre de Dios ni de los bienes celestiales.

Mas todo ello, aunque muy razonable y prudente, poco agrada a Nuestros tiempos, por cuanto los estados no sólo no se adhieren a la doctrina que enseña la sabiduría cristiana sino que parecen aun alejarse cada día más de ella. Esto no obstante, como la verdad, una vez que se ha anunciado suele, por su propia fuerza, difundirse ampliamente e impregnar poco a poco las mentes humanas, conscientes, por ello, de Nuestro supremo y santísimo cargo, es decir, movidos por la Apostólica misión que cumplimos para con todos los pueblos, proclamamos con absoluta franqueza toda la verdad, no como si no conociésemos perfectamente la mentalidad de los tiempos, o como si creyésemos que habían de repudiarse los adelantos modernos, sanos y útiles, sino porque queremos que la marcha de la cosa pública tenga despejado de tropiezos el camino, afianzado su fundamento, y ello, mediante la libertad genuina sin desmedro; pues, entre los hombres la verdad es la madre y óptima guardiana de la libertad: la libertad os hará libres (Juan 8, 32).

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