NICEA Y EL CONCILIO
VATICANO II 
Marcel de Corte
                                                                                           

   San Epifanío es aún más severo: "Arrio no interpreta la Sagrada Escritura literalmente (en griego: has ekhei to theion gramma) sino según los impulsos morbosos de su subjetivi dad -no hay otra forma de traducir el enérgico has autós nosôn-, presa del afán de bús queda y de la logomaquia inútil"(32). "Cuando los arrianos citan las palabras de Jesús trans mitidas por Juan (17,3): "La vida consiste en conocerte a Ti, solo Dios verdadero", saltan de gozo como si al fin hubieran descubierto en la Escritura un texto en que sólo el Padre es proclamado Dios". San Epifanío retruca in mediatamente: "Pretendéis que solamente el Padre es verdadero Dios. ¿Qué decimos nosotros del Hijo? ¿Acaso no es verdaderamente el Hijo de Dios y, por lo tanto, también Dios? Si no lo es, vana es nuestra fe y vana vuestra predicación (kérigma). ¿Acaso San Juan no nos enseña que el Hijo es la Luz verdadera, y la Luz verdadera no es acaso Dios, según él?"(33). Por lo tanto, el Evangelio no debe ser interpretado según textos aislados de su contexto, sino que todos ellos tomados en conjunto nos proporcionan, bajo la inspiración del Espíritu Santo, su verdadero sentido. Debe leerse en su sentido literal con todo su contexto, como lo hará Santo Tomás en la Catena Aurea y lo dirá en la Suma Teológica: "Es menester recordar que el autor de la Escritura es Dios y que el sentido primario de ésta es el sentido literal, histórico", en el que "las palabras usadas significan realidades"(34). La Palabra de Dios es realista, y las palabras y los conceptos que las mismas expresan no remiten a elaboraciones de la mente sino a realidades; de lo contrario, la fe católica no sería más que mitología, obra de ficción.

   Incompatible con ese realismo sobrenatural, la herejía arriana no puede sino ser condena da. Según ella, la Palabra de Dios no se refiere a realidades extramentales sino a formas a priori que la filosofía inmanentista construye y cuyo sello imprime en la Escritura para que ésta pueda ser comprendida.

   El concilio de Nicea, lejos de "abrirse" al mundo de ese tiempo, a su subjetivismo, a su inmanentismo, reconoció solemnemente el carácter objetivo de la Revelación, la necesidad de que el dogma se adose a una filosofía rea lista para la cual la verdad significa conformidad de la mente con el ser extramental, y la obligación que tiene el cristiano de recurrir al sentido común, tanto desde el punto de vista del conocimiento natural como del conocimiento sobrenatural. Por su negativa a admitir las "aspiraciones" de los hombres de su época y, sobre todo, a las presiones de los intelectuales, de los clérigos, de los "expertos", de los "mandarines" y de los "teólogos" deseosos de complacer al mundo, el concilio de Nicea salvó la fe católica.

   Nicea mostró definitivamente que la predicación, el "kérigma", la "pastoral" que no se nutra, hasta en sus menores intenciones, de la fe teologal objetiva y que, so pretexto de adaptarse a las exigencias de los hombres, apele a los falaces recursos de la inmanencia, no podrá menos que caer en la herejía.

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   Precisamente es eso lo que comprobamos, con una especie de horror sobrenatural, a partir del Vaticano 11 en la Iglesia: a impulsos de un grupo de conjurados, adeptos del inmanentismo y de la praxis propia de la filosofía moderna, una teología "pastoral" inédita en la historia de la Iglesia ha aflojado hasta la ruptura los lazos que la unen a la teología dogmática, de la cual debe depender en todos sus aspectos(35).

   Por su inspiración y sus consecuencias el Vaticano II ha efectuado una revolución copernicana en la teología, paralela, con un intervalo de dos siglos, a la revolución kantiana producida en la filosofía: ya no es la mente la que gravita en torno de las cosas sino que las cosas gravitan en torno de la mente humana. Tanto en su sensibilidad como en su entendimiento y en su razón, el pensamiento del hombre está dotado de estructuras y de formas cuyas leyes inmanentes se imponen al conocimiento de las cosas en el momento mismo en que éste se efectúa. Así, pues, el hombre no descubre en los fenómenos que se le presentan otra cosa que no sea su propia inmanencia. El pensamiento ya no depende de la realidad extramental sino que, al contrario, la realidad extramental -si así puede decirse- es la que depende del pensamiento y de las leyes inmanentes al pensamiento. Conocer es captar los fenómenos y someter los a esas leyes inmanentes de suerte que la verdad ya no consiste en la conformidad del intelecto con el ser extramental, sino en la conformidad del intelecto consigo mismo, lo cual equivale a la definición del inmanentismo.

   La filosofía que impregna buen número de las páginas de las Actas del Vaticano II ya nada tiene en común con el sano y robusto sentido común en que se inspiraron Nicea y la vida católica hasta este último siglo. A través de innumerables canales (entre los cuales la enseñanza no es el menor) cuyos provee dores inagotables lo constituyen las llamadas instituciones "democráticas" que atomizan la sociedad e incitan a cada ciudadano a no buscar más que su propio provecho, un inmenso y profundo inmanentismo se ha extendido en la humanidad y, a través de ella, en los miembros de la Iglesia.

   Es hecho irrecusable que los hombres de hoy se vuelven cada vez más asociales, individualistas a todo trance, y que el colectivismo no les resulta más que un medio de "realizar" su yo al que consideran el valor supremo. Ya no viven unos con otros como órganos de un mismo cuerpo y con miras al bien común de ese cuerpo. Viven unos junto a otros, cada uno replegado sobre sí mismo, y para actuar los mueven sólo sus exigencias, sus pretensiones y sus reivindicaciones personales.

   Han reemplazado la vida social real que les impone la naturaleza misma de las cosas, independientemente de su voluntad y de su arbitrio, por mecanismos institucionales, administrativos y burocráticos que, por ser creaciones suyas, dejan aparentemente intactas sus personas autónomas, pero que de hecho los arrojan a una maquinaria pseudo-comunitaria, artificial, constrictora, esclavizante, de la cual sólo son engranajes pasivos. La "sociedad persona lista y comunitaria" a la cual aspiran en su abandono de lo social y bajo la presión del inmanentismo que los embriaga como una droga presuntamente salvadora, se convierte poco a poco en un suplicio cada vez más refinado, ante el aplauso de sus propias víctimas. Ruunt in servitutem. El esquema abstracto de esa "sociedad nueva" que cada yo elabora en su conciencia y cuya realización espera para col mar su deseo de inmanencia, esboza ya ante sus ojos ciegos "el hormiguero definitivo y perfecto" que preveía Valery. Cada uno quiere pertenecerse a sí mismo, no depender de nadie, ser enteramente libre, no sufrir ninguna alienación, no ser ya un extraño para sí mismo, no quedar bajo la férula de otro y no tener más finalidad que su propio desenvolvimiento integral.

   Esa quimera es común al liberalismo y al colectivismo: la fase socialista o comunista del segundo no es sino la última etapa indispensable para la abolición de todas las formas alienantes de la sociedad y para el desarrollo de cada yo, de ahora en adelante igualado y hermanado con todos los otros. "El comunismo hará imposible todo lo que existe fuera de los individuos" profetiza Marx. "El socialismo dará al individuo independencia total con respecto a los otros individuos", repite Kautsky. "El socialismo es el individualismo lógico y completo", concluye Jaurés. Entre la sociedad liberal progresista y el socialismo no hay ninguna diferencia: el individuo construye dentro de su mente la "sociedad" en la que por fin será él mismo de la cual es su principio y también será su fin. Todo parte de la inmanencia para desembocar en la perfecta inmanencia.

   Esa es la filosofía que hoy se propaga sobre el planeta. Al "abrirse" al mundo con el fin de "renovar" la Iglesia y el cristianismo, el Vaticano II tomó en préstamo los conceptos y las "aspiraciones" de aquélla. Nuestros contemporáneos ya no viven en sociedad: están en disociedad. La crisis de la Iglesia universal corre pareja con la crisis social universal. La influencia de la disocie dad moderna y del inmanentismo que la caracteriza fue determinante para el Vaticano II.

   De esa manera se explica una novedad tan absoluta en la historia de los concilios: un con cilio que se desentienda de toda definición dogmática, de toda denuncia de los errores que afligen a nuestra época -¡a1 comunismo ni siquiera se lo nombra!-, de todo anatema y que hasta reprueba, por boca de los dos pontífices que lo presidieron sucesivamente, el empleo de ese método tradicional.

   "Fuera los profetas del infortunio -exclama Juan XXIII-; según ellos la sociedad contemporánea no sería más que ruinas y calamidades"(36). Y agrega: "Lo importante es que la doctrina se estudie y se exponga de acuerdo con los métodos que exige la coyuntura presente. En efecto: una cosa es el depósito de la Fe, y otra el modo según el cual ese depósito debe ser enunciado". Ahora bien, "con palabras nuevas pensamos traducir, pero en realidad introducimos un mundo diferente... Las palabras pertenecen a sistemas mentales: al adoptar las primeras aceptamos inconscientemente los segundos; creemos decir lo mismo con otras palabras, pero, en realidad, el cambio de lenguaje entraña, sin que nos demos cuenta, un cambio de pensamiento"(37). En una sociedad que se disloca y que, para disimular su derrumbe se titula "sociedad en cambio", ¿qué otra cosa podía esperarse?

   Indudablemente, los dogmas tradicionales no están ausentes del Vaticano II. Empero, la lectura de las Actas del concilio nos los muestran sólo con referencias dispersas, diluidas, distorsionadas. Nunca se percibe el esqueleto, mejor dicho el sistema nervioso de su conjunto orgánico. Al contrario: en el concilio las cosas sucedieron como si el Credo de los concilios anteriores, y en particular el de Nicea, tuviera que volver a ser interpretado en función de un lenguaje nuevo, exigido, al parecer, por el cambio de mentalidad y requerido por la acción que la Iglesia debería emprender para reconquistar la audiencia que había perdido en el mundo moderno. Al adoptar el lenguaje de la "nueva sociedad personalista y comunitaria", que se esfuerza en vano por surgir de las ruinas de la antigua, el concilio cedió en numerosos puntos a la tentación del inmanentismo propio de toda sociedad que se extravía. El lenguaje ya no se refiere a lo real sino a estados de ánimo subjetivos. En las palabras que se emplean comúnmente cada uno pretende deslizar un sentido personal, una apelación apenas disimulada a la propia inmanencia y a la "sociedad" con la que cada uno sueña para salir de esa situación intolerable que repugna a la naturaleza social del hombre. Para escapar a la angustia que produce el inmanentismo "ya no basta conocer el mundo -como dice Marx-, hay que cambiarlo", hay que actuar. La "pastoral" adoptada por el concilio responde a ese frenesí de la acción tan característico de nuestro tiempo.

   De ello resulta una subversión total en la jerarquía de los valores que la Iglesia siempre mantuvo hasta el presente. La primacía de la actividad especulativa o contemplativa en el orden sobrenatural ha sido reemplazada por la primacía de la actividad práctica. Más aún: de esa actividad práctica erigida en un absoluto ha surgido una nueva dogmática cuyo inmanentismo ya nada tiene en común con la fides ex auditu, con la fe teologal que se nos impone desde fuera por vía de la Sagrada Escritura y de la Tradición.

   El sentido común, confirmado por la filoso fía aristotélica y tomista, distingue netamente el orden especulativo, que rige el conocimiento de las verdades universales y necesarias, del orden práctico, que se refiere a la acción, al fin por realizar aquí y ahora y, por lo tanto, a lo particular, a lo contingente. La metafísica y la moral son, humanamente hablando, diferentes una de otra: la segunda no deriva de la primera ni ésta de la segunda. No sucede lo mismo en el terreno de los conocimientos sobrenaturales, en el cual el orden práctico se halla rigurosamente subordinado al orden especulativo y en el que este último llega a la acción sin cambiar de naturaleza. La fe, que está en la fuente misma de todos nuestros conocimientos de lo sobrenatural, pertenece ante todo y esencialmente al orden especulativo porque su objeto es la Verdad revelada por Dios, que no puede equivocarse ni engañarnos, como rezaban los viejos catecismos. "De suyo, lo cierto es que, entre todas las virtudes, la primera es la fe". Resulta imposible actuar bien, en el campo de lo sobrenatural, si de antemano no se piensa bien sobrenaturalmente. El fin último aquí en la tierra no puede menos que estar en la inteligencia por la fe, y luego en la voluntad por la esperanza y la caridad. Es menester representarse ese fin antes de actuar. Por lo tanto, en este mundo la fe tiene prioridad sobre todas las demás virtudes sobrenaturales(38).

   La acción surge, pues, de la sobreabundancia de la contemplación. Cuanto más fe se tiene, más se actúa. El contemplativo que somete su inteligencia a la verdad sobrenatural extra mental que nos revelan la Sagrada Escritura y la Tradición, es el hombre de acción por excelencia. Un hombre de acción que no fuera contemplativo se descarriaría inmediatamente. De ello resulta no sólo que la caridad es inseparable de la fe, sino también que le está subordinada hasta tanto la fe dé paso a la visión beatifica en el otro mundo donde Dios será simultáneamente Él mismo lo que se ve y aquello por lo cual lo vemos. En la vida futura la fe ya no será necesaria.

   Por eso no puede haber un concilio que sea pastoral sin que de antemano sea integralmente dogmático. Si la pastoral se define como la práctica de la Iglesia y como la obra que la Iglesia emprende para la salvación del mundo, se advierte en seguida que siempre existió desde los comienzos del cristianismo con el nombre de aplicación de la enseñanza de las verdades de la fe a la vida de los fieles. La pastoral empezó a asumir carácter autónomo a partir del siglo XVIII(39), cuando las verdades de la fe fueron cuestiona das e incluso negadas por el subjetivismo y el inmanentismo que invadían las mentes. Con el Vaticano II esa pastoral se impuso sobre el dogma y en lugar de "imprimir en las inteligencias las verdades de la fe y de grabar en los corazones los hábitos sanos de una vida verdaderamente cristiana", como siempre lo había hecho y como Pío XII lo recomendó con insistencia al clero de Roma y al mundo en 1948(40), la Iglesia, mediante un aggiornamento sin precedentes, se propuso adaptarse a un mundo despreocupado al máximo del realismo y de la objetividad en materia sobrenatural (al igual que de todo lo demás) y fatalmente disponer y acomodar la fe según el lenguaje, los conceptos y las "exigencias" de ese mundo extraviado.

   No hay duda de que tal viraje se realizó con habilidad y de que la curva descrita por el concilio sólo la advirtieron las miradas avizoras. Pero en los textos se detectan fácilmente los retoques que Padres conciliares vigilantes introdujeron en declaraciones que se alejan de la tradicional subordinación de la acción a la contemplación. Por lo demás, ya no aparece el lenguaje firme, preciso, de significado indiscutible, que se aprecia en los conci1ios anteriores; con frecuencia el lenguaje es vago, impreciso, ambiguo. Apela al sentimiento, a la afectividad, mucho más que al razonamiento lógico. Su significado suele encubrirse tras el recurso a la sociología y a la psicología "modernas", de las cuales lo menos que puede decirse es que son discutibles.

   La palabra clave de la fe católica objetiva, sobrenatural, no aparece -según tengo entendido- más que cinco veces en las ochocientas páginas de las Actas del concilio, y a menudo con sentido trivial. Se la encuentra dos veces en las ciento seis páginas de la Constitución dogmática "Lumen Gentium" (§ 61 y 690), ni una sola vez en el Decreto sobre la Liturgia (58 páginas), ni en el Decreto sobre el Ecumenismo (28 páginas), ni en el Decreto sobre la Iglesia Oriental (21 páginas), ni en la Constitución dogmática sobre la Revelación divina (27 páginas) -¿no es el colmo?-, ni en el Decreto sobre el Ministerio pastoral de los Obispos (40 páginas), ni en el Decreto sobre la Adaptación y Renovación de la vida religio sa (20 páginas), ni en "Gaudium et Spes", enorme fárrago de 140 páginas.

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NOTAS

  • (32) Panaria, XXII, p. 631, edic. ya citada.  (Volver)  

  • (33) Ibíd., XXXII, p. 639. (Volver)

  • (34) S. Th., Iª pars, qu. 1, art. 10. (Volver)

  • (35) 35 Cf. la obra del R. P. Wiltgen (que durante largo tiempo, junto con las declaraciones de Mons. Lefebvre, será la prueba irrefutable de la Umwertung, la inversión de las posiciones cristianas en el Vaticano II), Le Rhin se jette dans le Tiber [El Rin desemboca en el Tíber], trad. franco París, Editions du Cedre, 1973, p. 16 y sigs., y la declara  ción de Juan XXIII que rompe con toda la tradi ción de la Iglesia: "La vida cristiana no es una co  lección de costumbres antiguas" (p. 40). (Volver)

  • (36) Discurso de inauguración, 11 oct. 1962. (Volver)

  • (37) Michel de Certeau, Nouveau Monde et Parole de Dieu, en "Esprit", oct. 1967. (Volver)

  • (38) S. Theol., 11-11, qu. 4, arto 7. (Volver)
    (39) Encyclopédie de la Foi, París, sub voce: "Pastorale".
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  • (40) Cf. Fonctions pastorales et questions actuelles, en Utz-Groner, Savignat, Relations humaines et So ciété contemporaine, Synthèse chrétienne et directives de S. S. Pie XII, Friburgo-París, 1956, t. III, p. 1376. (Volver)

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