BIOGRAFÍA


Miguel Ángel Díaz García, “DE LA RIVA”.                                                                                 

Badajoz, Extremadura

                   

        He nacido en Badajoz, en febrero de 1952.Provengo de una  familia del tipo medio, hijo de funcionario y de ama de casa. Me pasaron dos cosas: tuve la mala suerte de que mi padre sólo estuviese con nosotros hasta mis quince años, pero tuve la suerte de vivir esos quince años con él. Porque, además de la oficina, mi padre compartió todos los espacios del Arte y era artista; es artista, porque eso no desaparece ni con la misma muerte. Pues, por eso, amo profundamente el mundo artístico. No sólo la pintura... también la música, el teatro y los libros, y la vida golfa al aire libre, y los recitales propios y ajenos. Mi infancia tiene olores a campo grande, a playas aún no descubiertas de la costa de Almería y a pintura y aguarrás en el estudio del auténtico DE LA RIVA; crecí alrededor de lienzos y pinceles, estudiando, sin saberlo, las técnicas y el espíritu de los viejos impresionistas, buceando en las imágenes y volando en las atmósferas y las luces puras que ellos crearon. 


                                Estudié hasta los 18 años en Badajoz, y después me fui a Sevilla a hacer Arquitectura Técnica. Yo creo que el compaginar estudios y trabajos coyunturales (delineante, almacenista de libros de texto, profesor de guitarra, encuestador...) me perjudicó en la carrera, porque tardé demasiado en acabar, pero me dio una visión especial sobre lo que era la sociedad y la selva que es la vida. En Sevilla, con doce duros diarios para todo, lo pasé regular en comodidades, pero volvería a revivir aquellos años intensos a pesar del frío, la cama dura, los trabajos forzados y el hambre de no poder comer más que lo que te ponían sin otra opción.

               Después vino la mili en Valencia, la boda con mi novia de los veinte años y recorrer media Extremadura detrás de ella, que es maestra. En Olivenza, Salvaleón, Barcarrota, Valdelacalzada, Montijo... hemos tenido casa y hasta amigos. Dos hijos y a otra cosa.

  Cuando cumplí los veintinueve años, hace ya veintiuno, me puse a pintar en la antigua despensa de un caserón de Barcarrota. Hacía años que me hormigueaba ese deseo, así que en ese pequeño espacio, sobre los mugidos de una vaca lechera, me pertreché de los útiles y empecé a dejar fluir hacia fuera lo que tanto tiempo llevaba pugnando por salir. De aquella época no tengo nada, salvo retratos de familia, porque regalaba los cuadros... hasta que descubrí que también podía venderlos.

El lanzamiento al público vino de la mano de un rastro cultural que se inició en Badajoz sobre el año 1996. Decidí pintar en la calle, al abrigo de una plaza desnuda y semiderruida que es el corazón de mi ciudad. Allí me sentía en Montmartre, con mis amigos pintores y artesanos, al husmillo del aguardiente mañanero, las porras y el café de pucherete; con la niebla y la lluvia, con el aire que hacía volar el papel de las acuarelas o con el bendito sol de invierno que calentaba huesos y almas. Bajo los soportales y las murallas del castillo moro nos veía pintar un mogollón de gentes ávidas de experiencias nuevas en esta ciudad provinciana.

              He hecho ya tres exposiciones individuales y, por su resultado, me siento con fuerza para salir del amor de mi pueblo, ir al gran Madrid, y a París y al fin del mundo, si hace falta, con el ánimo de lo que no puede ser ajeno al artista: mostrarme y explicarme, extender, a quien lo quiera, mis argumentos. Es una forma inocua de exhibicionismo.  

 ¿Cómo soy como pintor?:

Es difícil calificarse a uno mismo, pero intentaré contar qué preciso yo al pintar. Me parece que el mundo es, aún, suficientemente hermoso como para desvirtuar sus formas y colores en un ejercicio de originalidad y personalismos exagerados. También me parece que no hay que quitarle protagonismo al fotógrafo que, con las nuevas técnicas, puede ya personalizar su visión de las cosas que fotografía. Y, ante todo, creo que con la pintura hay que divertirse, y no cogerse un sofocón y, mucho menos, una depresión.

Por tanto, utilizo cualquier técnica que se me pone a tiro:

Dibujo, por la facilidad del transporte de materiales a la calle, a la azotea de la casa o a la playa, y porque recuerdo cómo mis compañeros del bachillerato se venían a mi mesa a mirar cómo dibujaba las naranjas.

Pinto con acuarelas, porque es maravilloso insinuarle al papel qué quiero y ver como el agua, el pigmento y la rugosidad del soporte crean casi lo que les da la gana y tú sólo canalizas y besas el resultado.

Pinto al pastel, porque es limpio, inodoro (¡ay, los niños!) y cómodo. Los colores ya existen y tú eliges y das forma a las cosas y, cuando te apetece, le pegas un tizazo a una nube y se ilumina de verdad.

Y, por fin, pinto al óleo, porque es la pintura extrema, la reválida del pintor y la madre de todas las pinturas que la parió.

  Con cualquiera de esas técnicas, menos con el dibujo, le quiero dar vida y color a la impersonalidad del soporte. Tengo ante mí una mañana en el campo extremeño, con una luminosidad cegadora y un cielo azul puro. Al final, en mi cuadro, todos los objetos se han matizado, se han individualizado sin que la misma luz los uniformice y, por tanto, los mate en nuestra percepción. Y los cielos se han llenado de volubilidad, de colores diferenciables, intentado atmosferizar el plano insípido del papel Canson o el lienzo.

La gente no suele aparecer en los cuadros. A mí no me gustan las ferias, ni las salidas de los campos de fútbol ni, por supuesto, la carretera de Extremadura a las 7 de la mañana, cerca de Madrid. Me gusta más la vera del río, ya por la noche; los partidos de los juveniles y un camino en la dehesa de encinar. De vez en cuando, charlar 20 minutos con otros paseantes, o echar un cigarro con un pensionista en la parada del autobús. La soledad me asusta, pero me concentra y me hace estudiar las cosas con más detenimiento. Posiblemente, así, sea capaz de escribir, a mis cincuenta años, de la miseria que exhalan aún los chozos de los eventuales portugueses, del momento en que un triste canalillo empezó a rodar por el lecho de un seco Guadiana, o de meterme la mano en el bolsillo y aplastar una flor sin que nadie me dé el coñazo con las estúpidas lecciones de ecología transgredida por mí cuando nadie poderoso prohibe, todavía, las fábricas de desodorantes gasificados.

Así que pinto campos sin barreras, cielos grandes llenos de nubes, nieblas tranquilizadoras y barcas viejas apoyadas en la arena, como descansando de su ajetreo diario; en todo caso, habrá un pastor apoyado en la cayada, o una mujer sentada bajo el emparrado de un cortijo, o un pensador con las manos atrás, mirando el horizonte.

Y poco más hay que contar. Hay anuncios de venta de pisos que dicen: “mejor, verlo”.

 

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