Castellar de Santiago
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Historia y tradición.

 

SOBRE EL ORIGEN DE LA DEVOCIÓN AL SANTÍSIMO CRISTO DE LA MISERICORDIA.

Por Restituto Núñez Cobos.

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Extracto de “Discursos1, y lucubraciones apócrifas,

que previenen y dan razón de las diligencias habidas en el concejo, justicia y regimiento2 deste pueblo de Castellar de Santiago hasta nuestros días”,

del bachiller Hernando de Ervias Bordallo y Lillo (primer cuarto del siglo XVII).

 

I

     —He congregado a vuestras mercedes, señor licenciado don Pedro Abarca y señor escribano don Thomás Fernández Salido —les dije cuando estuvimos prestos y acomodados en los sillones de cuero que un mi criado preparó en el patio de la casa—, a instancias de nuestro convecino el estudiante Martín Sánchez de Peralosa, aquí presente, porque desea compilar un ramillete de datos sobre la devoción de nuestro pueblo al Cristo Crucificado, a quien debemos tantos favores y mercedes, pues no en balde por los buenos arbitrios de nuestros predecesores y la misericordia de Nuestro Señor Jesucristo, conseguimos ha unas docenas de años, el día de la Exaltación de la Santa Cruz, nuestra liberación de la sujeción al yugo y tributos de La Torre Juan Abad, que tanto padecimos.

      —El asunto viene como pintiparado —observó el licenciado don Pedro Abarca—; que yo ando metido en estos últimos tiempos en realzar un buen coto la devoción a Cristo Crucifixo para cumplir la promesa y encargo que  no pudieron satisfacer aquellos convecinos nuestros por las circunstancias que después se explicarán.

      —Yo agradezco a vuesas mercedes —declaró Martín de Peroalonso— las molestias que se toman por agradarme y darme cumplida satisfacción, y a fe que no han de caer en saco roto, antes les he de acrecentar en lo debido de ahora en adelante los servicios recibidos.

      —Pues vayamos sin más espacio —terció el señor escribano— a la cuestión que nos ha deparado este agradable coloquio; que algún dato he de aportar por las diligencias que se han hecho en el concejo y regimiento de esta villa.

      —Fue mi bisabuelo Andrés Sánchez de Lillo —principié cuando vi que todos estaban en disposición de prestar la mayor atención a mis palabras—, como dije a vuestras mercedes los pasados días, quien a la sazón estuvo en la Corte por aquellos años como hidalgo de privilegio, con el fin de pretender la categoría de villa para nuestro pueblo y desgajarle de la sumisión del vecino.

      —Pero su merced sabe, señor bachiller don Hernando de Ervias —intervino en esta guisa el estudiante—, que la tal empresa hubiera resultado harto dificultosa sin la intervención de los labradores e hidalgos Pedro Ruiz de Brizuela y Pedro García de Salazar el viejo, que le acompañaron so pretexto de ofrecer a Su Majestad el rey don Felipe, segundo de este nombre, ballesteros y arcabuceros para proveer la armada que se estaba preparando para oponerse al empuje sarracenopor la bajada del turco; la cual armada desembocó en “la más alta ocasión que vieron los pasados siglos”, como ha dejado escrito el gran don Miguel de Cervantes y como ya había manifestado en esta localidad cuando a finales del siglo pasado tuvo el cargo de recaudador de impuestos reales por gastos especiales de la Corona, que le acarrearon al fin no pocos disgustos y desavenencias; que su fama como autor de La Galatea y como poeta y dramaturgo le daban para malvivir a causa de la envidia y asechanzas de ciertos enemigos suyos. Aquí llegó don Miguel de la mano del regidor Pedro Alonso el hidalgo, mi abuelo, con el que se topó cuando éste volvía a caballo de resolver  unas diligencias en Villanueva de los Infantes, y trabaron tal amistad que estuvo alojado en su casa el tiempo que le llevaron tan incómodos menesteres.

      —Así es la verdad —le respondí—, y bien que Cervantes lo inmortalizó con su mismo nombre en el capítulo quinto del primer tomo de su Don Quijote cuando le hizo traer al ingenioso hidalgo a la villa después de que un mozo de los mercaderes toledanos lo moliera a palos.

      —Asimismo, los vecinos de esta localidad —dijo el señor escribano— se hacen lenguas de que en la tercera salida, que se ha impreso pocos meses ha, ha retratado a su merced, señor bachiller, en un personaje de relevancia y caletre, motejándoos de “muy gran socarrón”, y que os llama don Quijote “perpetuo trástulo y regocijador de los patios de las escuelas salmanticenses”. Pero, pues veo que nos desviamos con estas digresiones del fin de nuestra historia, bueno será volver los ojos a las pasadas sabrosas pláticas.

     —Está por ver que sea yo el retratado —señalé—, si bien tuve el placer de conversar con su merced don Miguel de Cervantes en mis postrimeros años de estudiante de Leyes; que socarrón no soy, aunque en mis ardores mozos mis puntas tenía de puntilloso; y la edad ha ido atemperando mis impulsos. Pero hilvanando el discurso roto por estos enjundiosos intervalos, debo añadir a vuestras mercedes, aunque de todos es sabido, que finalmente, necesitadas las arcas reales de caudales para las gentes de guerra, aceptaron la suma de cinco mil ducados3 que hubo que aportar por medio de colectas populares, censos y juros concejiles; que cuando parecía la empresa dada al fracaso y habiendo de la volver a tratar el catorce de septiembre de aquel año de mil y quinientos y sesenta y tres, mi bisabuelo y acompañantes en aquella comisión, como cristianos viejos, se pusieron bajo el amparo y favor del Cristo Crucificado, cuya fiesta de Exaltación se conmemoraba ese día, y prometieron llevar a los convecinos una imagen suya, si salían con buen término; que la tal imagen había de ser esculpida por escultor de renombre en este reino. De aquí viene, señores, puesto que la empresa se culminó con la fortuna deseada, el fervor de este pueblo al Cristo Crucificado.

      En esto, añadió el señor escribano las siguientes palabras:

      —Y a fe que resultó costosa la devolución de los censos, porque, empobrecido el ayuntamiento con los réditos, tuvo el concejo la necesidad, en mil y quinientos y setenta y dos, de enajenar por veinte años la Dehesa boyal, que los mandamientos y papeles de tales arrendamientos andan por ahí desperdigados y no por entero recogidos.

      Llegados a este punto, como vi que el sol caía de la altura y comenzaba a aporrear nuestras cabezas, invité a mis contertulios a hacer penitencia4 conmigo, de lo que fueron gustosos, y por su regalo mandé al ama que diera recado a las criadas para que apretaran la olla con unos capones de los que había en el corral esperando algún suceso señalado, y que nos sirvieran entre dos platos5.

 

II

      —Habrá cinco o seis días, señores —anunciéles después de los saludos y plácemes de rigor—, que nos reunimos en mi casa los aquí circunstantes hoy, si no es el señor escribano público don Thomás Fernández Salido, cuyas ocupaciones inexcusables nos privan de su grata compañía; pero el señor alguacil mayor don Juan de Alarcón, a quien soponemos al corriente de los temas que nos traen entretenidos, ha tenido a bien aceptar la invitación y nos alegra con su presencia.

      —Suponéis bien, señor bachiller don Hernando de Bordallo —reconoció el alguacil—; que tan al tanto estoy de las cuestiones tratadas como si me hallara presente desde el principio de ellas.

     —Quedamos en que nos relataríais en la presente jornada, señor bachiller —apuntó el estudiante Martín Sánchez de Peralosa—, la reacción y acogida de aquella fausta noticia en Castellar, con todos los acontecimientos que siguieron.

      —Y a fe que fueron sonados —afirmé—; que  cuando el mensajero llegó a la caída de la tarde y narró por menudo los pormenores de aquel arbitrio, todos los compatriotas salieron a la calle espontáneamente y prendieron al fin de las casas aledañas al camino de La Torre Juan Abad una gran hoguera con leña y bálago, como señal de regocijo por el buen suceso. Toda la noche estuvo viva, que el pueblo entero se atareó en avivarla con cargas y brazadas de paja y matorrales, al tiempo que muchos otros, así hidalgos como labradores, jornaleros y artesanos, corrían por las calles disparando en salvas sus arcabuces, mosquetes, escopetas, espingardas, pistolas de faltriquera que llaman cachorrillos, pistoletes de a tres palmos de cañón, carabinas de media vara; y del concejo tomaron algún falconete, y culebrinas y sacres que para el servicio del rey y de la Santa Hermandad allí se tenían depositados, y despojados de sus balas de cañón los hicieron estallar con gran estruendo.

      —Contábame mi padre don Francisco de Abarca —indicó el clérigo don Pedro—, cómo en su casa tenía mi abuelo don Hernando, familiar del Santo Oficio, una pieza pequeña de artillería llamada morterete, que entregó a los vecinos para el efecto, la cual colocaron en dirección al pueblo vecino, con cuyos disparos simbolizaron su alejamiento por siempre jamás y feliz liberación del yugo y cargas padecidos más de treinta años. Pero no solamente el fragor de la pólvora se oía aquella noche, que el estrépito quedaba empequeñecido y como amortiguado por los vivas y vítores de los vecinos al Cristo Crucificado y al rey don Felipe el segundo, su señor; que no hubo alma viviente que durmiera ni permaneciera en su casa, ni parara garganta sana; tal fue el entusiasmo que provocó en el lugar la satisfactoria resolución de empresa tan soñada y largamente pretendida.

      —He oído decir a nuestros mayores, señores míos —apostilló el estudiante—, que no paró la cosa en esa noche; antes bien, en las tres que siguieron, cuando se huía el sol por los bardales, henchían los rescoldos de la hoguera con nuevas aportaciones y cargas de matojos y otros materiales volátiles, que dejaron los campos esquilmados y los pajares vacíos; y con nuevas salvas y vivas manifestaban su alborozo, hasta que la aurora quebraba albores.

     —Y así yo, cuando vine de asiento a este pueblo que ya es el mío —agregó el señor alguacil—, sentíme maravillado y suspenso al llegar el trece de septiembre y ver que todos los convecinos sin excepción hacían una hoguera a la puerta de su casa, cual más grande cual más menguada, y las descargas de sus armas de fuego y las aclamaciones no paraban en un gran espacio de la noche; y no me hurté a la costumbre, alentado por la afición de mi mujer  Ana Serrana y de sus familiares; que luego6 me hice fervoroso devoto del Cristo Crucificado.

      —En efecto —les expresé en este punto—; de aquel primigenio ritual colectivo pasamos los castellareños, poco a poco y de manera consuetudinaria, a ir sacando las hogueras a la puerta de la calle y a la celebración particular y propia, amén de la común que en nombre de todos hacen los regidores y alcaldes en la plaza pública; que los pesares y agravios del pueblo matriz del que fuimos anexos se han olvidado, pues en nuestras moradas no vivimos de malicia, supuesto que tenemos muchos lazos comunes y parentescos de armonía  con  las gentes vecinas. Y todo queda, como bien nacidos, en agradecimiento y loor al Cristo Crucificado, de quien por su misericordia tanto hemos recibido y tanto esperamos.

     En estos y otros coloquios se fue echando la tarde y nos despedimos, no sin antes hacer promesa y obligación de otro encuentro, para poner cabo a los recordatorios que nos acercaran al fin pretendido.

III

       —Me he tomado la licencia de rogar a vuesas mercedes —habló el licenciado Pedro Abarca cuando estuvimos todos acomodados— que me hicieran el obsequio de venir a mi casa, porque es hora de concluir la determinación que nos lleva un tiempo soliviantados y en permanente zozobra. Y a los ya habituales, el señor bachiller de Ervias y el estudiante Martín Sánchez, verdadero animador y aguijoneador de esta asamblea (que los tres estamos de principio empeñados en este propósito), hay que agregar hoy la presencia del señor barbero Dionisio Fernández, siempre bienvenido y poseedor de más de cuatro dedos de enjundia para cuestiones graves.

      —Agradezco al señor licenciado —replicó el barbero— las halagadoras palabras que me destina, y mala me la dé Dios si no he de corresponder a su expectativa con mi mayor voluntad, como es mi deseo.

      —Es el caso —continuó el padre Abarca—, que recogiendo las colecturías de las misas por las intenciones de los difuntos, en la mayoría se intercede ante la Virgen del Rosario o las benditas ánimas del Purgatorio, San Pedro Apóstol y, de un tiempo a esta parte, ante el Santísimo Sacramento, que formó Hermandad no ha mucho; casi ni siquiera se acuerdan de la devoción a San Sebastián, San Benito o San Agustín. A Cristo Crucificado, sin embargo, son los vivos los que dicen misas solemnes de acción de gracias por algún señalado suceso. Pero parece que Cristo no está ahí, con nosotros, en el recinto eclesial, aunque lo recordamos siempre, y no sólo “el día de las hogueras”. Porque aunque años atrás el concejo y justicia de Castellar había recolectado una importante suma de dinero, por los buenos oficios de vuestra abuela, señor bachiller, doña Juana de Ervias, y de los regidores Bartolomé Sanchez de Pedro Alonso, vuesto padre, señor estudiante, y Pedro Novillo, finalmente se vio precisado el escribano Jerónimo Mexía a remitar esa cantidad para sufragar los gastos habidos con la vencida Armada Invencible, de desgraciado recuerdo. Y ahora andamos en la industria y tarea firme de recomponer el desaguisado, que acerca de ello el señor bachiller tiene mucho que agregar.

      —Así es, en efecto —manifesté, recogiendo el envite—; que ha unos años, entre mil seiscientos diez y mil seiscientos y doce, fue asiduo visitante de casa de mis tíos don Francisco Gómez de Quevedo y Villegas, autor de ciertos tratados políticos, filosóficos y festivos, “poeta de cuatro ojos”, moralista entre mordaz y burlesco y la lengua más afilada del reino de las Españas. Vuesas mercedes saben que mi tía doña María de Lillo sirvió en la Corte como menina primero y con otros cargos en el séquito de la Reina doña Isabel después, hasta la muerte de ésta, y allí conoció a su marido, el aposentador de Palacio Francisco de Quevedo, de igual nombre, como se echa de ver, que nuestro ya afamado escritor, y pariente de su padre. A la muerte de la reina, el matrimonio fijó su residencia en Castellar hasta el fin de sus días, y aquí dejó numerosa descendencia. Cuando la madre de Quevedo, ya viuda, quiso poner dinero a rédito para el porvenir de sus hijos, mi tía doña María le indicó que La Torre Juan Abad venía pidiendo préstamos para eximirse de la jurisdicción del Gobernador de Villanueva de los Infantes. Doña María de Santibáñez, la madre del poeta, invirtió en 1598 en varios censos y juros, sobre propios, casas, escriba-nías, fincas rústicas y bienes particulares de vecinos de esa localidad, más de tres cuentos7 y trescientos mil maravedíes, a favor de sus tres hijos menores de edad, María, Margarita y Francisco de Quevedo (otra hija, Felipa, había profesado carmelita, y el mayor, Pedro, nombrado escribano a los once años, había muerto a los catorce); y como administrador, su tutor de Infantes. A la mayoría de edad de don Francisco en 16058, éste y Margarita comprobaron (María había fallecido entretanto) que La Torre apenas había pagado nada, constataron el desinterés del tutor y decidieron pleitear. Se encargó Quevedo, que finalmen-te se hubo de trasladar a esa localidad, y se alojó en posadas y casas de amigos, siempre los criados con los baúles de un sitio para otro. Al día de hoy le debe La Torre entre tres y cuatro cuentos de maravedíes.

      —Y es entonces, señor bachiller —dijo prestamente el licenciado don Pedro Abarca—, según me tenéis comentado, cuando pasó pequeñas pero continuas temporadas en casa de vuestros parientes, a quienes tan reconocido estaba. Y era hombre de genio y no le faltaban arrestos, que yo le traté, y aunque dolido y apesadumbrado por los desplantes del pueblo vecino, no era hombre que se arredrara fácilmente.

      —Y aun yo mismo —corroboró el barbero—, con ocasión de hacerle las barbas, tuve oportunidad de admirar sus ingenios y sarcasmos (me llamaba sastre aguador de barbas), y su gran saber humanístico. Me aseguró tener terminado un libro sobre el hijo de un barbero y sangrador de Segovia9. Pero según es voz y fama, él se preciaba de vuestra amistad, señor bachiller.

      —Ciertamente —asentí—, que don Francisco y yo somos casi de la misma edad y bachilleres, él de Arte por la Universidad de Alcalá y yo de Leyes por la de Salamanca. Nos une gran simpatía y compañerismo. Me leía algunos de sus escritos del momento: no dejaba de escribir ni aun en sus mayores tribulaciones, que algunos libros para consulta portaba de contino en unas alforjas de cuero. Una vez dejóme manuscrito en un pliego suelto el primer cuarteto de un soneto que empezó con prisas (fue como una expansión y desahogo de su ánima) un día de despedida y profundas y amargas reflexiones, con recomendación de que se lo guardara para concluirlo en alguna propicia ocasión. Los cuatro versos, que sé de memoria y custodio como un tesoro, dicen así:

                        “Retirado en la paz de estos desiertos,

                        con pocos, pero doctos libros juntos,

vivo en conversación con los difuntos,

                        y escucho con mis ojos a los muertos”.10

      —Bonito pero enrevesado principio —consideró el estudiante Martín Peralosa—, y quiera Dios darle oportunidad a don Francisco de continuarlo y aun rematarlo para gloria de las letras españolas.

      —En conclusión —advertí como viniendo en mí y con el fin de concentrar cavilaciones dispersas—, y para volver al camino en derechura, pues no parece sino que delirásemos con tantos recovecos, don Francisco, a quien tenía informado de la devoción de Castellar a Cristo Crucificado, me recomendó encarecidamente, como hombre de profunda religiosidad, que dedicáramos nuestros esfuerzos en encargar y traer esa talla de Jesús Crucificado. “Es preciso (me decía poco más o menos, él siempre con su lenguaje de agudas antítesis y sentencias tan de su gusto) llevar al pueblo un Cristo clásico pero cercano, tangible, al que se puedan dirigir de hombre a Hombre, al Dios-Hombre que padeció y sufrió más que nosotros por nosotros, que nos protege, encierra y abraza con sus brazos abiertos, nos lleva por el buen camino con sus pies clavados, nos mira con sus ojos cerrados; que, flagelado y débil, nos ayuda con su misericordia desde la fortaleza de su madero santo; en resumen, un Jesucristo vivo muerto en la Cruz”.

 

IV

      Después de consumido por todos sus invitados un opíparo refrigerio que sirvieron los criados del presbítero don Pedro (que son las gentes del clero personas de buen beber y mejor yantar, y cuentan con perpetuo aderezo de exquisitas viandas), prosiguió nuestro anfitrión:

      —No creo que sea dificultoso allegar fondos con que sufragar los gastos que ocasionen las solicitudes y diligencias de esta empresa, y entre todos podemos poner muchos pocos que se truequen en un más que  suficiente.

     —Según eso, yo tengo de la mano al regidor Luis Sánchez de Pedro Alonso, mi tío —apoyó el estudiante—, con el que he conversado recientemente, y le he hallado muy interesado en el éxito de nuestro intento.

      —Asimismo —reafirmé para incidir aún más en la aseveración—, tengo para mí que será muy valiosa la colaboración del familiar del Santo Oficio, mi tío el señor don Julián de Bordallo, que me insta a dar fin y término al proyecto en el que tiene fundadas ilusiones.

     —Incluso aportarán lo conveniente —agregó el clérigo Abarca— el señor licenciado don Juan Candelas, cura propio de esta villa, con cuya licencia para este y otros más intrincados encargos cuento, y mi hermano el regidor por el  estado noble don Antón de Abarca no se ha de quedar atrás, que ambos me han animado y ofrecido lo que hubiere menester para tan loable diligencia.

      —Mucho trato tengo yo, señores —refirió Dionisio Fernández el barbero—, por razón de mi oficio, con gente principal y de posibles, y poco han de poder mis argumentos si no soy capaz de complicar a los más para el buen logro de tarea tan honorable; que como conocedor además del pueblo llano con quien tanto me relaciono y parlamentamos, puedo aseverar del sentir unánime en una misma dirección.

      Estos y otros cuantos propósitos se sumaron a los ya referidos; tras de los cuales, para poner sobre la mesa la pura realidad, me dirigí a los concurrentes con estas razones:

      —Veamos lo que tenemos. En primer lugar, don Francisco de Quevedo me encareció que dirigiéramos nuestros pasos a la ciudad toledana, cuna y nata de los imagineros, “los mejores destos reinos”. El me facilitaría cédulas de recomendación para un su amigo, nombrado Alonso de Rojas, muy relacionado con pintores y escultores, que nos puede servir llegado el caso.

      —Yo cuento con el patrocinio —especificó el clérigo— de un conocido en la misma ciudad, llamado Francisco de León, que alguna obligación tiene conmigo, de probados valimientos en esos ambientes.

      —Será conveniente conforme a lo dicho—arguyó el estudiante Martín Sánchez—, nombrar ahora una delegación y facultad que se dirija a la Ciudad Imperial. Y yo me ofrezco para acompañar a vuesas mercedes en calidad de ayudante, criado o espolique, o cosa que se tercie.

      —Recibiré mucho placer con vuestra compañía, señor estudiante —dijo el clérigo—, porque tengo determinado desde ahora mismo hacerme cargo de la comitiva y preparativos como hombre de órdenes sagradas; que bendiciones y buenas albricias de mis superiores no me han de faltar.

     —Pues hablen cartas y callen barbas —les dije como concluyente confirmación—, y despidámonos por hoy, que ya la resolución ya está tomada.              

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1.        Tomado en el  sentido de reflexiones, raciocinios, razonamientos o exposiciones sobre determinados temas.

2.        Concejo, justicia y regimiento: Conjunto de acciones para el gobierno de un pueblo, así en lo jurídico como en lo económico.

3.        Era una cantidad enorme, pues equivalía a 1.875.000 maravedíes.

4.        Hacer penitencia: Comer, asistir a un banquete.

5.        Servir entre dos platos, es decir, con exquisitez y elegancia, tanto en la sevidumbre como en vajillas y viandas.

6.        En el Siglo de Oro, inmediatamente. Hoy conserva ese mismo significado en algunos países de Hispanoamérica.

7.        Cuento: Forma de decir en aquella época un millón.

8.        La mayoría de edad se alcanzaba a los veinticinco años. Sin embargo, Quevedo era bachiller desde 1600, y poco después, licenciado en Filosofía.

9.        Se trata de El Buscón, que al parecer escribió Quevedo en 1603 y publicó en 1636.

10.      Cuando en 1648, muerto el poeta, su  sobrino Pedro Aldrete Quevedo y Villegas, hijo de su hermana Margarita, encargó la publicación de la obra poética de su tío con el título de El Parnaso español, el soneto completo, cuyo primer cuarteto es el que figura en este trabajo, aparece inserto, y según los críticos fue escrito por don Francisco de Quevedo en La Torre de Juan Abad al final de su vida.

 

NOTAS:

a)        Las personas que se citan son reales y vivieron en Castellar en las épocas que se indican, con las excepciones del bachiller Hernando de Ervias Bordallo y Lillo y del estudiante Martín Sánchez de Peralosa (o de Peroalonso), cuya existencia no he podido constatar.

b)        Para la elaboración del presente trabajo me he apoyado,fundamentalmente, en documentos del Archivo parroquial de Castellar, en las Relaciones topográficas de Felipe II, de 1575, y en el libro Francisco de Quevedo (1580-1645), Editorial Castalia, 1999, de Pablo Jauralde.

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