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El amigo de los animales
Por Wenceslao Fuentes Sánchez. De su libro: Cuando los años sesenta. Del que recomiendo su completa lectura. 

Cuando éramos muchachos en el Bachillerato, hubimos de atragantarnos con mamotretos academicistas y obscuros, que respondían a la asignatura intitulada Ciencias Naturales. A lo largo de tres cursos, tres, la disfrutamos los del Plan 1953.
Aquello requería memoria de elefante -a lo mejor, de aquí el origen de la frase hecha- para retener fórmulas dentarias, entramados de sistemas nerviosos de felinos y dáctilos, además del funcionamiento de la cloaca de la hembra de pato.. Era la repetición machacante de nombres de raíz griega o latina, sin explicación aparente, pues el docente no intervenía sino para limitarse a señalar páginas y más páginas que al día siguiente preguntaría al pie de la letra, oralmente y en público (¡terror¡), rematando la faena, tantas veces, con ceros dibujados a compás.
Se nos quemaba la vista ante aquellas figuras manchadas de negro, siempre borrosas, que en tan poco recordaban a los seres llenos de vida, y en muchos casos de belleza, que el Creador quiso ofrecer al hombre. Uno salía de la clase atolondrado. Su padre le invitaba a ver los lindos caballos toreros de don Ángel Peralta, y se entusiasmaba, mas no le quedaba otro remedio que estallar: "Pero si ese bicho viene en mi libro de Zoología, y aquí en vivo, no se parece en nada... Si he tenido que empollarme al dedillo sus tripas, huesos y cascajos".
Sálvese quien pueda; que hubo enseñantes y enseñanzas para todos los gustos, estupendo. Pero mi recuerdo es el que expreso. En mi Bachillerato seguíamos con Linneo; la descriptiva andaba por Picatoste; de Darwin, ni palabra. Aquellas Ciencias Naturales podrían haber desnaturalizado nuestra joven existencia. Constituían la "ciencia" más contundente para apartar-
nos de la Naturaleza.
Estudiando ya en la Universidad, hacia 1963, un tipo simpático y menudo, conocido como el Doctor Rodríguez de la Fuente, empezaba a publicar en la gran prensa sus experiencias, observaciones y apuntes de campo. Reportajes personalmente elaborados, tras vivir la Natura-
leza a campo abierto. Alejado de repugnantes modelos de escayola coloreada y de pajarracos disecados -horror de la muerte embalsamada-, acumuladores de polvazo y polilla en los sempiternos gabinetes de Ciencias Naturales.
Don Félix informaba de la vida de los buitres en los Montes Obarenes, y el aire natural de la Naturaleza venía a refrescar la imaginación de estudiantes y profanos. Por nuestra parte, sentimos cierta autocompasión al no haber tenido a Rodríguez de la Fuente cuando la
infancia bachilleril de los Cincuenta. El traía ahora en sus escritos, desde las montañas, la libertad fecundadora de la Creación en pleno.
Más tarde, opté por la enseñanza, y me volqué en la explicación de la Biología y las Ciencias de la Naturaleza. No lo dudé: paralelo a los programas oficiales, monté un sistema didáctico, en equipo, sobre la base de las publicaciones de Félix (cuadernos de campo, esquemas, dominancias...). Me alegraba la cara de satisfacción de los chicos, su entusiasmo por los temas, en contraste con el rictus sufriente de mis compañeros de los tiempos de Montero y "Pedrés", estoicos toreros de Albacete.
Esa fue mi venganza. Abandonamos el "rollo" de mi época, que ya había adquirido significado más placentero, el de "tener un rollo"...
Félix y el lobo. Lo exaltó como un tótem celtibérico. Lo defendió cuando nuestro Canis Lupus Signatus se extinguía, acosado por su leyenda negra, la incultura, el practicismo y la pobreza. Fue la suya una campaña, no por científica menos romántica. Abogó por los lobos, ante las Cortes durante la gestación de la Ley de Caza en 1970, hasta lograr su protección legal como especie cinegética.
Rodríguez de la Fuente era un enamorado de las causas perdidas, se inclinaba por los seres que, al borde de la derrota, caminan imparables con el entorno ecológico y social en contra.
Fue relajante, en tiempos de tensiones y violencias, acomodarnos ante el televisor -el mismo que daba el telediario- para vivir la aventura del hombre y la tierra, oyendo el habla bien cortada de burgalés viejo (¿la misma que El Cid usara?) del amigo Félix, tan familiar y convincente.
Años después murió lejos de España, con su guerrera pacifista abotonada; cuando empezaba a saber que el Cielo no está tan lejos ni tan alto.
El águila imperial ibérica remontaría su vuelo para atisbar como un punto el lecho de la tragedia. San Francisco de Asís le daría la bienvenida, mientras por las barrancadas, quejigales, pedreras, madroñales, desfiladeros, gargantas, covachas, cambrones, jarales, trochas, sen-
das, cordones y veredas de los Montes de Toledo, Sierra Morena, Cabrera, Estrella, Gata y La Demanda, la loba parda del Romancero -si es que vive todavía- alargaría su aullido por la ausencia, si no de su Creador, de su mejor paladín contra los egoísmos de los seres excluyentes.

De su libro: Cuando los años sesenta. Del que recomiendo su completa lectura.

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