Castellar de Santiago
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A la verde oliva

Nos hemos ido al campo en febrero en una excursión por las tierras que sustentan al olivo. Nos adentramos en las colinas olivareras de la Mancha por e sur de la provincia de Ciudad Real, donde Castellar de Santiago palpita cual corazón aceitero de unos campos que que en los libros de montería se registran como la Andalucía Manchega. Por aquí no cabe ya hablar de Zonas marginales de cultivo, porque en las suaves pendientes y en las laderas de los valles, al abrigo de las primeras montañas de la Sierra, el olivo crece en completa dominancia.
La recolección de la aceituna vive los intensos días de su apogeo, polarizando en torno a sí el sentir de la villa entera. Las casas quedaron con sus puertas cerradas, las calles sumidas en una lobreguez de misterio.
Las gentes han salido al campo a coger la verde oliva del Romancero.
A poco que se hable con cualquier labrador, vendrá la queja de la mala suerte que este año ha aguardado a las olivas: las nevadas de diciembre, las heladas de enero y un temporal de lluvias pertinaces, se han dado la mano para terciar la cosecha. Entre comentarios de precios y jornales, la tarea sigue y el bello árbol mediterráneo rinde, garboso, el fruto de sus aceitunas; aguantando el apaleo de los vareadores que llevan la boina calada hasta las cejas. "jDale a la vara!...".
Las cuadrillas, cada vez más reducidas, formadas por mozos, mozas y viejos, aprovechan un claro día de sol en este mal invierno, y en las camadas, salpicadas por la sombra de las hojas verdes, cunde el bullicio que alegra la soledad de los pedazos:

 



"Cogiendo la aceituna,
se hacen las bodas .
Quien no va a la aceituna
no se enamora".

 


La aceituna moruna y el olivo viejo. El árbol tradicionalmente padre del aceite, ha perdurado desde las momias de Egipto hasta las cooperativas sindicales. Los griegos hicieron de sus ramas símbolo de la sabiduría, la riqueza y algo más utópico, la paz. Frente al significado guerrero de la hoja del roble, los clásicos suspiraban por la sencilla rama del olivo, que una paloma en su pico le trajo al padre Noé, tras cuarenta días y cuarenta noches de zozobra en el Arca que siempre sugestionó a los niños de la escuela.
Oriundo de Europa, los fenicios extendieron el olivo por África y encontró solera en las tierras mediterráneas, desde Las Baleares del turismo al Guadalquivir de los flamencos.
Son muchas las especies y variedades de este árbol; hermanos son el acebuche que, salvaje, campea en las risqueras, y los plantones de las perfumadas "gordales" y "manzanillas", que se cultivan con mimo en Andalucía la baja. Por aquí se nos quedaron la "cornezuela" y la "neva-
dilla", con sus nombres que suenan a algo familiar en la ingenuidad de sus diminutivos. En las noches de tertulia, cuántas fanegas de "cornezuelas" y cuántas capachas de "nevadillas" derramarán las palabras de los aceituneros junto a un vaso de vino, por las tabernas de turno.
Para la nómina botánica, el olivo es la "Olea europea", de los días de la Facultad; precisamente, en estas fechas por entonces, una hermosa futura farmacéutica de Lucena, abordando el tema, se lamentaba; " ¿Por qué Olea europea; es que las "aseitunas" son rubias?".
Luego, terminábamos en las bodegas del Albayzín, con montilla y aceitunas, ¿hablando del Mercado Común?
Más viejo que un olivo. Se afirma que en Atenas queda aún en pie el acebuche desde el que Platón hablaba al pueblo griego. Los abuelos nos han asegurado que los troncos de Getsemaní todavía se retuercen en el llanto por el más grande crimen de la historia de la humanidad. Es posible que al olivo le suceda lo que a los auténticos genios, se van haciendo poco a poco, y quedan después para rato entregando la plenitud de su valía; con parsimonia demuestran que el refrán de "lo que mucho vale, mucho cuesta" no es un dicho peregrino.
Fija la planta se mantiene este árbol legendario, generoso y terco; siempre en su sitio. "Quieto, como los olivos; como los olivos, quieto", se jugaba la vida cada tarde Manuel Rodríguez, hasta que en una plaza de la tierra más olivarera del mundo, le quebró el tipo un miura, para que su cuerpo fuese ungido con el aceite de los Santos Óleos.
Y el olivo, compañero del hombre desde antiguo, entra por derecho en la poesía, tan vieja como el hombre mismo. De talo cual manera está presente en los poetas españoles. Rodeados de olivares, los gitanos de Federico García Lorca soñaban fraguas y lunas "las cabezas levantadas, y los ojos entornados"; en la copa de un olivo lloraban dos viejas mujeres mientras que a Juan Antonio el de Montilla lo apuñalaban en una reyerta, con navajas de Albacete... El jinete sobre una jaca negra -que nunca llegará a Córdoba-lleva aceitunas en su alforja...
Cuando agoniza el Camborio, los ángeles encienden un candil alimentado con el aceite de las olivas de la campiña. Pero ha llegado el tiempo de otra cosecha, hay que ir otra vez al olivar: "La niña del bello rostro está cogiendo aceituna -el viento galán de torres- la prende por la
cintura"; pasaron jinetes, torerillos, un joven galante; le propondrán que les siga, pero la muchacha, en un olivo seco y verde, queda cogiendo aceituna.
Si Federico acude al olivo en los mejores momentos de su musa, don Antonio Machado tampoco se resiste a la carga poética de los olivos, las aceitunas y el aceite. Fácil resulta seguir con el poeta, paso a paso, los azares de las aceitunas del invierno: "Olivar, por cien caminos -tus olivitas irán- caminando a cien molinos". Por doquier veremos mil senderos con mulas cargadas de capachos; gañanes y braceros que se mueven en un belén multicolor de lomas, riachuelos y collados, que albergan a las casas de cal; "campo, campo, campo -entre los olivos-los cortijos blancos".
El olivo y la encina son los árboles rústicos en los que ve Machado unos seres trascendentes, definidores de Andalucía y las dos Castillas.
Los olivos inspiran el sabor de las coplas del pueblo, que se arranca por el jipio de los "tientos":

"Sombra le pedí a una fuente,
agua le pedí a un olivo,
que m'a puesto esta serrana
que ya no sé lo que digo"

Porque cada árbol tiene su copla en el cante jondo, y si el carrasco es la serrana y los "verdiales", la viña, los olivos son los "tientos". Cante, guitarra y flora se compenetran en el ánimo del hombre campesino.
A la verde oliva. Siga la faena mientras haya sol y cosecha que coger. El rostro se hiela en la tarde fría. Las manos, moradas, por la tierra buscan una a una las aceitunas. Cuando el sol se pone, los aceituneros dejan los tajos, y los olivos quedan con su soledad de siglos, sus
ramas de verde plata bañándose en los rayos de la luna.
Los troncones añejos ignoran el zumbido nervioso de los tractores, que parecen tener prisa por volver al pueblo. Los carros de antaño van rodando rezagados, rechinando por las calles, sus maderas crujientes y sufridas.
Atrás quedan los olivares; hasta mañana al Almagrero y Los Rubiales, a la Sierra del Maestre y La Cruz de Varas... y no existen los molinos artesanos y trajineros, de piedras arrastradas por mulos resignados. Junto a una iglesia bermeja, de piedra oscura, que se retrata miran-
do a Sierra Morena, la almazara de una cooperativa va a transformar la graciosa aceituna en el aceite de la Gracia.

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