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NACIMIENTO DEL GUADALQUIVIR

CERRADA DE LOS TEJOS

© José Gómez Muñoz. Si copias me gustaría saberlo.

  

     

 El contenido de esta página es parte del texto de un pequeño libro titulado:

         "Cazorla, nacimiento del Guadalquivir, Cerrada de los Tejos".      

Si  pincha en este enlace puedes verlo en la editorial y tienda online.           

 

 

      8-  GRANDES RUTAS

      POR LA SIERRA PROFUNDA. Río Guadalquivir

      Vadillo, Cerrada de Utrero, Puente de las Herrerías,

      Los Rasos, Nacimiento del río Guadalquivir.

      Carretera y carril. Andando, en bicicleta o en coche.

 

         La distancia.

        Al pasar el puente que cubre las aguas del Guadalquivir por la Cerrada de Utrero, a la derecha, se desvía un ramal de carretera. Desde este punto mismo hasta un poco más arriba de la casa forestal de Cañada de las Fuentes, el recorrido por la pista de tierra que sube rozando las aguas del río, tiene justo quince kilómetros. Ida y vuelta por la misma ruta son treinta kilómetros hasta el punto de salida.

Desde el cruce al Puente Herrería      3        Km.

Al Mirador de los Cierzos                     5        Km.

Junta arroyo de los Ranchales            6        Km.

Al Túnel de los Cierzos                        6,3     Km.

Junta del Arroyo Amarillo                     7,6     Km.

         Casa forestal de Los Rasos                 9        Km.

Puente, Cerrada de los Tejos            11,1    Km.

Puente anterior al nacimiento             14      Km.

Nacimiento Guadalquivir                     14,4   Km.

 

      El comienzo de esta ruta está situado sobre los mil metros de altura y discurre entre este mismo nivel y los mil trescientos para terminar a una altura, sobre el nivel de mar, de mil trescientos cincuenta metros, poco más o menos.

 

       El tiempo.

   Si esta ruta se hace en coche, que es como suele ser habitualmente, como la pista de tierra tiene muchos baches y estos muy grandes, la subida suele ser lenta  y ello ayuda para ir gozando más calmadamente de los singulares paisajes. De aquí que el tiempo necesario para recorrer esta distancia sea incluso hasta de una hora. Si se hace andando, se emplea aproximadamente tres horas y media.

     

        El Camino.

     Desde el cruce hasta el Puente de las Herrerías, es pista asfaltada y a partir de este punto, todo el recorrido sigue siendo pista sin asfaltar.  Discurre siempre por la derecha del río según subimos hasta que un poco antes de la Cerrada de los Tejos, lo cruza para remontar el espigón rocoso de esta cerrada. Por encima vuelve a cruzarlo otra vez y hasta que penetra en la primera cerrada que tiene el curso de este río que se encuentra justo donde le pusieron la placa indicando en nacimiento oficial.  Desde este rincón la pista sigue y después de remontar a Puerto Llano, baja y empalma con la carretera asfaltada que va a Pozo Alcón.

 

      Esta pista forestal y de tierra, tiene trozos muy malas condiciones debido a los baches que se forman del paso de los coches y las lluvias. Otros trozos sí están bien y no presenta más problemas que las piedras del firme o los corrimientos de tierra. Uno de los peores tramos se encuentra a la altura de la casa forestal de Los Rasos.

     

      El Paisaje.   Ir al índice 

     Lo que más llama la atención, a lo largo de todo el recorrido de esta ruta, son los espesos bosques de pinos, encinas, enebros y cornicabra que cuelgan por las laderas vistiendo hermosamente los cerros y crestas que nos van acompañando.  Por esto, nada más arrancar, a los lados y desde el mismo curso del río hasta lo más alto de las cumbres, nos van arropando las espesuras de interminables bosques repletos de verde e insinuantes de sombras frescas y vida concentrada.

 

      En cuanto cruzamos el Puente de Las Herrerías, sólo unas curvas más arriba, por la izquierda, nos sorprende el laberinto de barrancos y crestas rocosas que presenta el paisaje. Es justo por donde al río se le junta el Arroyo de los Habares y este traza unas enrevesadas curvas para poder escaparse del castellón rocoso que le presenta el espigón que ha quedado entre los dos cauces.

 

      Desde este punto hasta el nacimiento del Guadalquivir, todo es un continuo chorrear de laderas rocosas, sobre todo por el lado izquierdo, salpicadas de centenarias matas de cornicabras y cientos de pinos laricios con hermosos troncos blancos y rectos. Las pequeñas cerradas como la del Túnel de los Cierzos, la del Picón del Rey y la de los Tejos, nos van saliendo al paso para cogernos desde dentro y llenarnos de asombro en la misma orilla del río cristalino.

 

      Al trazar la gran curva del Raso de la Puerta para salvar la última cerrada que es la de los Tejos, la grandiosa lancha que desde el Cerro de Navahondona cae hacia el río, nos asombrará con sus picachos clavados en todo lo más alto y no mucho más tarde, la profunda caída de la cerrada que sorteamos, nos dejará gratamente embelesados.

 

      Por el rincón donde debe ser la meta de esta ruta, lo que más llama la atención son los picos elevados que nos coronan presentando siempre sus originales caras de rocas blancas y emergiendo de entre las grietas, los mágico pinos laricios o blancos. Si es en primavera, las delicadas praderas de hierba extendidas donde al río le van entrando regajos de aguas claras, la intensidad del azul del cielo, el fresco aire quebrándose contra las hojas de los pinos y el leve perfume de las florecillas de los majuelos, mejorana, tomillos y espliego, nos premiarán con el más delicado de todos los obsequios.

 

      Y de entre tanto, a lo grande y a lo pequeño, lo que más se cuela tiernamente en el alma, son los tonos claros de los chorros de agua que van dando vida a este río y su leve música al saltar por entre las piedrecillas, la sombra de los majuelos  y las hojas de hierba que le dan compañía.  Las robustas paredes de las cumbres que dan cuna y vida a tan bello rey de los ríos, nos asombran en todo momento, siempre desafiantes en lo más elevado y siempre misteriosas y hermanas, tanto de nuestros sueños como de las estrellas y los horizontes que parecen perderse en un mar de pura eternidad.    

 

      Lo que hay ahora.    Ir al índice 

      Hoy es sábado, treinta de mayo. Voy a recorrer la ruta Cerrada de Utrero,  Vadillo, nacimiento del río Guadalquivir.  Lleva ya cuatro o cinco días sin parar de llover y esta tarde, sigue nublado densamente y cubiertos por la niebla, los picos más elevados de estas sierras. Hace bastante frío y no me extraña que esta misma tarde vuelva a llover. Son las cinco menos cuarto. La ruta  empieza justo al cruzar el puente que el Guadalquivir tiene entre Vadillo y la Cerrada de Utrero.  A sólo unos metros, existe una desviación a la derecha y esta es la pista asfaltada que sube por el río y pasa por el lugar del nacimiento.

 

      Nada más entrar, un gran pino laricio por la izquierda y la carretera que baja levemente.  A la izquierda cornicabras todas brotadas, mucha hierba reventando de verde y con sus gotas de rocío trabadas en las hojas, la zamarrilla florecida, tomillo, espliego con sus tallos ya largos, espesura de pinos carrascos mezclados con fresnos y el campo empapado. A la derecha me acompaña el río entre un buen bosque de pinos, muchas zarzas y los tupidos fresnos. Revolotea un curvo por delante de mí y el manto de la amplia vegetación, se ve todo verde brillante,  recién brotada por la buena primavera que este año se le ha colado por la sabia.

 

      Por la izquierda, la Fuente de Perdí con su buen caño de agua. Por este lado me va quedando la Loma de la Sarga con su prolongada cuesta del Bazar y la carretera que remonta hacia Navas de San Pedro por donde en aquellos tiempos iba el viejo camino de Vadillo a Castril de la Peña. Siguiendo el cortafuegos que arranca de aquí mismo, llegamos a la casa forestal de Los Collados, en una curva de la carretera que remonta.

 

      Por la derecha se me presentan los relucientes charcos que el Guadalquivir tiene al atravesar estas tierras que es donde se forman los vadillos que le dieron nombre al poblado. Entre el río y la carretera, todavía unos trozos de tierras fértiles que algunas personas usan como huertos y en ellos los veo ahora mismo cavando y sembrando sus hortalizas. Es una buena tierra esta y por eso resplandece de verde y de humedad por las lluvias que tanto lo riegan.

 

      Un arroyuelo que cruza por aquí la carretera y trae mucha agua. Baja este cauce del barranco por donde se levanta la casa de Los Collados. De aquí mismo arranca una senda que algo más arriba se divide en dos llevando una a la casa de Los Collados y la otra, a lo que fue el pino del Abuelo. Digo fue porque este pino se secó el otro año y aunque ahora mismo sigue en su sitio, quizá no dentro de muchos, desaparezca totalmente.

 

      La espesura del monte cubre por completo. A la derecha y entre el río, una alameda, traza una curva la carretera, se interna por entre un espeso bosque de pinos negros y por el suelo, una pradera de tupida hierba fresca y cantan algunos pajarillos.

 

      Un kilómetro doscientos y una curva a la izquierda. Al frente sobre sale el gran cerro del Caballo del Oso. Por esa ladera surca la pista asfaltada que lleva hasta el Parador pasando antes por la Fuente del Oso y la casa forestal con el mismo nombre. Gira a la derecha y a parece un letrero escrito sobre una tabla donde se anuncia alquiler de caballos para excursiones.  Miro y no veo caballos pero sí los vi otras veces.

 

      Por este rincón, a pesar de lo roto que lo tienen de tanto trillarlo los caballos y las personas, los majuelos florecidos y llenando el viento de la tarde de su leve perfume. Se muestra la naturaleza como si ahora mismo empezara la primavera. Y es que está viniendo un tiempo fresco y con muchas lluvias.

 

      A un kilómetro ochocientos aparece la alambrada que limita las tierras de la zona de acampada.  Y es que por aquí y hasta el Puente de las Herrerías, existe un camping conocido con el mismo nombre del puente.  Al frente y en una curva, aparece el gran pico de los Poyos de la Mesa.  Dentro del cercado alambrado, desde la carretera hasta el borde del río, la tierra llana, con tanta hierba que parece césped sembrado ordenadamente.  La arropa la espesura de pinos menores y por entre ellos y sobre la hierba, algunas tiendas montadas.

 

      El camping, lo que es el hotel y la entrada, a dos kilómetros doscientos metros y con algunos coches aparcados por la puerta. A la izquierda otra alambrada con algunas construcciones de madera y cables, dentro.  Se allana por aquí el terreno y por la derecha, como la zona de acampada sigue extendiéndose, algunas personas  por ahí junto a las tiendas montadas.

 

      Este paseo hasta el Puente de las Herrerías, puede resultar monótono pero  es según con la actitud que se haga. Y lo digo porque ya sólo con la presencia de un bosque con tanta vida, transmite entusiasmo. Nos vamos moviendo entre las curvas de nivel que recogen los mil y mil cien metros de altura.

 

      A tres kilómetros, el Puente de las Herrerías. Aquí se termina el asfalto y lo que sigue hasta que esta pista se junta con la carretera de Pozo Alcón, al otro lado de la sierra, es firme de tierra. Según lo voy cruzando me fijo en la clara y gran corriente que hoy tiene este Guadalquivir.  Enseguida una explanada donde crecen algunos pinos laricios y en verano, los que por aquí vienen a pasar el día, dejan sus coches. Hoy está casi desierta.  Un letrero que dice: “No está permitida la acampada en esta zona”. A la derecha, una leve ladera de piedras, con puñados de tierras y muchas hojas secas de los pinos laricios que por ahí crecen. El arroyo que baja por este lado derecho, de cauce corto pero con mucho caudal y lleno de misterio por su profundidad y vegetación, tiene el nombre de Arroyo de Maillar. Sé yo que por ahí, en otros tiempos, cogían fresas silvestres que lavaban en la misma corriente y estaban riquísimas.

 

      Por el lado de la derecha se deja ir la pista y como remonta un poco sobre el cauce, se ve la corriente saltando por las piedras y la juncia que le arropa.  Al otro lado y también remontando corriente arriba, una pista de tierra que tiene su cadena. Por ella se va al arroyo de los Habares y por él se remonta por entre los calares de la Mesa y se llega al arroyo de los Tornillos de Gualay. Sólo unos metros más arriba es donde ese gran arroyo de los Habares entrega sus aguas a este bello río Guadalquivir justo en un rincón magnífico por su vegetación y las paredes rocosas  que le encierran.

 

      Por la derecha, nada más empezar a remontar desde el Puente de las Herrería, un picón de rocas que sobresale de entre el bosque y que me dijeron se llama El Picón de las Juntas. Se queda entre la franja de los mil trescientos metros aunque las tierras que le rodean no salen de los mil cien.  Y es que aquí mismo la pista tiene que trazar una cerrada curva para ceñirse al río y con éste, después de despedir a las aguas del arroyo de los Habares, seguir subiendo.

 

      Del picón para abajo, una ladera de rocas con mucha cornicabra, todas ya con sus hojas brotadas, unas verdes y otras color naranja.  Un álamo a la izquierda y más remontado, el pétreo macizo de la Mesa coronando. Rebaso el picón y me encuentro justo a tres kilómetros doscientos metros del punto de partida. Un pino negro con dos pies y a tres kilómetros seiscientos metros, se cierra la curva hacia la derecha para atravesar el complicado laberinto que los cauces del río y el arroyo de los Habares, han tajado en este rincón.

 

      Desde las partes altas en este punto confluyen como tres grandes cuerdas rocosas y por entre su dureza y complicadas ondulaciones, los dos cauces han tenido que perforar el surco para seguir bajando. Y claro, en esta misma curva, me queda al frente el más sobresaliente de los picones: el del Castellón del Calerón, recogido entre la horquilla que los dos cauces labran.

 

      Gira bastante para la derecha y en una primera impresión pareciera que remonta  por la necesidad de atravesar el barranco de algún gran arroyo. No es así sino que la cerrada que por aquí vienen presentando la caída de las cumbres, le obliga a buscar el mejor paso para seguir subiendo en compañía del río. Por un momento, se va casi recta hacia la cuerda del Gilillo. Ya a estas alturas el arroyo de los Habares se nos ha quedado atrás y como escondido entre el Castellón del Calerón y los calares que caen de la Mesa. Por esta causa, ya lo decía, al atravesar este trozo de pista, sin apenas advertirlos, nos encontraremos como desorientados y sin saber qué es lo que en realidad ha pasado con el río que estamos persiguiendo. 

 

      Este trozo de río y pista es de una belleza singular y precisamente por esta cualidad, en cuanto remonta un poco más, entre el río y la pista, por la izquierda aparecen las construcciones de un gran edificio. Se llama este El Calerón y es una vieja mansión levantada en las tierras llanas que el cauce ha dejado en su orilla y todas ellas están pobladas de bellas fuentes construidas de piedra y bajo un espeso bosque de pinos.

 

      Una curva hacia la izquierda y por la derecha se me presenta como una deteriorada pista forestal. Lo es en verdad pero también es por aquí por donde sale o llega una vereda que viene desde la Fuente del Oso, cruzando el arroyo Millar por su parte más alta.  Desde la Fuente del Oso, esta senda sigue, remonta el collado con el mismo nombre y muere justo en el Empalme del Valle. Tendrá esta vereda unos cuatro o cinco  kilómetros de recorrido aunque sube desde los mil cien metros hasta casi los mil trescientos.

 

      A la izquierda me queda la entrada a la construcción del Calerón. En su recinto, poblado de vegetación, se ven las bonitas casas que en aquellos tiempos levantaron y hasta la curiosa capilla.  Traza la pista varias curvas más y sigue remontando para salvar por aquí el pequeño arroyo que por este lado le entra al Calerón. Es un cauce menor sin apenas agua.

 

      Al salvarlo, a la derecha queda como una cantera de donde sacaron mucha tierra para arreglar este camino en aquellos tiempos y desde la pista hacia el río, una suave ladera sembrada de muchos pinos endebles porque están espesos y tapizados de hierba por la tierra que les sostienen. Al frente según remonto estas curvas que van rápidamente de un lado a otro, se ven las laderas de la Mesa a las otras que arrancan desde el Castellón del Calerón y suben hacia el arroyo de los Ranchales.  Por esa zona y ladera también remontan unas cuantas sendas y pistas  que llevan a rincones muy bonitos.

 

      Desde este lado la vista sobre ese barranco ladera, es impresionante por la abundante vegetación de cornicabra que presenta y todas ahora brotando. Esos paisajes es todo pura roca y cae un poco en umbría aunque no del todo y de aquí que la vegetación sea un algo tardía.

 

      La tarde se me viene presentando con una calmada serenidad. No corre ni chispa de viento, los pinos ni se mueven siquiera. Sólo se nota el verde total del bosque, las bolsas blancas donde estuvo la procesionaria que cuelgan de las ramas  y las nubes que arropan amenazantes.

 

      Unos troncos en la misma pista de pinos cortados. En el kilómetro cinco, remonta recta hacia un espigón quebrado que son los Carasolillos del Castellón de los Cierzos.  Este cerro tiene mil doscientos noventa y siete metros de alto y por eso, en este punto ya la pista se interna en la franja de los mil cien metros. Para atravesar esta abrupta ladera la pista casi se clava en la pura roca cortándola limpiamente y dejando una pared vertical por el lado derecho. Al cruzar la parte central de este espigón, durante unos metros se queda como encajada en una breve trinchera que enseguida supera.

 

      A la izquierda se ven los edificios del Calerón y la retorcida hondonada que lo resguarda. Aquí mismo, donde la ladera que baja del Castellón de los Cierzos se clava casi en el cauce del río, una columna de rocas queda en el aire y por lo alto pasa la pista. Casi en vertical con el río queda este desnivel y por eso existe como una pequeña llanura donde se puede parar y desde aquí observar la corriente saltando por lo hondo. Una diferencia de casi cincuenta metros existe de un punto a otro.  Claro que esto es un bellísimo mirador y al tiempo que un balcón hacia el río y el Castellón del Calerón por completo al frente.  El Mirador de los Cierzos es el nombre que le corresponde.

 

      Justo en este punto gira hacia la derecha en una curva muy cerrada y siguiendo el borde de los mil cien metros de altura, se va derecha hacia el túnel que por este punto tuvieron que perforar. Se ve enseguida el barranco hacia todo lo alto y casi hasta Puerto Lorente mientras todavía sigue su giro un poco más. Por la izquierda y abajo, acompaña el río con su clara corriente saltando y los azules charcos remansados. Algo más arriba y por ese mismo lado, la ladera tupida de pinos y como un cuchillo rocoso que se alza reciamente quebrando la línea suave de la pendiente.

 

      El romero ya no está florecido porque se pasó su tiempo y sí brotado como tantas otras plantas.  El que sí tiene sus flores abiertas es el bellísimo lino blanco y las cálidas amarillas oro de la zamarrilla. Salpican esta ladera y entre tanto asombro, la llenan de alegría al tiempo que de vida y luz.

 

      En el kilómetro cinco seiscientos la pista baja como si se quisiera junta con el río  y es porque la pared de este Castellón de los Cierzos le obliga a ello. Por la derecha me queda la elevada cumbre y rozándome, la ladera que derrama hacia el surco del río. Tiene nombre, esta ladera de Lancha de Pi Carrascal. En la recta que traza por aquí, veo al frente un espigón rocoso, al lado izquierdo y por ahí viene cayendo el arroyo de los Ranchales.  Y es que entre este arroyo y el Guadalquivir, justo donde ambos se funden, queda otra horquilla muy quebrada. Corresponde al final de un puntal que se llama Poyo de la Zorra y eso ya roza los mil cuatrocientos metros.

 

      Justo en el kilómetro seis es donde este arroyo entrega sus aguas al río. Claramente se ve desde la pista y por eso puedo decir que no tiene mucha agua.  Aquí mismo se estrecha el río y por eso tuvieron que perforan el túnel.  Y es que esto es una cerrada menor ocasionada por el entrante que le llega desde la ladera de la izquierda y la Lancha de Pi Carrascal, por la derecha.

 

      Antes de la boca del túnel, un gran pino negro curvado hacia las aguas del río. En la entrada al túnel, un gran paredón de pura roca, unos álamos a la izquierda y de las rocas colgando muchas plantas.  Nada más salir de este túnel, baja la pista un poco, de inmediato el arroyo de los Cierzos que entra por el lado derecho y viene justo del rincón por donde se alza el Parador de Turismo. Algunos álamos donde desemboca el arroyo.

           

      Sube la pista un poco hacia la derecha, busca el barranco del arroyo, lo cruza y aquí mismo una pista de tierra con su cadena que sale cauce arriba. Esta pista de tierra se alarga hasta el mismo Parador de Turismo y desde allí, remonta al Puerto del Tejo. A unos trescientos metros de aquí, la pista que va a Parador, se divide a la izquierda y por el barranco de un ramal del arroyo de los Cierzos, se llega hasta el Picón del Rey y por ahí se divide otra vez. Un ramal baja a la casa forestal de Los Rasos y el otro sigue subiendo hasta remontar a la cuerda del Gilillo por un lugar que se llama La Laguna.

 

      Si desde donde estoy ahora miro para atrás, veo la trinchera que las rocas de ambas laderas le han preparado al río a su paso por este punto.  Y a partir de este  lugar y hasta casi la misma casa de Los Rasos, dos grandes laderas, a un lado y otro, encajonan la pista y el río. Por la de enfrente que es la de la izquierda, la vegetación propia del terreno, destacando potente de entre las rocas. Cornicabras, encinas, sin ser grandes sino casi arbustivas, sabinas, algún pino que otro clavado en la ladera y todo el esplendoroso jardín, explotando de verde.

 

      Por la ladera de la derecha, ya avanzo metido en los mil cien metros y es tremendo lo quebrada que se presenta. En ella, además de multitud de cornicabras  y encinas que se refugian, se abren varias cuevas y el todo lo alto, se alza el Picón del Rey. Ya a estas alturas, entre el arroyo de los Ranchales y el arroyo Amarillo, desaparecen los mil cien metros de altura y empezamos a movernos dentro de la franja de los mil doscientos  a mil trescientos.

 

      Kilómetro siete y ya los pinos son casi todos laricios y esto se debe a lo que dije: la altura. Todos presumiendo de hermosos troncos blancos y de ellos cuelgan las matas de muérdago que también están brotadas. Rebasando el kilómetro siete doscientos la lancha de la izquierda sigue ampliándose cada vez más hacia las partes altas. Destaca un pino laricio, grande y retorcido por entre la preciosa vegetación que surge como de las rocas blancas y la aridez de estas. Tres tonos de colores perfectamente diferenciados y hermosamente atrayentes: los pinos verdes, las hojas de las cornicabras color naranja y las rocas blancas ceniza. Y también el color verde oro de las encinas que se visten con sus hojas nuevas.

 

      Canta algún mirlo y enseguida veo caer la corriente del arroyo amarillo que baja partiendo esa grandiosa ladera de la izquierda. Este cauce hoy trae bastante agua.  La parte que se enfrenta con la pista que remonto, es precisamente el tramo más torrencial de este arroyo ya que por arriba, se fragua y atraviesa hasta pequeñas llanuras y hondonadas no muy quebradas.  Entre el arroyo de los Ranchales y un ramal de este Amarillo, es donde se encuentra el cortijo de los Ranchales pero precisamente arriba y en las zonas más llanas.

 

      Es este justo el kilómetro siete seiscientos.  Casi la mitad de esta ruta hasta el nacimiento. Me paro y durante unos minutos observo el arroyo saltando por la escapada ladera.  Se desploma en escalones suaves que la corriente ha pulido y por donde chorrea el caño, las rocas toman el color amarillo, oro viejo. Por el centro se desangra el chorro del agua blanca por la espuma que de ella surge y luego, como terminando de adornar tan bello cuadro, unos cuantos pinos laricios de troncos gruesos, blancos y retorcidos. No son muy altos porque las nieves les tienen aplastadas sus copas.

 

      Rebasando el arroyo Amarillo, la pista baja levemente y por la hondonada del río, la Espinarea. Un bosque denso de pinos laricios creciendo rectos y mostrando la belleza casi nieve de sus troncos. Por la cara de enfrente, la ladera ensanchándose también empedrada de rocas ceniza y la vegetación emergiendo  pura y verde.  Por donde crece el puñado de laricio y pegando al río, una recogida llanura, ahora sembrada de majuelos, rocas rodadas desde las laderas y pinos pero que en otros tiempos fueron tierras de cultivo. Todavía se ve aquí, muy pegado a la pista y entre la corriente, las ruinas de un cortijillo.  Por entre tantos pinos y pegado a las ruinas, un nogal desnudo de hojas.

 

      Sube un poco la pista, kilómetro ocho y a la derecha, un espigón rocoso que cae hacia la carretera. También por aquí la pista lo refila limpiamente para abrirse paso y por el lado de la derecha, queda fría y en vertical total, la pared cortada. Gira un poco a la derecha y luego a la izquierda como jugando con los álamos que saludan  y aquí mismo es donde se da la Cerrada del Picón del Rey.

 

      Al otro lado y la izquierda, otro espigón de rocas que se origina al comenzar la franja de los mil doscientos metros. Por ahí sé que hay algunas cuevas. Al atravesar esta cerrada, da un giro a derecha e izquierda y al frente ya estoy viendo  el Cerro de los Ríos, el Cerrillo de la Vieja y el Aguilón del Loco un poco tapado por la niebla.

 

      En el kilómetro ocho ochocientos, a la izquierda una rota pista que baja hacia el cauce del río y ahí mismo se alza el viejo puente de los Rasos. Por ahí llega y sube una senda que, trazando un airoso zigzag, remonta hasta la loma de los Prados de Navahondona.  Allí en lo alto se junta con las pistas que suben desde Los Ranchales y luego siguen atravesando la nava y remonta hasta volverse a encontrar con esta  que sigo por el punto donde se clava el Pino de las Tres Cruces.  Muy bonito todo ese rincón.

 

      Derecha a izquierda, dos pinos laricios, árboles que se han secado y la casa forestal de Los Rasos. Hay aquí una llanura que tiene mucha hierba y la pista que la atraviesa por su centro. A la derecha una pista con su cadena que sube al Picón del Rey y engancha con las que ya he dicho antes.  Un puente para cruzar los  arroyos Cerezo y arroyo del tío Zarzales. Los dos traen mucha agua pero más el segundo porque viene rasgando la ladera del Gilillo casi desde el Puerto Lorente. 

 

      Cruza los arroyos y enseguida una fuente por el mismo lado en que le llega este cauce y por el otro lado, que es por donde se desangra el Guadalquivir casi de puntillas, la senda que también dije antes remonta a Navahondona. Por aquí el curso del río viene muy suave y por eso se parece más un juego de charcos remansados y olas de esmeralda que el fiero Guadalquivir.   

 

      Por las praderas estas que viene regando, crecen espesas las peonías, los majuelos y también los esbeltos álamos. Al frente ya nos deslumbra el breve barranco que viene de las aguas que le rebosan a la dulce llanura de Navahondona.  Barranco de Navahondona precisamente es como se llama este surco que también es muy bonito y sobre todo, en el tramo más torrencial que es el de la ladera que tengo frente.

 

      La pista sube ahora una larga recta buscando el comienzo de la Cerrada por excelencia de este río, por ser la primera y la que menos se conoce.  Por la derecha me queda ahora, muy remontado, la máxima altura del Cerro de los Ríos, con su descarnado lapiaz en todo lo alto y el gran Lomo de la Trucha alargándose hacia el Cerrillo de la Vieja. Miles de peonías crecen por esa altura y otros tantos gamonitos.

 

      Me acompaña el verde puro de muchos rosales silvestres, encinas, majuelos cargados de flores blancas que exhalan su perfume y por la derecha, a partir del arroyo que rebosa desde Navahondona, una lancha grandísima e inclinada.  Precisamente a esta ladera le pusieron el nombre de Lancha de Navahondona y bien que le sienta.  Sigue siendo parecida a la que había antes pero todavía más complicada. Pura roca con encinas, cornicabras, algunos enebros, sabinas y algún pino laricio.

 

      Kilómetro nueve novecientos. La pista discurre elevada sobre el río, siempre muy pegada y escoltada de buenos puñados de hierba. Mucha agua que mana por estas torrenteras y los baches que complican el paso. En el diez doscientos, baja un poco, una curva hacia la derecha, dos pinos laricios al frente que me quedan a la izquierda y por ahí llega un arroyo menor que es el que viene de las tierras que llaman Raso de la Puerta. Gira, se mete cauce arriba y otro espigón de rocas estrechando el paso del río.  Es justo donde existe un viejo puente que daba paso a la senda que venía por el Raso de la Puerta. 

 

      Ya está perdida esta senda porque la pista la ha roto en mucho tramos pero el puente sigue en pie, bello porque era de pura piedra y nada más cruzarlo, unas lanchas tumbadas y bajo ellas, una preciosa cueva que los serranos de aquellos tiempos usaron mucho.  Cae esta cueva, abierta bajo la lancha que se acuesta, justo debajo de la pista cuando esta va por la curva donde crece el gran pino del Raso de la Puerta.

 

      Como la pista no puede subir por terreno tan quebrado, sigue por la orilla del río  hasta encontrar el punto adecuado para cruzar y venirse luego para atrás y así salvar la Cerrada de los Tejos. Desde la estrechura de este viejo puente para aquella vieja senda, el río baja remansado entre un espesísimo bosque de majuelos, pinos, rosales silvestres y zarzas. A unos metros antes de cruzar el cauce, se remansa y forma unos bellos charcos.  Es realmente bonito este rincón pequeño.

 

      Kilómetro once cien y la pista que cruza al río por segunda vez después del Puente de las Herrerías. Lo hace porque no puede seguir por el quebrado surco que presenta la cantarina Cerrada de los Tejos. Gira a la izquierda y nada más avanzar unos metros, se mete la pista por una trinchera de rocas, gira más y comienza a elevarse buscando ganar altura para remontar la pared que da lugar a la cerrada. Se va por completo para atrás y sobre las rocas, creciendo los cambrones y las matas de esparto entre la franja que va de los mil trescientos a mil cuatrocientos metros de altura.

 

      Dos álamos que me quedan por la izquierda y por el otro lado, un pino laricio grande y sigue subiendo girando ahora levemente para la derecha que es hacia donde tendrá que venirse finalmente.  Como una trinchera, varios álamos, al frente veo la lancha de Navahondona, parte de la cual ahora la pista intenta cortar y de bruce y sin que tenga tiempo de prepararse, se encuentra con el viejísimo y gran pino del Raso de la Puerta.  Grandioso por el grosor de su tronco que enseguida se divide en dos y a una altura de algo más de un metro, la herida de los que por aquí pasan. Con una navaja le han grabado, cortando la corteza hasta la misma madera, un mensaje. “Pino-Pepe. Campotejar”.  Lo que siento me lo callo y sigo.

 

      Sigue la pista volviendo hasta tomar su dirección correcta que es la de acompañar al río hasta su nacimiento.  Pinos pequeños y otros mayores que corresponden a los majestuosos laricios y otro letrero escrito en tabla: “Prohibido hacer fuego en este lugar”.  Este es el Raso de la Puerta porque sí que parece que esto es como una puerta hacia las llanuras que atrás he dejado, después de recorrer la complicada cerrada y laderas de los Tejos.

 

      A la izquierda me queda una tierra llana sembrada de pinos que son acompañados por muchos majuelos en flor, unos cuantos enebros muy grandes y la tierra con su césped de verde hierba. Enseguida la pista se mete en un espeso bosque de pinos menores por donde cantas varios mirlos acompañados de otros pajarillos y como la tarde cae y el cielo sigue gris, negro, a pesar de la belleza y profundidad desgarradora del lugar, como una nota de melancolía percibe el alma.  Porque el alma está alegre por el dulce beso que desde tan puro edén le llega pero  siente el peso de la tierra tirándole hacia el polvo y aunque tiene claro dónde está la luz y cual es el prado florido que ya le pertenece, no puede irse y por eso llora.

 

      Al frente y, ahora antes de coronar el puntal que traza como un collado para que la puerta sea real, voy viendo un elevado pico rocoso.  Pareciera que es por donde se encuentra la Fuente del Prado de las Ubillas y no es así. Este estirado y elegante castellón corresponde al pico del Filo del Machero y el otro de la derecha al Cerro Museras. Los dos pasan de los mil quinientos metros.

 

      Corono y atravieso el Collado del Raso de la Puerta, la puerta propiamente dicha,  a la derecha varios pinos laricios, unos majuelos vestidos de blanco por tantas florecillas menudas como le han salido y en lo hondo, ya adivino el río surcando el complicado surco de la Cerrada de los Tejos.  En el kilómetro doce es donde la pista corona este collado.  En el kilómetro doce quinientos, gira a la izquierda cruzando el arroyuelo que tiene el nombre de Mojón Cubierto. Y es que justo aquí mismo se encuentran los límites del término municipal de Cazorla con Quesada.

       

       El giro es a la derecha para remontar un poquito más y entrar ahora justo a la curva de nivel que va por los mil trescientos metros. Desde aquí se ve frente total la impresionante cumbre de la Cuerda del Gilillo. La corona un gran penacho de nubes blancas y algunas franjas de cielo azul.  Atraviesa, girando unos grados a la izquierda, una trinchera corta y ya me encuentro a la altura en que mana una fuente que tiene el nombre de Fuente de los Píos.

 

      Por la izquierda, desde por aquí, sale una rota y vieja senda que remonta por el Filo de Machero y sale al arroyo de los Teatinos, por encima del nacimiento del Guadalquivir.  Ahora ya sé que voy justo por el filo de la pared rocosa que cierra el surco del río para que éste tenga que despeñarse y quebrarse en cien cascadas  hasta dejar atrás la Cerrada de los Tejos. En lo hondo, y por aquel lado de la corriente, a este río Guadalquivir, le entra un buen caño de agua. Viene del lugar llamado Prado de las Ubillas y el arroyo se llama Barranco Guarondo, lo mismo que en las Sierras de las Villas, el Embalse de Aguascebas que también es Guarondo.  Aguadero hondo y este de aquí es porque en lo más profundo de su hondonada y antes de entregarse al río Guadalquivir, le nace un caudaloso manantial por el tronco de un majuelo y junto a un pino laricio. ¡Qué bonito es ese rincón, con su verde pradera y el silencio profundo!

 

      Una enorme espesura de pinos laricios pero todos muy delgados porque están muy juntos, por la derecha hacia el río. Al frente, el asombro de un cerro altísimo que termina en un cono partido por la mira y en lo alto, la llanura donde crecen árboles.  Es como una columna que se levanta desde el bosque de pinos hacia arriba y a su lado, otro mucho más grueso y también levantando su robusta presencia hacia el mismo cielo. ¡Qué sensación de estar aplastado y casi perdido en el centro de esta profunda sierra! ¡Qué sentimiento de pequeñez, aun sintiéndome inmenso, en medio de este gigantesco edén!

 

      Kilómetros doce seiscientos y atraviesa una trinchera de rocas, quedando una columna bastante alta, a la izquierda. Por aquí va la pista tallada en la pura roca de la lancha que cae. Violetas de Cazorla y florecidas, agua que chorrea por las piedras y algunos tallos del té de roca, esparto, mucha zamarrilla florecida, varios pinos laricios achaparrados, mucho muérdago enganchado a sus ramas y las raíces descarnadas y al aire y la flor de un cardo de estas sierras.   

 

      Kilómetro trece, giro otra vez a la izquierda en un puntalete y al frente, destacando señorial, el Aguilón del Loco. Por las cumbres y toda su ladera, casi pelada de vegetación pero muy verde. Sube la lancha de esta ladera, con muchos pinos blancos clavados en ella y arriba un narigón rocoso destacando. Tres pinos laricios juntos y secos, también a la izquierda y por la derecha, la presencia de uno de los gigantes del Parque: un roble viejo con su tronco retorcido y clavado en el mismo borde de la carretera que es ya el precipicio a la Cerrada de los Tejos.

 

      Dos pinos laricios a la derecha y abajo, voy viendo la cerrada que tanto me intriga por lo profunda que en mi la tengo. Por el cerro que hay frente y al otro lado de esta cerrada, veo la pista que desde el nacimiento sube hasta el Puerto Lorente y desde ahí se alarga hasta Cazorla y Quesada. Kilómetro trece seiscientos y justo aquí un puntal, gira la pista a la izquierda, una llanura no muy grande, un mirador desde este espigón que cuelga justo por el tranco que da comienzo a la Cerrada de los Tejos.

 

      A partir de este punto, la pista baja buscando el río porque lo complicado ya lo ha remontado y a la izquierda me va quedando una ladera muy bonita llena de majuelo, unos ejemplares de pinos blancos, la tierra arropada con su tapiz de hierba y las flores de las zamarrillas adornando primorosamente.  Voy viendo el río por la derecha y lo encuentro mucho más remansado por el frene que le presenta el muro de un pequeño embalse que le hicieron justo antes de empezar a despeñarse por el tranco que precede a la cerrada.

 

      Estoy bajando casi en picado y al frente aparece un castellón de rocas con un bloque en el centro puntiagudo y dos más pequeños a los lados. La pista cruza el río por el puente tercero en todo el recorrido y ahora se va por la izquierda del río que todavía sigue remontando. Nada más cruzar, gira rápido hacia la izquierda llana y como el remanso que las aguas del recién nacido Guadalquivir, se acerca suave. Kilómetro catorce justo.

 

      Es aquí mismo donde se juntan los arroyos del Barranco de la Juan Fría y otro menor que le llega por la derecha. Aquí se divide el ramal de pista que se va para Puerto Lorente y un letrero: “Quesada, a 28 y nacimiento del Guadalquivir”.  Y al girar hacia la izquierda, me queda frente la gran raspa que sube desde el nacimiento hacia el Filo Machero. Y solemnemente la pista se acerca hacia la primera de todas las cerradas que este río tiene y es justo donde, en las cuevas que se abren por las rocas, nacen algunos manantiales que empiezan a darle cuerpo a la corriente.  Corta la pista el espigón de rocas que se ha soldado justo por donde el río brota y aquí se alza otro puente bastante singular porque justo de bajo es donde quedan las cuevas de los manantiales.

 

      Catorce cuatrocientos y la pista atraviesa la trinchera abierta en el tranco para poder pasar. Una valla de palos a los lados y un letrero por donde las personas buscan la fuente comienzo de la vida. Por el surco, galería o cueva que la corriente  ha horadado al meterse por entre esta anarquía de rocas quebradas, se oyen los caños despeñarse. En el fondo se remansan las pozas y la tenue luz de la rocía de olas esmaltadas.

 

      La pista sigue y en unos metros, por la derecha, un bosque de árboles sembrados cuando aquellos tiempos, la llanura que viene meciendo al dulce arroyo de aguas limpias que desde más arriba llega, la pura hierba arropando a la llana tierra, un puñado de majuelos florecidos y a la izquierda, también mucha hierba adornada de majuelos y las blancas paredes de la vieja casa forestal de Cañada de las Fuentes.

 

      Es este el kilómetro catorce seiscientos por donde también se mece una almaciga de álamos, la pisada explanada donde se clavan las mesas de piedras que en aquellos tiempos montaron por el rincón, la fuente con su chorro de agua siempre limpia y siempre fría, el surco del arroyo de los Teatinos que entra por el lado izquierdo, los espesos fresnos arropando majestuosos, enseguida la llanura mayor por donde pastan los ciervos en el silencio de las noches y que se tupe de hierba virgen, más álamos y por entre la suave corriente que baja desde las cumbres y la pradera, campo de fútbol, la pista que sigue su rumbo buscando coronar  la inclinada ladera de la Lancha de la Luz y remontar hasta Puerto Llano.

 

      Paro el coche y durante unos segundos, me recreo en la agreste ladera que desde el Aguilón del Loco se derrama hacia en barranco donde parece nace el río  y ahora, aprovechando el delicado viento que pasa besando y la paz que sobre el rincón descansa, me voy a ir unos metros cañada arriba como si deseara encontrar la fuente primera y única, que regala sus cristalinas gotas a este recién nacido río Guadalquivir.

 

      Son las seis y cuarto de la tarde y todo me acoge desde su más rotundo silencio. Un paisaje impresionante por la potencia de belleza que de él mana y la presencia real de lo eterno y en el centro, dando vida, sosteniendo y gritando amorosamente, la pura fuerza de Dios, mi gran padre bueno. 

 

      El cielo rezumando nubes densas y el paisaje, respirando solemnidad y misterio. Cantan los grillos distribuidos por la esplendorosa vaguada que está dando vida al río, el rumor del agua que baja dulce por entre las piedrecillas, que es el río pero todavía muy niño y viene este chorrillo cristalino y cañada, del Pino de las Tres Cruces y en el otro regajo menor que le entra desde la Cañada de Travino, que también es parte de la Cañada de las Fuentes. El que llega desde el lado del Pino de las Tres Cruces, trae mucha más agua.

 

      Me muevo y atravieso el más endeble y al mirar hacia arriba, descubro que toda esta cañada es casi inmensa, por lo larga y tan repleta de majuelos viejos, tremendos pinos laricios con sus impresionantes troncos blancos, las infinitas rocas calizas rajadas y en forma de agujas y la espesa hierba cubriendo la tierra.

 

      Y ya por aquí me quedo, porque este rincón del soñado río Guadalquivir, embriaga tanto, que el alma hasta se siente morir y por eso desea detenerse y dormirse sobre la fina hierba, mientras la tarde se va y el tiempo parece abrazar en un beso que es todo consuelo.  Pero antes de apagarme, o mejor, quedar ahogado  en este insondable mar de tan dulcísimas sensaciones, quería decir que el Guadalquivir real que mana desde estas elevadas cumbres, yo sé que no tiene su venero único, justo donde las personas que llegan, lo buscan y se lo indica la placa ahí clavada.

 

      Por lo menos seis o siete veneros conozco y todos ellos brotan por las partes más altas que coronan a la hondonada de la oficial Cañada de las Fuentes. En todos he bebido agua yo, e incluso en el mes de agosto y casi todos, después de salir a la superficie, se hunden en la tierra y cuando de nuevo emergen a la luz, lo hacen por donde ahora creemos que nace el río y mucho más abajo. Justo en la bella Cerrada de los Tejos, brotan algunos y hasta revestidos de la belleza más rotunda.  Y qué bonitos son todos estos veneros tan humildes ellos, con aguas tan limpias y frescas y escondidos entre los majuelos o las ramas de los pinos.

 

      Pero, qué más da: el Guadalquivir nace aquí, porque él, como tantas inmensidades en estas sierras, no es ni puede ser, lo concreto, sino lo intangible  ya que es parte y reflejo del corazón que mantiene y transmite la vida al universo. La única fuente verdadera y por excelencia, limpia y por eso termino diciendo que si el manantial es cristalino, tienen que ser igualmente limpios todos los arroyuelos que de él salgan. Y el Guadalquivir ¿no es esto?           

 

      Algunos nombres por la zona, desde el Puente de las Herrerías, Guadalquivir  hasta el nacimiento:   Ir al índice    Por el arroyo de los Habares: Cañá del Halcón, Las Praeras, El Barrancazo = Donde estaba la casa forestal, Los Cascajares de la Mesa, Junta del arroyo de los Habares, Cueva del Escribano, Cueva de Poyo Estrecho, Cueva del Borbotón y Fuente del Borbotón = Donde nace el arroyo de los Tornillos, Praeras del Marchante = La llanura que hay antes de llegar al arroyo, El Vado de los Perrillos. Guadalquivir  subiendo: Fuente del Perdi (frente a al escuela de los forestales) dicen que el hombre siempre venía a beber agua al mismo sitio y como se llamaba de apellido Perdi, se le quedó a la fuente. Cortijo de la tía Plácedes, cortijo del tío Quico Vasquiñas, royo de la Mesa, el Pino El Abuelo = Se secó hace unos años pero el rincón sigue con el nombre. Cortijo del Coto,  La Caracolilla = Pasando el Calerón, una morra que hay que da unas curvas la carretera, una pista ajorro en el mismo Calerón a la derecha, Castellón del Calerón, el Hoyazo, Cueva Mortero = un poco antes de llegar al túnel, a la izquierda,  Túnel de los Cierzos, Lancha Pi Carrascal = saliendo del túnel a la derecha. Royo de los Cierzos = que es el que va por el Parador. Pasado de Cueva Mortero, es el Poyo de la Zorra. Royo Amarillo = Baja de los Ranchales y cae en la Espinarea (Royo Amarillo y Royo Cebá, vienen los dos juntos siendo el último afluente del primero) La cañá de las Varas, donde nace royo Amarillo y el Barranco de los Acebos, donde nace royo Cebá,  Las Hazas de Román, Cuevas de las Hazas de Román = Un poco antes del kilómetro ocho y es un raso que hay arriba casi en la cumbre del Gilillo al cual se llega siguiendo la pista que sale justo en la misma casa del Raso (Son unas cuevas muy grandes y es por debajo de Las Hazas de Román). A la izquierda de la pista un mojón rocoso donde se puede leer: Monte Navahondona, Un poco más arriba de arroyo Amarillo y en el río, un viejo cortijo que se llama La Espinarea. (Límite de Cazorla y Peal) El Peñón del Rey o Puntal del Rey = Pasando la Espinarea y antes de llegar a Los Rasos (Dicen que al pasar por aquí el rey dejó su capa en el lugar y nunca nadie la encontró) frente queda la  Cueva del Bidarral = Frente del Puntal del Rey pero a la margen izquierda (Es una cueva muy grande pero las bidarras que tiene han tapado la puerta y no se ve) Por el mismo lugar se habla también de la Cueva del Berreal, probablemente pueda ser la misma, Cerrada del Peñón del Rey, antes de Los Rasos Viejos, a la izquierda subiendo una pista que baja al río donde existe un viejo puente de piedra, Casa forestal de Los Rasos = Varios ejemplares grandes de pinos laricios, Barranco de royo  Cerezo y barranco del tío Zarzales, royo de Navahondona, Lancha de Navahondona, Fuente de los Píos (Unos hombres que mataron y quemaron cuando la guerra y como se llamaban de apellido Píos, ya se quedó este nombre) Cerro del Río, Cueva del Raso de la Puerta, Las Veguetas de Poldo = junto al río antes de que la pista cruce. Royo Guarondo = que es por donde baja el agua del Prao de las Ubillas,  El Pino del Raso del Tejar, El Raso de la Puerta del Tejar, royo de Mojón Cubierto, El Cerrillo de la Vieja = (El que cae entre el arroyo de la Tejadilla y el Guadalquivir y yo recorrí el día de la Cerrada de Los Tejos) Cerro Museras, Los Puentes, Poyo de la Carilarga = por la izquierda subiendo al nacimiento. Nava de Navahondona, Praos de Navahondona.  (La Cañada de las Fuentes es donde está la caseta y lo que hay más abajo, se llama Los Puentes)

 

      Barranco de la Luz, Cueva de los Marranos, Cueva de los Santos = porque había unas pinturas antiguas que representaban a unos santos, Poyo Machero, Barranco del Pocico de Gualay, sima de Navahondona = una sima muy grande en la misma cumbre,  en la cumbre del Cabañas Collao de las Alegas, pico del Aguila, Puntal del Buitre, Junta de los Cerros, Cerro o Puntal  de la Tableta, Poyo de las Abucaeras, Vaga de la Morra, Poyo de Barba, Barranco de Gualay, Pinos de Poncel, Puerto Llano, Cabañas. Los Tornillos Altos, por donde la Cueva del Borbotón y de ahí para abajo hasta la cerrada de la Canaliega, los Tornillos Bajos.

 

      La fragancia eterna.   Ir al índice

     Con el alma atravesada por la tristeza, entro a la casa y busco a la madre que sobre el colchón de paja se acuesta y al verla consumida, se me parte el corazón  porque toda ella, además de enferma y morirse a chorros, ni come ya porque no tiene fuerzas, la beso y soltando los tomates en el suelo, le digo, desde la angustia que a mi alma quema:

- Madre santa, aquí te traigo un puñado de hortalizas que he cogido del huerto y ahora mismo pongo el puchero junto a las llamas de la candela y para ti caliento ese requesón para que comas y te pongas buena.

 

      Y la madre se levanta y desde su figura de pavesa, me da su beso y aunque no quiero, ya con ella a mi lado sentada junto al fuego, le digo que esta mañana también ha sido tremendo.

- ¿Otra vez te han denunciado las ovejas?

Me pregunta ella y yo le contesto que:

- Otra vez bajaba por el río y detrás  me iban siguiendo y allí donde me paraba, se paraban ellos y si bebía agua de la clara que va por la corriente, estaban sobre mí nublando la paz de mi corazón con sus amenazas y figuras fieras.

 

      Y la madre que junto a mí, hace por comer del requesón, una cuchara:

- Hijo mío de mi sangre y alma, dentro de poco yo voy a alzar mi vuelo pero por si  como tantas veces te ayudan mis palabras, te dejo dicho que la presencia de Dios es más real y clara, en los trances en que todo te lo rompen y te prohíben, hasta beber el agua.

Y quiero decirle que tendrá razón porque la madre es una santa pero que el corazón y el alma, no puede más con tanta congoja y en la tierra que tanto le pertenece y es tan amada.

 

      Pero guardo silencio y me acurruco junto a la madre pavesa ya casi apagada y mientras intento darle ánimo para que coma un poco del requesón, junto con su muerte, mi alma se muere de tristeza atravesada.    

 

 

    Cerrada de  los Tejos,

Nacimiento del Guadalquivir

 

           6 - Por la Cerrada de  los Tejos

           LA RUTA: Cerrillo de la Vieja, río Guadalquivir, cerrada de los Tejos, fuente Guarondo.
            Zona restringida.

            Distancia            :    3    km.

            Tiempo              :     3    h. andando.

            Desnivel            : 100    m.

            Camino      Carril, vereda, campo a través.

 

                Por  los barrancos llenos de pinos y coronando las rocas, allá entre hierba y narcisos, por donde en silencio brotan los primeros manantiales que bajan y al juntarse ya son el Guadalquivir, por allí estuve yo llenándome de Dios. Sintiéndome pequeño en este jardín tan bello y agradeciendo a mi creador que una vez más me deje gozar de este edén, sus flores y sus cascadas.

 

                En la cañada, donde la pista que sube de la fuente Prado de la Abubilla, traza la gran curva, por aquí empiezo la ruta. Me voy por la misma raspa del espigón encerrado  entre el arroyo de la Tejadilla y el río Guadalquivir. Al final, donde las rocas están rajadas en finos gajos de naranjas y en la atalaya de la casa forestal de Los Rasos, me vengo hacia la derecha y bajo al Guadalquivir. Sigo cauce arriba, subo por la cascada o cerrada de Los Tejos y junto al gran tejo milenario de la ladera, me paro a comer. Son las tres de la tarde y ya he recorrido más de la mitad de la ruta que hoy pienso hacer. Como otras muchas, esta ruta no va por senda ni pista forestal, aunque sí hay momentos en que engarza con algún trozo. 

 

                Por estos barrancos y cañadas existen o existían las sendas dichas. Pero ya están muy rotas por la erosión y el desuso. Hoy tampoco las he seguido, sino que desde el gran tejo, me he venido a media ladera hasta la fuente del Majuelo, de la liana y de la hiedra. Desde aquí sí he subido por el barranco por una pista que sobre el camino, trazaron los de Icona. Es un trazado sin acabar y por eso casi no podría llamarse pista pero el caso es que sube bien visible y es por ahí por donde me he venido. Este es, muy resumido, el recorrido o ruta que hoy he andando pero como es mucha más rica en belleza y matices, ahora voy a entrar en detalles siguiendo paso a paso lo recorrido.

 

                 El camino -2   Ir al índice

                Y, sin embargo, yo hoy, andándolo por lo alto de la cuerda, he tardado más de cuatro horas siguiendo por la línea más alta. No es poca cosa, sino gran cosa, cargada de espléndidos paisajes, abundante agua tanto al comienzo del barranco de las Abubillas como por el arroyo de la Tejadilla y el Guadalquivir.

 

                Pero hoy quiero empezar describiendo este espléndida y potente rincón dando gracias. Dejo el coche junto a la pista, cargo con mi pequeño zurrón, la máquina de fotos, la de video y bajo por el trozo de pista cortada que va por las tierras del antiguo camino. Es una mañana espléndida porque ya está explotando la primavera es estas sierras. La hierba estalla verde, canta el cuclillo, arrullan las torcaces, cantan mil pajarillos inquilinos de los pinos, se oye la corriente a un lado y otro y brilla el sol sobre los brotes nuevos de los majuelos.

 

                Me arde el gozo en el alma y lo único que se me ocurre, es decir “gracias”. Me parece mentira estar hoy de nuevo andando por las alfombras verdes de este edén y respirando su aire limpio. Tengo mucha suerte que se me repite una vez y otra sin mérito ninguno por mi parte.  Abro los ojos y no estoy soñando. Es real lo que ahora mismo piso y como estoy convencido de la belleza única y singular de este edén, me siento afortunado y de aquí que el grito se me escape desde lo más hondo del alma: ¡gracias Dios mío!

 

                Un día más, una vez más, me has dado la oportunidad de poder visitar tu edén. De poder encontrarme aquí contigo, entre tus  florecillas, tus manantiales, tus pajarillos, tus prados verdes, tus rocas, tus pinos, tus silencios, tu viento puro y tu paz. Una vez más me traes aquí para enseñarme tus secretos, tu amor, tu figura, tu gozo y tu grandeza. Sé que no merezco premio tan grande y menos aún merezco que confiadamente pongas en mis manos y antes mis ojos este frágil y delicado paraíso tuyo. ¿Por qué lo haces, Señor? ¿Por qué me quieres dar tanto y a mí que soy tan poco cosa? ¿Por qué me tratas con tanto cariño? Yo sé que estás aquí. Lates en cada silencio, roca, pino, cumbre, cielo y nube. Lates aquí porque oigo tu respirar y de ello que me asombre aún más. Además de traerme otra vez a este tan bello jardín tuyo, además de permitirme la entrada gratis y preparar para mí esta sinfonía de arroyos y bosques, además de ofrecerme con amor, el mejor de los paraísos, además de todo esto, te vienes aquí conmigo por estos montes tuyos y desde ellos, me hablas, me enseñas tus secretos, tus dulzuras, tus melodías, tus caminos y la belleza de los seres que pasees.

 

                Por eso ahora miro a mi alrededor y me parece ver el mundo por primera vez. ¡Y es hermoso este mundo! Aquí azul, allí amarillo, allá verde, el cielo y el río que corre, el bosque y el monte que  mezcla su misteriosa belleza y aquí en el centro, yo despertándome, poniéndome en camino hacia mí mismo y hacia el centro de la creación. Hoy  veo el azul, azul, el río, río, aunque dentro de uno y otro sé que vive escondido lo único, lo divino, Tú, Dios mío. Y hoy  sé que precisamente tu característica principal es el ser aquí amarillo, allí azul, allá cielo, más cerca bosque y yo aquí. El sentido y la realidad no se encuentra detrás de las cosas, sino dentro de ellas, dentro de todo. Gracias Dios mío, por traerme a este paraíso tuyo y enseñarme, a través de él, el camino que lleva hasta tu amor. Gracias.

 

                Ya he bajado los primeros quinientos metros. Es el trozo de pista cortada que llega aquí, al collado donde en realidad arranca el espigón que voy a recorrer, se va hacia la izquierda buscando salvar por arriba el arroyo de la Tejadilla para irse luego repecho arriba hacia la cumbre del Gilillo. Por ahí anduve el otro día. Hoy, aquí en el collado, dejo la pista que se vaya con su curva hacia la izquierda y sigo recto. Aquí mismo existe una pequeña llanura ahora toda verde y llena de hozadura de jabalíes. Si me vengo un poco hacia la  derecha, piso ladera del barranco de las Abubillas; si me voy otro poco para la izquierda, la ladera que piso pertenece al barranco de la Tejadilla. Por eso, yéndome por el lomo de la cuerda, mantengo el equilibrio entre los barrancos y ello, al mismo tiempo que los domino a los dos desde mi altura, los voy gozando y escrutando en un intento de formar un sólo paisaje de dos barrancos con sus arroyos y la colina o espigón que los separa o más bien los conforma.

 

                Es este un lugar  virgen. Y lo digo porque no hay turistas y creo que quizá no los haya nunca. Por aquí ni siquiera existe senda para andar a pie. Por eso ya es difícil recorrerlos a pie, por la incomodidad y el cansancio que ello supone, cosa que a mí me gusta pero que a ellos no les agrada demasiado o por lo menos a un buen número. La tierra de esta loma, como suele suceder en muchas partes del Parque, es fértil. Aquí mismo, a unos metros del arranque de esta colina, existe una preciosa pradera. En su centro y a los lados está guardada por los robustos y siempre majestuosos pinos laricios. A su vez, formando armonía y  amistad, por aquí y allá crecen los majuelos, la hiedra, los piornos. Desde lo alto del picacho que hay delante de mí y que se alza arrancando desde la misma cresta de la loma, ha rodado una piedra. Bueno, han rodado muchas piedras rotas por la nieve y el viento. Pero mi piedra es especial. Grande, casi redonda, blanca porque es caliza y solitaria. Parece una estatua. Se ha quedado clavada en el rincón más bello de la pradera. Como una estatua o un monolito que algún ser humano hubiera puesto en este lugar. Pero desprende mucha más belleza que la que tendría si hubiera sido puesta por los humanos.

 

                En la misma pradera, algo más próximo al picacho y volcando hacia la derecha, es decir, en lo que es vertiente del barranco de la Abubilla, se alza un magnífico juego de rocas. Son varias en casi todas las formas menos redondas. Estas no han rodado desde el picacho sino que son de aquí; han nacido aquí. Son puntas, trozos de lo que bajo tierra es un bloque rocoso. Lo que  aflora, lo que se ve adornando la pradera  dentro del hermoso desorden, son trozos de entre medio a dos metros de altas. Me acerco para conocerlo, para curiosearlo, para tocarlo y antes de llegar, varias torcaces alzan vuelo. Descubro que esto es un comedero.  Hay cebada desparramada, pisadas recientes, excrementos, tierra suelta. Aquí le echan de comer a las palomas que revolotean por los pinos de estas laderas.

 

                Por estas épocas, en los pinos del Parque, anidan y viven muchas tórtolas y tres especies de palomas. La torcaz, la zurita y la bravía. Son aves que poseen cuerpos rollizos, cabeza pequeña y patas cortas. Todas pueden volar con mucha rapidez. La paloma zurita y la bravía son casi igual de grandes. Treinta y tres centímetros más o menos, siendo la zurita la que a menudo se encuentra junto a la torcaz. A partir de estas fechas en adelante, su alimento favorito en estas sierras, son los piñones del pino laricio. La torcaz es una devoradora incansable. En el buche de una de ellas, atiborrado a reventar, se han encontrado 190 hayucos que pesaban 69 gramos en total. En otras se encontraron las cantidades siguientes: 119 hayucos, 139 granos de trigo y 78 de cebada, en una; 1.131 granos de trigo y de cebada, en otra y 36 bellotas de un peso total  de 81 grano en la última. Uno se pregunta cómo les cabrá todo eso... Cuando la torcaz se dedica a los insectos ingiere muchísimos. En una sola comida engulle hasta 950 larvas y crisálidas de pequeñas mariposas de los bosques.

 

                Como en invierno se desplaza en bandadas de varios centenares, su paso por  el campo deja huellas. Algunas torcaces habituales en nuestros bosques proceden del norte de Europa. Migran hacia el suroeste a razón de 50 a 90 kilómetro diarios. Es decir, vuelan durante una o dos horas cada jornada. La torcaz es la mayor paloma de nuestros bosques. En primavera, culta por los follajes, escapa a menudo a la vista, aunque sus arrullos, que resuenan en todas partes, traicionan su presencia. Se han habituado a vivir cerca del hombre y anida hasta en algunos parques de grandes ciudades donde alojamiento y seguridad.     

 

                Desde este punto diviso perfectamente la ruta que hace unos días hice, desde aquí hasta la misma cumbre del Gilillo.

 

                 La gran trucha -3   Ir al índice 

                Y va de flor en flor la brisa preguntándole su nombre, porque inquieto estoy y sediento de cosas lejanas.  Retirada, a mis espaldas, van quedando las cumbres del Puerto Lorente con el pico del Cerro del Púlpito, más a la izquierda el pico Villalta y el Aguilón del Loco. Voy dejando la pequeña pradera donde comen las palomas y subo un poco este primer pico  de la loma por donde ando. Me vuelvo hacia el arroyo de la Tejadilla y esquivo las rocas que se elevan sobre la joroba. Según la ciencia de la geología, este puntal que voy recorriendo es un anticlinal: pliegue o estrato que forma un saliente en forma de una A. Si fuera un saliente en forma de V, sería un Sinclinal pero en realidad lo más sencillo, es decir, que la cuerda por donde ahora me muevo, es una loma con una altura máxima de 1400 m.

 

                Se parece a una gran trucha con la cabeza un poco achatada. La cola la tiene donde he dejado el coche y la parte del morro y la cabeza algo chata, delante. A lo largo de su lomo, por donde la trucha tuviera la aleta superior, este pez mío geológico, tiene una gran joroba similar a la de los camellos. La llanura donde comen las palomas es el pequeño rellano antes de la primera joroba empezando por la cola. Ahora me encuentro pisando la primera chepa y bajo hacia la curva entre las dos corcovas. Donde podría sentarme si  esto fuera un camello de verdad. Pero ya he dicho que se parece más a una enorme trucha que en el lomo tuviera las ojivas de un camello.

 

    Por eso, cuando antes decía que este rincón para mí si es gran maravilla, pensaba en lo siguiente: si pudiera coger esta trucha y con todo lo que contiene, sus jorobas, sus dos caños de agua a los lados, sus mil gruesos pinos laricios ya viejos, secos algunos, repletos de muérdago otros, sus majuelos, sus torcales, sus estatuas rocosas, sus florecillas, sus silencios, su paz, sus pajarillos y el azul del cielo con los gamonitos y la cabeza chata, si pudiera cogerla y así tal como la estoy gozando yo y fuera capaz de situarla en la entrada de Sevilla, por ejemplo, estoy seguro que esto tan nada, en aquellos lugares sería una gran maravilla. De lo que se puedo deducir que este rincón, en medio de las cumbres y ríos de este Parque, sí queda pequeño porque los paisajes que le rodean son de mayor entidad, en volumen, que no en belleza. Sacado de aquí, lo que es lo mismo, mirado desde aquí mismo pero sin compararlo con ningún otro trozo de sierra, es grande, muy grande, muy  bello, muy lleno de profundidad, de encanto, de perfume a lejanías y a historia.

 

                Y aquí no hay sólo una hoja de hierba, sino muchas pequeñas praderas entre los majuelos y las rocas, entre las grietas de las rocas que se rompen con la lluvia, entre los cascajales que se derraman hacia el valle del Guadalquivir. La hormiga que ahora mismo veo subir por la rama del pino seco, es igualmente perfecta. El pino es un bello ejemplar de laricio. Nació hará unos treinta años aquí mismo, en lo más alto de la cumbre. Clavó sus raíces en las rocas y al lado sur, mirando al Guadalquivir, creció hermoso. Durante muchos años resistió los vientos helados que desde la cordillera del Cabaña, descienden en los días de invierno. Resistió las grandes nevadas que también en los inviernos, año tras año cubren estas sierras. Resistió las heladas en esas largas y crudas noches de enero. Resistió las ventiscas, el sol asfixiante en los meses de verano. Resistió las sequías otoñales y los fortísimos vientos que Guadalquivir arriba ascienden hacia las cumbres. El pino es ta recio, tan fuerte, tan magníficamente preparado para la dureza de estas cumbres que nadie podía aventurar la suerte que luego, después ha corrido.

 

                Porque hoy, este singular y extraordinario ejemplar de pino laricio, aunque sigue clavado en su roca encima de su atalaya, ya no está verde como en aquellos tiempos. Hace dos otoños, la tormenta descargó  sobre él, le alcanzó el rayo y desde las raíces hasta las copas más altas, lo dejó achicharrado. Poco días después todas sus ramas se tornaron pálidas y el viento del otoño lo despobló de hojas. Cuando las nieve se amontonó en su copa ya sin vida, ésta cedió por el peso, se dobló hacia el lado norte y se partió. Así acabó su vida uno de los gigantes del Parque. El fuerte, el bello, el rey de las cumbres, el que desafió al tiempo sin inmutarse desde lo alto de su cumbre, el que fue testigo del silencio y la soledad, dejó de vivir  un día y se marchó de estas sierras para siempre.

 

                Ahí lo estoy   viendo y aunque todavía sigue siendo bello y único, ya está seco. Doblado hacia la tierra con sus ramas rotas y el tronco casi pelado. Cruje un poco cada día bajo los rayos del sol y se desmorona un trocico cada tarde empujado por el viento de estas cumbres. Aquí, frente a la roca redonda, amiga y compañera desde los años en que era pequeño hasta hoy que ya se muere, me siento. Aunque sí tengo prisa porque ya el sol brilla coronando las cumbres de Peña Juana y Puerto Pinillo, no tengo prisa porque ya sé  bien que en estas sierras tengo que hacerme a ellas. Respirar con ellas y adaptar mi ritmo y latidos, al suyo. Y el suyo es lento. Sin concepto del tiempo o quizá otro concepto distinto al nuestro.

 

                Lo miro, lo observo despacio y me dejo abrazar por el mismo viento que lo roza. Puede que el próximo invierno se tronche del todo y sus ramas se despeñen por la ladera hacia el río. Quizá esto suceda y yo ya no estaré aquí para verlo porque, además, es posible que no vuelva por este trozo de sierra en muchos años. Hasta puede que no vuelva nunca más. Es la primera vez que vengo y no volveré más. Este   pino no está junto a un camino para llegar a él con facilidad, sino en una zona rocosa y alejado de la pista por donde pasan los coches, por si alguna vez más volviera por el lugar montado en coche como los turistas.

 

                La que viene Guadalquivir arriba desde el poblado de Vadillo hasta el nacimiento del río, ahora mismo la estoy viendo allá en lo hondo del valle. De vez en cuando sube o baja  por ella un coche y adivino a sus ocupantes. Ellos no pueden verme a mí y ni siquiera se imaginan que por estas cumbres pueda haber alguien sentado en el centro del día, en una roca redonda tallada por la lluvia y rodeada de majuelos, hierba y otros pinos pequeños, frente a un gigante seco que se cae a trozos. Los turistas que suben por la pista van  en sus coches y no me ven ni lo ven y en cierto modo me alegro.

 

                Todavía hay cosas en estas sierras que no están al alcance de cualquiera. Todavía hay cosas que ellos ni pisan ni ven ni ensucian. Todavía hay paisajes con su paz y sus inmaculados y transparentes  silencios de siempre. Todavía y de esto me alegro por la belleza que por un tiempo más seguirá intacta sobre las cumbres de estas sierras. Hoy, y puede que por  un  tiempo regularmente largo, siguen latiendo aquí aquellos hilillos que Juan Ramón recogía en su Platero: “la cumbre. Allí está el ocaso, todo empurpurado, herido por sus propios cristales que le hacen sangre por doquier. A su esplendor, el pino verde se  erguía, vagamente enrojecido; y la hierba y las florecillas, encendidas y transparentes, embalsaman el instante sereno de una ausencia mojada, penetrante y silenciosa”.

 

                 Collado de los gamonitos - 4   Ir al índice 

                Me he venido por el lomo de mi hermosa trucha dormida, apartando el monte con mis manos, saltando de una roca a otra, respirando de vez en cuando frente al barranco de la ladera del Gilillo o frente al otro, el de Navahondona hacia el Guadalquivir. Me he venido poco a poco  por esta trucha pétrea, tapizada de bosques y surcada de arroyuelos por la barriga, arrullada por los picapinos y empedrada de irregulares pero bellas rocas blancas. Por aquí me he venido, sin camino, desde donde se convierte en polvo el pino seco. Allí lo he dejado con su esqueleto alzado hacia las nubes y ahora ya estoy por el Collado de los Gamonitos. Conforme voy llegando vengo cantando gracias a Dios por este nuevo paraje, en el centro de este singular concierto de picos sin fin.

 

                Ya voy por más de la mitad del camino entre la cola y la cabeza de esta larga, estrecha, regordeta pero bella loma. Subiendo hacia la última joroba del camello, antes de llegar a al cabeza, es donde crece este denso gamonal. En la pequeña pradera que se derrama desde la joroba hacia la curva del lomo. Por aquí las  rocas son piedras sueltas y esparcidas por el rodal de tierra que forma la pradera.

 

                Hoy este rasete está repleto de verde. Hace tres semanas se derritió la última nieve de la colina y como en esta zona da el sol bien de lleno porque es solana, la hierba brota enseguida y a continuación florece también rápidamente. Es una primavera muy corta y las plantas lo saben. Tienen que darse prisa para en este espacio de tiempo florecer, granar y esparcir las semillas antes de que el sol las seque plenamente.

 

                En esta sencilla pero deliciosa y magnífica pradera, abunda, en gran cantidad, el gamón o gamonito: Asphódelus álbum Miller; asfódelo blanco. Esta especie es la más abundante de las tres que se dan en el Parque. La nuestra, la que ahora mismo se extiende ante mí llenando la pradera, es muy característica; con recios tallos erectos que lleva una espiga de grandes flores blancas o rosáceas.

 

                Por la gran pradera, los gamones aún no han crecido mucho porque la primavera ha llegado hace unos días. Todavía hace mucho frío en las noches de estas sierras. Pero ellos ya han brotado y al paso de la brisa se mecen limpios y verdes. Se desparraman desde el bosque, donde se amontonan las rocas y caen hacia el centro a un lado y otro. Atravieso por entre ellos con mis ojos clavados en el montículo rocoso, catedral de ensueños en la soledad de estas cumbres. Me late el corazón y dentro se me amontonan las sensaciones.

 

                Después de tanto tiempo, todavía no he aprendido como comportarme y presentarme a estos paisajes. Los gamones me lo recuerdan:

- Fíjate que somos lo más parecido a un grupo de niños. Con este sol que ahora nos acaricia, jugamos  al corro con el viento, saltamos alegres, con las rocas formamos pandillas, con el horizonte reímos sin fin y con el bosque besamos las estrellas. ¿Quieres aprender algo nuevo?

- Quiero dar un paso más hacia  el  latido de este bosque y el corazón de vuestra sonrisa.

- Tú conoces algo el camino y también un poco de esa dimensión.

- Pero aún ando empolvado y contaminado de la materia que me rodea y la carne del cuerpo en que vivo.

- Pues avanzar es fácil: Olvídate de los libros, de las cosas en tu cotidiana  vida, deja tu mente en blanca, relájate y nada más.

 

                Hago la prueba y  sin dejar de andar me voy acercando a la roca. Me he perdido. Como tantas veces, me he perdido porque antes la grandiosidad de lo que me rodea quiero responder con grandiosidad, con asombro, con espectacularidad olvidando las reglas, principio de todas las bellezas: Lo sencillo, lo pequeño, lo natural, esto es lo hermoso y  grande y no lo contrario. Por el lomo de mi hermosa trucha pétrea, los gamonitos se derraman verdes y  silenciosos. Son el preludio de la primavera y la antesala de todas las bellezas cuando las nieves se derriten en estas cumbres. Como en un sueño, limpia mi mente de todo pensamiento, dejo en libertad mi cuerpo y me pongo en brazos de la armonía que me envuelve. Todo es sencillo y gozo. Los gamonitos verdes y silenciosos del  montículo rocoso, palacio bello donde los haya, se desvanecen. En una pradera inmaterial nos fundimos y somos los mismos; mejor: somos todas las cosas.

- Este eres el tú auténtico hermanado a nosotros en el rincón donde nace la vida.

          

                Castellones, en el lenguaje serrano, se llama al pequeño montículo sobre una colina o valle cubierto o coronado de rocas. El más famoso y conocido por aparecer en casi todas las guías, son los Castellones del  Valle, ahí por el cruce de la carretera con Vadillo y la del Tranco. Pues esto que ahora mismo yo estoy pisando también podrían ser castellones. Es decir, castillo. Forman un grandioso conjunto de rocas que en lo alto de un montículo se han ido desmoronando, rajando, puliendo, tallando a su libre albedrío. Algunas  parecen columnas que a un lado y  otro sujetan bloques más grandes. Otras son como enormes torres en lo más alto. Hay otras que forman escalones, repisas, rellanos, cuchillos, agujeros, grietas, curvas... Todos son trozos del gran bloque del cerro. Este se desmorona poco a poco pero no de una forma ordenada, sino libremente.

 

                Lo recorro de un lado a otro y es aquí donde encuentro la belleza: en su desorden. En su desigualdad. No encuentro una roca que sea igual a la otra. Pasa lo mismo en todas estas sierras. Todo se repite una y mil veces pero nada es igual. Y es que el universo entero tiende al desorden manteniendo al mismo tiempo el orden y la armonía más perfecta. Por eso este desorden, esta impresionante muestra de irregularidades  que ahora piso, es lo más bello que nunca he visto. Jamás los humanos, con toda su ciencia, podrían nunca  construir catedral semejante a esta. Los recorro relajado, sin inquietud, sin prejuicios, sin prisa y es verdad: resulta como un gran escaparate, como un muestrario gigante de juguetes y fantasías. Mi primer impulso es igual al impulso de cualquier niño frente a una tienda de juguetes. Lo quisiera coger todo, tocarlo todo,  llevármelo todo, porque parece que de no ser así, no seré feliz. No sentiré gozo, no me encontraré agusto. Pero recuerdo ahora que en algún sitio leí que mejor que poseer, es ser y hacerme materia en lugar de poseer esta materia y sin tardar descubro la diferencia. Me doy cuenta que es infinitamente más profundo  y contagia mucho mayor gozo. Además, descubro que esta actitud es la más correcta, la más limpia, la más  perfecta para la unión exacta con estas sierras. Para no ser uno yo y otro ellos, para no herirla alejándome de mí y separarnos ambos de ese punto donde todo somos uno.

 

                Las miro, las acaricio, las amo con la limpieza y alegría de un niño   y sigo adelante.   Subo a la cumbre, me adentro por las grietas de las rocas abiertas, toco sus paredes, acaricio el tronco del pequeño árbol creciendo en un de los agujeros de estas paredes, observo el pico del Gilillo por entre los dos monolitos  formando equilibrio en lo más alto de la masa pétrea, salto hacia atrás buscando otra perspectiva para fotografiar la que parece la torre de todas las torres. Me deslizo por la pared del lado norte, avanzo dos o tres grietas cada paso, salto el escalón de la derecha donde las rocas están más desmoronadas, dejo atrás las esculturas que la lluvia pulió magníficamente, fotografío otra escultura, vuelvo a arrastrarme para bajar un poco más, saludo al barranco del arroyo pequeño, el del río se queda a mi derecha y después de casi una hora por entre las riscas blancas de este singular castillo, piso de nuevo tierra fértil. Es el collado después de la última joroba dirección a la cabeza de la trucha.

 

                Llama mi atención, perdida por entre las flores de las rocas, jacintos de Cazorla, un pajarillo lleno de luz que sobre el verde prado canta y revolotea sin parar. Sigue el cielo claro pero transparente de azul y de los pinos cercanos cae un leve concierto de trinos dulces. Por algunos trozos de estas sierras ya se nota más la primavera. La vida hierve a aunque el clima no acompaña, los pequeños habitantes de los bosques, los arroyos y las rocas, ya se desperezan. Antes de alejarme me vuelvo para atrás. Miro por última vez el empinado riscal que acabo de atravesar. Por el lado opuesto, es decir, por el Barranco de la Tejadilla, desciende en vertical un profundo abismo. Toda la pared se le ve repleta de majoletos que con sus intrincadas raíces metidas por entre las rajas de las rocas, se mecen al aire repletos de vida. También suavemente se mueven las ramas de los pinos al paso del vientecillo que recorre la loma.

 

                No hay más ruido en todo el rincón que el latido de mi corazón, el canto de los pajarillos, el silbar del viento y el suave aleteo del viejo arce clavado en las rocas. El día pasa casi imperceptible. Se desliza sereno   hay silencio derramado entre estas sierras y por entre el lado invisible de mi alma. Un justo sentimiento me corre ahora mismo por dentro. Me noto como si estuviera ahora mismo recién despertado de un sueño. Mientras he estado durmiendo, mientras he andando por los destrozos del castillo pétreo que dejo atrás, ha sido sueño, pesadilla. He amado con detenimiento cada trocico de cada roca, cada arista, cada brizna de hierba con su gota de rocío y su temblor diminuto. He sido feliz hasta el exceso recorriendo estos paisajes  envuelto en su silencio, su color blanco, el viento y la soledad. Ahora cuando despierto, cuando ya me voy alejando de esta rascadera, siento como si de pronto lo perdiera todo, separándome de aquí violentamente para siempre.

 

                Puedo pensar y por un momento este sentimiento corre por mi alma, que ha sido un sueño. Que no es real el monte, que no existe. Que sólo es un deseo de paisajes, fantasías de mi mente. Y precisamente porque me estoy separando, siento tristeza. Busco los rayos de solo que acarician a los pinos laricios que deliciosamente se reparten por la curva de la loma. En pasando el pico rocoso que acabo de dejar atrás,  se abre una pronunciada ladera y aquí, en las tierras de la loma, se abre una nueva pradera que entre peñascos y pinos, revienta de verde. Es muy buena la tierra que en este rodal se concentra y como el sol, a lo largo del día, le da de lleno y fuerte, la hierba ya ha brotado aunque por algunos sitios se ve muy “enratoná”.

 

                Después de las nevadas que ha tapizado estas cumbres hasta hace muy pocos días, la lluvia no ha hecho acto de presencia. Al derretirse la nieve ha dejado empapada la tierra pero como este suelo se encuentra  mezclado con muchos guijarros, de piedrecitas más pequeñas y de rocas grandes, la humedad, en cuanto vienen tres días de sol, desaparece. Y más en lo alto de la loma. El agua subterránea se filtra hacia las zonas bajas. Ambas cuentas, a un lado y otro, se llenan de veneros. Por eso sobre la cumbre, las plantas tienen un ciclo corto. En pocos días se va la nieve, luego las heladas y los fríos, después la humedad y de momento el sol caliente fuerte y con ello la sequedad de las tierras. Las plantas tienen que darse prisa en crecer, florecer, madurar las semillas y dispersarlas para perpetuar la especie. La vegetación aquí vive en condiciones muy parecidas a las de las altas montañas. Inviernos y  veranos muy duros con climas extremos y primaveras cortas. Otra cosa son los pinos laricios tan abundantes y tan hermosos por esta tierra y laderas.

 

                Mis pinos, los que ahora mismo tengo aquí junto a mí, clavados en la loma, mecidos por la leve brisa que corre y habitados por mil pajarillos que saltan inquietos por sus ramas, no son tan nervados como los del texto pero sí desde luego grandes y hermosos. Los achaparrados y nervados crecen allá por las cumbres del Cabaña, Puerto Pinillo, loma del Rayal y la cuerda de las Banderillas y por la sierra de la Cabrilla. Por esas zonas las nevadas son grandes, el viento sopla fuerte y sol del verano aún es más extremo que por aquí.

 

                Estos pinos míos, de troncos blancos, restos y gordos, estiran sus ramas hacia los barrancos y se entrelazan unos con otros. Forman un espeso bosque a cuya sombra crecen las praderas aquí ya no de gamonitos sino de hierbas variadas, piornos y otras plantas. Algunos en sus troncos, aún conservan las señales de cuando en aquellos tiempos los pegueros les sacaban la resina. Son tan fuertes que aunque les falte medio tronco en forma de cueva junto a la base, siguen firmes y lozanos desafiando al tiempo y las inclemencias de las cumbres. Llego al final de la loma. Es esta la que sería la cabeza de mi trucha. La loma por aquí tiene una pequeña llanura que la redondea más y la deja por completo chata.

 

                Me la encuentro tan repleta de primavera que hasta le cae por los lados hacia los dos barrancos: el del Guadalquivir y el de la Tejadilla. Por entre la hierba se han desparramados los trozos de rocas en tal cantidad y tan blancos todos, que parece lo hubieran hecho queriendo. Son los pedazos de otra gran molen rocosas que en este punto afloró y con el tiempo se fue desmoronando. Convertida ha quedado en piedras pequeñas que no dejan de rodar de un lado a otro buscando las laderas que caen a los barrancos. Es una visión singular la que ofrece esta pradera con tantas rocas grandes algunas, otros pequeñas, redondas muchas, blancas y empinadas entre la hierba y por la superficie de la llanura.    

 

                Más al final, cuando ya el fin del lomo de la trucha, antes de comenzar la ladera que baja hasta el rincón  donde se refugia la casa forestal de Los Rasos, se ve otra llanura que no es verde. Es decir, por ella aún no crece la primavera en forma de hierba y mil flores de colores. Sólo se ve en ella una extensa superficie, similar a la que ofrecería una calle asfaltada pero en este caso lo del asfalto, son rocas vivas. Una gran losa llana que parece como si a caso hecho la hubieran alisado para luego más tarde abrirle rajas por todos sitios.

 

                Sé que en geología esto se llama lapiaz de los cuales existen muchos sobre las cumbres de estas sierras. Pero como yo los conozco casi todos y tengo ahora mismo delante de mí este, puedo afirmar que no se parece a los otros. Con ser más pequeño, con estar justo en esta punta de la loma, lejos del paso de los turistas y otros aventureros, refleja y contamina más singularidad y belleza. Lo recorro despacio mientras lo piso, lo miro, lo fotografío, dejo que se me clave en el alma para mejor llevármelo al tiempo que lo voy descubriendo poco a poco hacia el lado del Guadalquivir. Es por aquí por donde presenta su mejor belleza  y además, justo desde este punto, veo mejor el barranco por donde desciende el gran río. Lo recorro con mis ojos empezando por abajo hasta perderme por la tan sonada Cañada de las Fuentes.

 

                Ya veo la pista que sube y la distingo casi hasta el Puente de las Herrerías. Veo con toda claridad el gran picacho de rocas por cuya panza abrieron un túnel para que atravesara el carril. El único túnel que existe en las carreteras de estas sierras junto con el del paso del Embalse del Tranco. Veo también el trazado de la senda que voy a recorrer en mi próxima visita a estas sierras. Sale de ahí, del valle que forma el río pegado a la casa de Los Rasos y sube por la ladera opuesta a la mía. Sube hasta la misma cumbre donde nace el arroyo de Los Habares y los cerros de Navahondona. Desde aquí la veo subir por entre bosques de pinares y buscando los voladeros que caen al barranco. Recorreré esta senda la próxima vez que venga, porque desde ahora mismo empiezo a sentir la emoción y belleza que el rincón encierra.                                            

  

                Pero ahora, hoy, me sigo viniendo hacia el valle del río y comienzo la bajada. Dije antes que mi ruta venía sin senda y sigo igual. Sin senda, saltando por las piedras, pisando la pradera, apartando las ramas, buscando el paso de los animales y así poco a poco, dejando atrás la loma, el azul del cielo y su silencio para adentrarme en el bosque con su torrentera que he de atravesar para encontrarme con el río. Ya lo oigo desde aquí aunque todavía lo tengo lejos. Ya veo, mientras me acerco, la pista por donde suben los turistas hacia el nacimiento y ya me siento más extraño.

 

                Cuando voy por estas sierras, no me gusta meterme por donde andan ellos y menos aún me gusta mezclarme con ellos o parecerme a ellos. No me gusta esto pero esta ruta que hoy llevo tiene un trozo que se mete por donde ellos pasan con sus coches hacia el nacimiento y desde el nacimiento. Mi  objetivo final, mi motivación central de la ruta de hoy, es la Cerrada de los Tejos. Por los parajes en que he trazado la ruta no tengo otra posibilidad que venirme por donde en estos momentos bajo. Ya por aquí  se ven señales como de sendas aunque no lo sean de verdad. Parece como el arroyuelo que deja el agua al bajar pero sé que tampoco es eso. Desde aquellos tiempos y no sé hasta cuando se seguirá repitiendo, siguen  sacando de estas sierras troncos de pinos.

 

                En aquellos lejanos tiempos lo usaban para la construcción de los barcos, para la madera más tarde y luego vino lo de la Renfe que se los llevaba para las traviesas de la vía del tren.  Lo de la Renfe y también lo de la serrería de Vadillo, ya no funciona en estas sierras, así que no sé para qué historias cortan tantos pinos y sacan tantas maderas. Sé que la madera de estos pinos deja mucho dinero, así que ahí seguro está la clave. Lo cierto es que por donde ahora bajo, es un jorro. Los surcos que dejan los troncos de los pinos al ser arrastrados por las laderas hacia los barrancos y las pistas para desde ahí cargarlos en los camiones.

 

                Mi camino es un surco parecido al que forma una senda de tanto usarla y también he visto muchos por estas sierras. Pero el más torpe se da cuenta que una senda, por estas laderas, nunca tiene un trazado como este. Las sendas suben y bajan zigzagueando por laderas, barrancos y cumbres. Los surcos que dejan los troncos al ser arrastrados, casi siempre tienen un trazado como el que ahora piso. Aunque se podría decir que en realidad no tienen trazado. Desde lo más alto bajan rectos hasta lo hondo sin otra lógica que la de  la distancia más corta y el nivel más pronunciado porque así el tronco baja con el mínimo esfuerzo.

 

                El jorro por el que ahora bajo, desciende recto desde arriba buscando la pista que sube al nacimiento. Por eso este surco se encuentra tan roto. Las piedras se amontonan, es también el lecho de un pequeño cauce. La lluvia, cuando las tormentas descargan grandes cantidades de aguas sobre estas cumbres, se desliza hacia los barrancos por los sitios más cómodos. En este caso, torrencialmente por el surco del jorro que los troncos trazaron al ser arrastrados hacia lo hondo. A mitad de la ladera, el descarnado surco, está cortado por las ramas y troncos de un gran pino seco. Se dobló hacia el barranco y majestuosamente ha caído en la hendidura como si quisiera volverla otra vez a su estado primitivo.

 

  Como si quisiera saldar o reconstruir la herida que los hombres abrieron.   Da esa impresión. Como si la naturaleza, sumisa siempre a las fuerzas destructoras del hombre pero rebelde y agresiva también a las dentelladas que los hombres le dan, quisiera demostrar que desea ser libre. Que quiere desarrollarse en desorden. Que no le gusta como la tratan los humanos y por eso, hasta cuando como este pino, aparentemente está muerta, actúa con fuerza para seguir siendo ella misma. Este pino ya casi podrido, roto y tumbado por entre el monte, parece transmitir tal mensaje.

 

                Y para confirmarlo y llenarlo de más fuerza, aquí está la peonía. Ya ha florecido y se mece hermosa clavada en el mismo centro del surco. Es la primavera con su nueva sabia y color y el otoño con su muerte y soledad. El pino seco y ya podrido y la peonía verde y florida en una armonía perfecta en el centro de descarnado surco. Peonías las hay por todas estas sierras pero por esta época del año no han florecido aún sino en sitios como éste: solana y por lo tanto zona muy caliente y seca porque el sol le da con fuerza. Esta que aquí ahora mismo gozo, se encuentra, además, escondida entre ramas de pino, majoletos y sabinas. Algo oculta a los rayos del sol y junto a otras flores muy bellas, abundantes en este parque, el lino azul.

 

                La peonía - 5   Ir al índice

               Su nombre científico es Paeonia officinalis. Y en castellano también se le conoce como rosa de monte peronia, rosa montesina, rosa del sarna, rosa de rejalgar, rosa de Santa María, rosa de Santa Clara, hierba casta, flor de la maldita. En portugués y gallego: peónia, erva-casta, rosa de lobo, herba tolledeira. En catalán: pampalònia, pelònia, piorna, rosa de la Mare de Déu, rosa d´ase. La peonía es un planta vivaz que brota y florece en primavera y se agosta en el estío.  Alcanza la altura de 1,5 a 3 palmos y echa bajo tierra una cepa corta con diversos tubérculos fusiformes, alargados que recuerdan los del gamón. En la base del tallo se forman unas hojas a manera de escamas, a menudo rojizas o encarnadas como los tallos, los rabillos y los nervios de las hojas, como si lo bermejo de la de las flores sintieran impaciencia por manifestarse.

 

                Las hojas son grandes y están divididas y subdivididas e gajos verdes y lampiñas en la cara superior, más pálidas o garza y a menudo vellositas en el envés. En lo alto del tallo se abre la flor, regular como una gran rosa roja o rosada, según las castas. El cáliz se compone de tres a seis sépalos cóncavos algunos de ellos más crecidos y desarrollados a la manera de hoja. La corola, de cinco a seis pétalos papiráceos. Los estambres son numerosos y tienen las enteras prolongadas y amarillas. El fruto se compone de dos a siete  folículos carnosos, abrideros por la cara superior, con numerosas semillas redondas, de primero rojas y después negras.

 

                Florece desde fines de abril en las bajuras. Según creencias que nos vienen de Bizancio, la peonía tiene poder de ahuyentar del demonio. Se cría en las laderas de gran número de montañas de la Península y de las Islas Baleares. Linné dividió la especie en macho y hembra, dando en nombre de macho a la que se considera así, de follaje verdinegro y brillante.

 

                A pesar de que el uso médico de la peonía se remonta al siglo IV antes de Jesucristo, a pesar también de pertenecer a una familia como las de las ranunculaces que proporcionan drogas de tanta virtud, lo cierto es que de la peonía no existen datos completos. En las raíces se ha hallado glucosa, sacarosa, ácido metarabíco, ácidos orgánicos y  se creyó también haber  aislado un alcaloides. Las semillas de estas plantas contienen mucho aceite.  Diversas partes de la peonía se emplean contra la epilepsia desde los tiempos de Hipócrates y Teofrasto. Probablemente esta especie contiene principios tóxicos como acontece con frecuencia en las plantas de esta familia.

                 

                Andrés de Laguna dice que se de a beber, en polvo, a las mujeres que no purgaron bien del parto, porque provoca el menstruo. Si se bebe con vino, es útil a los dolores de tripas, sirve contra el mal de ictericia y contra el dolor de la vejiga y riñones. Cocida en vino y bebida restriñe el vientre. Bebidos diez o doce de sus granos rojos con vino negro y austero, detiene el menstruo rojo; y comidos mitigan las mordicaciones de estómago. Dados a comer o a beber a los niños cuando se le comienza a engendrar las piedras, se las resuelve. Los granos negros tienen virtud contra opresión de la pesadilla, contra la sufocación que causa la madre y contra los dolores que le atormentan bebiéndose quince dellos con agua miel o con vino. Nace la peonía en altísimos montes y por los despeñaderos. (P. Fon quer. El Dioscóride renovado)

 

                 Por donde los pinos cantan - 6   Ir al índice

                Y en esta época del año, según va uno recorriendo los paisajes de estas sierras, se siente en el alma más y más la voz de esta realidad y el perfume que ya exhala el jardín. Pero es cierto que aquí, desde siempre, sobra y sobrarán todos los jardines humanos. No haría nada más que estropear lo que es la obra más perfecta de jardinería en el planeta tierra. Ahora mismo ya lo estoy viendo.

 

                Acabo de llegar a lo hondo del valle. Por aquí corre el Guadalquivir.  No hace mucho ha nacido, sólo unos kilómetros más arriba, según el letrero oficial y algo más arriba según la realidad de mil manantiales  que he visto con mis propios ojos.  Por el punto concreto en el que acabo de aterrizar, sin haber sido elegido por mí en absoluto, la cuna que va meciendo a este Guadalquivir pequeño pero ya pleno y gigante, son praderas verdes, pinos viejos, robles silvestres, troncos y rocas pulidas y florecillas de todos los colores. El río y el rincón es bello hasta reventar pero ya estuvieron por aquí para romperlo.

 

                Acabo de llegar al valle pequeño que va saltando poco a poco el también pequeño río limpio. Y aquí también acabo de pisar la pista que en aquellos tiempos construyeron para que vinieran ellos. Acabo de verlos. Dos de sus coches, todoterreno y potentes, vienen pista abajo desde el nacimiento. Otro de sus coches, más limpio y grande, avanza pista arriba rumbo al nacimiento. Aquí está la señal. Los hombres han puesto su grano de arena para modificar a su gusto y así romper lo que siempre fue bello. No lo han mejorado ni mucho menos, sino lo contrario: lo han roto, lo han machacado, lo han ordenado, porque esa es la tendencia: ordenar, dividir, restar. Todo por aquí ahora mismo es bello menos la pista forestal que lleva al nacimiento del río y los coches que por ella ruedan. Ya sé que de no existir el camino, pocos serían los que pudieran gozar del nacimiento. Pocos serían los que vinieran. Pero pensándolo despacio, daría igual. O mejor, para bien de todos, sería estupendo que no pudieran llegar con sus coches a rincones como estos.  Estoy seguro que aún así, muchísima gente vendría por aquí, a ver el nacimiento del río. No vendrían con sus coches, sino andando, con sólo alguna mochila, la cámara de fotos, un bocadillo y su alma abierta a los paisajes y sensaciones que laten por las cumbres y montes de estos lugares.

 

                De este modo, se conseguiría frenar la avalancha. Vendría por aquí sólo aquellos que realmente les gustara la aventura y estuvieran dispuestos a las molestias de una buena caminata bajo el sol o el frío. Aquellos otros, los enemigos de las incomodidades y amantes de llevar consigo todo tipo de comodidades, no vendrían. Se lo agradeceríamos nosotros y estos paisajes que saldrán ganando mucho.

 

                Porque estoy muy convencido que para ver y gozar estas sierras, lo primero que sobra es el coche y lo segundo, todo lo demás. Me asombraba yo anoche cuando oí la noticia por la televisión: “El Parque Natural de Cazorla, ya tiene cubiertas todas sus plazas hoteleras hasta Semana Santa del año próximo”. Me asombraba porque aunque algunos vea en esto, cosas buenas, yo que lo miro desde otro punto, sé que no es tan bueno. Para este parque va a ser malo, bastante malo todo lo que sea auge turístico sin más finalidad que sacar dinero a costa de las frágiles bellezas que todos por aquí nos hemos encontrado.

 

                Sigo mi ruta rumbo a la Cerrada de Los Tejos. Avanzo un poco pista arriba dirección al nacimiento.  Al cruzarme con ellos, como van en sus coches y yo voy andando, me miran. Alguno comenta: “Animo, que ya queda poco”.  Quizá es que me siento y me creo superior a ellos o por lo menos distinto pero el caso es que me molesta el que me miren y me enjuicien desde su actitud por estas sierras. En el fondo no me quiero parecer a ellos, no quiero ser uno de ellos, no quiero confundirme con ellos y creo que en algún sentido tengo algún derecho: llevo más de diez años pisoteando todos los paisajes que rodean el nacimiento del Guadalquivir y sinceramente que me considero un grandísimo ignorante de estos rincones.

 

                Aunque los conozca a fondo sé que es un cincuenta por ciento o más lo que todavía ignoro. Y además de verdad. Me sobra sudor derramado subiendo estos cortados. Laderas, cañadas, cuerdas y cumbres. Me sobran pasos en cada una de las rocas, pinos, manantiales, tejos y sabinas por estas hondonadas. Me sobran horizontes, nieve, lluvia, frío, sol, noches de luna y viento por el arroyo de los Tornillos, el Aguilón del Loco y el Rayal. Me sobran días, horas, silencios, lejanías, esfuerzos escondidos por barrancos y cumbres. Me sobran sueños, ilusiones, latidos, sensaciones y deseos profundos de fundirme cada día un poco con el latido de estas sierras. Me sobran gracias al creador de estas maravillas por permitirme gozar de ellas  y llenarme, una vez y otra de las sensaciones y experiencias más limpias y hondas de mi vida.  

 

                Me sobran placenteros sueños a lo largo de mis noches en aquella casa donde vivo, desde donde una vez y otra me veo volando, surcando, abrazando, besando y amando cada brizna de hierba y cada chorrillo de agua palpitando en estos montes. Me sobra todo esto y muchas más emociones junto al papel trazando torpes líneas intentando decir algo de los paisajes que tan dentro llevo. Me sobra todo cuanto atrás he dicho pero aún así tengo muy claro que desconozco miles y miles de secretos, bellezas, latidos, aromas, nacimientos y cumbres.  Desconozco mil veces más de lo que conozco y sobre todo ignoro el más hermoso de los secretos o más bien,  los dos secretos más bellos de estos paisajes: el camino que desde aquí parte a la cañada de las estrellas y desde allí sigue a las llanuras de la eternidad y el latido que por aquí palpita  de todo cuanto fue en aquellos tiempos.

 

                Estos dos secretos me faltan para descubrir y conocer y aunque día a día siento su fuerza respirando dentro de mí, no llego jamás a conocer su senda ni su cuenca ni cumbre. Por estas razones me siento molesto cuando al tropezarme con ellos, me miran diciendo: “Imbécil de él que sube andando con si quisiera decirnos que eso es mejor que venir en coche”. Me siento molesto y raro porque no me gusta que me igualen. No me gusta que me interpreten desde su visión de estas sierras y que me marquen con su sello.  Llego a la curva de la pista, justo a donde este camino, al llegar al río, lo cruza y gira hacia la izquierda para irse por la derecha hasta el macizo de Navahondona y así salvar la impresionante Cerrada de los Tejos. En la curva despido al camino y me vengo por el cauce del río. Voy buscando la cerrada de mi objetivo y mi secreto. No diré ni daré aquí muchas pistas que puedan servir para  orientar hacia este rincón. Creo que hay que empezar a defender a estas sierras de los humanos en avalanchas e incluso de los que ahora mismo las dirigen y las venden por dos pesetas. Hay que empezar a defender estos montes de ellos, de los que dicen las quieren tanto y las llevan tan dentro y luego los ves y viven lo contrario.

 

                No voy a decir por qué camino o senda se llega a esta cerrada que busco. La Cerrada de los Tejos, árbol que según se dice, en aquellos tiempos era muy abundante en la Península y pasado del tiempo casi ha desaparecido por completo. Su madera fue muy apreciada para la construcción de los barcos en tiempos de los Fenicios y Griegos. Y es que de verdad, la madera del tejo es dura.

 

                Por las sierras de este parque yo sé dónde crece cada uno de ellos porque los he visitado casi uno a uno. Los he fotografiado, los he observado y gozado en el silencio de sus cañadas, junto al rumor de las corrientes, en las escabrosas laderas, en prado verde y en la espesura del bosque, entre las rocas de las cerradas, al abrigo de paredones y allí donde las rocas abundan. Por aquí, por estos barrancos y cañadas, hay muchos pero entre todos existe uno muy especial. El milenario, el que llama el abuelo pero que un buen día, le dieron por ponerlo en las guías de los turistas y así está hoy. Señalado, rayado, escrito en el tronco, en las ramas, en las raíces. Agujereado, rodeado de toda clase de basura, latas, botellas, plásticos, papeles. Sus ramas cortadas y la tierra y rocas donde durante tanto tiempo ha crecido en paz y en armonía con el entorno, pisoteada, trillada, llena de sendas por aquí y por allí y por todos sitios las señales humanas en forma de manchas y destrucción. Todo esto y mucho más es la desgracia que le ha caído a este tesoro de tejo.

 

                Caigo ahora en la cuenta cuando en aquellos años venía a visitar este singular tejo. Toda la cañada era un paraíso de paz, de naturaleza limpia, de silencios y de hermosura. Por el lugar era muy difícil encontrarte con alguien como contraste a la feria, que en estos días, por el camino que lleva al tejo, puede verse. Recuerdo aquella soledad, aquellos majestuosos pinos laricios, las manadas de cabras monteses paciendo en la hierba fresca de esta cañada, los pajarillos con sus nidos entre las ramas de los majuelos y el viento con sabor a limpio. Recuerdo aquellos días y según veo lo que ahora está ocurriendo, no tengo más remedio que sentirme enfadado. Ya en otro lugar hablaré más largamente de este árbol y el lugar por donde aun crece.

 

                 Por la Cerrada de los Tejos - 7  Ir al índice 

                Ya estoy aquí y como atrás decía, no voy a descubrir muchas pistas. Al comienzo de esta ruta mía en este rincón concreto, me he tropezado con el cauce del río. Corre por aquí remansado, limpio y sólo de trayecto en trayecto cae por alguna pequeña cascada, que más que cascada, son trozos de rocas sobre el lecho del cauce y por donde el agua, al pasar, tiene que componérsela estrechándose, cayendo en chorrillos o formando charcos. Todo destella belleza limpia, humedad de peñas, serenidad de bosques y silencios. Justo por aquí, al comienzo de esta ruta y por el río, hay una modesta cerrada. De un lado y otro baja un trozo de cordillera y el cauce, al llegar a la zona, la ha cortado dejando al descubierto dos grandes paredes rocosas. Un pequeño desfiladero con abrigos y mis árboles clavados en las rocas a un lado y otro. Sin embargo, el lecho del río, queda casi en llanura. Todo de pequeñas piedrecillas que ya son casi arena por donde el agua se remansa en forma de puñados de viento.    

 

                Quizá este punto pudiera ser la cerrada aunque se encuentre doscientos metros más arriba. Por aquí busco un tejo, porque aunque no lo he visto nunca ni lo he leído en ningún libro, sé que tiene que haber algún tejo. El nombre que lleva la cerrada remite a ello y deduzco que por aquí crecen algunos de esos árboles o al menos, crecieron. Busco y por este primer trayecto del río no veo ninguno. Ya voy dejando atrás el primer tramo. Sólo veo varios fresnos, algún arce, pinos, majoletos y otras plantas propias de estas zonas. Más arriba estarán, me digo y me concentro en gozar, desde la parte del río más próxima al nacimiento, el magnífico corte  que el cauce ha tallado en las rocas para abrirse paso.

 

                Cuando en el lenguaje serrano se habla de cerrada, se hace mención a un cañón abierto por las corrientes de las aguas en los ríos y arroyos. Las más conocidas en estas sierras son: La Cerrada de Elías, por el río Borosa, hoy llena de turistas en todas las épocas del año. La Cerrada de Utrero en el río Guadalquivir también muy divertida por la senda y demás adaptaciones allí realizadas para que los turistas la visiten cómodamente. La Cerrada del Pintor, obra de ensueño, donde el creador se explayó modelando maravillas para su propia gloria y aquellas criaturas suyas amantes de la armonía y en sintonía con el universo.

 

                Esta escultura rocosa, tallada por el agua, pulida y perfilada por el viento, la soledad y el silencio, se encuentra en el arroyo de los Tornillos. Existe otra cerrada de menor entidad, también muy conocida o al menos visitada no por su espectacularidad, sino por ser paso obligado en el camino hacia una porción de sierra importante por donde se encuentra la Laguna de Valdeazores. Hablo de la Cerrada de la Garganta antes de llegar a la Nava de San Pedro. Pero la cerrada que deberíamos escribir con nombre propio con su belleza profunda y la transparencia de sus charcos, allá por donde todo es silencio y sólo hay rocas, corrientes, viento y cielo azul, es la de la Canaliega. La primera vez que la recorrí, no me lo creía y antes de verla, ya la había soñado, la había saboreado en mi alma y luego cuando la vi, no me lo creía.

 

                Dios la puso allí donde pocos pueden llegar, por hoy, porque en otros tiempos ya intentaron acondicionar el desfiladero trazando senda y puentes. Do gracias al cielo que hoy aquello, lo conozcan pocos y por lo tanto, también va por allí poca gente. Algo más abajo, ya en el cauce del río, y hablo del Guadalentín, existen maravillas que parecen sueños. Desde la Cerrada de la Canaliega e incluso algo más arriba hasta casi la desembocadura del río en el Embalse de la Bolera, es todo una impresionante cerrada.

 

                El día que la recorrimos, cogiéndolo desde arroyo frío, el que surca las laderas sur del pico Cabañas, fue para nosotros una experiencia tremenda. Bajamos por el arroyo desde arriba y fuimos a salir a la misma cola del pantano. Salimos pero aquel día cuando por allí íbamos, todos terminamos, al final de aquella aventura, de si sería o no fácil salir de allí. Salimos pero después de atravesar algunos trozos, nadar, escalar, rodear y hacer equilibrios por rocas y montes. Fue una bella aventura que ya describiré en su momento.

 

                Por Tíscar, en la cueva del agua, existe otra bella cerrada. En el río de la Canal, también hay trozos de cerradas muy hermosos. Y por el arroyo del Infierno, por encima del Nacimiento de Aguas Negras. Pero de todas, de la que más bello recuerdo e impacto profundo tengo registrado entre las experiencias de mi vida, es la del arroyo de Los Tornillos. Remito a un escrito mío que título “Cerrada del Pintor, destellos de eternidad”.  

       

                Mientras he ido haciéndome la reflexión que atrás he dejado escrita, voy subiendo por el cauce hacia la cerrada de hoy. Ya se ha quedado atrás el charco transparente en cuyo fondo, tiemblan las piedrecillas del lecho y en cuya superficie se riza el agua entre tonos azules y cristal. Sobre él cae la sombra del grueso tronco del fresno y bordan las rocas blancas que desde las cumbres han rodado hasta el cauce.

 

                Ya se ha quedado atrás la pequeña pradera donde se le une a este río el cauce que viene por el Barranco de la Abubilla. Hoy le llega seco pero hoy no está seco luego por la tarde descubriré allá arriba, cuando me encuentre con el rincón de la fuente o el manantial del majuelo. Ya he dejado atrás el  charco profundo de reflejos negros y azules donde el agua se hace espuma porque se despeña desde una cascada de casi diez metros. Por entre el paso que dejan las rocas gruesas, entra todo el caudal del río y se despeña por la superficie de la misma roca. Es tanta y cae tan aplomo, que en su camino, antes de hacerse charco, por un momento es espuma blanca como si quisiera de nuevo volver a ser la nieve que ayer relucía en las cumbres. Cuando ya, en cascada bella y llena de cascabeleo, se rompe en el profundo charco, se hace olas blancas que pesadamente avanzan por la superficie desvaneciéndose poco a poco, primero en burbujas de aire, luego en gotas frágiles y por último, en ondas azules que se duermen en las rocas de la orilla o en las pequeñas playas de arena.

 

                Ya me siento gratificado, satisfecho, lleno aunque a lo largo de todo el día sólo hubiera gozado de este charco. Encierra tanto y se me cuela con tanta fuerza dentro que casi se me para el aliento. Y aquí, donde sólo hay grandes rocas a un lado y otro, corriente del que es el más bello de todos los ríos, laderas llenas de bosque y silencios a pesar del fragor del agua. Pero aunque siento que no es cualquier cosa este charco, cristal y roca, remanso y furia, condensación y esencias de estas sierras mías, me despego de él tirando de mi alma que se me queda aquí. Ya lo dejo atrás y salto por las rocas siguiendo la corriente hacia en centro de la cerrada. Tengo que subir porque el río por esta cerrada viene desde arriba y por lo que estoy viendo, toda ella no es sino más de medio kilómetro de cauce torrencial. Es este el primer gran escalón que el pequeño Guadalquivir, tiene que descender. Es ahora cuando recuerdo aquel texto que un día leí en el hermoso libro llamado “Guadalquivir”, que escrito por un equipo de especialistas, dice:

 

                “En los 668 kilómetros de recorrido del río Guadalquivir, la parte más torrencial está comprendida entre la Cerrada de Utrero y arroyo Frío. En un recorrido de 3,4 kilómetros, tiene un desnivel de 180 m. La corriente es casi una catarata, un salto motivado por el contacto de cretácico con el jurásico. Desde la Cañada de las Fuentes hasta el Pantano del Tranco, 60 km. desciende 1.000 m. Desde el Pantano del Tranco hasta la desembocadura, 600 km. hay sólo 650 m.  de desnivel. Desde arroyo María, 500 m. desde Sevilla 50 m la cota más baja de la Península. Recibe el impacto de las mareas 100 Km. adentro. Desde su nacimiento hasta el comienzo de la Cerrada de Utrero, el Guadalquivir desciende 400 m.”.

 

                En aquel libro, olvidaron mencionar que justo allá, donde nace el río, éste tiene un trozo que es tan torrencial o más que el mencionado en la Cerrada de Utrero. ¿Qué pasó? ¿Por qué se olvidó este trozo del río? Desde luego, en el fondo me alegro porque quizá debido a olvidos como este, la cerrada que ahora mismo voy recorriendo aun conserva el encanto de lo solitario, de lo desconocido, de lo virgen  y pido a Dios que sea por mucho tiempo.

 

                Dejo atrás ese chorrillo de agua que ve la luz ahí, entre varios majoletos, una roca, juncia y musgo. Parece un sueño. Brota a la izquierda del cauce que voy subiendo y así de pronto, al descubrirlo, me quedo parado frente a él. De un pequeño agujero, a borbotones, surge el agua que es limpia, limpia. Forma tres o cuatro pequeños canalillos hermosamente esculpidos en roca, hierba y musgo, se divide por aquí y por allí en curvas que caen, se oculta y caen, se juntan y otra vez caen pero ya al cauce del río. Frente al manantial, su corriente, su dulce canción de cristal y selva, su verde, su silencio y su escondrijo aquí en este oscuro barranco, me paro. Lo miro, lo vuelvo a mirar, dejo que se me cuele dentro, bebo de su agua y me voy por la roca, lo miro desde otro ángulo y me restriego los ojos. No estoy seguro si me encuentro realmente aquí o sueño.

 

                Lo filmo con la cámara, lo fotografío y aunque de nuevo tengo que seguir subiendo porque debo avanzar en mi ruta para saborearla en toda su plenitud, me quedo. Es la misma sensación, el mismo gozo y dolor de tantas y tantas veces y tantos sitios por estas sierras. Puedo decir y digo, aunque las cosas oficiales vayan por otros caminos, que aquí nace el Guadalquivir. Aquello que hay un poco más arriba donde los turistas llegan con sus coches y se extasían incluso leyendo los extraños versos de la roca, no es verdad. Ahí no nace este río aunque para saciar la sed de ellos, los otros hayan decidido que sí, que ahí nace el Guadalquivir. Pero entonces, esto que aquí veo ¿qué es? ¿Qué es la fuente que más tarde me encontré bajo el majoleto por el Barranco de la Abubilla? ¿Qué es aquel manantial de la cumbre por el Cerro Villalta?

 

                De los muchísimos textos que a lo largo de los años se han escrito sobre el nacimiento del río Guadalquivir, en la revista de Lope de Sosa, encontré uno que decía: “A los veinticinco kilómetros de marcha, aproximadamente, hay una hondonada en medio del valle a que conduce el camino, atravesada por un riachuelo insignificante: el Guadalquivir que lleva sólo unos metros de curso. En este “Valle de las Fuentes”, como le llaman los indígenas, tiene su origen nuestro río andaluz.

 

                Cuando emprendimos la excursión, esperábamos encontrar como marco preciosa a las primeras aguas  que del Guadalquivir salían a la tierra, unos contornos sublimes. Y cuando se acentuaba esta ilusión en el transcurso del camino tan rico en tonalidades de los más bellos caprichos de la naturaleza, imaginábamos surtidores pintorescos o cataratas espumeantes y rugientes. Sin embargo, en medio de parajes hondoso y amenos, este valle, tiene una melancolía y una soledad que invita el reposo. Sólo hay un pino erguido y solitario emergiendo de un suelo pedregoso y seco. Junto a su pie, unos pedruscos dejan por entre los resquicios paso a un chorro de agua cristalina y limpia. Recoge el remanso de una fuente pequeñita y lo deja desparramar en hilos, destrenzando su corriente con las rocas de sus orillas hasta encontrar otro arroyuelo que no lejos nade.

 

                Orienta sus primeras aguas, el Guadalquivir, hacia el noroeste y poco a poco comienza a vadear su curso dando vueltas y revueltas por prados de césped y por rosaledas pintorescas. He aquí, pues, el origen humilde de un río genuinamente andaluz y poético que, después da vueltas por los campos de la Bética sublime y riega lentamente -como temiendo separarse de ellas- ciudades de ensueño, vivificándolas con su corriente y abriendo a su civilización los brazos del comercio, de su ideales y su cultura”.

 

                Tendría que decir aquí que quizá la belleza del Guadalquivir está precisamente en que no es como la de otros grandes ríos. No hay espectáculos grandiosos en cuanto a grandes cascadas, ni surtidores pintorescos ni sublimes contornos ni gigantescas curvas. Todo parece ser pequeño, sencillo, natural pero aquí precisamente es donde se encuentra la sorpresa. Oculto a los ojos de los buscadores de asombros, el Guadalquivir, su nacimiento, sus cumbres de cabecera, se burla de ellos. Los decepciona como si quisiera alejar de aquí a todos aquellos que se presentan por estos paisajes con sus mentes y corazones repletos de imágenes y sueños que en nada se parecen a la realidad de este rincón. Las maravillas del nacimiento del Guadalquivir son distintas a las otras maravillas.

 

                Su nacimiento son estas mil florecillas que brotan en las praderas, entre los majuelos, bajo las rocas, junto a los tejos, entre las raíces de los laricios allá en la soledad de las umbrías, en la oscuridad de los bosques y en el verdor de las llanuras. Sus maravillas son estas y otras muchas más pequeñas todas y ocultas a los ojos de la gran mayoría de los que por aquí nos aventuramos a venir.

 

                Porque no me cansaré de repetir que el nacimiento de este río es el espectáculo más grande que jamás se puede soñar. No hay transparencias sobre la tierra que se pueda asemejar a las transparencias de los hilillos de agua que brotan de las fuentecillas de esta cuenca. No hay cumbres que esculpidas en rocas puedan reflejar contornos tan hermosos como los que rodean la cuna en que nace este río. No hay silencios, bosques y laderas tan únicas y majestuosas como las que se desparraman por estos amplios horizontes. No hay paisajes en el mundo que encierren más secretos y bellezas como las que dan vida y conforman la cuenca donde, en mil chorrillos, nace este río Guadalquivir. Por eso, porque es otra cosa este nacimiento, decepciona a muchos y así mantiene oculta su singular belleza. Sólo para que la gocen unos cuantos: aquellos privilegiados que buscan en estas sierras algo más que espectaculares “cataratas espumeantes y rugientes”. Aquí está el secreto de la gran belleza de este río por el cual, desde hace años, poco a poco me voy quedando.     

    

                Y a pesar de todo, las cascadas braman espumeantes y grandiosas. Diez metros más arriba de este manantial de la Cerrada de los Tejos, dejo atrás los cinco caños de agua saltando por el gruesos tronco del pino seco. Ha quedado atravesado en el mismo cauce. Entre cuatro rocas que lo aprisionan por arriba y otras cuatro que lo sujetan por abajo. La corriente se remansa un poco, se ensancha hacia los lados y después, rebosa. Cae por encima del tronco del pino abierta como un gran abanico pero fraguando cinco gruesos caños de plata. Dos metros más abajo, formado por rocas todas diferentes en volumen, caras y aristas, otra vez la corriente se remansa en el charco azul. Es el mismo charco transparente, el mismo cristal puro que a lo largo de esta estela blanca que es el Guadalquivir surcando estas sierras, se repite, se prolonga y aun siendo el mismo, siempre es otro, siempre es nuevo. Este no es ninguno de los charcos que ya he dejado atrás y aunque sus aguas son azules con irisaciones que lo bordan de verdes y la cumbre una estela de espuma blanca, en nada se parece al de más abajo, ni al otro  ni al otro.

 

                Sigo saltando rocas, sigo subiendo garganta, sigo descubriendo pozas, chorrillos, canales, agujeros, escalones, cascadas y sigo descubriendo que aún no he llegado a donde el río es más torrencial, el desfiladero más cerrado, las rocas más gigantes, los saltos de aguas más impetuosos y las formas más extrañas y bellas. Aun no he llegado a este punto pero ya siento desde aquí el ensordecedor ruido del agua saltando rocas, estrellándose en ellas, cayendo a las pozas, yéndose por las canales. Cada uno de estos saltos, pequeñas cascadas que no cataratas gigantes, emite su peculiar acento. Cada una tiene su sonido único que no es el de la otra ni se repite en ningún río de estas sierras. Todas suenan a agua, a nieve, a cristal, a espumas pero cada una tiene su propio acento. Cada una es diferente en color, en música, en belleza, en figura. He aquí la personalidad propia de este río y su belleza. No se encuentra amontonada ni ordenada en un punto concreto sino distribuida y desparramada en mil destellos por aquí y por allá. Ahora recuerdo lo que el otro día me decía un amigo mío al hablarme de las cataratas de Iguazú:

 

                “Todo allí es magnífico y está envuelto por un encanto especial, destacando con la fuera de lo mítico la Garganta del Diablo, donde se juntan catorce saltos distintos y el agua se precipita por una cañada de casi 90 metros de altura  produciendo un estruendo ensordecedor. La potencia del agua en su caída provoca una bruma tal que incita a adentrarse en lo desconocido y en la esencia misma de lo inescrutable de la naturaleza. Todo es magia, incluso los nombres de los saltos: Escondido, Adán, Caín y Abel, Los Amores, el Cañón de San Martín...”

 

                Vuelvo y digo lo de antes: nuestro río no es aquello pero aquello tampoco es nuestro río, ni se le aproxima y de ello me alegro. A partir del punto en que ahora me encuentro, tengo que hacer un gran esfuerzo tanto para seguir adelante como para meter en texto lo que voy recorriendo y también para resistir el embate en mi espíritu. La emoción me empieza a crecer y sinceramente estoy temblando. Me voy dando cuenta que hay mucho más de lo que esperaba. Me encuentro nervioso, inquieto, abrumado. Con tanta fuerza he deseado el encuentro con este rincón que cuando empiezo a pisarlo, me arde la inquietud dentro. Esto es la sincera y pura verdad.

 

                Tengo que hacer un gran esfuerzo para poder recoger en estas páginas, con la mayor exactitud posible, lo que por aquí voy viendo y pisando. Ya estoy en el charco del fresno. Y es a partir de este punto cuando yo creo empieza lo que pudríamos llamar Cerrada o cascada de los Tejos. Quiero, a partir de aquí, aun sin saber el trozo que me queda, dividir esta cerrada, en dos grandes bloques. El primer bloque iría desde este charco hasta la cerrada central, la que es toda verde por tanto musgo como tiene y cae abierta, sin deslizarse en la roca, desde unos tres metros de altura. El segundo bloque irá desde esta cascada hasta donde comienza el escalón en que empieza a caer el desnivel que forma la cerrada que voy explorando.

 

                En el primer bloque o tramo, tengo cuatro puntos significativos.

 

                * Charco del fresno, donde estoy ahora.

                * Charco del pino de las raíces desnudas.

                * Charco de las tres cascadas.

                * Charco del Tejo.

 

                Charco del Fresno - 8   Ir al índice 

                Ya dije que aquí empieza la cerrada. Descubro que el desnivel es mucho más pronunciado, el río baja más torrencial, el desfiladero se cierra, y todo se presenta mucho más quebrado, roto, agreste y duro. El fresno es un viejo ejemplar que ha venido a nacer al borde mismo del charco, en el lado izquierdo, donde no hay ni un puñado de tierra. Surge de entre las rocas como si fuera precisamente eso: una roca más con forma extraña de las mil que se desparraman por este barranco. La primera parte de su tronco, según sale de las rocas, es u sólo pie que enseguida se divide en dos formando lo que en cualquier árbol sería la cruz. Es decir, la división del tronco principal, que siempre es uno solo, en dos troncos o ramas secundarias.

 

                De todos los árboles que se dan por estas sierras, en el grupo de los Quercus, encinas, quejigos, robles, es donde con más exactitud se da esta posibilidad. Y como norma general, la cruz suele estar a partir de los dos o tres metros de altura. Pues nuestro fresno, tiene su cruz escasamente a medio metro de las rocas que lo sujetan. Enseguida se divide y luego no sigue creciendo recto, sino que se retuerce lleno de nudos, agujeros, cortes, musgo y ásperas cortezas y se dobla para el charco. Casi roza la superficie de las aguas con su tronco.           

 

                No es difícil adivinar lo duro que es para un árbol crecer y desarrollarse en este lugar. Cuando en invierno el río baja lleno, la fuerza de la cascada se estrella sobre él. Cuando las cumbres se desmoronan y en trozos se derrumba, las laderas acaban estrellándose sobre él. Cuando la nieve se amontona en estos barrancos, sus ramas tienen que soportar el peso, a veces, durante meses enteros. Cuando los fríos de las heladas llenan de carámbanos barrancos, cascadas y manantiales, las ramas de este fresno, su tronco y sus raíces, son  envueltos por el hielo a lo largo de días y noches. Es dura la vida para cualquier planta en este lugar y para un fresno como este, aún más.

 

                Pero este árbol, este raro y magnífico ejemplar de fresno, es toda una auténtica maravilla. No podría haber nacido en lugar más hermoso que este, junto al charco que tan limpio, tiene todos los tonos de estas sierras, recogido y abrazado entre dos grandes rocas, alargado un poco y al final, por donde rebosa para irse de nuevo por la corriente, una pequeña playa de arena. En su centro, por donde le entra la cascada, verde oscuro por lo profundo. Casi metro y medio. Al lado derecho mirando hacia el nacimiento, una pared de rocas que no termina aquí sino que se alza hasta lo más elevado de la cumbre. Es una gran placa que arrancando desde lo hondo de este barranco, sube dando forma a la cuerda y a la cumbre que me sobre salen por la izquierda.

 

                ¿Y la cascada? Es potente, bella, cantarina, limpia y juguetona. Diez metros más arriba del charco, viene abierta. Precipitándose por la superficie de la roca en forma de sábana extendida. Tres metros antes del charco, las rocas la recogen dándole forma más redonda. Desde aquí cae a la otra roca que sirve de tapón en la entrada del charco. En realidad no es tapón sino cabeza de melón desde donde al caer el grueso chorro de la cascada, se desparrama como en un gran abanico y ya se funde con la cristalina masa del charco.

 

                Por eso decía que es hermoso este charco con su fresno, la roca que bajo el fresno se curva hacia la masa del agua como si quisiera arropar la luz de este pequeño lago, su música y hasta su florecilla color miel. Una pequeña flor llamada vulgarmente margarita que se asoma a la corriente trabada en la pequeña repisa de la pared de la izquierda donde hay un puñado de tierra regada por las diminutas gotitas que desprende la cascada al estrellarse en la roca tapón.

 

                La miro. La remiro. Me la bebo con mi alma y mientras sigo buscando saltar la dificultad que a mi paso me encuentro, la voy gozando desde otro ángulo. Cada rincón es un charco nuevo. Una corriente que desde aquí se aleja cada vez más bonita. Hay algunos autores, aquellos que en otros tiempos escribieron del Guadalquivir centrados en los rincones donde nace, que lo describen ampulosamente. Con extrañas expresiones que más bien parece que se refieran a montañas y bosques misteriosos y encantados. Algunos comparan estos paisajes a la sinfonía fantástica de Carne. Sencillamente creo que en las sierras que dan vida al Guadalquivir, no hay nada de fantástico en el sentido en que lo describen estos autores. Todo es bello, fascinante, grandioso pero desde aquí al misterio de cavernas oscuras y embrujadas, hay una realidad grande.

 

                Ahora que me muevo por el lugar, sí que me viene a la mente el mundo hermoso que Juan Sebastián Bach narra en sus maravillosas fugas. Se me viene a la mente esta imagen y viendo el agua saltar por las cascadas y remansarse en los charcos, asocio este paisaje a lo que describen esas deliciosas fugas. La corriente de río es la belleza de la voz que en la fuga canta. El tema se repite una y otra vez y siempre es bello pero nunca suena lo mismo. La voz del bajo canta el tema y le contesta la segunda voz en otra tesitura mientras ahora la primera voz desarrolla otra melodía al tiempo que la voz más aguda contesta a la segunda. Así, en un juego enrevesado, bello y dulce, la pieza musical avanza recorriendo paisajes deliciosos que llenan de gozo el alma.

 

                La corriente de este río a su paso por este trozo de cauce, es exactamente el desarrollo de una espléndida fuga al estilo de Juan Sebastián Bach. El agua, que es la melodía central, se esconde, salta, chorrea, se desparrama, cae al charco, rebosa, se divide, traza espumas, burbujas, gotitas blancas. Todo es el mismo juego, en mismo encanto, la misma belleza, transparencia y dulzura de una espléndida fuga a veces sonando en órgano, otra en clavecín y otras en oboe, según sea cascada, corriente dulce, charco plácido o destellos de olas.

 

                Por el centro de esta magnifica fuga, desarrollándose eternamente día y noche, año tras año sin acabarse jamás pero sin repetirse en ningún momento, acogiéndolo en su centro está la exuberante belleza de la impresionante sinfonía de Beethoven. Las rocas llenando el barranco, los paredones también de rocas a un lado y otro, los pinos clavados en todo lo alto, los troncos de los robustos laricios formando bosques, cada uno de estos elementos es un trozo de esa sinfonía. Acordes rocosos que sobre cogen, melodías de viento y pinos que traspasan, arpegios de plegamientos tectónicos que te aplastan, escalas airosas de tonos y semi tonos que en forma de escalones, agujas y repisas, se elevan hacia las nubes blancas que se asoman y se esconden por el pico de la colina. Graves profundos que en grietas y covachas por aquí y por allá se te muestran majestuosas. Dúos, cuarteos, quintetos, mil conjuntos de vaguadas, arroyuelos, cañadas y  fuentes, todo ello mostrándome una vez y otra la belleza de la obra maestra mejor inspirada y más bellamente terminada de la creación.

 

                Ya sabemos que no es posible la manifestación del arte sin forma, es decir, sin la exteriorización de la idea creadora que por medio del vehículo llegue a través de los sentidos humanos hasta el espíritu y ejerza su acción sobre la sensibilidad y la inteligencia del hombre. El arte de dar forma a la idea creadora, en esta caso musical, está sujeto a la lógica y a la estética no pudiendo existir sin orden, claridad, equilibrio y contraste. Una composición musical es el conjunto ordenado de ideas musicales dentro de una forma. La forma o estructura de una composición es privativo de compositor que puede crearla o adoptar una de las ya conocidas.   Pero en este caso es privativa: no hubiera sido posible mostrar el cúmulo de belleza presente en esta cerrada, si el Creador no le hubiera dado una forma.

 

                La fuga es una composición polifónica en la que dos o más voces exponen y repiten un tema. Una voz o instrumento expone el tema llamado sujeto o motivo que debe ser corto y característico. Una vez presentado con acompañamiento o sin él y en la tonalidad principal, aparece en otra voz o instrumento la contestación o respuesta, que es la repetición del sujeto o motivo en la tonalidad de la dominante. Mientras la voz o instrumento que había expuesto el tema inicial, opone un contrapunto llamado contra sujeto o contramotivo que acompaña al sujeto o a la respuesta en la acción sonora simultánea.

 

                La respuesta puede entrar inmediatamente después de terminado el sujeto o motivo o bien antes de terminar. Los episodios o divertimiento son fragmentos en los cuales se desarrollan o varían los diseños melódicos del sujeto o del contra sujeto y tienen por misión preparar las sucesivas apariciones del sujeto, en las distintas tonalidades o en los estrechos. Estrecho es la entrada a la contestación o respuestas, antes de que haya terminado el sujeto o motivo. La existencia de estrechos es facultativa. Hay fugas que no los tienen.

 

                El pedal es una nota prolongada en el bajo sobre la cual se hará toda clase de imitaciones y se reafirmará la tonalidad principal. La fuga puede ser vocal, instrumental o mista y estar escrita para un número determinado de voces o instrumentos. Dos, tres, cuatro o más. Es la forma más importante del estilo imitativo.

 

  El poema sinfónico es una  composición para gran orquesta de forma libre e inspirado en un argumento literario, sin la acción de la palabra, que permite al compositor desplegar toda su fantasía. Su estructura depende de la evolución argumenta.

 

                Charco del Pino - 9   Ir al índice 

               Ya me lo he dejado atrás y estoy ahora mismo entre los dos. Es decir: justo en la torrentera de la derecha que es donde cuelgan las raíces del pino. En realidad, este pino que se debate entre la vida y la muerte, tiene dos charcos. El que he dejado atrás es el que le entra una sola cascada. Todo el caudal del río en un sólo caño que desde este segundo charco del pino, baja curvándose, saltando escalones, jugando entre espuma y olas y por fin cae al segundo charco. Es más pequeño que el del fresno pero esto no quiere decir nada. En estas sierra he aprendido que las comparaciones entre arroyo pequeño y arroyo grande, pradera redonda o cuadrada, manantial caudaloso o menos, siempre encierran una realidad falsa. Siempre se equivoca quien así piense, hable o escriba.

 

                La belleza no se mide o al menos yo no la mido por el volumen de la montaña o la roca. Menos aún la perfección de las formas y el contenido o vacío de ellas. Nuestro pequeño charco de la cascada solitaria a la sombra del pino que se muere, es único en este conjunto y laberinto de fantasías y sueños. El segundo, el de las dos cascadas antes del pino, parece querer detener en su poza toda el agua del río, como en un intento de ayudar al pino a que aún no muera. Por aquí, sin apenas notarlo porque estoy más pendiente del espectáculo que voy descubriendo a cada paso, me es más difícil avanzar. La última porción del torrente, se alza cada vez más vertical. El cañón se cierra y las rocas, por el surco que ha ido abriendo la corriente, se amontonan gigantes y desordenadas.

 

                Charco de las tres cascadas - 10   Ir al índice 

               Es, hasta este momento, el más redondo, El más profundo, el más original y el que más agua recoge en su poza. La corriente le entra dividida en tres cascadas. La del centro que precisamente baja y se derrama a la amplia poza por el mismo centro de lo que sería el lecho del río. Un poco a la derecha cae la segunda. Más pequeña y girando algo para encontrarse, casi, con la del centro antes que las dos se conviertan en charco.

 

  La de la derecha, ha buscado un surco pegada a la pared de la ladera de la montaña que me va parapetando por este lado. Ya que cae,  es una gran melena blanca que al extenderse por el charco se convierte en pequeño lago color oro por los reflejos del sol y el tono de las piedrecillas de fondo. A la altura de esta poza, en la ladera, clavados varios laricios gruesos cuyos troncos blancos, parecen sujetar la torrentera que caen de la montaña. Sus copas verdes juegan en el remolino donde la cascada se deshace en tonos azules y copos blancos de espumas purísimas.

 

                 El charco del Tejo -11   Ir al índice 

                No estoy muy lejos del que más que charco parece un puñado de oro líquido. Unos diez metros por los cuales la corriente baja bañando rocas, rompiéndose brutalmente con fuerza, escondiéndose aquí y allá, persiguiéndose en una carrera fantástica por la inclinación de la vertiente. Pero para acercarme hasta él, tengo que seguir abriéndome paso por peñascos y troncos viejos.

 

 Aquí me sorprenden los grandes bloques de rocas de tobas amontonadas unas sobre otras. Se adivina que en otros tiempos esta cascada que ahora recorro, tenía otra figura. Las formaciones de tobas son los signos de lo que en aquellos tiempos pudo haber sido esto y hoy ya no lo es. El color de las rocas calcáreas suele ser blanco, amarillo, rojo y pardo. Su textura es compacta terrosa.  La toba calcárea es una roca porosa o esponjosa mientras que el trasvertido es más denso y a menudo bandeado.

 

  Las estalactitas son crecimientos colgantes a partir de los techos de las grutas y las estalagmitas son las acumulaciones correspondientes en el suelo. Internamente muestran anillos concéntricos de crecimiento. Las impurezas del óxido de hierro son  responsables de los colores amarillo y rojo. Estas rocas se producen por la precipitación de calcita a la evaporación de agua alrededor de manantiales o en grutas donde forman depósitos delgados de poca extensión.

 

  Pero lo importante es que aquí está el tejo. El primero que por el lugar aparece y que busco desde esta mañana. Al igual que el fresno, crece casi en el mismo borde del charco, al lado izquierdo, entre rocas. Y esto último ya no es extraño por aquí: lo que piso y el paisaje, cada vez es más pura roca. Se me presenta en bloque como casa de grandes, en enormes placas, Sinclinales y anticlinales y en pequeñas pendientes que en algunos caso es pura arena.

 

                La caliza se puede presenta en roca color blanca, gris, crema o amarilla, cuando es pura. Rojo, pardo, negro, cuando es impura. La textura de las rocas calizas es extremadamente variable, con tamaño de grano muy fino a grueso, cristalina y con aspecto de azúcar. La presencia de fósiles así como su abundancia y naturaleza, en parte determina la naturaleza de las calizas. Normalmente la estratificación está bien desarrollada. Contiene una gran variedad de fósiles y es raro no encontrar algún resto orgánico. Los fósiles pueden ser enteros, estar fragmentados o en parte destruidos por la cristalización.

 

                En los tipos más fosilíferos, las rocas están comúnmente formadas por numerosos fragmentos de fósiles dispersos en una matriz intersticial de caliza de grano muy fino. En grandes afloramientos, a veces, se pueden observar estructuras a grandes escalas como en el caso de arrecifes coralinos en donde los corales están en su posición original. A menudo, las calizas están cortadas por vetas de calcita y filones mineralizados.

 

                La mineralogía de las calizas incluye esencialmente calcita, barro calcáreo pero se observan también cristales de mayores dimensiones que pueden proceder de caparazones de animales tales como placas de crinoides, o de recristalización, sobre todo en los filones. Algunas veces pueden contener sílice microcristalina en forma de sílex, en masas estratificadas o nodulares. Cuarzo, limo y sedimentos con barro pueden ser algunos de los constituyentes: cuando aumentan, las calizas pasan a areniscas calcáreas.

 

                Las calizas bioquímicas se forman principalmente por acumulación de caparazones calcáreos de organismos y se encuentran ampliamente distribuidas. Se forma de tres modos principales: como arrecifes que comprenden corales, colonias algables, junto con los restos de animales que vivían dentro y encima de los arrecifes. Como extensas capas de calizas estratificadas constituidas por caparazones de organismos que viven en el fondo entre los cuales hay muchos tipos de gasterópodos, lamelibranquios y braquiópodos.  Y como acumulación de caparazones de organismos que flotan. Los primeros dos tipos son característicos de aguas relativamente someras, mientras que las calizas formadas por organismos que flotan, se pueden forma en aguas muy profundas. Algunas calizas, que se reconocen por los tipos de fósiles, se forman en agua dulce.

 

                El tejo, árbol creciendo junto al charco donde se para y remansa el río después de salir de la cascada principal en la garganta o cañón que recorro, es también viejo. De mil años o más y eso se puede comprobar por el deterioro de tronco y ramas.  Casi todo son astillas del mismo color, casi, que las piedras. Tiene muchas ramas peladas, secas y algunas podridas. Se curva hacia el río y no es lógico: todos los embistes le vienen desde arriba, desde la cumbre y por donde le entra la corriente. Lo primero que fija mi atención según me voy acercando a este nuevo trozo remansado, es la cascada. Sólo veo el charco y medio metro de cascada cayendo al charco. Hay un saliente rocoso que desde mi ángulo, hace de pantalla tapándome buena parte del caño que en forma de cascada chorrea por la roca. Desde arriba desciende por un tobogán de aproximadamente doce metros de largo.

 

                La canal, el lecho o reguera por donde en este tramo el río se derrama, ha sido horadado en la masa rocosa de la montaña. Por aquí, el cauce se pega por completo al lado derecho. Es como si este río, desde aquí mismo, desde su nacimiento, quisiera romper la sierra por el norte para así ahorrarse el amplio rodeo que para salir de estas montañas, da, para al final venirse hacia Córdoba. Ya aquí mismo se viene intencionadamente hacia el lado de la derecha y como por este lado se encuentra la gran cordillera de rocas vivas, las excava y las excava tallando surcos y pequeñas curvas.

 

                La masa rocosa que es un paredón o más bien, la misma ladera de la montaña que tengo a mi derecha, lo rechaza una vez y otra devolviendo el agua hacia el centro del cañón por donde todo está empedrado de grandes trozos de rocas. Por eso aquí la corriente es mucho más fuerte. Salta, podría decirse, alegre, ruidosa,  revuelta, arremolinara y toda casi espuma por tanto chocar y romperse. Salta y brinca despeñándose hacia el barranco. La piso, la miro, la observo y me digo una vez y otra que como este trozo, el gran Guadalquivir no tiene otro igual en todo su recorrido. Es único por lo original de la cascada, las rocas, el alejamiento de caminos, su bosque y el barranco.

               

                Algunos dirían que es poca cosa comparado con lo que en el artículo se menciona. No lo voy  a discutir y dejo que cada cual siga con su idea de la belleza en su mente. Para mí, ya dije que no es el volumen en cuanto a grande de cualquier trozo de esta naturaleza, lo que me impresiona.

 

                Aquí expreso una vez más que esta cascada, encierra más belleza que cualquier otra de esas grandes y espectaculares repartidas a lo largo y ancho de la geografía española. Me quedo con esta aquí, en el primer trozo de mi Guadalquivir pequeño y estoy contento. Nadie la conoce. Nadie me la diputa. Nadie se molesta en venir a verla, a fotografiarla o escribir de ella. Soy casi dueño por ser casi el único que la recorre, la admira, la goza y se la lleva en su alma.

 

                Me siento frente a mi cascada. No la que corría por el espléndido surco tallado en la roca cuyas aguas en muchos momentos se funden con las piedras o más bien parecen que las misma piedras se hacen agua, sino aquí, donde cae un chorro blanco que parece hilos de plata. Donde se remansa el gran charco cabecera del canal de la roca. Tendrá este salto como unos cuatro metros y está orientado no hacia el profundo y amplio valle abierto en estas sierras por el Guadalquivir, sino hacia el pueblo del Cazorla o el pico del Gilillo más próximo a mí. Es un escalón totalmente vertical, es decir, a plomo, recto desde arriba abajo por donde corre el cauce que ahora mismo lleva este río. Lo miro desde abajo, sentado en el pequeño recodo donde ya el agua cae y se recoge para irse por el surco de la roca viva y al mirar para arriba parece como si el caño de agua hubiera remontado la cumbre de una gran montaña y desde lo alto se despeñara, amenazante, hacia la otra vertiente. Es impresionante por todo. Por la forma de su belleza en el vacío, por la cantidad de chorros en que se divide, por la airosa y amplitud de su caída, por el tapiz espeso de musgo a lo largo de toda la cascada y roca bañada por el agua, por sus colores, sus formas, su música y el rincón donde está metida.

 

                Esta es la más bella cascada en todo el recorrido del Guadalquivir. Se desploma justo en el centro de la hoy para mí, emocionante Cerrada de los Tejos. Desde este punto siguiendo, tendré como unos cuarenta y cinco minutos al pequeño lago donde empieza su caída la cerrada. De aquí para abajo tendré otros cuarenta y cinco minutos para llegar al final de la torrentera donde termina esta cerrada. Pero ni para arriba ni para abajo, existe otra caída de agua con la entidad en cuanto a altura y torrencialidad, como la que ahora mismo tengo ante mí. Esta es la cascada por excelencia dentro de esta cerrada y como ya dije, en todo el río.

 

                Es aquí donde compruebo con claridad los extraños pero hermosos contornos que han dejado al descubierto la erosión. Porque en realidad, la montaña que tengo a mi izquierda, la que tengo a mi derecha y este valle por donde se va el río y  voy  subiendo ahora, no son otra cosa sino un conjunto de grande placas tectónicas. Grandes paquetes calizos en forma de placas tectónicas, que al arrugarse, crean espectaculares ondulaciones. Las partes más altas o las crestas, serían los picos de las cumbres que ahora mismo tengo a un lado y otro. Las partes más bajas de estas ondulaciones, las que trazan una curva en forma de U, es la que ha aprovechado el Guadalquivir en una supuesta franja de debilidad fácilmente vulnerable a la erosión, para irse por ella y trazar su camino, hoy gran valle.

 

                Por aquí, las rocas son más duras. Ha trazado surco pero no ha podido cortar plenamente las placas rocosas. Esta cascada es el escalón de una de esas placas. Todo el cañón de la cerrada, sería la ondulación en forma de U, de la placa y por eso se da este desnivel tan grande y abundan tanto las rocas. La estructura en escamas, es la responsable de la morfología escalonada que presenta exactamente el rincón que voy recorriendo aunque ello se repite mil veces más en cualquier parte de estas sierras. De aquí que mi río, mi cauce, mi corriente, en esta zona, forma una auténtica simbiosis el agua con la roca o al revés. De aquí que ya pueda explicarme la cascada tan bonita, una poza tan redonda, un escalón tan perfecto. Y todo parezca sólo eso: un juego dulce de aguas acariciando la roca, dando forma, tallando, puliendo sus aristas, lavando su cara y al mismo tiempo desgastando lentamente los perfiles más duros a lo largo de días, años y siglos. Por eso decía y repito, que pocos rincones, en estas sierras y España entera, son más bonitos que estos.

 

                Junto a esta cascada, frente a ella, gozando del líquido transparente despeñándose por ella, me quedaría días enteros; quizá la eternidad porque no puedo concebir que fuera de Dios y esto, exista en el universo algo que produzca más placer. Aquí me quedaría eternamente convencido que por ningún otro sitio encontraré jamás gozo más profundo al tiempo que tan limpio y tan pedazo de Dios. Hasta el silencio, que no existe, porque la cascada lo rompe, tiene acento distinto. Desde aquí sólo llegan a mis oídos sonidos de agua que corren o caen y no sé decir si esto es silencio, música, ruido o qué otra cosa. El caso es que me gusta y me satisface no poder oír ninguna otra cosa. Esto es lo único.

 

                Es una delicia comparar la belleza que en aquellos tiempos encontraban por aquí todo el que era capaz  o tenía la suerte de recorrer estos rincones. Y por otro lado, ahora que medio conozco algo los paisajes donde nace el río, digo que en casi nada se parece lo descrito en aquel texto antiguo a lo que hoy existe por el lugar. Y no es que sean distintos en lo fundamental pero aquella soledad de al casa forestal y el entorno del nacimiento, ya no es verdad.        

 

                A partir del punto en que me encuentro, dentro de la blanca Cerrada de los Tejos, como es el centro, quiero terminar. Es decir: quiero dejar de describirla subiendo. Porque ahora pienso que es mejor contarla desde arriba, bajando hasta este centro. Lo recorrí otro día distinto y como creo que tiene un encanto nuevo, es por lo que termino ahora y empiezo arriba al de venir a parar otra vez a este mismo punto.

 

                Seguiré subiendo en esta mi primera visita al lugar y contaré al menos seis o siete nuevas y belleza pozas, cascadas, canalillos, algún tejo más, rocas gigantes, pinos, rayos de sol con destellos de arcos iris a través de las copas de los pinos y llegaré hasta el pequeño embalse. Aquí de nuevo me quedaré sorprendido ante la verde y azul, transparente superficie de este lago sereno y luego me iré por la ladera de la derecha.

 

                Ahí, un poco más allá, con el cauce a mis pies, bajo la paz y sombra de los laricios clavados en esta tremenda ladera, me sentaré. Ya son las cuatro de la tarde y aunque tengo hambre, ni siquiera lo noto porque la emoción me ha alejado casi por completo de la realidad material. Pero me sentaré y comeré. Seguiré luego y a veinte metros más adelante, me encontraré con el tejo soñado. El gigante entre los gigantes. El que está clavado en la pronunciadísima torrentera de la ladera que voy cruzando hacia el Barranco de las Abubillas. Lo veo. Restriego mis ojos y no me lo creo. No me lo creo por su corpulencia, su tronco, sus raíces desnudas algunas enterradas en las rocas y la mayoría, astilladas y rotas.

 

                Me recrearé mirándolo y remirándolo sin saber si irme o quedarme, llevármelo o no sé qué. Pero seguiré agarrándome al monte para no rodar, me encontraré con las monteses plantadas tranquilas entre las sabinas y al volcar al Barranco de las Abubillas, tendré que descender para rodear la ladera que por aquí es roca viva y por lo tanto, imposible andar por ella. Bajaré al barranco, subiré por el cauce de este nuevo arroyo por donde ya oigo el agua corre y hasta me paro para descubrir a fondo el precioso charco de aguas blancas donde podría darme un buen baño si fuera verano y algo más arriba, me doy de bruces con el manantial del majuelo.

 

   ¿Qué hago con este nuevo trozo de paraíso que otra vez me grita tanto? Bebo en el manantial, lavo mis manos, me acuesto en el prado verde, vuelvo a beber y como ya la tarde se va yendo, decido seguir buscando el collado donde dejé la senda  que va al Gilillo. Seguiré por el mismo arroyo, sin agua porque es un cauce corto y torrencial y como ya voy relajado y al mismo tiempo me pesan los miles y miles de pasos saltando rocas, laderas, arroyos y demás, a lo largo del día, me siento cansado.

 

   Me tumbaré varias veces en el mismo tapiz verde de la senda porque no tengo fuerzas. Realmente no tengo fuerzas. Y hasta creo que no podré llegar al coche aunque sé que no está lejos. Pero seguiré pensando que momentos de cansancio como este, ya los he vivido mil veces en estas sierras y siempre al final lo he podido contar. Hoy también saldré de aquí para contarlo. Pero cuando llegue al collado por donde esta mañana comían las palomas, me siento morir. Las piernas me tiemblan, la cabeza me duele, los músculos no me responden.

 

  Me tumbo boca arriba con los brazos abiertos frente al cielo, a la copa de los pinos, a la cumbre y al viento. “Descansaré un rato y podré seguir”, me digo. Pero pasado media hora no tengo mucha más energía. “Un último esfuerzo”. Me digo y casi con los pies arrastrando, sigo subiendo por que ya veo el coche. Y siento el placer de encontrarme en su interior, bebiendo un trago más de agua, poniendo el motor en marcha, subiendo por la pista hacia Puerto Lorente, por donde hoy ya no hay nieve ni turistas atascados en ella, y ya está.

 

   El respiro y las inmensas gracias a Dios por todo. El día con los paisajes, la cerrada, el agua, los tejos, el silencio, el manantial, las monteses, mi cansancio, mi gozo, mi dolor y este haber podido hoy de nuevo estar casi, casi en las puertas del paraíso eterno. Gracias a Dios con la tarde que se va y porque de nuevo regreso sintiendo que aquí está el edén donde he podido caminar, respirar y vivir a lo largo de este mágico día.

 

   Gracias a Dios pero volveré al centro de la cerrada bajando desde arriba para abrazarla, saborearla y fundirme con ella a ver si así puedo describir mejor su apasionante belleza. A ver si así se me cuela más adentro y con su lenguaje fundido en mi alma, soy capaz de transmitir con palabras, la belleza que en este momento me paraliza y me deja estatua frente a ella sin saber qué hacer.

 

                La Cerrada de los Tejos 2\12  Ir al índice 

                Como ya dije, hoy la hemos cogido por arriba. Pasado el puente que sujeta a la pista que sube al nacimiento, hay unas escalaras de cemento. La construyeron en los tiempos en que Icona mandaba por aquí y autorizaba la instalación de un campamento en el mismo nacimiento del río Guadalquivir. Justo aquí mismo se montaban aquellos campamentos. Unos metros más abajo de estas escaleras hay una pequeña llanura. No puedo descubrir si es una llanura natural o la hicieron para los montajes de aquellos campamentos.

 

                Porque aquí, en el mismo centro de la llanura, vemos un rellano de ladrillos y cemento.

- ¿Qué será?

Pregunta uno de los cuatro que hoy recorremos esta cerrada.

- No te extrañe que sea un pozo negro.

Por uno de los extremos tiene un agujero. Se asoma y me lo confirma.

- ¿Pero aquí y en el mismo nacimiento de este gran río?

 

   Aquí, en el mismo nacimiento del río Guadalquivir, a menos de diez metros de la corriente, construyeron el pozo negro donde en otros tiempos vertían las aguas sucias que salían de aquellos campamentos. Es verdad que hoy ya no dejan acampar por aquí pero no se ha avanzado mucho en cuanto a la destrucción y contaminación de las aguas de este río, justo en el punto donde nace. Un poco más arriba de esta pequeña llanura, todo el camino que sube, es un auténtico aparcamiento para los coches. Por entre ello,  o mejor, de ellos, los gases de los motores, el polvo de la tierra reseca de tantas y tantas rodadas, las voces y los gritos de los que se bañan en los charcos de las primeras aguas de este río, los restos de papeles, latas, botellas, pañuelos y por entre sus mesas improvisadas aquí y allá  donde devoran sus comidas, por entre sus motos, bicicletas, todoterreno, espectáculo de voces y vestimentas de colores. Por entre toda esta feria montada donde el Guadalquivir nace, hemos pasado.

 

                Sin buscarlo, sin ir muy atentos, se nos cuela por los ojos el destrozo, el gran destrozo que un día y otro y año tras año, esta avalancha descontrolada, está infringiendo a los paisajes, a las aguas y al nacimiento de este río. ¿Tiene que ser así? ¿Quiénes lo permiten o quienes tienen responsabilidad sobre esto? ¿Es que lo mejor es hacer mucha propaganda de estas sierras para que vengan los turistas y una vez aquí, hay que dejarlos que hagan y vayan por donde quieren? ¿Quién dice que son cosas de aquellos tiempos? ¿Es que nuestro río y en su nacimiento no merece otro trato para bien de muchos?

 

                Como me siento impotente por que no sé qué hacer para que esto que ahora veo y me duele, se termine o por lo menos se oriente de otra manera, hoy no quiero detenerme más en este asunto, que por otra parte creo que es urgente a solucionar en estas sierras. Nosotros hoy dejamos atrás los restos de este antiguo pozo negro. Cien metros más adelante, el pequeño embalse. Es justo donde el río empieza a caer por la cerrada. Tampoco sé cuándo lo construyeron pero seguro que fue por aquellas fechas y también seguro por esto del campamento.

 

                Cuando el otro día subía por aquí la primera impresión que se me clavó en el alma al ver este embalse, fue la de limpieza, transparencia, alejado de toda presencia humana y metido en la placidez de estas cumbres. Al verlo hoy, tengo otra sensación. El agua no es tan limpia y no lo dijo subjetivamente sino de verdad. En los bordes de este embalse y en su fondo, las algas, las rocas y las plantas que aquí crecen, no presenta ese color verde brillante indicador inconfundible de la pureza de las aguas. El color de las algas y plantas que ahora mismo veo en este charco, es grisáceo, oscuro, con tonos de cieno quizá debido a los que unos, otros y otros, van removiendo y tirando ahí más arriba.

 

                El otro día, al llegar a este rincón, me paré un largo rato y seguí sólo después de gozarlo y fotografiarlo. Hoy, que vengo con ellos, pasamos casi de largo. Me hubiera gustado convencerlos para despertar en ellos el cariño y admiración por los rincones bonitos de este Guadalquivir pero no lo conseguía. No me salía de dentro y fingir sobre estas sierras, no puedo. Remontamos el pequeño muro y ya vemos la cascada.

- La joya del Guadalquivir.

Les digo.

- En tantos kilómetros de río no es  posible que este trozo sea el más bonito.

Comenta uno de ellos.

- Lo describí hace unos días y según lo comparé con todo lo que sobre este río tengo visto, sigo pensando que es el trozo más bonito.

 

                Por aquí se ven muchas hozaduras de jabalíes. En los meses pasados, cuando todos estos paisajes estaban  cubiertos por la nieve, los animales salvajes que llenan estos campos, tenían mucha dificulta para encontrar alimento. Cada una de las especies tiene sus recursos para salir adelante. Los jabalíes buscan su alimento bajo la tierra en los collados de las cumbres, por entre los bosques de pinos pequeños para comerse sus raíces y por las navas. Este invierno pasado, allá por el collado de la Loma de Gualay, Puerto Juan Baco, por donde se va el camino que lleva a la antigua casa forestal, entre los bosques de pinos jóvenes, he visto verdadero surcos abiertos por estos cerdos salvajes. Como las grandes nevada no les dejan tierra abierta para buscar alimento, en cuanto abren un rodal entre la vegetación, que es donde la nieve suele ser menos espesa, lo levantan todo buscando raíces y rizomas. Hoy, en concreto, por el centro de esta nava hondonada, donde un manantial brota y se encharca en pequeñas lagunas, descubrimos que la tierra está toda hozada. Junto al manantial, por entre la vegetación, pegado a los grandes troncos de pinos y por el arroyuelo que el agua abre para irse hacia el valle del río.

 

  Aquí ahora, en la orilla de este embalse que rebosa hacia la cerrada, todo está horadado en surcos profundos, barrancos grandes y canales alargados. Lo entiendo muy bien. En las grandes nevadas de unos meses atrás, junto al agua, la nieve se derretía mucho antes. Aparece la tierra y el clima es mucho más templado. El rincón es ideal para ellos no sólo por el alimento que bajo la tierra encuentran sino por lo escondido, lo fértil de esta ribera y lo protegido de las ventiscas y heladas. Ahora ya ha estallado la primavera y aunque la naturaleza está reventando, las heridas del crudo invierno y del ataque de estos marranos salvajes, las zarzas siguen rotas, las raíces resecas, la tierra levantada y sin hierba ninguna y las ramas de los árboles tronchadas.

 

                El Jabalí - 13   Ir al índice 

               Se le llama también cerdo salvaje o marrano. Si es raro que el jabalí alcance un gran tamaño en nuestros bosques, no sucede lo mismo en Europa oriental o en Asia. Al lado de ciertos ejemplares excepcionales, nuestros animales parecen enanos. A mediado del siglo pasado, los machos mayores del norte del mar Caspio pesaban 320 kilos y medían 2,30 metros de longitud. En nuestros días estos monstruos son menos numerosos pero no han desaparecido del todo.

 

                Las defensas, es decir, los caninos inferiores sumamente desarrollados, tienen unos 10 a 12 centímetros de longitud. Los mayores alcanzan a veces 25 centímetros incluida la parte hundida en el maxilar. El apetito de este enorme cerdo salvaje es sencillamente voraz: se ha encontrado en su estómago hasta 5 kilos de hayucos o bien 900 larvas de abejorros, 1,5 kilos de saltamontes... ¡y el resto, en proporción!

 

                A pesar de sus dimensiones, el jabalí pasa fácilmente inadvertido. Aunque es bastante frecuente, se trata del único mamífero grande todavía muy extendido en Europa, sabe esconderse bien y se desplaza mucho. Menos sedentario que el ciervo, recorre de buen grado, largas distancias para encontrar comida. Vive en los bosques, en las llanuras y en las montañas, cerca de los campos y de las praderas. Trepa hasta los 2.500 metros. Le gusta la humedad y se le encuentra a menudo en los cañaverales, al borde de los estanques o en terrenos pantanosos. Se revuelca con frecuencia en charcos de fango que agranda a fuerza de acudir a ellos. Este comportamiento tiene probablemente la función de refrescarle.

 

                Sus huellas se asemejan a las de los cerdos domésticos, lo que no tiene nada de extraño, puesto que este último desciende del jabalí. Como su pariente próximo, emite gruñidos. Por la noche los jabalíes se dirigen a los prados donde encuentran su alimento. Por el día descansan en sus pocilgas, cama situada en medio de la maleza o en los helechos. En primavera engulle camadas de pájaros, gazapos y brotes. En verano, semillas y frutos. En otoño, bellotas, hongos, hayucos y castañas. Durante todo el año desentierra gusanos blancos, lombrices, bulbos y rizomas.

 

                La punta del hocico se denomina morro, los pelos tiesos, cerdas. Las mirillas, son los ojos. Las patas terminan en cuatro dedos. Las dos pezuñas anteriores dejan huellas muy claras y las de los posteriores, hacen marcas más pequeñas aunque casi siempre visibles. La hembra prepara una especie de cama para sus pequeños, los jabatos. Se trata de un montón de hojas, hierba y ramitas, disimulado en un zarzal o bajo los matorrales que alcanzan un metro de altura aproximadamente.  En la primavera nacen de cuatro a ocho pequeños.

 

                El jabalí camina o trota y salta para franquear una zanja o cualquier otro obstáculo. Es un “barrenador” y ni las zarzas más espesas lo detienen. Un jabalí herido, asaltado por perros de caza o una hembra sorprendida con sus pequeños, pueden ser muy peligrosos.  No vacilará en atacar al hombre para defenderse. El jabalí es también capaz de destripar un perro con sus defensas. (Vida secreta de los animales. M. Casan)

 

                 El embalse -14   Ir al índice

                En este pequeño embalse al comenzar la cerrada, hay un muro de piedra. El agua del río hoy no rebosa por encima de la tapia. Sale en forma de caños, por cinco o seis agujeros abiertos en la pared del muro pero abajo, casi a nivel del cauce. Desde esta pared, el líquido se junta enseguida en un pequeño charco que es el primero de esta cascada. Se derrama menos violento y enseguida cae al segundo charco. Esta es la poza más grandes de toda la Cerrada de los Tejos. Hoy ya lo sé porque voy comparando la información que descubrir el otro día con la de ahora.

 

                Aquí mismo, a la derecha según bajamos, crece el primer tejo. Un poco más abajo, también a la derecha, hay otro y más abajo aún, hay dos más. En total, por la derecha, cuatro tejos y por la izquierda dos, que son seis y el grande de la ladera yendo hacia la fuente de los majuelos. Por la derecha, acebos crecen tres muy pegados al cauce aunque eso sí: entre rocas y agarrados como pueden a la poca tierra que en las grietas de las piedras se retiene.

 

                Desde la segunda poza, la grande, verde y profunda, se derrama el agua en forma de cascada. Es la segunda en importancia después de la gran cascada donde nos quedamos el otro día y situada en el mismo centro de la Cerrada. A esta primera la llamaré la cascada verde porque cae fundida casi por completo con el musgo, espeso césped de musgo agarrado en la enorme roca que hace de trampolín para que la cascada caiga. A la segunda la llamaré la gran cascada puesto que así es en cuanto al punto donde se encuentra y a la altura y volumen de esta caída.

 

                Donde se derrama esta primera cascada, la verde, existe un charco no ya tan grande y desde aquí, el agua avanza un poco y comienza a precipitarse por el vacío de la gran cascada. No es tan largo este trozo de río desde la cascada del centro hasta el muro del pantano, como yo creía el otro día. Al bajar hoy voy descubriendo que las distancias son más cortas quizá porque vamos deprisa; quizá porque resulta más fácil descender que subir. Las emociones dentro de mi alma también son menos y hasta contradictorias. Ayer veía pureza y luz en estos parajes.

 

            Y ya me voy despidiendo de este bello rincón, a pesar de todo. Mientras lo he ido recorriendo, he gozado y he sentido dolor. Me voy despidiendo y antes de irme con ellos, nos sentamos aquí, frente al manantial que al final de la cerrada, brota bajo el acebo. Surgen por el lado derecho y no es el mismo que descubrí el otro día. Se encuentra algo más arriba pero eso sí: es caudaloso, limpio  y fresco. El agua que por aquí sale es la misma que allá por las cumbres del Cerro de Navahondona, fue nieve hace unas semanas. En las rocas que se amontona frente, nos sentamos. Uno de ellos, habla y dice:

 

                - Reflexionando con lo que hoy he visto por el nacimiento de este río, con lo que oí, con lo que he leído en un sito y otro y con la opinión de aquellos pastores por la Sierra de Segura, puedo sacar una conclusión.

- ¿Cuál es la conclusión?

- La de que frente estas sierras, entre toda la gente que por aquí va y viene, la dirigen o la explotan, hay cuatro actitudes claramente diferenciadas cuando no encontradas. Cuatro grandes bloques de personas que son: los turistas, los empresarios, los serranos casi todos rendidos hoy ya a unos pocos y al dinero, y los otros. Los que son distintos donde podríamos encontrarnos nosotros: los que recorremos estos paisajes bajo el sol y la nieve y con el único deseo de hacernos naturaleza y viento entre los bosques.

 

                El primer bloque, los turistas, frente a estas sierras, tienen una actitud y visión pobre y la de ser sólo visitantes de paso. Los empresarios buscan el beneficio económico y aunque casi siempre escudados en la defensa de la naturaleza, sus hechos reales... Nosotros buscamos el gozo, la paz, sentarnos frente a una flor o una cascada y por eso somos más sensibles a cualquier elemento que no esté en sintonía con estos paisajes.

 

                Ellos, los pastores serranos, los auténticos pocos serranos que ya quedan por aquí, ven esta sierra como lo que siempre fue: su mundo y por eso la sienten suya. Y por último, los dirigentes, los más extraños a estos montes y quizá los grandes enemigos de estos paisajes porque planifican, permiten e incluso desean proyecto absurdos, cuando no egoístas e interesados. Son los que más se benefician de estos montes al tiempo que son los menos libres en sus acciones y actitudes. En la economía y sociedad actual, los intereses egoístas y personales y las influencias políticas, tienen un lugar destacado. En este Parque también.

 

                Aguilón del Loco o la leyenda -15    Ir al índice       

                El nombre lo lleva una nava y el desfiladero rocoso que se eleva imponente y mira al valle y según cuenta la leyenda, arranca de tiempos lejanos cuando una persona se refugió en la cueva que se abre bajo este paredón azul rojo y aquí vivió, en la soledad de las montañas pero en su mundo hermoso hasta que un día al defenderlo, resbaló y cayó al vacío y muerto quedó entre la nieve y sus hermanas la piedras.

 

                Y según cuenta la leyenda, otros dos hombres lo recogieron y en la misma cueva le dieron sepultura y entre el claro hielo y la tierra y la hierba verde cuajada de rocío y el rumor del agua que mana de la fuente, quedó su cuerpo y su recuerdo y su historia junto a su sueño, para siempre pero como decían que estaba loco por vivir solo en estos montes aunque nadie dice si fue porque huía de otros que quería maltratarlo o porque no tuvo otra oportunidad ni camino o porque muchos le cerraron las puertas, entonces...

 

                Y según sigue diciendo la leyenda, por la presencia de aquel hombre que tampoco sabemos si fue serrano o de fuera, desde entonces y quizá hasta siempre, a este picón alargado y enorme que mira al sol de la mañana y está muy cerca del cielo, se le empezó a llamar el Aguilón del Loco y así es como se le conoce y todo, por aquel fatal accidente que no se sabe dónde comienza ni dónde acaba ni tampoco dónde tenía sus raíces clavadas o la fuente primera de su vida pero aquí corre el arroyuelo y el aire limpio y la luz del sol y la asombrosa o excelsa montaña  de la muerte o del sueño que remite a la belleza trágica, como esperando en el recuerdo de la mañana que un día será eterna.  

 

 

    Principal                                      Nota del autor:  Este trabajo continúa pero en estas páginas concluye aquí.

 

 

 

 

 

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