En mi casa hay un loco. Su enfermedad nos da mucha vergüeza. Bueno, a todos menos a mí. ¿Se imagina? Le gusta estar desnudo en todas partes, creerse cavernícola, comerse las hormigas. Esto es lo peor. El pene se le endurece. Se arrecha el verraco que es y, por ende, confiesa que siempre está enamorado y con ganas...

¡Ganas hasta de mí y otra hermana!

Cuando él se viene acá, a que lo cure usted, hay que llenar una maleta con sus libros de cabecera, cuadros que él pinta de los dioses y lo que a él se le ocurra necesitar, incluyendo los posters de encueradas.

A menudo provoca mil enojadotas. Entonces, ¿quién sufre? Todas, mami y, por supuesto, él. El define sus necesidades, primero que ninguno. Es lógico. Lo comprendo. El conoce su propio mundo. Que es lo que importa, ¿verdad? Pero si… anda con la pijita dura. Es dotadito. La tiene grande. Se la he visto sin querer.

Muchas son las personalidades que comunicar, pero, en general, está casi tan cuerdo como nosotras. Se aliviana a sí mismo con su imaginación, o haciéndose, usted sabe qué, torciéndole el cuello al ganso, sus manuelas.

¿Por qué no dejar que tenga su mundo privadísimo? Bueno, es lo que yo pienso. Cuando discutimos si hay necesidad o no de internarlo es porque él se vuelve la persona que no es realmente. No se reconcilia con algunas de nosotras en ese hogar de chavas, somos un mujerío, pero a la mayor él la insulta. De charota no la baja.

¡Ay, qué vaciado es!

A escondidas de ella (que ya lo odia), yo metí en su valija un frasco de miel de abejas para sus ceremonias, dos ajitos, sus pinceles de tlacuilo y las fotos de actrices que a él gustan... Se enojará su hermana mayor cuando cuelgue de la pared el retratato de Mercedes Carreño. Eso que no ha visto el que halló de Britney Spears… O cualquier otra encuerada de sus posters.

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