Por
Manuel Ramírez, Estudiante de Pedagogía Historia y Geografía
(5° Año), Universidad de Concepción, Chile.
INTRODUCCIÓN
En una sociedad
híbrida y cambiante como la que nos ha tocado vivir, es una necesidad
realmente imperiosa el iniciar un estudio y rescate de nuestras
manifestaciones culturales, para poder enfrentar los nuevos
cambios bajo una perspectiva propia, sin olvidar nuestras antiguas
formas de vida, y armonizando un desarrollo futuro junto a ellas.
En este sentido,
Doñihue pasa
por una situación realmente crítica. Enclavada en el corazón de los
campos de la zona central, dio origen en el pasado a los más ricos y
originales mitos, fruto de su ajetreado andar y sus características
naturales, que permiten ese contacto con otras dimensiones, así como
sus montañas inspiradoras de trascendencia. Sin embargo, el proceso de
modernización y desaparición de las sociedades tradicionales, tocó
fuerte en estas tierras, de ahí la necesidad de este tipo de estudios
que permitan rescatar y preservar de alguna forma nuestras
experiencias colectivas.
La labor ciertamente
ha sido complicada, puesto que se
carece
de fuentes directas, recurriendo más bien a textos y documentación de
escasa rigor y relevancia, que hacen muy difícil una reconstrucción de
nuestro pasado mítico.
La comprensión del
medio y la compenetración con el entorno natural, fundamentalmente el
amor a las montañas, ha sido el elemento subjetivo que principalmente
nos llevado a esta investigación. Sin duda, nuestra labor no habría
podido llevarse a cabo sin la estrecha colaboración de una cuantas
personas, algunas ya desaparecidas; otras con una labor educativa a
toda marcha, como la directora de la Biblioteca Municipal de Doñihue,
Srta. Lucia Abello, a quienes agradecemos sinceramente su valiosa
ayuda.
Para muchos, la
imagen de una localidad campesina puede evocar ese olor a tradiciones
y leyendas, sin embargo, en Doñihue nada de eso se respira ya, puesto
que nadie conoce sus mitos, ni el lugar en donde vive, o que pretende
vivir. Es como transitar por un cementerio, leyendo las lápidas amohadas y decadentes, pero que guardan en lo profundo el germen de un
pasado que resuena vivo en las almas de algunos de sus tristes
habitantes.
A ellos está dedicado
este modesto trabajo.
Doñihue es una comuna de la provincia del Cachapoal, en la Sexta
Región del país. Ubicada a 22 kilómetros al sur poniente de la capital
rancagüina, bordeando la Cordillera de la Costa y la ribera del río
Cachapoal.
La comuna
cuenta con alrededor de 16.696 habitantes.
La actividad básica, continúa siendo, sin duda, la agricultura,
predominando los cultivos hortofrutícolas de pequeños agricultores, fundos de mediana intensidad reestructurados a las actividades de
exportación frutícola, así como el mantenimiento de plantas
agroindustriales (Agro súper), que representan de alguna forma el
sustento productivo de la comuna. También cuenta con una unidad de
servicios básicos, y un desarrollo urbano de características más bien
precarias, a raíz de su proximidad a la capital regional.
Un desarrollo
más que precario, es el que presentan las actividades tradicionales
que caracterizaban a Doñihue, como la producción de mostos, como el
aguardiente y chacolí, así como la producción de artesanías como la
cestería y los chamantos; todos los que se
hayan en franco proceso de extinción, tanto por la fuertes medidas
reguladoras así como por
la falta de apoyo y fomento de estas actividades
en el grueso de la población.
Como
señalábamos en la introducción de este trabajo, carecemos de fuentes
fidedignas para establecer un marco histórico de la comuna. No
obstante, existen datos que nos pueden ayudar de alguna forma.
Podemos
decir que la existencia de Doñihue tiene relevancia a partir de la
ocupación incásica, entre finales del S. XV y las primeras décadas del
S. XVI, a manera de enclave agrícola, como granero y centro de
aprovisionamiento del Kuraca de Copequén, todo esto en la frontera
misma del imperio del sur. Hay referencias históricas que señalan la
primitiva existencia de un puente que unía los poblados indígenas de
Kuinco
-ubicado junto a Copequén- y Doñihue, así como la existencia de un
Camarico,
cuyo nombre aun se mantiene en el lugar. Al norte de la comuna, en el
poblado de Lo Miranda, se formó a su vez un Mitimae o gremio de
artesanos. También vale la pena señalar la poco esclarecedora
existencia de centros religiosos prehispánicos, entre los que destacan
el Santuario del Cerro Tren-Tren, de influencias mixtas
mapuche-inkásicas, hallado en 1988, todo lo cual nos revela el ya
acelerado ritmo de vida de aquellos pretéritos años.
Durante el
Período Hispánico, el territorio fue parte de las pretensiones entre
encomenderos, a su vez que las poblaciones indígenas presentan un
acelerado descenso y bastardización, ya a comienzos del S. XVII.
Destacan los nombres de personajes como Francisco de Miranda y Rueda,
perteneciente a la hueste de Valdivia, y que en 1575 recibe a su cargo
la encomienda de los indios al norte del Cachapoal, y que incluye los
actuales Doñihue y Lo Miranda, en el caso de este ultimo mantiene así
su nombre. Posteriormente, estos territorios, junto a los poblados de
Copequén y Colchagua, fueron asignados en 1615 a Don Agustín Ramírez
de Sierra y Montalván por orden del Gobernador de aquel entonces, Don
Francisco de Rivera como premio por las escaramuzas organizadas por
éste contra las últimas rebeliones promaucaes.
A partir de
esta época, desaparecen poco a poco las huellas que nos permitan
construir un estudio histórico del lugar, quedando tan solo la memoria
de estas y otras familias acaudaladas que giraban entorno al poder
establecido por la posesión de la tierra, así como la tediosa
influencia parroquial que albergaba a los campos.
El inicio del
proceso desarrollista del pueblo doñihuano viene a manifestarse
aproximadamente a partir del Chile portaliano, con el desarrollo de
actividades productivas y el mejoramiento de las comunicaciones, que
transforman al pueblo en un nuevo abastecedor de manufacturas, esta
vez desde Rancagua a los poblados del interior, siguiendo la línea del
Cachapoal, pese a que esto se manifiesta sólo en la segunda mitad
del S. XIX, bajo la administración del Presidente Errázuriz, que
concede a la parroquia el título de Villa de Doñihue en 1873.
Nos interesa estudiar fundamentalmente el período
correspondiente al “vacío histórico”, desde la sociedad encomendera de
los siglos XVI y XVII, hasta el proceso de emancipación, por
considerar que es allí donde se genera una idiosincrasia y el proceso
de formación de nuestra identidad chilena.
Los elementos
básicos son el paisaje y la tradición rural de una
sociedad tradicional, donde los elementos religiosos afloran entre el
paisaje siempre agreste. Las montañas ocupan aquí una dimensión
sagrada, y que peculiarmente son retratados de forma implícita, por lo
cual será necesario analizarlas en forma más detallada en la segunda
parte de nuestro trabajo.
Al analizar
estos géneros del folklore chileno, suelen producirse errores en
cuanto a la conceptualización de ambos términos. El mito se refiere e
una representación interna de ciertos procesos mentales y psicológicos
del inconsciente colectivo de los pueblos, manifestándose sobre la
base de modelos arquetípicos y símbolos. Por su parte, la leyenda es
-como su nombre lo indica- un relato o historia que participa de
cierta forma de procesos arquetípicos, aunque su desarrollo gira entre
lo fantástico y lo humano. El error parece estar en no asimilar bien
los términos, donde suelen confundirse con uno u otro.
No obstante,
tanto mitos o leyendas se han mezclado profusamente en el folklore
chileno, estructurándose variantes que intercalan una u otra formas.
En este sentido, creemos necesario mantener de alguna forma este viejo
orden que ha impuesto nuestra vieja tradición oral campesina -no como
falta de rigor metodológico-, sino como respeto a estas peculiaridades
que caracterizan nuestra idiosincrasia. El mito es lo más profundo y
puro de los sentimientos colectivos, a manera de una radiografía de
los pueblos, que logra transmutarse más allá del tiempo y el espacio -in
illo tempore- gracias a nuestras narraciones folklóricas. Sean
estas llamadas mitos o leyendas, ambas funcionan mutuamente, y no
pueden ser desglosadas de acuerdo a nuestros parámetros racionales.
En este
sentido, al hurgar en el océano de los mitos y leyendas campesinas,
nos encontramos de repente con derrotero hacia el descubrimiento de
nuestra tan manoseada identidad. Identidad, por lo demás, en proceso de
desintegración ante las nuevas formas de lo moderno, que todo lo
transforman y diluyen.
Al comparar el
marco mítico de Doñihue, no nos hallamos con mayores diferencias que
el resto de los pueblos campesinos, que mantienen los mismos cánones y
estructuras en todo el Chile tradicional comprendido en la zona
centro-sur del país, a excepción, por las facetas propias
proporcionadas por la configuración geográfica, que da su sello
distintivo y característico a esta zona.
Sin duda, uno de los elementos más característicos de
la tradición folklórica doñihuana –y de gran parte del Chile antiguo-
fue la brujería. Arraigada en forma profunda en la sociedad
tradicional chilena, resulta ser el resultado del sincretismo mapuche
y español, el profundo mestizaje y el rígido predominio católico por
más de tres siglos.
Así, hallamos
en este fenómeno elementos propios de las tradiciones araucanas, como
el Chon-chon o Tué-tué, que es un brujo que mediante sus artes mágicas
logra desprender su cabeza de su cuerpo y volar con la ayuda de sus
orejas –transformadas ahora en alas- con las que sale a maldecir a sus
enemigos o al pobre desgraciado que se topa en su fatídico camino.
Cuenta la
leyenda, que en el viejo camino de Cerrillos –poblado de Doñihue-,
abundaban los brujos y seres diabólicos que impedían el libre tránsito
por las noches. Los abundantes brujos del lugar, hacían uso de sus
hechicerías transformándose en rabiosos perros o burros que hacían
perjuicios y persecuciones a los vecinos. Finalmente, muchos de ellos
eran atrapados luego de sendas palizas a los animales, que al día
siguiente señalaban al malogrado hechicero.
Otra
característica importante, es la facultad que tenían ciertos brujos
poderosos de morir transmutándose en cerros, denominados como “cerros
brujos”, puesto que impedían cualquier acción cristiana en el lugar y
castigaban a sus desdichados moradores.
Al respecto,
existe aquí un relato al que vale la pena referirnos. Cuenta la
leyenda que en el mismo sector de Cerrillos existía antaño un
enigmático cerro llamado “Cerro el Encanto”, y que ante la insistencia
de los vecinos por colocar allí una cruz que ahuyentara las brujerías,
este se habría “corrido” abalanzándose sobre el poblado en un aluvión
de barro y piedras que sepultó parte de Doñihue.
La ubicación
del presunto cerro se haya en la actualidad a menos de un kilómetro de
la plaza del pueblo, desde donde se alza una cruz que hasta hace
algunas décadas era aun parte de una procesión por el descanso de las
víctimas de tan extraño hecho.
Carecemos
de otras fuentes que corroboren este precedente, así como la fecha
aproximada de esta tragedia, sin embargo, existen algunas pruebas
geológicas que señalarían la acción de dicho aluvión sobre Cerrillos,
aunque -de ser así- estas pruebas no calzan con lo que nos indica la
leyenda, puesto que se trataría de otro cerro llamado “El
Cólera”,
a diferencia del cerro “El Encanto”, referido en la leyenda, y que hoy
es conocido por los vecinos como “Cerro de los Misterios”.
Otras leyendas
referentes a la acción mágica o misteriosa de los cerros, la hallamos
en otros pueblos del Cachapoal. A saber; la “Leyenda del Cerro
Gulutrén” en el pueblo de Peumo, y la leyenda de “El Cerro Brujo” en
Machalí,
que señalan la relación de los cerros y la acción de brujos o fuerzas
maléficas.
No solo de
brujerías se nutre el alma telúrica de este pueblo. Abundan, p.ej., los
relatos de duendes y seres fantásticos que roban los niños en los
bosques y guardan los tesoros o “entierros”. También permanecen en el
imaginario campesino, seres míticos de origen araucano como “el Piuchén”,
o culebrón que se oculta en los troncos de añosos árboles -y que según
se cree- revive cada tres décadas en busca de la energía vital de los
humanos.
Seres extraños
abundan en estos relatos, como, p.ej., “La Mujer de Fuego”, que es la
historia de una madre difunta que desde el más allá visita a sus hijas
huérfanas, y que al ser descubierta por el tío de las niñas, la mujer
se desvanece ardiendo en llamas.
Otro caso
notable es la persistencia de otras formas tradicionales como el
Animismo. Es en sí un fenómeno muy particular de las tradiciones
católicas hispanoamericanas, y que quizás guarde relación con
similares creencias entre los pueblos prehispánicos, como los
araucanos. En Doñihue, hallamos sus figuras dispersas entre los cerros
y transformadas en verdaderos centros de peregrinación, entre los que
destacan la figura mítica de L’animita Lucrecia.
Un papel siempre protagónico, es el que ocupa en
nuestro folklore campesino la figura y las andanzas del Diablo.
Más allá de su origen maléfico, éste representa una imagen arquetípica
en la que confluyen todas las emociones y sentimientos del roto
chileno.
Es así, que
mientras la Iglesia nos advierte sobre su influencia en la vía de la
tentación, cantores y poetas dedican sus letras y cantan sus hazañas.
Es sin duda el gran actor de este mundo, que revuelve su cola y sus
espuelas en la dimensión que separa lo humano de lo fantástico. Esa
imagen horrenda y diabólica que de él conocemos, solo es un barniz
alimentado por la Iglesia, siendo en realidad el “Príncipe de los
Rotos” y el gran amante de las doncellas criollas.
Su imagen la
hallamos profusamente en el imaginario popular, donde Doñihue, sin duda,
no queda atrás. Conocido es ya entre nosotros la popularidad que tenía
la brujería en estas tierras, donde de seguro se habló también de
Aquelarres y fiestas heréticas –muchas de ellas de raíz neopagana-
que tuvieron lugar en el período colonial. Sin embargo, la figura del
diablo nos es más cercana a la pillería y un andar pícaro que a los
menesteres propios del Príncipe de las Tinieblas.
Bien conocidas
son las leyendas doñihuanas referentes a las fechorías del cachudo.
Cuentan, p.ej., que en la cumbre del cerro “Punta Alta”, el
diablo solía hacer gala de sus dotes bailando cueca, lanzando
luminosas chispas con sus espuelas, y botando una y otra vez una cruz
que los esmerados cristianos ponían allí para espantarle. Luego bajaba
hasta el poblado de Lo Miranda donde se emborrachaba y raptaba a una
de sus bellas doncellas que desaparecían en el monte.
Conocidas son
también sus fatídicos pactos con los hombres, y de los cuales era
imposible zafarse sin dar una vida humana a cambio. De nada servían,
pues, el poder y las riquezas; podía entrar a cualquier lugar profano
en busca de lo que, por ley, le pertenecía.
El terror
arreciaba en las viejas calles doñihuanas al sentir el casqueteo de
los caballos, ese penetrante olor a azufre y las carcajadas de un rico
huaso de dientes de oro, que se paseaba a altas horas de la noche en
su lúgubre carreta negra: Era nada más ni nada menos que el mismísimo
diablo en busca de sus deudos…
Como señalábamos anteriormente, la figura del diablo
representaba de alguna manera la imagen y el sentir del roto
campesino. Este último es,
sin duda,
el arquetipo heroico de Chile, el
hombre que lucha sin cuartel en la dimensión humana y la de los planos
mágico y fantástico.
Al respecto hay
muchos autores que enfatizan en el análisis de las características
sociológicas del roto,
dando una nueva perspectiva a una imagen que en el pasado ha sido
denigrada y vejada hasta las últimas consecuencias por las sabias
cortes del progresismo.
Creemos
necesario apuntar una nueva imagen del roto, como creador de su propia
existencia y miembro activo y de interacción con el paisaje. Actúa en
un plano que podríamos denominar “humano”, a la vez que suele
traspasarlo -mediante su astucia y gallardía- hacia otros planos de la
existencia, entre lo fantástico y lo mágico-religioso, dentro del cual
podemos señalar los pactos con el diablo, la búsqueda de entierros, y
todas las materias que hasta aquí hemos tratado. Es la consistencia
bélica de su sangre, el sentimentalismo, tristeza, picardía y
crueldad, sumado a ese extraño matrimonio con la muerte y desprecio
por la vida, lo que le proporciona el temple necesario, pasando entre
penas y gloria, su transito por este mundo.
Esta idea del
roto como representante un modelo arquetípico y de interacción con el
paisaje, no debe ser tomado a la ligera, puesto que se trata de
procesos que rayan en lo enmarcado anteriormente en lo referente al
Mito. El arquetipo es así un motivo muy profundo de los pueblos, y que,
en nuestro caso, hunde sus raíces tanto en la visión de mundo de los
pueblos araucanos como en la visión heroico–romancera de los pueblos
hispano románicos. El roto es así fruto de una simbiosis
extremadamente rica, y de un sincretismo que conecta nuestras raíces
con lo más profundo de esta tierra.
LAS MONTAÑAS
COMO SÍMBOLO DE LA SACRALIDAD DE UN PUEBLO.
El
inconsciente colectivo de los pueblos es un universo complejo de
relaciones, sonidos y formas que nos hunden en lo más profundo de
nuestro propio ser, en una experiencia que va de lo colectivo a lo
personal, relacionado con una manifestación de figuras arquetípicas, o
símbolos que tienen una trascendencia que supera los límites generales
de un pueblo.
No nos referimos aquí de simples cánones valóricos ni estilos de ser
ya establecidos y consensuados, sino un todo de experiencias que a la
vez es una experiencia única, indivisible e intraspasable a otra
cultura, relacionada si se lo prefiere con un elemento de carácter u
origen; sírvase, p.ej., la diferencia entre pueblos matrilineales y
patriarcales.
En las páginas
anteriores hemos hablado de las formas del inconsciente colectivo que
se manifestaron de forma fenotípica en la sociedad tradicional
chilena, hoy en un proceso de desaparición y cambio -a nuestro
juicio-, mantenidos de forma recesiva en nuestra sociedad.
Sin embargo,
setas formas ya tratadas corresponden a un tipo o clasificación de
figuras arquetípicas, que nosotros hemos preferido denominar Formas
Telúricas, para contraponerlas a las Formas Sacras, de las
cuales nos disponemos a señalar. Ambas pertenecen a una dimensión
mítica, diferente a las expresiones materiales de la cultura, y que
hemos omitido en este estudio.
Para ayudar a
comprender estas materias, recalcaremos brevemente en la forma en que
estas Sociedades Tradicionales establecen un tránsito o cauce entre lo
sacro y lo profano.
En un sentido metafórico -que nos recuerda mucho al Zaratustra
de Nietzsche- consideremos a este tránsito como un árbol: Pilar de
conocimientos que se yergue hacia lo alto, más allá de las nubes
-hacia experiencias sacras y divinas-, pero que a la vez, hunde más sus
raíces hacia lo profundo de la tierra incógnita y oscura -claro germen
de la muerte y las tinieblas-, sin olvidar de esta manera el doble
significado que esto encierra; pues para ascender a una esfera de
gloria y eternidad divina, es necesario un paso hacia la muerte y las
tinieblas, entendidas como proceso de muerte ritual y transito a una
nueva vida.
Son estos y
otros simbolismos, los que podemos hallar con frecuencia en las
sociedades tradicionales, recurriendo a estas formas –por así decirlo
mágicas- que de manera inconsciente son aplicadas, y que podemos
descubrirlas, ya sea en la tibieza de una tonada, una charla
cotidiana, y en lo hondo de las experiencias de vida campesinas, que
todo lo llevan hacia este doble significado.
Sin lugar a dudas, la montaña, al igual que otros
símbolos primordiales, pertenece a este plano de existencia superior,
y vía de trascendencia. Entendida en la antigüedad como camino hacia
los dioses, morada de los dioses, o bien, en su concepto de Axis
Mundi; El Eje del Mundo, la hallamos dispersa casi en la totalidad
de los pueblos del mundo, preferentemente en aquellos relacionados con
cultos solares y ouránicos. Al respecto, el gran pensador italiano,
Julius Evola (1898-1974), nos dice lo siguiente:
El fundamento general para el
simbolismo de la montaña es simple: asimilada la tierra a todo lo que
es humano (como, por ejemplo, en las antiguas etimologías que hacen
proceder "hombre" de "humus"), las culminaciones de la tierra hacia el
cielo, transfiguradas en nieves eternas -las montañas- deben
presentarse espontáneamente como la materia más adecuada para expresar
mediante alegorías los estados trascendentes de la conciencia, las
superaciones interiores o las apariciones de modos supra-normales del
ser, a menudo representados figuradamente como "dioses" y deidades. De
donde tenemos no sólo los montes como "sedes simbólicas" -tomemos
nota- de los "dioses", sino que también tenemos tradiciones, como las
de los antiguos Arios del Irán y de Media que, según Jenofonte, no
conocieron los templos por su divinidad, sino precisamente sobre las
cumbres; sobre las cimas montañosas ellos celebraban el culto y el
sacrificio al Fuego y al Dios de la Luz: viendo en ellas un lugar más
digno, grandioso y analógicamente más próximo a lo divino que
cualquier construcción o templo hecho por los hombres.
Vista así como
vinculo a lo divino, morada de los dioses o sitio de trascendencia y
contemplación, establece una meta en cuanto a la superación de las
vicisitudes cotidianas, la vida campesina, el llano y el poblado, para
dar paso a una dimensión superior, aunque se trata más bien de una
integración de orden jerárquico y aristocrático, del cual hemos venido
hablando hasta aquí.
Las
manifestaciones del “Espíritu de la Montaña” en las
experiencias del pueblo de Doñihue, son en este sentido riquísimas y
de un hondo pasado.
Al respecto,
hallamos un marco semejante en el imaginario religioso de algunos
pueblos prehispánicos –que como el mapuche-, asumieron desde un
principio el concepto de montaña como vínculo a lo sagrado, junto a
una cosmogonía aristocrática que va desde un plano de existencia
divina a un submundo ubicado en las profundidades de la tierra.
Para los
mapuches, la montaña ocupa un lugar muy importante en su concepción de
mundo, vista como cuna de la raza y destino de algunos magos y
guerreros que asumen esta forma. Destacan dentro de la primara
acepción, los cerros denominados Treng Treng, o Ten Ten, que
corresponden a sedes míticas ubicadas a lo largo del Chile
tradicional, desde Aconcagua a Chiloé, uno de los cuales se ubica
precisamente en la Comuna.
La leyenda
hunde sus raíces en los símbolos primordiales de la naturaleza humana;
en la lucha de dos serpientes -de la tierra y el agua-, la primera
salvadora de los hombres, Treng Treng; mientras que Kai Kai,
dominadora de las aguas, pretende la aniquilación de
éstos.
La batalla se
reduce al aumento de las aguas, por obra de Kai Kai, que destruye los
poblados y amenaza gravemente la existencia humana. Estos se amparan
bajo la protección de la serpiente Treng Treng, que levanta un monte
por sobre el nivel de las aguas,
de tal manera que alcanza las proximidades del sol, lo cual provoca la
muerte de numerosos sobrevivientes, que comienzan a cubrir sus cabezas
con platos de madera.
A su vez, los
hombres tragados por las aguas son redimidos por Treng Treng al
transformarse en peces, mariscos y peñascos, que luego entrarán en
contacto con sus parientes humanos manteniendo fluidas relaciones. De
estas relaciones, así como las que se dieron con otros animales
sobrevivientes en el monte, se cuenta que provienen los linajes más
antiguos del pueblo araucano.
El relato
continua con la agudización de la lucha entre ambas serpientes, que
pone en peligro la existencia de la vida, y termina con la entrega del
sacrificio de un niño que aplaque las iras de Kai kai, a partir del
cual hace descender las aguas, y Treng Treng a su vez disminuye el
tamaño del monte. A partir de entonces, comienza el nuevo ciclo de la
vida humana, bajo el fatídico recuerdo de Kaikai.
La importancia
de ambos factores redunda en un carácter simbólico, y no
necesariamente a episodios reales relacionados con hechos geológicos,
pese a lo cual las huellas de tal acontecimiento aun pueden apreciarse
en estos montes.
Enmarcada no
obstante en la cuestión de la lucha de dos serpientes, nos hallamos
con nuevas perspectivas, tanto o más importantes como la anterior,
vista más bien como un mito transplantado por los mapuches a partir de
otros modelos tradicionales, tanto americanos como de otras partes del
mundo, como el Asia Central, que lo conectan en la órbita de los
pueblos Indoeuropeos o de tradición solar. Esto suena coherente cuando
contrastamos el símbolo de las grandes serpientes -más cercanas a
figuras míticas como la Serpiente Emplumada- con un ambiente como
Chile, donde éstas no existen ni son comparables con los pequeños especímenes autóctonos.
Las serpientes
del mito no son comparables a formaciones puramente ambientales, sino
como una figura simbólica, que, al igual que la montaña, reviste de
valor al mito de los orígenes araucanos. Su significado puro es el de
muerte y resurrección, expresado de forma sensacional por el
pensador alemán Hernán de Keyserling:
“Todas las serpientes posibles forman
en conjunto una única multiplicidad primordial, una indesmembrable
cosa primordial que no cesa de desenredarse, de desaparecer y
renacer”…
Hasta la fecha
no existen investigaciones concienzudas al respecto, sin embargo, la
importancia de estas
sedes
espirituales de donde
resurge el pueblo araucano, son fundamentales para comprender su
concepción del mundo.
Así lo señalan
de alguna manera
las
investigaciones realizadas por los arqueólogos
Arturo Rodríguez y Rubén Stehberg en el cerro Tren tren de Doñihue,
donde un grupo de lugareños descubrió en 1988 la existencia de un Santuario prehispánico
en uno de sus farellones rocosos. Se trata de un emplazamiento de
características mixtas araucano-inkásica donde posiblemente
se ofrecían sacrificios
humanos y otras ofrendas, las
que hasta el día de hoy representan un
misterio para los investigadores. Aunque sabemos que las costumbres de
sacrificios se hallaban dispuestas de diferentes formas en ambos
pueblos, existe una analogía en cuanto a la función que ambos dan a
las montañas como símbolo sagrado. De todas
maneras, no creemos resuelta esta situación,
llamándonos la atención la existencia de datos concernientes a iguales
actividades en otros cerros rituales con el nombre de Tren Tren, en la
zona sur del país.
En el tiempo,
las montañas de Doñihue siguen constituyendo los parámetros sacros que
para los pueblos prehispánicos. Pese a la profusa acción del
cristianismo se ha encargado de desacralizar el contenido de estos
símbolos, mantienen todavía estos su vigencia.
La magia de
estos sitios se perpetua mediante nuevos elementos, en los que el
culto mariano es de gran significancia. Introducido en el territorio a
través de las diferentes órdenes religiosas, es relevante
la influencia de los Mercedarios, constituyendo un pilar de
importancia en cuanto al sentido de religiosidad en los campos de la
zona central.
Para reforzar
esta imagen de la virgen como elemento profundo de esta religiosidad
campesina, nos hemos remitido nuevamente al contenido simbólico de
este elemento. Al respecto, hallamos una nota que vale la pena
señalar, referente al sentido de lo sacro en los pueblos cristianos:
“La Virgen madre de Dios simboliza la
tierra orientada cara al cielo, que así se convierte en una tierra
transfigurada, en una tierra de la luz.
De ahí su papel y su importancia en el
pensamiento cristiano, como modelo y puente entre lo terrenal y lo
celestial, lo bajo y lo alto”.
¿No les parece
la analogía entre este símbolo y lo referente al Espíritu de la
Montaña?
Una agradable
caminata por los senderos de los cerros doñihuanos nos da cuenta de la
manifestación y patente persistencia de estas singulares formas, que
continúan siendo focos de veneración de arrieros y excursionistas.
Destacan, la Virgen de la Merced, declarada Santa Patrona de Doñihue,
fruto de la ya mencionada afluencia mercedaria.
Se suele
hablar de los milagros hechos por la Virgen de la Merced durante las
inundaciones provocadas por el río Cachapoal, así como la maravillosa
salvación de la antigua imagen luego del incendio de la antigua
parroquia, quedando cubierta por la campana de ésta. La Santa aún
permanece vestida de gala, ahora en la nueva parroquia. Mide alrededor
de 1.20 mts., y data de 1720.
Es esta
relación del marianismo –arraigado en el alma colectiva campesina-,
unido al símbolo trascendente de la montaña, lo cual nos proporciona
la formula para comprender este género de manifestaciones de la
religiosidad doñihuana.
De este modo,
es menester señalar que mientras gran parte –sino la totalidad de los
mitos y leyendas hasta aquí tratados- han ido desapareciendo
gradualmente de la memoria y el imaginario popular de esta comuna; el
fenómeno mariano y las fiestas relativas a la virgen continúan de
una forma relativamente viva en las mentes de los doñihuanos, al igual
que otros poblados cercanos, reclutando año a año un considerable
numero de adeptos, sin importar su edad ni condición social.
Al respecto,
tuvimos oportunidad de entrevistar al cura del lugar, Ernesto Miranda
Gatica, quien desde hace siete años oficia en el pueblo, volcándose
por lo demás a “desmitificar” a la población y sus viciosas costumbres
religiosas. Según su opinión, hay que erradicar definitivamente estas
costumbres, “mantenidas conscientemente por el anterior cura”.
Sin duda,
“misteriosos son los caminos del señor” al señalarnos la nueva
imagen de la iglesia hacia las tradiciones campesinas. A más de alguno
le podría sorprender que la institución que alimentó sus nuevas
supersticiones durante siglos, ahora se aboque a racionalizar el culto
al señor.
Hablando un
tanto más en serio, no creemos razonable la posición del señor cura,
puesto que a nuestro juicio sólo se encarga de destruir lo que durante
siglos se ha transformado en un proceso identitario. Terminar con esto
es materia muerta, pues van más allá de cualquier culto o religión;
son manifestaciones puras de nuestra alma colectiva que raya entre lo
pagano y lo barroco, frenado desde hace más de dos siglos por el
condicionamiento moderno y una idea de progreso que a nuestro pueblo
le cuesta asimilar, ya que es ajeno a su forma de ser. Este sentido
herético y grosero es la antítesis del hombre moderno, residuo de
nuestra desaparecida sociedad colonial, fruto del sincretismo araucano
y español.
La principal
fiesta de la religiosidad doñihuana actual, es la denominada Procesión
de Poqui, que se efectúa cada año durante la segunda semana de
noviembre, agrupando a grupos de personas que suben el cerro de
mediana intensidad (1821 mts) -a pie o a caballo-, sumándose ahora la
ascensión en motocicletas y un helicóptero que lleva los elementos de
la misa, y que antes se subían con el tiro de las mulas. El punto de
reunión es la cumbre del monte, donde se encuentra una eremita de la
Virgen de Lourdes, y a quien se le ofrece cada año una misa de acción
de gracias, relativo al buen termino de año y desarrollo del ciclo
agrícola.
El origen de
esta festividad se remonta a un grave período de sequía que afectó
durante la década de los sesenta a un poblado cercano, Alhué, al
interior de la cordillera de la costa, ante lo cual sus pobladores
decidieron realizar una procesión para buscar el favor de la virgen de
Poqui, con el consiguiente milagro de ésta
y retorno a la normalidad.
La costumbre
se perpetuó en el tiempo, pasando de este modo a los vecinos de
Doñihue, que desde entonces realizan fervientemente la procesión, que
pese a las vicisitudes y profundas transformaciones experimentadas por
nuestra sociedad en las ultimas décadas, mantiene aun su vigencia en
estas tierras, atrayendo la atención no sólo
de doñihuanos sino de diversos pueblos de la región, lo cual,
personalmente, ha llegado a sorprender,
debido a la fuerza que pueden tener estas manifestaciones religiosas
en una época como la actual.
La importancia
de la Virgen de Poqui tiene un origen poco esclarecedor, en parte por
la temprana fecha de la fiesta y la carencia de datos exactos acerca
de su reconocimiento en otras épocas.
Importante para entender un poco esta situación, es analizar la
leyenda conocida como “La Virgen de Piedra”. Relativa a comienzos de
S.XX, cuando presidía la congregación parroquial el padre
Cándido Lorenzo Llorente,
cuenta que en aquel tiempo los vecinos hablaban de la existencia de
una “virgen de piedra” en la cumbre del mencionado cerro Poqui, y que
impedía el acercamiento de los curiosos provocando temblores y
cualquier estratagema que impidiese acercársele. El padre Cándido “se
encomendó entonces a Dios” e inició su marcha tras la virgen de piedra
para la adoración de los fieles de la parroquia. Se produjeron
extraños hechos que causaron la admiración del cura, con la aparición
de la virgen en forma humana y envuelta en una radiante luz. Le dijo
que se detuviese en ese lugar, puesto que era tierra santa destinada a
su adoración. De pronto la imagen de la santa desapareció, quedando de
ahí en adelante, el lugar consagrado a su adoración.
Esta leyenda
nos remite a un elemento común de muchos mitos y leyendas de la zona
central, referente a la acción misteriosa de los montes. Ya hemos
hablado de este tipo de casos en cuanto a los cerros como morada de
los brujos o lugar de entierros y tesoros, sin embargo, creemos que en
este caso se trata de una clasificación diferente, más relacionada con
este nexo entre los cultos marianos y la sacralidad de las montañas.
Así, luego de
arduo camino por los campos y montañas, llegamos a la tesis central de
nuestra exploración, que recalca el papel del culto mariano y el
simbolismo de la montaña como elementos constituyentes de la
idiosincrasia del pueblo doñihuano. Esta simbiosis entre hombre y
paisaje manifestada en los tantos mitos y leyendas de los que hemos
venido hablando, nos señalan el referente en este mapa del
inconsciente colectivo de este pueblo, quizás ya desaparecido.
Ya hemos
trazado a grandes rasgos los vértices que conformarían este rasgo
identitario de Doñihue, y que ciertamente le da su tono particular,
aunque vivo en un cada vez menor numero de personas. Sin embargo, no
podríamos terminar aquí sin brindar algunas apreciaciones en cuanto al
sentido de identidad.
En las últimas
décadas, diversos autores han insistido en conceptualizar el termino
de Identidad como un factor dinámico y en continua transformación. En
este sentido, no fue la intención de este estudio el hacer lobby a
este tipo de razonamientos, sin indicar antes lo perjudicial que
pueden resultar estas transformaciones en marcha, sin asumir sus
consecuencias ni reforzar un sentido de lo propio en una perspectiva
con proyecciones a futuro.
Se trata de
asumir estos nuevos cambios, impuestos de manera vertiginosa con el
proceso de globalización, sobre la base de un sentimiento de arraigo y
un desafío a futuro que permita el desarrollo de una autodeterminación
y formas culturales propias.
Por el
contrario, es diferente el concepto de cambio que comparten muchos de
estos autores, entendida como un mero colonialismo cultural, o a una
forma de perfección basada en el multiculturalismo y las relaciones de
aculturación: La Cultura Global. Aberrante resultan, por lo demás, las
formas de esta nueva cultura, como, p.ej., el ascetismo tibetano con
conexión a Internet, o el revisionismo mapuche al más puro estilo
unión europea, para citar algunos.
Urge así, la
necesidad de rescatar nuestras tradiciones campesinas, en especial las
de aquellos sitios como Doñihue, donde el proceso de la modernización
ha afectado en mayor medida. Es también una advertencia para los
investigadores de estas latitudes más australes, donde se nota una
etapa más joven o no tan afectada por el hilo de los tiempos.
En el sentido
más personal, esta investigación surge como un grito en pos de la
búsqueda de un sentido de los pueblos, que forjen su propio camino, en
libertad y espontaneidad. No concordamos con abrazar la globalización,
ni estas nuevas formas híbridas que terminan con los particularismos y
nos embullen en una sociedad sin nombre ni rostro, o, como lo señalara
Don Mario Góngora, “una sociedad de masas”.
ANEXO FOTOGRAFICO
|
Virgen de Lourdes emplazada en el
cerro Llivi-llivi (1827 msnm). Foto:
Lucía Abello (23-11-96) |
Virgen del Carmen, conocida también
como Virgen de la Hollada, ubicada en la Reserva Loncha (1492 msnm).
Foto: Lucía Abello (13-03-99) |
|
|
Virgen de Lourdes en el cerro Poqui
(1821 msnm).
Foto: Lucía Abello (05-01-99) |
Cruz del Cerro Punta alta (1492 msnm.)
Foto: Lucía Abello (01/11/01) |
|
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Ver: Carl Gustav Jung, Arquetipos e inconsciente colectivo.
Barcelona: Paidós, 1991.
Ver: Mircea Eliade, Lo Sagrado y lo Profano. Madrid : Guadarrama, 1967.
Julius Evola, Notas Sobre la Divinidad de la Montaña. En:
Méditations du haut des cimes.
Para mayor información sobre el emplazamiento prehispánico en el
cerro Tren tren, ver la obra de Rubén Stehberg, Instalaciones
incaicas en el norte y centro semiárido de Chile. Stgo: DIBAM,
1995.
J. E. Cirlot, Diccionario de símbolos tradicionales.
Madrid: Siruela, 1997.
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