“TIERRA DE CHACOLIES”

Julio Silva Lazo

El radio urbano de la comuna de Doñihue llegaba a las Tres Esquinas, de donde empezaba el barrio de la Rinconada con sus parronales y arboledas, chacras y hortalizas, potrerillos de alfalfa y trébol, y la doble fila de casas entre las cuales se abría la calle.

Había una romántica expresión de antiguedad en aquellas casas con anchas paredes de adobes y polvorientos tejados, que conocían la historia de los primeros chamantos doñihuanos tejidos en los telares que existían en los corredores, y traían a la memoria imágenes de persones con alma de otro siglo, hombres que, de viejos, ignoraban su edad, y mujeres que se santiguaban cuando oían hablar del tren.

Hasta las Tres Esquinas alcanzaba la luz de los faroles a parafina del alumbrado público, de cuyos beneficios no disfrutaba la rinconada, aunque, cierta vez, la Municipalidad quiso introducir allí esta modesta conquista del progreso. Instaló dos faroles en la parte céntrica del barrio y al poco tiempo los encontraron destruidos a pedradas.

El hecho produjo estupor, como es natural. El Alcalde y el Comandante de la Policía, que habían solemnizado el acto de inauguración del alumbrado, manifestaron viva indignación. Pero cuando se averiguó aquel atentado, los semblantes severos se tomaron risueños. El autor confesó haber cometido aquella falta, porque esas lucecillas humeantes profanaban la majestad de la luna y el glorioso destello de las estrellas, que le daban más belleza a las noches de la Rinconada.

No ocurría lo mismo en el barrio urbano de Doñihue, donde, en cada esquina, la luz exangüe de un farol hacía más tenebrosa la oscuridad de la noche en el resto de la calle. Es que ese barrio tenía otros gustos y otras pretensiones. Las propiedades estaban limitadas por tapias de adobes; había edificios de unos y dos pisos, con la fachada pintada; circulaban automóviles y coches por las calles; a la plaza daba majestad la figura de un héroe, cuyo busto se erguía sobre un hermoso pedestal; el teatro distribuía a los espectadores en palcos, plateas y galerías; mujeres que presumían de elegantes hablaban en voz afta para llamar la atención; había hombres que llevaban los zapatos lustrados, cuello y corbata, por derecho propio.

La Rinconada, en cambio, decoraba con pircas los faldeos de sus cerros; con duraznos, ciruelos y perales, los deslindes de la calle; con albahacas, claveles y alelíes, los patios de las casas. En aquellos patios, sombreados por un parrón o el verdor de un naranjo, había varias sillas con asiento de totora que esperaban a las visitas. A su sombra se comían cazuelas con choclo y zapallo tierno, pastel con presas de pollos y porotos con pirco. Y había que tener piernas de hombre para no perder el equilibrio, cuando se hundía alma y razón en los vasos de chacolí.

Las mujeres de la Rinconada se embellecían cantando tonadas en la guitarra, coqueteaban con la graciosa sencillez de sus enaguas almidonadas, dejando ver el bordado cuando ponían la pierna arriba. Y los hombres demostraban el cariño a la tierra y el respeto a las tradiciones chilenas en el pantalón bombacho en la chaquetita corta profusamente abotonada y en el chamanto de labor que llevaba guías de parra empezando a frutecer.

Rodeos, topeaduras y leonadas, casamientos, bautizos y velorios, eran cantados en romance a pie forzado por la María Carrera —la María de Cachi, corno le decían, poetisa, méica y partera del barrio— y no había un habitante que no conociera una estrofa de aquel romance que realzaba las bellezas de la Rinconada:

¡Bella Rinconá florida,

que lindas vistas tenís!

Los qué viven por aquí,

alegres pasan la vida!

Sólo que, de vez en cuando, el alma rural de la Rinconada se desbordaba tumultuosamente, expresando su potencia en la manifestación de sus pasiones que solían tener estallidos tremendos. Un día amanecía eh la calle un hombre muerto, al que en la noche le habían vaciado las tripas de una puñalada. ¿Quién lo mató? Ninguno sabía nada. Cuando mucho, alguien aventuraba una hipótesis que no comprometía a nadie:

— Le tocaría la mala al finao, porque el otro tendría mejor vista y la mano más segura...

Tenían fama de ariscos, arrebatados y pendencieros los hombres de la Rinconada. No empleaban muchas palabras en la concertación de una riña, no se insultaban para enardecerse y juntar valor. Se desafiaban con palabras serenas y gesto tranquilo:

— ¿Salgamos p’ajuerita?

— Salgamos.

— ¿A bofetás o cuchilla?

—A cuchilla.

Y se trenzaban en un duelo a muerte, con una sangre fría espeluznante. Sin embargo, oyendo el prolegómeno de la pelea, y observando  la serena actitud de los contendores, no se hubiera creído que en un momento más iban a arriesgar la vida.

En otros barrios de Doñihue miraban con horror tales muestras de coraje. No se explicaban la razón de ser de esas manifestaciones de arrojo de aquellas naturalezas rudas y vigorosas, que buscaban en las grandes emociones un desahogo a sus extraordinarias energías. Y despreciaban a los hombres de la Rinconada, porque habían nacido fuertes, corajudos, con la sangre caliente y alborotada.

— ¡Rinconinos cuchilleros! — les decían.

Los rinconinos, tomando aquellas palabras como un elogio, se tanteaban el cinturón o la faja, para comprobar si el puñal iba en la cintura. Y si no lo encontraban, exclamaban con acento de pesadumbre:

— ¡Por la madre, me le quedó la cuchilla en la Casa! Había hombres de singulares relieves en la Rinconada de Doñihue. Como Diego Aceituno, que sólo montaba caballos chúcaros; que en las jugarretas al monte le tiraba a una carta  todo el dinero que había reunido en un mes de trabajo que, en aquellos años se comía diez pesos de dulce de grasa o de sopaipillas pasadas en miel de pera, de una asentada, es decir, en cuclillas a la orilla del camino.

Como Juan de Dios Canales, que, según unos, de peón, a doce reales el día, se hizo multimillonario con su trabajo y su inteligencia; y, según otros, cavó tantos hoyos en la Rinconada, con tanto empeño y constancia, que dio al fin con un entierro de onzas de oro.

Como Amadeo Peñaloza, que, en el transcurso de una de sus sonadas borracheras, fue a desafiar al diablo a pelear a cuchillo.

Amadeo Peñaloza era un agricultor de carácter huraño y de aspecto sombrío. Caminaba mirando la tierra y contestaba los saludos con un ligero movimiento de cabeza. Usaba pantalón amplio, de paño grueso sujeto por una faja roja más abajo de la cintura, de suerte que al andar los pliegues traseros hacían la función de un fuelle debajo de las asentaderas, abriéndose y cerrándose.

Era un hombre obstinado y de pocas palabras, que sólo se avenía con sus costumbres y caprichos. Su vozarrón y su voluntad llenaban la casa y en los lugares por donde iba parecía que no cabía otra cosa. No era posible conversar largo rato con él, con ánimo tranquilo, pues, inesperadamente se alejaba de su interlocutor sin decirle hasta luego o darle una breve explicación. Se iba no más, mirando la tierra, y su interlocutor quedaba pensando si algún motivo ajeno a su voluntad lo habría contrariado.

Durante diez meses del año no bebía licor de ninguna clase, por más que se lo exigiesen los amigos o las circunstancias. Pero en los dos meses restantes se entregaba a una borrachera desenfrenada que ponía en conmoción toda la vida del barrio. En tales casos, vestía, como para ira una fiesta, el terno que usaba para ir a misa, el mejor sombrero y los zapatos de cabritilla, abrochados al lado, que crujían cuando caminaba.

Iba a bailar a los confines de la Rinconada, más allá del Crucero de Arriba, donde la Rosa Ester, que cantaba cuecas en la guitarra debajo de un parrón: Allí abrazaba a las mujeres, festejaba a los amigos y comprometía a los conocidos con gran dispendio de dinero y derroche de alegría. Todo su malhumor y retraimiento se vaciaban entonces en efusiones desbordantes. Tales eran sus arrebatos de regocijo, que no vacilaba en desenvainar el puñal para obligar a beber a los que se negaban a compartir con él su bullicioso espíritu de fiesta.

— ¿No querís tomar? ¡Vamos a peliar entonces! ¡Afírmate!

La pasividad de sus acompañantes transformaba su alegría en rencorosa agresividad. Los ojos se le pintaban con estría de sangre y dos profundos surcos verticales en el entrecejo le daban ferocidad a su semblante. Enrabiado, se sacaba el sombrero, lo lanzaba al aire y cuando caía se encarnizaba con él a puntapiés. Maldecía a los reacios y les golpeaba el pecho con la cacha del puñal.

— ¿No vai a tomar? ¡Ah, güeno, ahora somos amigos! ¡Echale caldito, Juana, que ya me voy mejorando, que el que se enferma tomando con el mesmo licor sana!... -

Esos días, en el barrio se hablaba sólo de aquél acontecimiento, como de algo extraordinario y trascendental, no tanto por el carácter épico de sus ruidosas borracheras, como por el ejemplo de capacidad y resistencia que establecía para consumir licor. Porque Amadeo bebía a morir, como para reventar de una sola vez, y su ansia y tenacidad hacían pensar en que podía consumir toda la chicha, el chacolí y el aguardiente que producía la Rinconada. Hasta que después de un mes de borrachera ininterrumpida caía en cama, postrado, debilitado por el exceso de alcohol. Y así continuaba bebiendo con mano trémula y labios resecos de sed inextinguible.

— No tome más, Amadeo — le rogaba su esposa, la Mariquita.

— ¿Que te estoy pidiendo fiao? ¡Tomo, y tomo, no ma’! ¡Aunque tuviera que vender un pedazo de tierra, seguiría tomando!

— ¿Y no se acuerda de su potrerillo? — agregaba la esposa, con la esperanza de despertar su interés por los bienes.

— ¿Qué le pasó al potrerillo? ¿Se lo robaron? ¿Se fue pa’ otra par te? ¿No está donde mesmo estaba ayer, el potrerillo?

La Mariquita recurría a toda clase de argucias en sus tentativas para apartarlo del vicio y llevarlo a buen camino.

— Amedeo, vino el señor Cura.

— ¡¿Quién?!...

— Vino el señor Cura, a decir misa, a la Cruz, y pasó a verlo a usté, pa’ saludarlo.

— ¡¿A míii?!... ¡Dícele que no puedo hablar con naide, porque estoy tomando!

Amadeo era terco y la Mariquita un alma de Dios, de carácter dul e, incapaz de contrariar a nadie con una palabra o un gesto. De su marido tenía siempre alguna queja, una pena escondida en un rincón del alma, y por si casualidad hacía confidente a alguien de sus pesadumbres, acompañaba sus palabras con una sonrisa, de refinada crueldad para consigo misma, como si experimentara un secreto placer en avivar su dolor.

— Figúrese que Amadeo — decía, con cierta fruición — no tomaba desde hacía tiempo, desde la trilla del año pasado. Pero resulta que yo no le basto como mujer y tiene dos hembras en el Crucero de Arriba. Ellas lo obligan a tomar y así fue como agarró esta curaera. Ya vacié un tonel de chacolí y va pegando con otro.

Dos meses consecutivos se embriagaba Amadeo Peñaloza y olvidaba por completo sus habituales quehaceres, los trabajos en la viña, la atención del sandial, el cuidado del potrerillo de pasto, la chacra de porotos y de maíz. La Mariquita, entretanto, trajinaba como una abeja, de la cocina al dormitorio del postrado, de allí a la viña, de aquí a la chacra y al sandial, y regresaba apresurada, corriendo, pensando en que a esa hora la estaría llamando a gritos el esposo para que le renovara la provisión de chacolí en el dormitorio.

Después de dos meses de borracheras, Amadeo se “plantaba” — como el decía— y no había poder humano capaz de hacerlo beber otra cosa que café con leche, ulpo frío o agua del arroyo. Un día, en el nebuloso despertar de la borrachera, había tenido algunos momentos de lucidez y había visto el error.

— ¡Miren si seré animal! .—recriminábase—. ¡Estar tomando dos meses seguidos, como un bruto, y todos mis bienes botados! ¡No tomo más, aunque me condene de sed! ¡No tomo hasta las chichas nuevas!

Las chichas nuevas se hacían en febrero. Tenía, pues, por delante diez meses de abstinencia heroica. Durante ese tiempo llevaba una vida ejemplar, de dueño de casa sobrio, trabajador tenaz, incansable. La espontaneidad tumultuosa de las borracheras se convertía en potente voluntad de trabajo. Todos los días se levantaba antes del amanecer con la idea obsesionante de los quehaceres. Iba a la viña, arreglaba las varas y reparaba los horcones; visitaba et potrerillo de pasto y se hacía el propósito de regarlo por lo menos dos veces por semana; proyectaba nuevas siembras de papas, sandías, frejoles maíz; si faltaba leña para la casa, iba personalmente al cerro a buscarla en una mula barrosa, hija de una yegua mulata, de su propiedad, y la traía tan cargada, qué sólo se le veía la cabeza, parte del cuello y la cola. La mula se afligía, fatigada; trotaba y se detenía a descansar; se quejaba, se apachachaba, arqueaba el lomo. Amadeo la miraba con ojos rencorosos, detrás a alguna distancia, porque había necesidad de recuperar el tiempo perdido y el dinero malgastado, y la mula debla contribuir con su respectivo aporte.

La Mariquita, a esa hora, cosía, alternando la costura con otras labores domésticas: preparaba el elmuerzo, discutía con las gallinas, aseaba la casa, (la cocina y el patio los barría después del amanecer, luego que Amadeo salía al campo y ella se peinaba y echaba polvos en el espejo de marco dorado que colgaba de un clavo en un pilar del corredor, aprovechando también el tiempo codiciosamente.

Los domingos, la Mariquita iba a la primera misa a la parroquia de Doñihue y regresaba apuradísima, pensando en los quehaceres de la casa. Amadeo iba a la última. Entonces ensillaba la yegua mulata y se ponía el chamanto de labor y los zapatos de cabritilla abrochados al lado. En la misa se arrepentía sinceramente de las malas acciones cometidas en los dos meses de borracheras, preparándose para asistir a las primeras corridas de ejercicios espirituales que hubiera en algún convento de Rancagua o de Santiago donde los abúlicos y los viciosos irredentos se maceraban la carne a correazos hasta sacarse sangre, castigando el cuerpo que los incitaba a pecar.

Amadeo regresaba de los ejercicios más comunicativo y solía contar las penitencias a que lo sometían en el Convento mostrando los verdugones de las disciplinas estampadas en su carne morena, rústica y vigorosa como la tierra en que había nacido. Cuando hablaba del propósito de no beber hasta las chichas nuevas su resolución inquebrantable la acusaban las serias arrugas de su entrecejo, contraído a impulsos de su indomable voluntad.

—¡Es enútel! —Decía— ¡No tomo hasta las chichas nuevas, aunque me le raje el guargüero de sed!

Fue en una de sus célebres borracheras, cuando Amadeo fue a desafiar al diablo a pelear a cuchillo.

El diablo salía a eso de medianoche, en el puente del estero de la Rinconada, disfrazado de futre, de chivo, de perro y(otras veces, de huaso.

Eran visiones que aterrorizaban a los habitantes, porque surgían de improviso y desaparecían de la misma manera, por arte de las virtudes sobrenaturales del diablo. Con su inmaterialidad se sustraían a todo intento de comprobación y, por lo mismo, daban lugar a extrañas leyendas.

Las gentes temían pasar por el puente en las noches oscuras y sentían terror con cualquier ruido que se produjera en los contornos. A veces, era un ratón el que se movía en una cerca, pero, en la imaginación del transeúnte, el ratón se convertía en un chivato de astas crecidas y enroscadas, que se enfrentaba con el viandante parándose en las patas traseras, a punto de atacarlo.

Tal era el carácter de veracidad que les daba a las versiones, que aseguraban que los caballos montados se negaban a pasar el puente, porque veían al diablo, y si lo hacían, a fuerza de espuelas, se alborotaban, bufaban, hacían esguinces.

De nada le servía el coraje a los hombres de la Rinconada, cuando en el puente les salía el diablo. En presencia de esas visiones, algunos huían, corriendo y los más valintes continuaban su camino, pero volviendo la cabeza a cada instante y repitiendo en voz baja:

— ¡Cruz diablo! ¡Ave María Purísima!

El paraje era solitario, con alamedas por ambos lados que recogían y encerraban el rumor del estero. La noche caía pesadamente en aquel lugar, las sombras eran espesas, compactas, se hubiera dicho que sensibles al tacto. Una acequia a tajo abierto corría en las proximidades del estero, y más acá, en la vertiente, cantaban las ranas, a intervalos, con ciertas pausas solemnes y rituales que hacían más patente y tenebrosa la soledad del paisaje.

El espíritu del transeúnte se estremecía en aquella soledad. Preparada de antemano con las leyendas y supersticiones, la imaginación creaba la figura del diablo, que se transformaba en un perro negro, lanudo, que en la oscuridad iba adquiriendo cuerpo y movimiento, miraba fijamente al transeúnte solitario y la mirada se iba agrandando roja fulgurante despidiendo fuego con un poder de atracción subyugante y sobrecogedor.

Otro tanto ocurría cuando le salía el “futre”. Este era un caballero alto, de imponente silueta, vestido de negro, que usaba tongo y hacia elegantes giros con el bastón, paseándose por el puente con rítmico taconeo. Lo que colmaba de pavor al caminante era su sonrisa, pues es sabido que el demonio tiene dentadura de oro, y cuando el futre abría la boca arrojaba bocanadas de chispas.

El transeúnte quedaba medio muerto de miedo con cualquiera de las visiones y llegaba a su casa a contarle a la familia que le había salido el diablo. Y las bocas quedaban abiertas y los ojos se desorbitaban de espanto.

La noche que Amadeo fue a desafiar al diablo estaba bebiendo con varios amigos, de aquellos a quienes él obligaba a que lo acompañasen a beber; pero hasta la fecha no ha sido posible determinar a quien le correspondió mayor honor cuando llevó a cabo tal hazaña, si a su coraje ingénito o al valor que les daba el chacolí a los hombres que lo consumían.

Entre los amigos que lo acompañaban aquella noche, se encontraba el Zunco Núñez, un hombre travieso, que tenía el genio vivo y sutil para hacer bromas. En su cara lampiña, donde colgaban los tres pelos del bigote, rebrillaban sus ojos redondos con la perspectiva de la travesura. Fue él quien le propuso a Amadeo que fuera a desafiar al diablo.

— ¿Te animarías a desafiarlo? —Le dijo—.¿Y si te sale de futre con el bastón? ¿Y si te muerde el perro? ¿Y si el chivato te esconde a cabezazos en una cerca?    

Las advertencias del peligro le servían de estímulo a Amadeo Peñaloza y respondió en el acto:

¡Que me trague la tierra si no soy capaz de desafiarlo! ¡Me corto un brazo, pa’ quedar zunco, igual que otro que yo conozco, si acaso me mete cuco!

— ¡Cuidado, hombre! ¡No te vaiga a salir el huaso y te agarre a pencazos! Hácete  cargo que tenís que ir solo, porque yo no te acompaño ahora, aunque me peguís un tajo!

Amadeo bebió la última copa de chacolí y salió a la calle con gesto agresivo, dando grandes zancadas, con el puñal en la mano. El Zunco Núnez y sus compañeros se fueron detrás, sin que él se percatara, y penetraron en el potrero EL Peumo, que limitaba en una esquina con el puente del estero, donde quedaron a la espera de lo que pudiera acontecer.           

La noche era más oscura en aquel sitio Las sombras parecían brotar de la tierra y elevarse hacia el firmamento. Abajo, el rumor de la correntada del estero, que corría encajonado entre grandes murallones de tierra. Alrededor, los álamos altos, cuya sombra le daba a la calle siniestra lobreguez.

Al llegar al puente, Amadeo se detuvo. Una luciérnaga lo miró con su ojo ígneo y Martín lo quedó observando, escudriñando la oscuridad. La lucecilla desapareció de repente y él siguió caminando. Recorrió el puente, mirando a ambos lados, esperando, que de un momento a otro surgiera de la oscuridad el futre con el bastón, el perro, el chivato o el hombre a caballo.

Nada ocurrió. La noche seguía tranquila y el estero sonando. Las ranas cantaban haciendo pausas, como de costumbre. Los álamos, desprovistos de hojas, estiraban sus esbeltas siluetas hacia lo alto. Amadeo se acomodó en la baranda y estuvo mirando el agua unos momentos. Y aunque no sentía miedo, lo preocupó el movimiento de la corriente, que subía y bajaba, como una enorme culebra de color oscuro, que ondulaba. De repente habló y pronunció las palabras con tanta naturalidad, que parecía que estaba dirigiéndose a una persona:

—Oiga, amigo, salga p’acá, que tengo que hablar con usté una palabrita. Salga no má, no tenga miedo, que yo hei venío solo.

En ese momento graznó un huairavo sobre su cabeza y, en el mismo instante, las patas de un caballo chapalearon en el agua de la acequia próxima, que formaba allí un remanso de cierta profundidad con el trajín de las carretas.

Cesó el ruido del agua y se oyó el tintineo destemplado de unas espuelas viejas y el coscojeo desabrido del freno. Rodó una piedra del camino con un tropezón de los cascos herrados y una chispa dejó un fugaz reguero de luz en la noche. Otro tropezón y otra chispa. . .Y otra...

— ¡Es él —pensó Amadeo—. ¡Ahora, salió a caballo!

Tuvo un momento de indecisión. El diablo, a caballo, le llevaba ventaja. Sabía que cuando no correteaba a las personas a pencazos, arremetía a caballazo limpio. Pensó que podía hacerse el tonto y seguir de largo, caminando, como un transeúnte inofensivo que pasaba. Pero ¿cómo engañar al diablo? Se daría cuenta de que le temía y se ensañaría con su cobardía persiguiéndolo. ¡Cómo se iba a reír una vez más del coraje de los hombres de la Rinconada, cuando lo viera corriendo, a topetones con la noche! ¿Y si llegaba a saber el Zunco Núñez? Iba a tener que cortarse el brazo y el Zunco Núñez se lo curaría con cataplasmas de aguardiente..., con bromas que dejarían su prestigio por el suelo.

El puente ya estaba cerca. Las ranas habían dejado de cantar. Gritó un chuncho, entre los álamos, estero abajo. Y luego, un silencio pesado y denso se  concertó con la oscuridad en aquella conspiración tenebrosa que hacía que a Amadeo le sonara el corazón aceleradamente.

 Se decidió con un sacudón de hombros, como quien deja atrás un peso que le estora, y con paso resuelto salió al encuentro del jinete con el puñal en la mano.

— ¡Alto! —le gritó—. ¡hasta aquí no má llega usté, amigo!

El caballo se detuvo y quedó tascando el freno, a cabezadas, pidiendo riendas. Sobre la montura se vela en la oscuridad la confusa figura del diablo, con manta y sombrero de huaso.

— ¿Por qué no me deja pasar? —preguntó, con una vocecilla humilde y delgaducha—. ¿Qué le hai hecho yo pa’ que usté me ataje? Yo soy un hombre honrao y agora vengo del hospital, onde juí a ver a un enfermo.

Eran ardides del diablo para darse a conocer, inspirar pavor primero y pánico después. Recursos muy conocidos, por lo demás, para impresionar a la víctima: el humilde acento de la voz, la visita al enfermo, sus protestas de hombre de bien... ¿Cuándo el diablo no está a la cabecera de un paciente?... Pero a Amadeo no lo amedrentó.

— Lo mejor es que no se haga el leso! —Le dijo severa mente—. Desmóntese, pa’ que conversemos a pie. Y en la de no, me voy a ver obliga’o a matarlo aquí mesmo.

— ¿Y por qué me va a matar a mí? —Clamó el diablo, con acento de verdadera angustia—. Yo no le hei hecho nunca mal a usté, yo soy un hombre güeno, la gente me conoce...

— ¡Oiga, ya le dije que se apee! —Lo interrumpió Amadeo—. Y apéese luego, antes qué yo lo baje!

El tono era imperioso y amenazante, y el diablo, por prudencia, obedeció. Los dos quedaron un momento frente a frente. Se veía que Amadeo estaba impresionado, pues no hallaba qué decir. El caso no era para menos, ya que por primera vez se encontraba con el diablo y sabía que los recursos de éste eran múltiples y prodigiosos para aterrorizar a las personas. Pensando en esto, sintió en la cara el aliento de un animal. Creyó que el diablo se había convertido en perro y con el susto se olvidó del puñal que llevaba en la diestra y se defendió con un manotón de la mano izquierda. Entonces se dio cuenta que era el caballo el que lo había olfateado. Y para disimular su turbación, dijo:

—Oiga, amigo... ¿Pa ónde va ahora?

— ¿Yo?... Pa’ mi casa

— ¿Vive lejos?

— ¿Yo? . . .Vivo en Tren-Tren

— De veras que a usté le gusta vivir en el cerro. Pero baja seguiditó pa’ la Rinconá, ¿no es cierto?

— Sííí... — dijo vagamente el diablo—. Cuando tengo que hacer.. .Siempre salgo por alguna diligencia. Agora, como le decía, vengo del hospital. . Juí a ver un enfermo, como le contaba... ¡Ta harto mal el pobre!

Y otra vez le recordaba al moribundo, para que tuviera presente su permanente búsqueda de almas que llevar al infierno. El recuerdo de los atributos sobrenaturales del diablo le puso de nuevo los pelos de punta y, para no dejarse vencer por el miedo, decidió abreviar el asunto.

— ¡Güeno, pues, amigo! ¡No se haga más el leso!

— iQuién!... ¿Yo?...

— ¡usté! ¡Ahora, los dos vamos a hablar en plata. ¿Anda trayendo cuchilla?

— ¡Qué cuchilla! ¡Cómo se le ocurre! ¡Pa’ qué quiero cuchilla yo? Apenas ando trayendo un mochito, pa’ comer sandilla. Aquí lo tiene, pa’ que usté me crea.

Le pasó un cuchillo viejo, gastado por el uso, cuya hoja había tomado la forma de un cuchillo zapatero.

— ¿Y cómo decían que vos eraí tan macanúo? — Lo increpó Amadeo—. ¡Y te entregái mania’o como una vaca!

— ¿Y qué otra cosa voy hacer? -—respondió el diablo con la mayor humildad.

— Entonces, mi amigo, ahora tiene que obedecerme. Vamos caminando. Váigase usté ailante; pero no se olvide que yo voy de atrás, con la cuchilla en la mano. Hartas ha hecho usté ya, que alguna vez las tuviera que pagar todas por juntas.

Caminaron en silencio una media cuadra, hasta una parte en que la calle hacía una curva, de donde seguía en línea recta hasta los faldeos del cerro Tren-Tren. En aquel punto estaba más oscura la noche. Arriba, donde casi se juntaban los cogollos de los álamos, se abría una débil claridad. Pero abajo, por la sombra de los árboles, la oscuridad era impenetrable y Amadeo no veía a su acompañante, aunque escuchaba el leve ruido de sus pasos.

Temiendo que se le escapara, para tenerlo seguro y poder llegar con él donde creía que lo esperaba el Zunco Núñez, se adelantó y lo aprisionó con un abrazo, de tal manera que la punta del puñal le cayó al diablo en el pecho. Y caminando juntos así, Amadeo sentía como al diablo le temblaba el cuerpo.

— ¡Párate, que te voy a matar! —le dijo, de repente—. ¡Te quiero matar por cobarde! ¿Porqué note hiciste el valiente tamién conmigo? ¡A vos te gusta asustar a los miedosos! ¡Ahora que me acuerdo de tus fechurías, me dan ganas de carniarte aquí mesmo! ¡Te podía carniarte como a una res; pero yo no soy como vos! ¡Mira este pecho! ¡Aquí tenís un hombre! ¡Hombre a hombre, se ve de qué cuero salen chispas! ¡Sácate  la poncha! ¡Agarra tu mocho! ¡Vamos a peliar!

Encogido, tiritando de miedo, el diablo no se atrevió  a tomar cuchillo. Por el contrario, cayó de rodillas, implorando perdón. Su cobardía envalentonó mucho más a Amadeo, que daba brincos en torno suyo haciendo rayas con el puñal, provocándolo, amenazándolo, ensañándose con aquel diablo de pacotilla:

— ¡Te voy a matar! ¡Te voy a sangriar como a un chancho, pa’ que no le sigái haciendo mal a los cristianos! ¡Te voy a revolver la cuchilla en la guata! Después te voy a agarrar de una pata y te voy a echar al estero! ¡Sácate la poncha! ¡Agarra tu mocho!

En esto, se oyó el tropel de varios caballos. Llagaron a todo galope y se detuvieron allí. Era la policía, que hacía la ronda nocturna de los días domingos en la Rinconada. Atraídos por los gritos, dieron con ambos en la oscuridad.

— ¡Quién vive!

Amadeo conoció en el acto la voz del cabo Ponce.

—Yo, mi cabo. Amadeo Peñaloza.

-—Y el otro ¿quién es?

—Este otro es el diablo.

El cabo desmontó de un sano. Creyendo que Amadeo se estaba burlando, tomó la carabina del cañón, con ambas manos, y le dio un tremendo culatazo en el pecho. El infeliz se desplomó como un bulto y quedó quietito, arrollado en la tierra.

—¡Amárrenlo de las muñecas y cuélguenlo al pegual! ¡Y al otro, lo mismo!

Al día siguiente, Amadeo Peñaloza despertó en el cuartel de policía en el mismo calabozo en que a esa hora dormía el diablo del puente del estero de la Rinconada de Doñihue. Era un pobre hombre que, efectivamente, vivía en los faldeos del cerro Tren-Tren, en los confines de la Rinconada. Había ido a visitar a un pariente al hospital de Las Acacias, cerca de Coltauco, y regresaba a su casa aquella noche, cuando Amadeo, confundiéndolo con el diablo, lo detuvo.

En el calabozo, Amadeo lo miró y no pudo reconocerlo, porque el hombre dormía vuelto hacia el rincón, dándole la espalda, sin manta y sin sombrero.

Haciendo memoria, Amadeo recordó que la noche anterior había ido a desafiar al diablo que apareció a caballo, de huaso, y, cuando se disponía a pelear con el cuchillo, llegó la policía. ¡Qué mala suerte! ¡Qué habría dicho el Zunco Nuñez! Después del culatazo no recordaba nada más.

—jHeu! —le gritó a su compañero de calabozo, cambiando de pensamiento—, ¡Despierte, amigo! ¿Tiene sed? ¿Se curó anoche, que lo tienen preso?

— ¿Quiere seguir fregándome? — Respondió el otro, sin levantar la cabeza.

— ¿Lo molesté mucho anoche?

— ¡Era que no! ¿Le pareció poco, entonces? ¿No se acuerda que me quería matar? ¡Déjeme dormir, será mejor!

Lo dejó tranquilo convencido de que el pobre hombre había caído preso también aquella noche, y él, en el delirio de la borrachera, lo habría amenazado con matarlo porque se habría negado a acompañarlo a beber Por eso estaría disgustado y con tanto sueno.

Quedó mirando el cuarto sórdido oscuro, con murallas sin revocar, y con cierto pesar quedó pensando que cuando se emborrachaba era demasiado odioso. Pero se conformó pronto, porque todos bebían en la Rinconada y el que no lo hacía carecía de la jerarquía de hombre. A unos les daba por bailar cuecas a otros, por pelear a cuchillo, a él le gustaba tomar en la cama cuando no se podía tener en pie. Todos bebían y se alegraban a su manera. Al fin de cuentas nadie tenía la culpa... La culpa era de aquella tierra, que producía tan buenos chacolíes.

 

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