LA CUNA DE PLOMO


Leopoldo de Trazegnies Granda

         La imprenta Murillo estaba en el número 2 de una vía empedrada y sin árboles que no llegaba a ser calle, era una especie de callejón llamado pasaje Valdecilla que cortaba una manzana cerca del Paseo de Rosales, de la universidad y de los bares y librerías que yo frecuentaba. Al local había que entrar agachándose por una puerta de madera sin rótulo y cuando la vista se habituaba a la penumbra interior se distinguían dos prensas y una linotipia de plomo líquido ante la cual se sentaba un anciano a teclear con la actitud armoniosa de un organista de catedral.
         -¡Ya tengo los pulmones forrados en plomo, después de tantos años al lado de esta máquina!- me dijo de malos modos, mirándome de arriba a abajo y señalándome la vieja linotipia, cuando lo interrumpí en su trabajo.
         Le llevaba yo los poemas que le entregué a Vicente Aleixandre, ordenados bajo un rimbombante título astronómico. Se sonrió al leerlo quitándose de la comisura de los labios una colilla humeante y dejando en suspenso por unos instantes su mal humor.
         -¿Un diminuto mar del infinito, no?-, me preguntó pensativo- no lo sabes tú bien.
         Yo esperaba nervioso su veredicto.
         -Cien ejemplares te pueden costar unas mil pesetas- añadió displicente.
         -Trato hecho- le respondí al instante, asegurándome que el billete que había ahorrado durante tantos meses continuara perfectamente doblado en mi bolsillo.
         -Te daré las galeradas dentro de un par de semanas, para que las corrijas - me respondió-. No hace falta que me pagues ahora, ya hablaremos cuando nazca la criatura en la cuna de plomo- añadió.
         La publicación del poemario en 1962 hizo que esa manzana del barrio de Argüelles quedara definitivamente ligada a mis vivencias más sentimentales de Madrid, con el telón de fondo de sus fachadas deterioradas que en verano un sol recalentado y naranja disimulaba.
         No me importó que mi "ópera prima", nacida en la cuna de plomo de la imprenta Murillo, concertara tan poca crítica y que ésta fuera tan negativa. En la revista "Poesía Española" apareció un comentario donde se decía que mis versos tenían resonancias de "ultraísmos, greguerías y otras modalidades surreales" (inaceptables para un autor novel como yo). Firmaba la reseña un Francisco Umbral sin bufanda y aún en los umbrales de la popularidad. Me sentí orgullosísimo que mis modestos poemas pudieran sugerirle a un crítico tan literarias relaciones, aunque no tuvieran ningún valor poético.
         Años después, en una libreria de libros antiguos, Los Terceros, en Sevilla, encontré la segunda edición de una novela de Rosa Arciniega: "Mosko-Strom (El torbellino de las grandes metrópolis)" publicado en la editorial Cénit de Madrid en 1934. Esta mujer, peruana, de ideas progresistas, perteneció a un movimiento de renovación cultural que hubo durante la república. Coincidió con el dinámico compatriota César Falcón, que no sólo escribió sino que fundó con su mujer Irene la editorial Historia Nueva que dio a la luz títulos en la misma línea que Cénit, y una colección feminista: "Avance", que tuvo justa continuación en su hija Lidia. No fueron las únicas: Ediciones Oriente, Nuestro Pueblo, Jasón, Ulises, Zeus y la absorbente CIAP (Cía. Ibero Americana de Publicaciones) entre otras, contribuyeron a crear una auténtica inquietud en España por el mundo del libro y la cultura, que la guerra civil y la dictadura posterior y sus censores malograron.
         Rosa Arciniega publicó en España tres o cuatro novelas, dos ensayos políticos, varias biografías históricas y un drama radiofónico premiado en 1933 por la Unión de Radio de Madrid. Volvería al Perú en los primeros meses de la guerra según he comprobado en una dedicatoria manuscrita fechada en "Barranco-Primavera de 1936" de su biografía de Pizarro, tambien publicada por Cénit.
         La editorial se anunciaba de esta manera:
    "Las obras más sugestivas del pensamiento contemporáneo; las novelas de más intensidad humana y de más emoción social; los ensayos literarios de más agudeza crítica; las biografías de los más altos valores de la Historia, y los libros sobre cuestiones económicas, políticas o sociales de los autores de más autoridad universal".
         Aunque el estilo grandilocuente de la publicidad hoy nos pueda sonar a broma, no les faltaba razón. Efectivamente, en su corta existencia republicana (hasta 1936) publicó más de dos centenares de títulos, entre ellos, la primera versión en castellano de "El lobo estepario" de Herman Hesse, adelantándose en casi treinta años al interés que luego sentiría la generación hippie por ese autor. De César Vallejo publicó "Tungsteno" y una traducción de la novela "Elevación" de Henri Barbusse (que seguramente realizó ayudado por su mujer Georgette). Obras de Romain Rolland, Carlos Marx, Isadora Duncan, John Dos Passos, salieron con su sello. Hasta una autobiografía de Charles Chaplin: "Mis andanzas por Europa", publicada en 1930. Y muchos jóvenes intelectuales vanguardistas tuvieron la oportunidad de ver por primera vez sus escritos impresos en las letras de molde de esa editorial.
         Cuando en la librería sevillana abrí el libro de Rosa Arciniega me dio un vuelco el corazón porque al pie de página me pareció haber leído:
        "Imprenta Murillo: Pasaje Valdecilla, 2. Teléf. 41527. Madrid".
         Yo tenía entendido que Cénit imprimía en Argis, que estaba en la calle Tarragona y no podía ni imaginar que algunos de los libros de Ramón J. Sender, César Vallejo, Corpus Barga etc. hubieran podido salir de los talleres del anciano impresor en el ruinoso pasaje Valdecilla al que, después de haber pasado una guerra y una posguerra, yo le llevé unos versos para que imprimiera mi librito. Pero la prueba la tenía en las manos.
         Volví a Madrid y subí por la calle Princesa hacia la plaza España buscando la manzana de la imprenta Murillo. Desde la boca del Metro intenté divisar el bar de la esquina de la calle Alberto Aguilera donde desayunaba café y churros en mis fríos madrugones universitarios, o la cervecería que, gracias a las estudiadas corrientes de aire del dueño y amigo, se mantenía fresca en pleno verano, o la peluquería de un sólo sillón, o la casa que fue uno de mis treintaitantos alojamientos en el barrio, pero nada de eso existía. En su lugar se elevaba un moderno edificio comercial sin ventanas de "El Corte Inglés" que se había construído encima del bar, de la imprenta, del pasaje Valdecilla, ocupando todo el espacio del Barrio de Pozas, al que Haro Tecglen se refiere en sus memorias con sincera emoción de "niño republicano".
         Entré al establecimiento por la puerta de la esquina de la calle Princesa y conté los pasos entre maniquíes buscando la entrada imaginaria de la empedrada callejuela. Como jugando al mapa del tesoro, giré al fin a la derecha por el interior de la nave comercial, figurándome andar por la acera que recibía el sol anaranjado de la tarde y me planté delante de la fantasmagórica puerta de madera de la imprenta. Cuando mi vista se habituó a las blancas luces fluorescentes, sentí la frustación de encontrarme en la sección de artículos de cuero, pero reparé que entre bolsos y carteras de Ubrique, una escalera mecánica parecía salvar el antiguo escalón de entrada al taller, ahora mucho mayor debido al desnivel de la calle. Descendí por ella y pude comprobar con satisfacción que aterrizaba sobre un mar de volúmenes en la sección de librería de los grandes almacenes, que ocupaba casi exactamente el mismo lugar que el semisótano del impresor republicano.
         Hay lugares predestinados. En la superficie todo puede cambiar, pero el espíritu de los libros raras veces abandona los espacios tan difícilmente conquistados. El pasaje de Valdecilla permanecía debajo de las tapas multicolores de modernas ediciones y por él continuaban transitando los escritores, editores, libreros e impresores de la república que, aprovechando el breve lapso entre dos dictaduras, intentaron desarrollar la cultura de una sociedad libre. Algo consiguieron.

(Del libro tal de)

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