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JOSÉ MARÍA GABRIEL Y GALÁN
SU OBRA 3
en esta página encontrarás
estas
poesías
de su libro RELIGIOSAS:
La Virgen de la Montaña Soledad Vamos a esperarlos Las
sublimes A
Teresa de Jesús _______________________________
LA
VIRGEN DE LA MONTAÑA
(A mi querido amigo el virtuoso
sacerdote don Germán Fernández.)
I
Era un día quejumbroso de diciembre ceniciento cuando yo subí la cuesta de la mística mansión: el que aquella cuesta sube con angustias de sediento, baja rico de frescuras el ardiente corazón.
Era un día de diciembre. La ciudad estaba muerta sobre el árido repecho calvo y frío del erial; la ciudad estaba muda, la ciudad estaba yerta sobre el yermo fustigado por el hálito invernal.
Los palacios y las torres de los viejos hombres idos en el carro de los tiempos de las glorias y el honor, dormitaban indolentes, indolentemente hundidos de seniles impotencias en el lánguido sopor.
Era un día de infinitas y secretas amarguras que a las almas resignadas se complacen en probar; me apretaban las entrañas melancólicas ternuras y membranzas dolorosas de los hijos y el hogar.
Me caían en la frente doloridos pensamientos de esta trágica y oculta mansa pena de vivir; me pesaban en el alma los mortales desalientos de las pobres almas mudas, fatigadas de sentir.
Arrancaban de mi pecho melancolías piedades y santísimos desdenes de confeso pecador; la grotesca danza loca de las locas vanidades que los hombres arrastramos de la fama en derredor.
Las ridículas miserias del orgullo pendenciero, las efímeras victorias de los hombres del placer, las groseras presunciones de los hombres del dinero, las grotescas arrogancias de los hombres del poder...
Todo el mundo de las grandes epilépticas demencias, todo el mundo de infortunios de la pobre Humanidad, todo el mundo quejumbroso de mis íntimas dolencias me pesaban en el alma con gigante gravedad.
Era un día de amarguras cuando yo subí la cuesta de la alegre montañuela que veía yo a mis pies desde aquella blanca ermita que asentaron en su cresta como nidos de palomas en pimpollo de ciprés.
Como sábanas inmensas de longuísimos desiertos se extendían, dominados por los brazos de la Cruz, horizontes infinitos, infinitamente abiertos al abrazo de los cielos y a los besos de la luz;
horizontes que pusieron en las niñas de mis ojos la visión de la desnuda muda tierra en que nací; tierras verdes de las siembras, tierras blancas de rastrojos, tierras grises de barbechos... ¡Patria mía, yo te vi!
Me trajeron tu memoria las espléndidas anchuras de las tierras y los cielos que se llegan a besar; las severas desnudeces de las áridas llanuras, las gigantes majestades de su grave reposar...
Y una pena que atraviesa por la médula del alma, una pena que mi lengua nunca supo definir, me invadió para robarme la serena augusta calma que refrena, que preside los espasmos del sentir.
Pero a mí cuando la pena con su látigo me azota no me arranca ni un lamento de grosera indignación; por la misma herida abierta que caliente sangre brota, brota el bálsamo tranquilo de la fe del corazón.
Y por eso cuando siento que rugiendo se adelanta la borrasca detonante que me quiere aniquilar, ni su rayo me acobarda, ni su estrépito me espanta porque sé dónde arriarme, porque sé dónde mirar.
¡Madre mía, madre mía! Cuando aquella tarde brava yo subía por la cuesta de tu mística mansión, como el látigo del viento que la cara me cruzaba, flagelaba el de la pena mi sensible corazón,
y por eso te miraba con aquella que conoces tan recóndita mirada que te sé yo dirigir cuando inician en mi pecho sus asaltos más feroces las nostalgias taciturnas que me suelen afligir.
¡Madre mía!... Me contaron unos buenos caballeros, moradores de tu hidalga y amadísima ciudad, que son tuyos sus amores, y son suyos tus veneros copiosísimos y santos de graciosa caridad:
me contaron episodios de la bella historia tuya, dulcemente convivida con tu amante pueblo fiel; me dijeron que era tuyo; me dijeron que eras suya, que te daban bellas flores, que les dabas rica miel,
que el que suba aquella cuesta y en el pecho lleve agravios, turbias aguas en los ojos y en los hombros dura cruz, baja alegre sin la carga, con dulzuras en los labios, con amores en el pecho y en los ojos mucha luz.
¡Madre mía, lo he gozado! Los dulcísimos instantes que mis penas me tuvieron de rodillas ante Ti fueron siglos de exquisitas dulcedumbres deleitantes que los ríos de tus gracias derramaron sobre mí.
Y el oscuro peregrino que la cuesta de tu ermita como cuesta de un calvario rendidísimo subió con la carga de miserias que en los hombres deposita la ceguera de una vida que entre polvo se vivió,
descendió de tu montaña con los ojos empapados en aquella luz que hiende las negruras del morir, y el espíritu sereno de los hombres resignados que sonríen santamente con la pena de vivir.
¡Madre mía!, si esas mieles has tenido en tus veneros, para el labio de un andante caballero de la fe, ¿qué tendrás en tu tesoro para aquellos caballeros del hidalgo pueblo noble que es alfombra de tu pie?
II
Bellísima cacereña, hija del sol que te baña: ¡la Virgen de la Montaña te guarde, niña trigueña!
Te habrán dicho los espejos que son tus labios muy rojos, que son muy negros tus ojos, que fuego son tus reflejos,
que son tus trenzas dos lindas cadenas de amor ardientes, que son perlitas tus dientes y tus mejillas son guindas.
Te habrá dicho ese indiscreto cortesano de mujeres todo lo hermosa que eres, porque él no guarda un secreto.
Y un funesto genio alado, sátiro, flaco y viscoso, murciélago tenebroso, tras los espejos posado,
te habrá cantado: "¡Oh mujer!, ¿qué reina Venus mejor para la corte de amor donde el rey es el placer?"
Y yo que te adoro tanto; yo que te quiero más bella que la loca reina aquella, de esta manera te canto:
¡Qué angelical ermitaña tuviera en ti, cacereña, para su ermita risueña la Virgen de la Montaña!
¿Ves la poética ermita que irradia blancos reflejos? Pues no la busques más lejos, que allí la belleza habita.
Linda garza y ribereña: levanta el gallardo vuelo, que estás más cerca del cielo posada en aquella peña.
Vive tu propio vivir, deja del valle la hondura, que si alas te dio Natura te las dio para subir.
Sube a la mística loma, que no hay mansión deleitable más llena de paz amable que el nido de una paloma.
Sube, que yo, cuando subes por ese atajo risueño, gentil alondra te sueño, que va a cantar a las nubes.
Sube, preciosa ermitaña, que algo que no da Natura se lo dará a tu hermosura la Virgen de la Montaña.
Que aunque el espejo te cuente que son tus labios muy rojos, que son muy negros tus ojos y que es divina tu frente,
nunca, con ruda franqueza de amigo que se delata, te dirá que él no retrata lo mejor de la belleza.
Yo puedo darte un consejo, pues digo verdad si digo que soy más honrado amigo que el sátiro y el espejo,
y sé mejor que los dos cuáles son las más graciosas, cuáles las más bellas cosas que puso en el mundo Dios.
¿No sabes que los poetas vivimos siempre cantando, de la belleza buscando, siempre las claves secretas?
¿Y no sabes tú, paloma, que no nos placen las flores ricas en vivos colores y pobres en rico aroma?
¡Pues sube, linda ermitaña, que algo que no da Natura se lo dará a tu hermosura la Virgen de la Montaña!
Todos los años, estrella, sé que subís a su ermita y le hacéis una visita tú y la primavera bella,
y yo, que vivo buscando bellas cosas que cantar, tal visita al recordar suelo decir suspirando:
¡Será un cielo aquella sierra cuando, levantando el vuelo, visiten a la del cielo las vírgenes de la tierra!...
SOLEDAD
I
Ciego que ayer no lo fuera
sufre más negra ceguera
que el que en la sombra ha nacido.
Triste que ayer no lo era
dos veces hondo ha caído.
Yo un día —¡lejano día!—
gocé de la compañía
de mis placeres mejores;
yo bebí de la ambrosía
del amor de mis amores;
yo gusté la miel sabrosa
de un vivir feliz, sereno,
lleno de fe sustanciosa...
puro vivir, todo lleno
de grandeza religiosa...
Pan el trabajo me daba,
la paz me lo equilibraba,
la fe me lo dirigía,
el amor me lo alegraba
y Dios me lo bendecía...
¡Santo vivir cuya historia
como una reliquia encierra
la llave de mi memoria!
¡Era lo que hay en la tierra
más parecido a la gloria!
Y otro día —¡turbio día!—,
la misma mano que el cielo
de mis venturas teñía
con luz de rosa que un velo
de eterna aurora fingía,
trajo nubes por Oriente,
vibró el relámpago ardiente
con cárdenos resplandores...
¡y el rayo cayó en la frente
del amor de mis amores!
Y he sentido en torno mío
las tinieblas del vacío
con sus hondas ansiedades,
y he sentido todo el frío
de las grandes soledades...
Y he gritado en la arenosa
solitaria inmensidad
con ronca voz clamorosa:
¡No hay soledad dolorosa
como esta mi soledad!
II
Una noche, una doliente
noche de angustia empapada,
noche de místico ambiente,
que tenía el peso ingente
de la culpa consumada...,
una noche religiosa,
fúnebremente sentida,
místicamente radiosa,
hondamente entristecida
y ardientemente amorosa...,
muchedumbre de creyentes
doloridos, reverentes,
apiñados, silenciosos,
bajas las pálidas frentes,
turbios los ojos llorosos,
llevaban, triste, adelante
del cortejo entristecido,
la imagen interesante
de la Madre más amante
del hijo más dolorido.
La miré con alma llena
de luz y calor de fe;
la vi sola, la vi buena,
y al abismo de su pena
con el alma me asomé.
¡Gran Dios! Tan honda y oscura
la sima de la amargura
mi sentimiento entrevió,
que el vértigo de la hondura
mi mente desvaneció.
Y así me dijo el sentido:
—Ésa no es extraña humana
que humano amor ha perdido:
¡es la Virgen soberana
que Madre de un Dios ha sido!
Lo dio por la pecadora
loca y ciega Humanidad...
El Mártir ha muerto ahora...
¡la Madre de Cristo llora,
sin Cristo, su soledad!
Si siempre ha sido el amor
la medida del dolor,
di, pecador, ¿dónde has visto
duelo de madre mayor
que el de la Madre de Cristo?
III
¡Madre mía, débil fui!
Por no ver el hondo abismo
de tu dolor ante mí,
miré dentro de mí mismo,
y ante otro abismo me vi.
El abismo hondo y oscuro
del pecado más odioso
de este corazón impuro,
que es ingrato y veleidoso,
loco y ciego, torpe y duro.
¡Dulce estrella matutina!
¡Virgen de la Soledad!
¡Yo también puse una espina
sobre la frente divina
del Sol de la Humanidad!
Si Madre de Dios no fueras,
¿cómo el crimen perdonaras,
ni en mis lágrimas creyeras,
ni al Hijo por mí rogaras?
¡Madre mía, madre mía!
Llorando yo soledades
que eran como una agonía,
dije que nadie sufría
tan horrendas ansiedades.
Y hoy, que, al ver tu duelo santo,
vislumbré, anegado en llanto,
un punto de tu grandeza,
me han causado igual espanto
tu dolor y mi flaqueza.
¡Dolorida gran Señora!,
tu soledad, ¡ay!, ha sido
la segunda redentora
de este corazón herido
que en tu soledad te adora.
VAMOS A ESPERARLOS
¡Dichosos los niños
que tienen caballo,
que es tener la dicha
de ser Reyes Magos!
¡Dichoso vosotros
que vais a esperarlos,
pues por tantos Reyes
seréis visitados!
Ya vienen, ya llegan...
¡Y cuántos! ¡Y cuántos!
¿Cómo habrá en Oriente
tierras y vasallos,
mantos y coronas,
tronos para tantos?
¡Qué trajes tan ricos!
¡Qué hermosos caballos!
¡Y qué pequeñuelos
estos Reyes Magos!
¿Pequeños he dicho?
Pues dije un pecado;
¡no hay Reyes más grandes
que esos de ocho años!
No traen escuadrones
de bravos soldados,
ni orgullo en el pecho,
ni sangre en las manos,
ni órdenes terribles
brotan de sus labios,
ni al de la victoria
trepidante carro
míseros vencidos
traen encadenados.
Soldados de plomo,
risas en los labios,
amor en el pecho,
dulces en las manos...
¡Eso es lo que traen
estos Reyes Magos
que se dieron cita
para conquistarnos!
De Oriente vinieron,
vinieron mandados
por aquel Rey Niño
que a los hombres malos
con el arma sola
de Amor ha ganado.
¡Esos son los Reyes
que tendrán vasallos
como el mar arenas,
y la selva ramos,
y estrellas los cielos
y espigas los campos!
¡Vamos con vosotros,
vamos a esperarlos!
Todos esos Reyes
de otro son vasallos,
de otro que les manda
que vengan a daros
dulces y juguetes,
y besos y abrazos.
¡Que vengan, que vengan,
que van a enseñarnos
que ellos y vosotros
de Amor sois vasallos,
¡vasallos de Cristo,
que es de Amor dechado!
¡Dichosos los niños
que tienen caballo,
que es tener la dicha
de ser Reyes Magos!
¡Dichosos vosotros,
que vais a esperarlos,
que es ir a un convite
de dulces y abrazos!
LAS
SUBLIMES
¿La conoces, musa mía?
Es modelo soberano
bosquejado por la mano
de la gran sabiduría.
Es el más dulce buen ver
de tus visiones risueñas;
es la mujer que tú sueñas
cuando sueñas la mujer.
La discreta, la prudente,
la letrada, la piadosa,
la noble, la generosa,
la sencilla, la indulgente,
la süave, la severa,
la fuerte, la bienhechora,
la sabia, la previsora,
la grande, la justiciera...
la que crea y fortalece,
la que ordena y pacifica,
la que ablanda y dulcifica...,
¡la que todo lo engrandece!
La que es esclava y señora,
la que gobierna y vigila,
la que labra y la que hila,
la que vela y la que ora...
¡Hela, hela, musa ruda!
¿No lo cantas?
—No la canto.
—¿Por qué, si la admiras tanto?
—Porque si admiro soy muda.
—¿Y cuál es la maravilla
que así admiras muda y queda?
¡O es Teresa de Cepeda
o es Isabel de Castilla!
A TERESA DE JESÚS
Mujer de inteligencia peregrina
y corazón sublime de cristiana,
fue más divina cuanto más humana
y más humana cuanto más divina.
Hasta el impío ante tu fe se inclina
y adora la grandeza soberana
de la egregia doctora castellana,
de la santa mujer y la heroína.
¡Oh mujer! Te dará la humana historia
la gloria que por sabia merecieres;
mas con el mundo acabará esa gloria,
que por ser terrenal no es sempiterna.
¡Tú, Teresa de Ahumada, al cabo mueres!
¡Teresa de Jesús, tú eres eterna!
AUTÉNTICA POESÍA - Herrera/Muñoz - 2001
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