La paja del Vilchez

 

 

Por el Vampirillo

 

Como no podía ser de otra manera, el cuarto B se había quedado sin poder ir a Portugal. El cuarto A se largaba con los de quinto, 15 días, de viaje de estudios, y nosotros, tras largas pataletas con nuestros padres, sólo habíamos conseguido reunir el dinero que faltaba (20 ó 30 pesetas por niño), para completar el alquiler de un autocar que nos llevara el sábado a Torremolinos, a pasar un día de playa... esas eran las consecuencias de ser flojos y gamberros y no haber vendido, como era nuestra obligación, las papeletas pertinentes de las rifas y sorteos, que hacíamos durante tercero y cuarto, para reunir el dinero necesario y hacer el viaje proyectado a tierras lusas.

 

En realidad nos importaba un rábano el ir a Portugal o no; lo jodio era tener 15 días de clase más que los otros... pero la ilusión de ir a la playa todos juntos también tenía su puntillo, así que, en el fondo, íbamos contentos cuando nos subimos al autocar, con los bocadillos en el macuto, que cerraban, enrrollados, la toalla y el bañador...

 

El viaje de ida fue de lo más divertido y se hizo cortísimo. Nosotros, la panda, formada por los más revoltosos de la clase, como no podía ser de otra manera, ocupamos los asientos finales. Había asientos de sobra, porque éramos menos los alumnos que las plazas del transporte, así que lo pasamos bomba tirándoles cosas a los de delante y metiendo jaleo. Recuerdo que hasta nos dejó contar chistes verdes el profesor, que iba de responsable, y por supuesto, la canción que más sonaba, era aquella de ¡aceleraaaaaaa, aceleraaaaaaa, acelera, acelera el motooooooooooorrrrrrrrrrrrrrrr!...

 

El grupo éramos unos 6 ó 7, entre los que destacaba, tanto por su estatura como por su forma de ser, el Vilchez. Era un par de años mayor que los demás, que andaríamos por los 13 ó 14... él quizá rondara los 17 y estaba en cuarto de bachiller, como es lógico, por haber repetido casi todos los cursos de la antigua E.G.B. Se estaba preparando para ingresar en la C.O.E. en cuanto cumpliera los 18, el Cuerpo de Operaciones Especiales, que se acababa de crear en el Ejército hacía apenas un par de años y se había convertido en el sueño de cada niño al que le ilusionara hacer la mili... o sea, a todos los niños, ya que por aquellos años, hacer la mili era como hacerse un hombre, se pasaba la barrera de la niñez y hasta se podía fumar delante del padre al volver... y hacerlo en la C.O.E., ya era como ser héroes más o menos.

 

El Vilchez nos embobaba con sus historias de comandos y guerra de guerrillas, sobre todo cuando se hizo acreedor de nuestro crédito el día en que volvió a clase -tras dos o tres de ausencia-, con las dos manos vendadas porque, según nos contó, había soltado una granada demasiado tarde en una de sus prácticas... eso, así sin más, no nos lo hubiésemos tragado, pero es que se lo contó del mismo modo a los profesores y al director, y se lo decía con todo desparpajo a todo aquel que le hiciese referencia al aparatoso vendaje: al bedel, al que nos vendía los bollos en el recreo, a la mujer de la tiendecilla de las pipas y los cigarros sueltos... en fín, a todo el mundo. Así que no nos quedó más remedio que elevar al Vilchez a la categoría de lider y apuntarnos a sus ocurrencias, ocurrencias que inevitablemente, siempre nos dejaban con la boca abierta porque por muy atrevidas e imposibles que parecieran, siempre salían también, como el Vilchez las proyectaba...

 

Una de las más destacadas fue la de encargar en una imprenta no sé cuántos tacos de una rifa de un transistor, en Navidad, con la dirección del Colegio; como las que teníamos que vender para el viaje, pero sin sello ni firma de ningún tipo. Las vendíamos a duro, una millonada para lo que manejábamos nosotros en aquellos tiempos, pero se vendían. Cuando quise darme cuenta llevaba más de 20 duros encima. Íbamos por el Camino de Ronda, que es larguísimo y con casas a todo lo largo. Edificios altos en los que, en cada portal, había 10 o 12 pisos, así que era raro que saliésemos de ninguna casa sin vender nada.

 

Aquello iba de muerte, hasta que llamamos a una puerta, sin fijarnos en la chapita que había clavada en ella. Abrió una señora y al ofrecerle la papeleta, nos dijo que esperásemos un momento, que iba a consultarle al "señor". Eso nos hizo leer la chapita y ¡horror!... el nombre del profesor de dibujo coincidía con el que había escrito allí, así que nos daban los pies en el culo bajando por las escaleras... allí acabó la odisea de estafadores navideños a sueldo del Vilchez, pero en el reparto, nunca se me olvidará, me tocaron 12 duros... ¡sesenta pesetas!...

 

Lo primero que hice fue irme a por golosinas y tabaco... un paquete entero, nada de sueltos. Con los bolsillos llenos de caramelos de a gorda, chicles Bazooka, de los gordos, tabletas de chocolate (aunque de chocolate poco había en aquellas tabletas, que parecían de tierra al hincarles el diente), y el paquete de tabaco con su caja de cerillas, hice cuentas y... ¡no llegaba a 3 duros lo que me había costado todo aquello!. Esa ha sido la única vez en mi vida en que verme sobrado de dinero significaba un problema... ¡y que problema!. A medida que iba dándome cuenta de la que podía venírseme encima si mis padres me vieran con ese capital, se me iban atragantando los caramelos y el chocolate que, para agravar el asunto, ya me estaba costando trabajo comer por el empacho... además, también era un problema volver cargado de dulces... no recuerdo lo que hice con tanta golosina, imagino que repartiría o tiraría... en fin, pero la cuestión era que efectivamente, el Vilchez nos había hecho ricos, como prometió cuando nos convencio para vender las papeletas...

 

Aunque apenas recuerdo nada de la estancia en la playa, es fácil suponer que pasaríamos todo el día en el agua, nadando, jugando, vociferando y gamberreando; hace mucho tiempo ya, para recordar, pero no pudo ser de otra manera, sobre todo, porque al subirnos al autocar, para el regreso, las espaldas y los muslos empezaban a escocer de una forma generalizada. Nadie, por supuesto, se había acordado de aquello de ¡Tened cuidado con no quemarse!, que nuestros padres nos dijeron en la parada del bus cuando salíamos, así que la vuelta se presentaba aburridísima... pero no para nosotros; nosotros teníamos al Vilchez, que, aunque colorado como un tomate, no paraba de inventar cosas y de meter bulla desde los asientos de atrás, que seguíamos ocupando.

 

- ¡Tenemos que hacernos una paja!, soltó de pronto, por bajines, arrodillado en el pasillo, en el centro de los asientos que ocupabamos.

 

- ¿Os habéis dado cuenta de que los reposacabezas de los asientos forman una V y se unen para formar el respaldo?. Si nos ponemos de píe y la ponemos en la junta, con el movimiento del autobus no tenemos ni que tocarla... ¡A ver quien se corre antes!.

 

Aquello ya fue demasiado. Eso de sacarla en público era una cosa muy delicada, además, nos podían acusar de maricones si alguno se volvía... se trataba del Vilchez, pero no estábamos preparados para semejante hazaña, así que empezamos con el "no sois capaces"... "hazlo tú"... "tú tampoco eres capaz", etc., hasta que, asombrados, vimos que el Vilchez se puso en píe, avanzó por el pasillo mientras se bajaba la cremallera, y colocó el asunto entre los dos cabezales del último asiento ocupado, con toda normalidad.

 

Los que ocupaban el asiento debieron intuir que algo se movía detrás de ellos, por lo que volvieron la cabeza y... es fácil de imaginar la cara que pusieron y el salto que dieron, hacia atrás, cuando se toparon con que la picha del Vilchez los estaba mirando.

 

Los dos se fueron a por él y el grito de ¡pelea, pelea! se extendió por el autobus, haciendo que se formara un pelotón en el pasillo, mientras el Vilchez, con el pito fuera, y los otros dos, se daban de tortas. Cuando el profe consiguió llegar y los separó, reparó en que el Vilchez tenía todo al aire, y, cuando le preguntó que qué hacía de aquella guisa, la respuesta que obtuvo no fue otra que "pues se me ha debido de salir con el jaleo"... el Vilchez era así, más que ocurrente en momento críticos...

 

Como es natural, nos castigaron con la separación y se acabaron las gamberradas hasta llegar a Granada. Como había sitio, uno en cada fila de asientos y con la prohibición total de moverse hasta llegar... el lunes, en el colegio, se aclararían las cosas.

 

Despues de pasar un domingo de perros, debido a las quemaduras y a las regañinas subsiguientes en cuanto soltara la más mínima queja (de esto tampoco me acuerdo, pero no pudo ser de otra manera), llegó el lunes. Nada más arribar al colegio ya se percibía algo extraño en el ambiente. Las filas, perfectas y en completo silencio, podían apreciarse a medida que nos íbamos acercando al patio, y los profesores, muy serios, paseando entre ellas, vigilando que nadie hablara. Con la mirada, tratábamos de decirnos algo, o de preguntar al de al lado en voz baja, pero nadie se atrevía a romper el silencio. Así entramos en clase, acojonados; y acojonados permanecimos hasta que el profesor cerró la puerta y, más serio que un ajo, empezó a contarnos el final de la historia:

 

De entrada, el Vilchez había sido expulsado. Se había entretenido en hacerse la paja y dejar "su simiente" en la cortina de la ventanilla, que era de esas que se enrollan hacia arriba.

 

El caso se descubrió porque el autocar estaba contratado, el domingo, por un colegio de monjas, para llevar a sus alumnas a la playa también. Al tirar de la cortinilla, una de ellas, salió despedido el recuerdo del Vilchez, al más puro estilo del "Cipote de Archidona", que quizá ni estuviera escrito por aquel entonces, salpicando nada menos que a cinco niñas.

 

No he vuelto a ver al Vilchez. No hace mucho, un par de años, nos reunimos varios ex alumnos, para recordar y celebrar, los 25 años de nuestra estancia en ese colegio con una cena. Ninguno sabía nada del Vilchez. Pero todos, a pesar de los años, nos acordábamos de él y comentamos varias de sus anécdotas.

 

Estés donde estés, amigo Vilchez, recibe este abrazo, en tu recuerdo...

 

Vampirillo, enero de 2005

Para Aurpegiko Begia

 

 

 

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