El amar su propia
muerte: drama de la representación criolla Vitulli,
Juan |
Pocos casos en la historia de las letras virreinales
han sufrido tantas transformaciones interpretativas como la obra misma de Juan
de Espinosa Medrano. A medida que las investigaciones han ido descubriendo
nuevos datos sobre su vida, se ha asistido a un proceso de reconstrucción y
transformación de este singular cuzqueño. Conocido en el ámbito de las letras a
partir de su brillante Apologético en
favor de don Luis de Góngora (1662), la obra de Espinosa Medrano ha venido
siendo analizada como espacio clave donde interrogar elementos que parecerían
forjar las primeras reflexiones en torno a la conciencia criolla. A partir de
los estudios de, principalmente, Luis Jaime Cisneros y Pedro Guibovich Pérez la
imagen del Lunarejo ha ido ganando en nitidez, y su lugar dentro de la ciudad
letrada se ha hecho más preciso. El erudito indígena deja paso al letrado
criollo, que comienza a aparecer en
toda su complejidad. El genio precoz y excepcional que, de la mano de un
bondadoso clérigo, abandona el terruño paterno para descollar dentro de los
claustros académicos del Cuzco, deviene
en un activo participante de la vida intelectual colonial en todos sus
registros y expresiones; el indígena que armoniza dos mundos antagónicos por
medio de la doctrina y la traducción, comienza a verse como perteneciente a ese
anillo lingüístico que rodea la ciudad
letrada y la mantiene a salvo de la alteridad nativa. Todas estas transformaciones,
claro está, repercuten en la interpretación misma de sus obras, que dejan de
ser vistas como meras reproducciones de los cánones estéticos peninsulares para
ser situadas en el espacio intersticial de las ambigüedades criollas.
La obra de Espinosa Medrano incluye cada uno de los
registros discursivos que componen el mundo de las letras del siglo XVII: una
poética, una comedia en castellano, composiciones en quechua, una importante
cantidad de sermones, tratados filosóficos de raíz tomista, etc. Registros que están íntimamente vinculados entre si, compartiendo no sólo una
retórica sino que expanden y dan cohesión a los fundamentos ideológicos de la
misma, formando parte de un mismo artefacto barroco. Hasta el momento, las
lecturas parciales de esta obra ayudan a comprender ciertos aspectos de la
poética del Lunarejo, pero muchas veces deshacen los vínculos manifiestos entre
estas producciones culturales. El amar su
propia muerte, comedia escrita cuando Espinosa Medrano estudiaba en el
Seminario de San Antonio Abad, no escapa a esta condición. La obra podría
clasificarse genéricamente dentro de aquellas composiciones dramáticas del
Siglo de Oro que se inspiran directamente en la Biblia. Su trama se basa en un
pasaje del Antiguo Testamento. Todo
el argumento de la comedia oscila entre el desarrollo dramático del tópico bíblico y diferentes escenas donde
surgen temas propios de la comedia nueva. Es más, el trasfondo religioso, por
momentos, aparece eclipsado tras las intrigas amorosas de los personajes. En definitiva,
en un molde propiamente barroco, Espinosa Medrano realiza una imitación (en el
sentido que la palabra adquiere en el Siglo de Oro) de los grandes maestros del
género; maestros que tenían un lugar privilegiado en su biblioteca. El
Amar su propia muerte tuvo
dispar suerte a la hora de su difusión. Fue impresa 6 veces en un período de
tiempo que abarca casi 7 décadas, labor que fue realizada por diferentes
estudiosos, tanto del Perú como de universidades Norteamericanas. Las
vicisitudes del texto original (su pérdida), los cambios en las reimpresiones
(que presentaron durante más de 50 años un texto incompleto), y la casi nula
atención crítica que este documento provocó, opacaron un trabajo de difusión
editorial para nada despreciable. Resulta curioso notar que durante el siglo XX
el Apologético, obra que sin duda
acaparó la atención académica, fuera editado 6 veces, un número no mayor que la obra dramática. Esta asimetría entre
cantidad de ediciones e interés se debe, desde mi punto de vista, a diferentes
factores. El Apologético es un
documento capital al momento de entender la recepción de la obra de uno de los
poetas más importantes de las letras hispanas, a la vez que explícitamente reflexiona sobre el
complejo espacio simbólico y material
del letrado criollo en el período de estabilización colonial. La
singularidad de esta obra, su marcada relación de contigüidad con los discursos
peninsulares en torno al hecho poético y su estructura retórica la han
convertido (justamente) en el foco mayor
de atención si se reflexiona sobre espinosa Medrano y las letras
virreinales. El Amar su propia muerte
fue relegada a un segundo plano, pensada como una obra de juventud del
Lunarejo, subrayándose los elementos de continuidad que esta obra presentaba en
relación con la preceptiva teatral áurea española: la poca recepción crítica
que tuvo no perdió instancia en repetir sus deudas con los dramas de Calderón y
el lenguaje poético gongorino. En suma, fue consideraba desde su descubrimiento
(1932), como una mera copia de los moldes poéticos de la tercera fase de la
comedia peninsular. Tácitamente se ha remarcado el carácter subsidiario y
a-crítico frente a los cánones estéticos dominantes. Implícitamente, todos los
prejuicios que durante mucho tiempo se aplicaron al barroco de Indias pueden rastrearse en la bibliografía
primaria sobre El Amar su propia muerte.
(Vargas Ugarte, Tamayo Vargas, Arrom,
Iniesta Cámara)
Por otro lado, Raquel Chang-Rodríguez, apartándose de
lo anterior, ha propuesto un tipo de interpretación contra-hegemónica, donde cree encontrar signos de una
reivindicación de la cultura indígena dominada. La crítica a la opresión
española sobre el mundo andino aparecería representada en esta obra a partir de
diferentes elementos (léxicos, simbólicos, analógicos y religiosos) que serían actualizados por un
público que compartiría esa postura inconformista: según la autora la presencia
de elementos sobrenaturales en forma de augurios remitiría a antiguas divinidades
incaicas, ciertos juegos de palabras empleando el término azogado serían guiños al espectador que actualizan el estado de
explotación de las masas indígenas en las minas, así como la historia bíblica
(el subtexto que opera en la obra) del pueblo hebreo que se rebela contra los
cananeos debería entenderse como una analogía con la invasión española. Suman a
estos elementos la centralidad de los personajes femeninos Jael y Débora. De allí que piense a esta obra como “un producto cultural cuya hibridez da
entrada a diversos modos de conocimientos y variadas percepciones de la
realidad que, desde el espacio textual, socavan y cuestionan la autoridad del
discurso barroco y del orden dominante.” Las hipótesis de Chang-Rodríguez no
resisten a una lectura atenta de la obra: su mención de los prodigios como
formas de religiosidad anterior a la conquista es parcial, ya que en la misma
trama del drama ocurren otros fenómenos sobrenaturales que tienen una clara
filiación europea. A su vez, la supuesta correspondencia entre historia bíblica
(los hebreos bajo el dominio cananeo) e historia colonial (los Incas subyugados
por los españoles) permite invertir sus hipótesis contra-hegemónicas: lo que
está llevando a cabo Espinosa Medrano al establecer esta analogía (remota)
entre judíos e incas dista mucho de poder analizarse llanamente; sino que es
necesario leer esta comparación a partir de la serie de asociaciones que
conlleva. El concepto (en el sentido gracianesco del término) forjado por el
Lunarejo acerca dos objetos distantes
en el tiempo y el espacio que pueden ser convocados a través del ingenio del letrado. La característica
afín entre ellos se basa en la posibilidad de entender sus creencias como
prefiguraciones del cristianismo real, aunque nunca alcanzaron la luz necesaria
para penetrar en sus misterios. Será necesario el advenimiento del orden
cristiano/ imperial para que puedan corregirse
estas desviaciones de la verdad; de allí que el texto pueda estar atravesado
por signos que refieran a otro sistema de creencias, pero siempre sometido al
arbitrio del autor que, según Beverley “conecta la periferia con la metrópoli,
y ambas con una visión de la historia que abarca tanto los grandes imperios
antiguos como la teleología histórica de la Conquista y Contrarreforma”( Una modernidad obsoleta), es decir que se
capta y neutraliza la heterogeneidad por la vía de la analogía religiosa e
histórica. Por último la mención al carácter subversivo de los personajes femeninos es errónea, ya que
uno de ellos (la profetisa Débora ) ni siquiera figura como personaje en la
obra; mientras que Jael figura en numerosas obras anteriores (Lope de Vega, el Discurso en loor de la poesía por
ejemplo) como una prefiguración de la virgen María. No hay una subversión del
barroco (como pretende leer Chang-Rodríguez), sino una aplicación de las
teorías barrocas, es decir todo el drama podría leerse como una didáctica de
apropiación del otro y su cultura.
Resumiendo, las dos tendencias críticas (la especular
y la contra-hegemónica) que a simple vista se presentan como antagónicas, omiten tres elementos fundamentales ( ya
señalados por Mabel Moraña) para analizar este tipo de discurso: las
condiciones materiales de producción cultural, los modos de apropiación de los
códigos expresivos dominantes y el grado de conciencia social diferenciada
manifestada por los diversos grupos productores. Quizá sea posible aunar estos
tres elementos a partir de un concepto que poca atención a generado al analizar
esta obra, me refiero, específicamente, a la idea de la imitatio.
Claro está, no pretendo con esto decir que El Amar su propia muerte se aparte de
los condicionamientos de su época o que niegue de lleno la doxa poética del siglo XVII: la creación letrada de esos años
distaba mucho de esta idea. Lo que creo conveniente aclarar es que las relaciones—que hoy llamaríamos
intertextuales entre un texto y su antecedente temporal—se encontraban bajo el
aparato cultural y conceptual de la imitatio.
Como han dejado testimonio comentaristas y tratadistas de la época, la
instancia de apropiación y re-elaboración de los elementos formales de una obra
del pasado era una de las bases para
determinar el valor de la presente. La poética barroca genera un intercambio
textual ambiguo entre antecedente y
epígono, donde se conjugan el deseo de homenaje y de competencia con el texto
canónico. Lejos de sugerir una mera repetición servil de modelos de la
antigüedad, dentro del amplio marco de la imitatio
se puede encontrar un sistema de
relaciones, de vasos comunicantes que actualizan las relaciones entre un texto
y su modelo. El acto de creación literaria se
plantea de manera singular, basándose en un tipo de diálogo
intertextual, donde el poeta se apropia del texto precursor mediante un acto
del entendimiento que asume tanto su dependencia de los antiguos, como también
afirma la posibilidad de inscribir su obra dentro de una cadena mayor y así
diferenciarse. El trabajo del creador que
responde a los cánones de la imitatio
se realiza a nivel textual, diseminando en el nuevo texto signos que aluden, de
diferente manera, al texto primigenio. Ahora bien, este último es una entidad
inestable, ya que es posible generar un intertexto múltiple y heterogéneo. Es
decir, existiría una constelación (una red) de textos precedentes, sobre los
cuales el poeta opera seleccionando y re-funcionalizando elementos distintivos
del modelo Competencia, entonces, que sitúa y demarca el espacio desde donde el nuevo creador asume su palabra: siendo fiel a las coordenadas que el concepto de imitatio le brinda, el sujeto que lleva
a cabo el acto imitativo es plenamente consciente de su alteridad histórica.
Esta distancia existente entre uno y otro posibilita concebir al nuevo texto
como un espacio alterno donde se plantea la batalla por la posteridad
literaria. Incluyéndose en la larga cadena de autores que le precedieron, el
epígono conjuga dos tendencias contrapuestas. Por un lado, remite y exalta los
lazos que lo vinculan con la tradición que elige imitar; a la vez que afirma el
elemento de competencia, de desafío: el creador moderno prueba sus armas con la antigüedad siendo consciente de su
diferencia; pero, paradójicamente, afirmándola a fuerza de repeticiones y
variaciones del tema “original”. Este
carácter de retardo, implícito en el concepto de imitatio, parece señalar una relación dual entre el modelo y su
imitación, suspendiendo (o por lo menos intentando neutralizar) la distancia
existente entre la antigüedad mítica y su acto creador del presente. La visión
del artista barroco no nace únicamente del descubrimiento de su linaje, sino
también del reconocimiento de la separación existente entre los dos mundos y la
imposibilidad de reconstruir íntegramente ese legado.
Pensar El
amar su propia muerte desde la perspectiva dinámica de la imitatio permite recuperar no sólo el
marco estético ideológico dominante del siglo XVII, sino que a su vez,
re-actualiza diversos elementos que están en la base de esta producción. Los
ecos de obras anteriores presentes en el texto del Lunarejo dejan de
considerarse como un lastre ornamental, para ser dimensionados en toda su
magnitud: son signos, claves de lectura que organizan y seleccionan una serie
literaria particular a la que se le brinda un homenaje ambiguo. A su vez, la imitatio opera también como paradigma de
producción y recepción de la obra y vincula el drama con
las otras producciones del Lunarejo (tanto el Apologético como los distintos sermones que se recogieron en La novena maravilla). Por otra parte,
creo conveniente anotar que es en el ámbito cerrado del Colegio Seminario de
San Antonio Abad, espacio clave del criollismo conventual (según Lavallé) donde
se lleva a cabo esta práctica de escritura. Es justamente por el canal de la
representación, de la justa poética, de la festividad, es decir, del lenguaje y
los signos que allí se practicaban, que se puede pensar estas
representaciones como un acto de autoafirmación y pertenencia a un grupo que
maneja y detenta el poder que la palabra confiere. (con sus contradicciones internas,
claro está). En estos espectáculos se practicaba
el código propio del poder, sus asociaciones simbólicas y materiales: es decir,
si por un lado se ponía en juego todo el capital simbólico/ representativo del
Imperio; a su vez, se llevaba a cabo un acto performativo ejemplar donde ver
ese código en acción Por último, la idea de la imitatio comparte la misma zona ambigua que los modos discursivos
de la alabanza, la loa, la defensa y la apología; ya señaladas como formas
complejas de inscripción en la cadena significante imperial.
Lejos
del modelo interpretativo que pretende asignar al barroco colonial un mero
carácter reflejo y servil, los nuevos modos de aproximación crítica nos
permiten observar un desvío incipiente de la discursividad criolla en relación
con la centralidad imperial, pero, claro está,
el espacio simbólico/ cultural que se despliega en la textualidad del
Lunarejo dista mucho de poder ser interpretado a la manera de
Chang-Rodríguez, como una abierta
oposición al discurso imperial. Los distintos mecanismos que operan en los
textos del Lunarejo hacen pensar un sujeto que no encuentra su linaje ni tras el océano ni se solidariza con las masas explotadas indígenas. Sin embargo, es necesario aclararlo, introduce espacios de significación ambigua
en la cadena textual imperial. Estos acontecimientos disruptivos poseen la
cualidad de apoyarse en la polifónica lengua
barroca metropolitana, para, desde su misma variedad y amplitud, modular
(en el sentido musical del término) una precaria e inestable imagen posible.
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